Revolución
Francesa
Capitulo I
Proceso social y político acaecido en
Francia entre 1789 y 1799, cuyas principales consecuencias fueron el
derrocamiento de Luis XVI, perteneciente a la Casa real de los Borbones,
la abolición de la monarquía en Francia y la proclamación de la I
República, con lo que se pudo poner fin al Antiguo Régimen en este país.
Aunque las causas que generaron la
Revolución fueron diversas y complejas, éstas son algunas de las más
influyentes: la incapacidad de las clases gobernantes —nobleza, clero y
burguesía— para hacer frente a los problemas de Estado, la indecisión de
la monarquía, los excesivos impuestos que recaían sobre el campesinado,
el empobrecimiento de los trabajadores, la agitación intelectual
alentada por el Siglo de las Luces y el ejemplo de la guerra de la
Independencia estadounidense.
Las teorías actuales tienden a minimizar
la relevancia de la lucha de clases y a poner de relieve los factores
políticos, culturales e ideológicos que intervinieron en el oigen y
desarrollo de este acontecimiento.
Las razones históricas
de la Revolución
Más de un siglo antes de que Luis XVI
ascendiera al trono (1774), el Estado francés había sufrido periódicas
crisis económicas motivadas por las largas guerras emprendidas durante
el reinado de Luis XIV, la mala administración de los asuntos nacionales
en el reinado de Luis XV, las cuantiosas pérdidas que acarreó la Guerra
Francesa e India (1754-1763) y el aumento de la deuda generado por los
préstamos a las colonias británicas de Norteamérica durante la guerra de
la Independencia estadounidense (1775-1783).
Los defensores de la aplicación de
reformas fiscales, sociales y políticas comenzaron a reclamar con
insistencia la satisfacción de sus reivindicaciones durante el reinado
de Luis XVI. En agosto de 1774, el rey nombró controlador general de
Finanzas a Anne Robert Jacques Turgot, un hombre de ideas liberales que
instituyó una política rigurosa en lo referente a los gastos del Estado.
No obstante, la mayor parte de su
política restrictiva fue abandonada al cabo de dos años y Turgot se vio
obligado a dimitir por las presiones de los sectores reaccionarios de la
nobleza y el clero, apoyados por la reina, María Antonieta de Austria.
Su sucesor, el financiero y político
Jacques Necker tampoco consiguió realizar grandes cambios antes de
abandonar su cargo en 1781, debido asimismo a la oposición de los grupos
reaccionarios. Sin embargo, fue aclamado por el pueblo por hacer público
un extracto de las finanzas reales en el que se podía apreciar el
gravoso coste que suponían para el Estado los estamentos privilegiados.
La crisis empeoró durante los años
siguientes. El pueblo exigía la convocatoria de los Estados Generales (una
asamblea formada por representantes del clero, la nobleza y el Tercer
estado), cuya última reunión se había producido en 1614, y el rey Luis
XVI accedió finalmente a celebrar unas elecciones nacionales en 1788.
La censura quedó abolida durante la
campaña y multitud de escritos que recogían las ideas de la Ilustración
circularon por toda Francia. Necker, a quien el monarca había vuelto a
nombrar interventor general de Finanzas en 1788, estaba de acuerdo con
Luis XVI en que el número de representantes del Tercer estado (el
pueblo) en los Estados Generales fuera igual al del primer estado (el
clero) y el segundo estado (la nobleza) juntos, pero ninguno de los dos
llegó a establecer un método de votación.
A pesar de que los tres estados estaban
de acuerdo en que la estabilidad de la nación requería una
transformación fundamental de la situación, los antagonismos
estamentales imposibilitaron la unidad de acción en los Estados
Generales, que se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Las
delegaciones que representaban a los estamentos privilegiados de la
sociedad francesa se enfrentaron inmediatamente a la cámara rechazando
los nuevos métodos de votación presentados.
El objetivo de tales propuestas era
conseguir el voto por individuo y no por estamento, con lo que el tercer
estado, que disponía del mayor número de representantes, podría
controlar los Estados Generales. Las discusiones relativas al
procedimiento se prolongaron durante seis semanas, hasta que el grupo
dirigido por Emmanuel Joseph Sieyès y el conde de Mirabeau se constituyó
en Asamblea Nacional el 17 de junio.
