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Guayama, en indígena Guamani
(el sitio grande) es un místico pueblo muy singular que descansa sobre una
meseta a unos doscientos pies sobre el nivel del mar y a escasos cuatro
kilómetros del Mar Caribe. Místico, por el apodo de brujo con que fue
bautizado por los incontables negros hechiceros que abundaban cerca de los
cañaverales, pero sobre todo por la enorme cantidad de misteriosos masones (llamados
hijos de la viuda negra)
principalmente franceses y corsos que abundaban en el pueblo. De heterogénea
personalidad, principalmente europea en los comercios del casco del pueblo
donde estos comerciantes tenían las más lujosas residencias.
Sin embargo, con una población rural que en su mayoría eran indigentemente criolla, negra,
mulata, mestiza, ingenua, incauta, necesitada, sufrida y explotada. Pero
allí estaban para variar los Españoles, Franceses, Italianos, Americanos,
Ingleses, Portugueses y por su puesto una inmensa mayoría de Corsos, en fin.
Rafaela continuaba su
camino a la Hacienda Bardaguez, pasando ahora cerca de la Hacienda Esperanza,
donde el molino de los Vives expelia un sabroso aroma azucarado de la
molienda de azucar, entonces... detrás de ella y a considerable velocidad venia un coche tirado a
caballo, el conductor no se percató de su presencia, el camino era estrecho
y el hombre tendría que maniobrar para evitar un accidente, cuando...
-¡Soooo, caballo,
soooo!- halaba las bridas y las dirigía hacia la izquierda, cuando parecía
inevitable el golpe con la joven que reacciono tardíamente por la sorpresa.
-¡Soooo, caballo, soooo!- y de repente el caballo se detuvo en seco.
Entonces el hombre,
como si aquello que fuera inevitable nunca fuera a ocurrir, le pregunta a
Rafaela. -¿va lejos joven?-
Ella visiblemente
espantada y sacudiéndose el polvo del rostro y su vestido, sin salir aún del
susto le contesta. -¡pues si usted no me mata primero con ese animal, cof,
cof, cof, voy a la Hacienda Bardaguez!-
-Pues venga y móntese
que me detuve precisamente para llevarla, le contestó cínicamente el hombre
---Venga- le suplicaba cortésmente extendiéndole una mano para que
subiera, mientras también sonreía por la cara de espanto que puso ella. Ya
una vez en el coche seguía sacudiéndose el polvo y ella ni siquiera se
percato que no tuvo oportunidad de decidir montarse en el coche, el polvorín
tal vez la hizo subir rápidamente para salir del mismo.
Cof, cof, cof,- seguia tosiendo ella. -Tenga,
use este pañuelo- le dijo el hombre que ahora la miraba con cierta
preocupación. Corrió el coche un poco mas adelante y se detuvo brevemente,
para salir de la nube de polvo que habia levantado y la miraba pasarse el
pañuelo por el rostro cuando de pronto..................
¿Por Dios qué es esto que tengo de frente, de
dónde salió tan hermosa mujer y dónde estaba que nunca la habia visto? Asi
pensaba impresionado con aquella joven de hermosa y larga cabellera negra,
con un rostro fino tipo europeo pero con un matiz muy singular en su piel
color acanelado claro. ¡Cuanta belleza, por Dios! pensaba sin salir de su
asombro.
-¡Arre! - Entonces, aquel joven hombre puso
rumbo hacia la Hacienda Bardeguez, a la cual casualmente él también se
dirigia. Ya por el camino y repuesta Rafaela, por fin miro al hombre
que estuvo a punto de atropellarla y se cruzaron sus miradas. No hubo
palabras en ese momento, sólo transitaron pensamientos por la mente de
ambos.
Jean Charles Romanacce
Lecc'ia (Juan Carlos)
Habia llegado este joven hombre en sus 25 años,
a Puerto Rico para 1898, procedente de la Isla de Córcega, poco antes de la
llegada de los norteamericanos, se dirigía originalmente a Venezuela, a
estudiar la vegetación tropical pues estudiaba y escribía sobre botánica en
Córcega. Pero
en vista de que tenia un tio paterno llamado Sergio Romanacce en la isla,
negociante exportador e importador, cambio sus planes y se
quedo para entre ambos levantar dicho negocio. Irónicamente el Huracán de
San Ciriaco que entro y devastó buena parte de la industria agrícola para
1899, los impulsó en sus negocios y se convirtieron en grandes negociantes y
vendedores, asi este hombre comenzó a prosperar. Trabajó
ocasionalmente haciendo traducciones, ya que era políglota. Ya luego se dedicaria
exclusivamente al negocio de la importación y exportación, era un hombre con
cierta holgura económica como para no pasar grandes apuros, aún sin ser rico.
