El Corso de Guayama
Capítulo I
Rafaela
Escrito por: Héctor A. García
©Todos los derechos reservados escrito en 1989
Preámbulo
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Yo nunca iba olvidar aquel
amanecer del 28 de agosto de 1912, de repente sentí una alegría muy
saludable pues por entre una de las muchas hendijas de la pared de la casa
hecha con tejamaní, se filtró un tibio y milagroso rayo de luz mañanero,
eran las 5:45 de la mañana y ya comenzaba a amanecer. |
Apenas aclaró un poco
más, entró otro rayo de luz que se poso sobre el pálido rostro de mi madre
entonces ella abrió sus ojos y con ellos fijos en mí, casi sin poder mover sus apretados
y resecos labios me hablo nuevamente...
-Yo sé hijo mío que
has sufrido mucho por mi enfermedad, quiero que sepas que de lo que voy a
morir es de la pena de no poderte criar y verte crecer como un buen hombre
de provecho. No sabes lo que yo daría por estar ahí a tu lado todos los días
llevándote a tu escuela y ocupándome de tus cosas. Quiero hijo mío que el
día que decidas tener una familia, la valores como la cosa más importante de
tu vida, nunca abandones a tus hijos, por favor, júrame eso hijo mío.-
- Si mamá, cuando yo
sea hombre y tenga familia los voy a cuidar bien, te lo juro y te lo prometo
por esa Virgen, mamá-
-Se un buen padre y
cuida bien a tus hijos, hazte de una profesión y dale a ellos una buena
educación, me prometes eso hijito,- decía con la voz afectada por una fuerte
tos, que venía una y otra vez como presagio de su final.
-Prométeme también
hijito que no vas a buscar a ese hombre que nos abandonó inmisericordemente,
tu tienes unos buenos padrinos que se van a ocupar de ti y con los cuales no
vas a carecer de nada- Se refería a la Sra. Emilia Porrata Santaella y al
Sr. José Vives,
personas acaudaladas y las que irónicamente estaban emparentadas con la
mujer con quien se había ido mi padre.
-No se preocupe
madre lo que usted me diga así yo haré.
Paso algo más de una hora hasta
cuando mi madre volvió a hablarme.
Entonces
ella
tomó una de mis manos, la derecha y llevándola hasta sus senos me indicó con
su mirada que entre ellos reposaba un escapulario de San Francisco de Asís,
lo tomé con mucho respeto y bastante temor mientras ella cerraba nuevamente
sus serenos ojos para abrirlos ahora ante la augusta presencia de Dios, que
por fin ya había dictado su hora de salida. Eran
ahora justamente las 7:30 de la
mañana, lapso de tiempo hecho en mi vida una perdurable eternidad.
Con el escapulario
en mis manos contemplaba casi hechizado el despojo de una mujer que había
entregado su alma a Dios en plena juventud. Yo pensé inocentemente que ella
dormía.
Juan Bautista en su Encomienda
Postuma
Capítulo
I
Era una hermosa y fría
mañana de febrero de 1904, mucho mas fría de lo que aquella estación jamás
habría soñado, en la que Rafaela se disponía a subir al buque que la llevaría a la
isla de Córcega. Apenas hacían tres meses era la más virginal y hermosa
trigueña de todo Guayama; ahora, llevaba un secreto en su vientre,
el cual habría de develar en otras tierras.
Rafaela, apenas tenia diecinueve años recién cumplidos
pero era toda una mujer. Hija de una mulata criolla con un español,
era mestiza
y de finos rasgos, cual gitana.
De larga y oscura cabellera que le llegaba a la cintura, atraía a todos con
su rítmico y culipandeante caminar. De ojos claros y vivos, dibujaban
siempre sus finos labios una grácil sonrisa que hechizaba a todos los que la
osaran mirar, frescura y ternura había en su rostro pero...
En sus callosas y
ásperas manos se develaba otra historia, pues huérfana de padre desde
muy temprana edad, se vió obligada a trabajar para ayudar a su madre a
sostener su hogar en el barrio Punta Santiago, de Humacao.
Pero ambas a la
primera oportunidad salieron de aquel empobrecido pueblo. Con escasos once
años dejó atrás su barrio para irse a buscar una mejor vida al costero pueblo "Brujo"
de Guayama, al sur de Puerto Rico, acariciado y bañado este por las olas del
Mar Caribe.
En
el muelle
Y
en aquella hermosa mañana Antillana, nublada por gaviotas y alcatraces que
flotaban a la deriva por el puerto en ceremoniosos vuelos, miraba Rafaela el
ir y venir de las olas. En tanto a lo lejos se escuchaba a los comerciantes
del pueblo hacer negocios en el puerto, e intercambios
comerciales con los representantes de otros países. Así pasaba ella el
tiempo en tanto llegaba la hora de su partida.
-iDame
cien sacos de café! iCiento
ochenta de azucar! iAllá
están las mieles, el ron, las especias, por allá esta el tabaco, y aquella
carreta que llega ahora trae viandas y verduras, aquí están los zumos de
tamarindo, melao y otros! -iEn
aquella caja que ves allí, está el aceite de coco, las pastas de guayaba y
batatas...! así le
gritaba un comerciante a los braceros de los muelles que se aprestaban a
subir la carga al buque que bajaban de los carretones de bueyes.
También escuchaba a
otro a su lado gritarle al capitán del navío - ¡Los sesenta barriles de vino,
el aceite de oliva y la carga de madera que esperaba en este viaje y no
llegaron, asegúrate de que me los envien de regreso!- -Ahhh... acuérdate
entregarle la carta que te di, a mi madre.
Allí bullían los
comerciantes y dueños de haciendas que especulaban con su mercadería,
confundiéndose entre pescadores y grandes y pequeños agricultores, así como
con los pasajeros que abordaban el buque.
Mientras, Rafaela
respiraba el salitroso y chispeante olor a mar y las más variadas fragancias
isleñas del Caribe. Desde el aroma a café, tabaco, azúcar, especias, hasta
el fuerte olor a bacalao, arencas y madera de pino que habían bajado y que
llegaba de otros países... En fin, todo aquel ambiente estaba impregnado a
ese agradable y vivificante sabor a Trópico exótico y Antilla lujuriosa.
La Intriga> |