Este abierto desafío al gobierno
monárquico, que había apoyado al clero y la nobleza, fue seguido de la
aprobación de una medida que otorgaba únicamente a la Asamblea Nacional
el poder de legislar en.materia fiscal. Luis XVI se apresuró a privar a
la Asamblea de su sala de reuniones como represalia. Ésta respondió
realizando el 20 de junio el denominado Juramento del Juego de la Pelota,
por el que se comprometía a no disolverse hasta que se hubiera redactado
una constitución para Francia.
En ese momento, las profundas disensiones
existentes en los dos estamentos superiores provocaron una ruptura en
sus filas, y numerosos representantes del bajo clero y algunos nobles
liberales abandonaron sus respectivos estamentos para integrarse en la
Asamblea Nacional.
El inicio de la
Revolución
El rey se vio obligado a ceder ante la
continua oposición a los decretos reales y la predisposición al
amotinamiento del propio Ejército real. El 27 de junio ordenó a la
nobleza y al clero que se unieran a la autoproclamada Asamblea Nacional
Constituyente. Luis XVI cedió a las presiones de la reina María
Antonieta y del conde de Artois (futuro rey de Francia con el nombre de
Carlos X) y dio instrucciones para que varios regimientos extranjeros
leales se concentraran en París y Versalles.
Al mismo tiempo, Necker fue nuevamente
destituido. El pueblo de París respondió con la insurrección ante estos
actos de provocación; los disturbios comenzaron el 12 de julio, y las
multitudes asaltaron y tomaron La Bastilla —una prisión real que
simbolizaba el despotismo de los Borbones— el 14 de julio.
Antes de que estallara la revolución en
París, ya se habían producido en muchos lugares de Francia esporádicos y
violentos disturbios locales y revueltas campesinas contra los nobles
opresores que alarmaron a los burgueses no menos que a los monárquicos.
El conde de Artois y otros destacados líderes reaccionarios, sintiéndose
amenazados por estos sucesos, huyeron del país, convirtiéndose en el
grupo de los llamados émigrés.
La burguesía parisina, temerosa de que la
muchedumbre de la ciudad aprovechara el derrumbamiento del antiguo
sistema de gobierno y recurriera a la acción directa, se apresuró a
establecer un gobierno provisional local y organizó una milicia popular,
denominada oficialmente Guardia Nacional. El estandarte de los Borbones
fue sustituido por la escarapela tricolor (azul, blanca y roja), símbolo
de los revolucionarios que pasó a ser la bandera nacional.
No tardaron en constituirse en toda
Francia gobiernos provisionales locales y unidades de la milicia. El
mando de la Guardia Nacional se le entregó al marqués de La Fayette,
héroe de la guerra de la Independencia estadounidense. Luis XVI, incapaz
de contener la corriente revolucionaria, ordenó a las tropas leales
retirarse. Volvió a solicitar los servicios de Necker y legalizó
oficialmente las medidas adoptadas por la Asamblea y los diversos
gobiernos provisionales de las provincias.
Luis
XVI y María Antonieta
La
falta de voluntad fue una de las características de Luis XVI (en la
imagen), quien subió al trono de Francia a la muerte de su abuelo, Luis
XV. Los historiadores lo describen como un personaje rechoncho, de andar
torpe y sin muchas condiciones para hacer frente al difícil periodo en
que le tocó gobernar.
Cuando subió al poder declaró que deseaba
ser amado por sus súbditos e hizo todo lo que pudo para conseguirlo. Por
ejemplo, despidió a dos ministros de su antecesor Maupeou y Terray, que
eran aborrecidos. Además restableció los Parlamentos que había abolido
Luis XV, sin imaginar los dolores de cabeza que estos le darían más
adelante.
En realidad Luis XVI tenía buenas
intenciones, pero carecía de capacidad para el manejo público. Su gran
pasión era la caza y él mismo llevaba una estadística: entre 1775 y 1789
salió a cazar nada menos que 1562 días. Se cuenta también que al
regresar de su jornada de cacería, acostumbraba darse un banquete y
luego dormirse.