Tenía este una personalidad magnética y
persuasiva, con unos ojos claros y llenos de vitalidad, su mirada
era de esas penetrantes y sin pestañeos. Llevaba siempre puesto un sombrero
tipo Panamá y un bigote muy cuidado con sus extremos puntiagudos. De voz agradable y
varonil, muy culto pues dominaba seis idiomas, su dialecto corso, el francés,
italiano, español, ingles y un dialecto africano. Se rodeaba entre los
místicos y esotéricos masones del pueblo de Guayama, y aquellos que tenían
contacto con él lo admiraban pues siempre lograba lo
que se proponía. Además, decian que visitaba a los brujos africanos de la costa para
ponerse en contacto con los espíritus de sus ancestros. Era un hombre extrovertido y de extraordinaria inteligencia, su ambición
era el mayor capital con el que contaba.
Y allí en aquel
momento estaba frente a una hermosa mestiza criolla, mujer como ninguna de
las que antes hubiera visto y embelesado no sabía que decir.
Ya en camino a la
hacienda, transitaban un entre medio de árboles de mangó y bellos
flamboyanes que los cubrían con su sombra y comenzaron a hablar.
-Primero que nada le
pido mis disculpas por el susto que le hice pasar - le dijo él.
-No se preocupe, pues
estoy viva y no ha pasado nada - restándole importancia Rafaela, al
atropellamiento del que estuvo a punto de ser víctima.
-Pues permítame
presentarme, mi nombre es
Juan Carlos
Romanacce y soy corso tan corso como el Monte Cinto, y de ahora en adelante
su humilde servidor.-
-¿Ah, si?, pues yo soy
Rafaela García, y soy de aquí como el coquí.- y extendiéndole su mano la
cual beso, y reían a carcajadas sabiéndose desde ese instante atraídos el
uno por el otro.
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A su lado por la
rústica carretera en que viajaban, los acompañaba el paciente y trashumante
ferrocarril cañero que llegaba desde la Central Aguirre en Salinas, mientras
anunciaba su llegada con su silbato e incansable, chucu, chucu, chucu, chucu... De la chimenea de la Central, salían torrentes de humo, anunciando así que
era tiempo de zafra. |
No era costumbre de
una joven de aquella época ser tan espontánea y sencilla con un extraño,
pero algo que ellos desconocían y no comprendían los envolvía, hechizaba y
atraía, era como el encuentro de un alma fragmentada que se había encontrado
nuevamente consigo misma. Ellos de tan solo mirarse sonreían sin siquiera
hablarse y sentían esa cosquilla tan natural que sienten dos seres cuando
hay una afinidad.
Tan pronto llegaron,
Juan Carlos de un brinco bajo del coche y le dice a ella -no me voy a
demorar espereme unos minutos, regreso en breve -- olvidando que ella también
tenía un compromiso y esperando de Rafaela una afirmativa.
-Sí, esta bien, pero recuerde que yo
no vine a pasear, tengo que entregar estos documentos al señor Vicente
Pillot, capataz a cargo del corte de caña, el reverendísimo padre Infanzón
le quiere ver con su mujer a la brevedad pues tengo entendido que van a
bautizar a cuatro niños de su familia y tiene que tomarle unos datos de cada
una de esas criaturas.- contestó Rafaela
-Ohhh… ya olvidaba, disculpe démelos
acá que yo me hago cargo- poniendo Juan Carlos su mano en la frente
haciendo un gesto gracioso. Rafaela se los entregó y a los pocos minutos ya
estaba Juan Carlos de vuelta. Monto nuevamente su coche y se dirigió al
pueblo ahora con más calma para disfrutar al máximo de aquella exuberante
belleza a su lado, de pronto grita –¡Dominicci, no olvides de ponerte de
acuerdo con Piovanetti, dile que voy a estar en casa de Juan Vivoni
esperándole con Carlos Fantauzzi y los
Carratini Pasalacqua!- le recordaba una cita que tenían los masones corsos esa noche, curiosamente a
ellos se le conocían como los hijos de la viuda negra.
Ya habiendo partido de la Hacienda,
Juan Carlos puso toda su atención en la bella criolla que le acompañaba y
se gozaba su presencia. Rafaela por su parte lo suponía a él pensando algo
así y se complacía mientras miraba a su derecha las verdes montañas del
Guamaní y a su izquierda el verde azulado Mar Caribe.
Señor, yo no sé si los genios
engañadores habitan en esta bendita Isla Antillana o si es un delirio
celestial el que me llena el alma, pues todo lo que miro y veo a mi
alrededor, me parece un paraíso. Así de embelesado se encontraba este hombre
desde que se había tropezado con Rafaela minutos atrás. ¿A quien me recuerda
esta mujer? se preguntaba sin darse cuenta aunque le recordaba algo de su
madre.
En un exabrupto que no pudo contener
y con voz susurrante le dijo te amo-
Rafaela asustada de pronto le
pregunta -¿Qué usted dijo?-
-No, no, nada excúseme, no fue nada,
estoy loco, estoy pensando en otra cosa- turbado y titubeante le contesto,
mientras avergonzado y recuperándose del embeleso, golpeó a su caballo con
las bridas. –¡Arre, vamos arre!- dejando una nube de polvo tras si. Aquel
fue tan sólo el principio de posteriores encuentros entre ellos, pues a
partir de ahí, seguirían viéndose frecuentemente.
La
Desgracia> |