La contrarreforma católica
Para contrarrestar
la Reforma protestante, la Iglesia católica se reformó a sí misma.
Esta contrarreforma fue la obra del Concilio de Trento
(1545-1563).
Desde el principio de la Reforma, católicos y protestantes
reclamaban un Concilio ecuménico, es decir universal, para
reglamentar las cuestiones en litigio. Pero el concilio no se reunió
hasta 1545, demasiado tarde para restablecer la unidad cristiana. Se
disolvió en 1563, pero como sus trabajos habían sido interrumpidos
por dos veces, a consecuencia de las guerras, desde 1549 a 1551, y
después desde 1552 a 1560, su duración real fue solamente de ocho
años.
En materia de dogma, el Concilio de Trento rechazó todas las
proposiciones protestantes. Determinó cuál texto de la Biblia
debería en adelante tenerse por auténtico por los católicos; este es
el texto llamado de la Vulgata, traducción latina hecha por
San Jerónimo en el siglo IV. Mantenía los siete sacramentos, que los
protestantes querían reducir a dos. Afirmó la presencia real de
Cristo en la eucaristía, negada por los calvinistas y admitida
incompletamente por los luteranos. Proclamó que las creencias de la
Iglesia reposan en las Santas Escrituras, completadas por la
tradición; que la Iglesia de Roma era superior a las demás y que
todo católico debía obediencia espiritual al papa, sucesor de San
Pedro y vicario de Jesucristo.
En materia de disciplina, el Concilio mantuvo también la
organización tradicional de la Iglesia, contentándose con reformar
los abusos. Conservó, para las oraciones, el empleo de la lengua
latina, considerada como universal. Se negó a admitir el matrimonio
de los sacerdotes. Prohibió la acumulación de los beneficios,
es decir la posesión por un solo sacerdote de varios cargos
eclesiásticos. Decidió que los sacerdotes y los obispos debían
residir en sus parroquias y sus obispados, y predicar, para la
instrucción de los fieles, por lo menos una vez por semana. Ninguno
podía ser obispo si no tenía por lo menos treinta años, ni sacerdote
que fuese menor de veinticinco. El concilio recomendó que se
creasen, para la formación de los futuros sacerdotes, escuelas
especiales; de aquí la fundación de los seminarios, que quiere decir
semilleros.
La obra del Concilio de Trento se completó por diferentes medidas
tomadas por los papas. Establecieron una comisión encargada de hacer
el catálogo o Índice de los libros cuya lectura debía se prohibida,
porque podían poner en peligro la fe de los fieles. Esto fue lo que
se llamó Congregación del Indice. Reorganizaron la Inquisición o
Santo Oficio, encargada especialmente de vigilar al clero y de
perseguir y castigar hasta por el fuego a los autores de doctrinas
contrarias a los dogmas católicos.
Los jesuitas
Para combatir las doctrinas protestantes, los papas encontraron
preciosos auxiliares en las órdenes religiosas. De todas ellas, la
que ocupó principal puesto en la historia fue la Compañía de Jesús,
fundada en 1540 por el español Ignacio de Loyola.
La compañía, creada para el combate, fue organizada como un cuerpo
de ejército, regida por la más severa disciplina, gobernada por un
general que disponía de una autoridad absoluta, y sometida
enteramente al papa. La regla esencial es, como en un ejército, la
obediencia pasiva. El que deseaba ser soldado de Jesús, o jesuita,
debía renunciar a tener otra voluntad que la de sus jefes. Debe,
dicen las Constituciones, “obedecer como el bastón en manos del
viajero” y ser, entre las manos de sus superiores, “como un
cadáver”.
Los jesuitas obraron por la predicación, pero sobre todo por la
confesión y educación. Supieron atraer a sus colegios a los hijos de
los nobles, y hasta a los hijos de los príncipes soberanos. Por los
jesuitas fue que Alemania del Sur, y especialmente Baviera y
Austria, fueron reconquistados al protestantismo. El mismo éxito
tuvieron en la parte de los Países Bajos que forma hoy Bélgica.
Por donde quiera que los jesuitas ejercieron su acción, tuvieron
en vista el interés general del catolicismo, y no el interés
particular de un soberano o de un Estado. Fueron únicamente los
soldados de Cristo; es decir, los soldados del papa, su vicario.
Según su divisa, combatieron ad majorem Dei gloriam, “por la
mayor gloria de Dios” y por la Iglesia Universal. En esto fueron
internacionalistas, lo que despertó la desconfianza y la hostilidad
de muchos gobiernos respecto a ellos.
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