El collar de la reina
A
pesar de su poca fortaleza, el pueblo no sentía mayor antipatía por este
monarca. Por el contrario, veía con malos ojos a su esposa, María
Antonieta, (en la imagen) que era de origen austriaco. La reina, hermosa
y alegre, tenía fama de frívola.
El comportamiento irresponsable de la
reina, en lo que a gastos se refiere, era el blanco común de la crítica
de sus adversarios. Su popularidad cayó aún más a mediados de la década
de 1780, cuando la soberana se vio envuelta en un bullado escándalo.
Este episodio pasó a la historia como el "asunto del collar de
diamantes" que, se cree, fue urdido por adversarios de María Antonieta.
Todo comenzó cuando una estafadora que se hacía llamar condesa de
Lamotte convenció al cardenal de Rohan, a quien la reina no podía ver,
de que podría ganar la amistad de la soberana regalándole un hermoso
collar de diamantes. El pobre cardenal cayó en la trampa y encargó la
joya, la cual nunca llegó a manos de María Antonieta. Cuando la estafa
fue descubierta, se produjo un escándalo y se cuestionó no sólo la
honestidad del cardenal sino también la de la reina. Ambos fueron
posteriormente absueltos, pero el daño a su imagen ya estaba hecho.
Prestigio internacional
En tiempos de Luis XVI, Francia tenía
problemas económicos, pero gozaba de una buena posición en el plano
internacional. Como Inglaterra le disputaba supremacía en Europa, el
ministro francés de Relaciones Exteriores, Vergennes, buscó la forma de
dar un golpe al adversario. Encontró el escenario propicio en Estados
Unidos, país que luchaba por independizarse. Luis XVI reconoció la
independencia de esa nación en 1778 y firmó una alianza que le llevó a
aumentar su prestigio y también sus problemas financieros.
Al borde de la
bancarrota
En el reinado de Luis XVI había graves
problemas. Y no era para menos, considerando el lujoso modo de vida de
la realeza y los cortesanos, que gastaban dinero a manos llenas.
El encargado de manejar las finanzas fue
Robert Turgot, que tenía fama de ser un hombre serio y honesto. Cuando
asumió su cargo de inspector general, dio a conocer al rey sus
propósitos: "nada de bancarrota, nada de aumento de tributos, nada de
empréstitos". La idea de Turgot era reducir los gastos, pero esto era
difícil de conseguir. El ministro de finanzas estaba consciente de ello,
incluso señaló al rey: "tendré que luchar con la generosidad de Vuestra
Majestad y de las personas que le son más queridas. Seré temido, odiado
aún por casi todos los que componen la corte, por todos los que
solicitan mercedes". Luis XVI, al parecer con buena voluntad, le aseguró
su respaldo.
Turgot sustituyó el trabajo de mantención
de caminos, al que estaban obligados los habitantes, por un impuesto. Lo
importante de esta medida era que todos los propietarios debían pagar el
tributo, incluso los nobles, quienes tradicionalmente habían estado
exentos de impuestos. Otra medida consistió en abolir las corporaciones
o gremios las que reunían a quienes desempeñaban un mismo oficio
imponiendo reglamentos que impedían la libertad de trabajo. Con estas
medidas Turgot se ganó grandes enemigos: los parlamentos, la corte, los
maestros de diversos oficio y todos los que vieron disminuidos sus
privilegios, se pusieron en contra suya. A pesar del apoyo del monarca,
Turgot fue destituido en mayo de 1777.
Jacobo Necker, rico banquero fue el
sucesor de Turgot. Su receta para conseguir dinero fue recurrir a los
préstamos públicos contratados por el Estado. Sin embargo, al publicar
el presupuesto estatal no daba datos reales.
A pesar de lo anterior, el informe de
Necker permitió a la gente tener una idea de lo que se gastaba en la
corte, lo cual antes no se había hecho público. Así se ganó la simpatía
de muchos sectores, pero también la furia de la reina y sus amigos. Con
tan poderosos oponentes, Necker no pudo seguir adelante y se retiró en
1783.
Posteriormente María Antonieta hizo valer
sus influencias ante el rey y logró el nombramiento de Carlos Alejandro
de Calonne como inspector general, quien corrió una suerte similar a su
antecesor. Su cargo paso a manos de Loménie de Brienne.
La defensa de los
privilegios
Ante un panorama financiero de lo más
desastroso, Brienne no tuvo otro remedio que pedir más préstamos. Pero
eso no bastaba. Retomó entonces la idea de establecer un impuesto sobre
las tierras, sin ninguna excepción. Esta vez la posición del Parlamento
fue fiera. Como este tribunal debía registrar los edictos, utilizó esta
facultad como un arma de batalla. Exigió que se le mostrase el estado de
las cuentas. El rey se negó y, a partir de entonces, esta verdadera "guerra
fría" fue cobrando proporciones cada vez mayores. El Parlamento de París
comenzó a bombardear con diversos planteamientos: pidió que, antes que
se implantase ningún impuesto nuevo, la nación se reuniese en asamblea.
También afirmó tajantemente que "sólo la
nación tiene derecho a conseguir subsidios", y sostuvo que "los
impuestos deben ser consentidos por los que han de soportarlos".
Esta posición del Parlamento no pretendía
defender los derechos del pueblo o de los pobres, sino los privilegios
de las clases acomodadas, como los nobles. Claro que toda la gente se
vio involucrada en este clima de agitación. En París se respiraba un
aire cargado de tensiones; se quemaban en la calle efigies de los
ministros, y los consejeros de María Antonieta le hicieron notar que
haría bien en no aparecer por la capital.
La batalla entre el gobierno y el
Parlamento continuaba. El rey impuso su voluntad y obligó a registrar
sus edictos. Acto seguido, el Parlamento los anuló. En fin, la propia
autoridad del monarca estaba quedando por el suelo, aún cuando éste
lograra salirse con la suya declarando que los registros eran legales "porque
yo así lo quiero".
La lucha pasó de las palabras a los
hechos y varios miembros del Parlamento fueron detenidos. Las protestas
arreciaron . Ya no se trataba sólo de asuntos monetarios, sino de la
defensa de la libertad individual.
En medio de estas pugnas, la bancarrota
se hizo inminente. La única posibilidad de evitarla era convocar a los
Estados Generales, para dar un corte a las disputas.
Los Estados Generales
Los Estados Generales eran una asamblea,
compuesta por tres órdenes separados: el clero, la nobleza y el grupo
formado por burguesía y campesinado. Este último orden se conoce como el
tercer estado, término que usaremos para referirnos a él en lo sucesivo.
Dicha asamblea se había citado por última vez en 1614 y el dramatismo de
la situación obligó al gobierno a convocarla nuevamente.
Necker fue llamado una vez más a hacerse
cargo de la situación hasta que se reuniesen los Estados Generales.
Comenzó por donar una cuantiosa tajada de su fortuna personal a las
arcas de la monarquía, lo que naturalmente fue recibido con aplausos.
Pero el economista no era mago y tratar de reflotar las finanzas en ese
momento era prácticamente una misión imposible.
Pero el tema que acaparaba la atención de
toda la población era la convocatoria a los Estados Generales. En torno
a este asunto también hubo polémica: fue necesario fijar el número de
los representantes de cada grupo y se decidió que el tercer estado
tendría tantos delegados como las otras dos órdenes juntas (el clero y
la nobleza).
En realidad el gobierno, cuyos intereses
chocaban contra los de los privilegiados por la cuestión de los
impuestos, creyó encontrar respaldo en el pueblo. La idea era afianzar
"la alianza natural del trono y el pueblo contra las aristocracias, cuyo
poder no podría establecerse sino sobre la ruina de la autoridad real".
Reclamos y peticiones
De acuerdo a la tradición, cada orden
debía plantear sus reclamos y proposiciones en cuadernos. En todos ellos
dejaron constancia de su respaldo al rey, al que en ese entonces nadie
soñaba en derribar del trono. Esto, independientemente de las quejas
formuladas, que superaban con mucho la materia tributaria.
Los miembros del tercer estado, pedían
por ejemplo, cosas que hoy pueden parecer bastante pintorescas. Un
pueblo exigía su derecho a tener fusiles para cazar a los lobos y
reclamaba contra una serie de privilegios feudales que estaban vigentes.
Los señores poseían el derecho de caza, el control sobre los caminos y
podían mantener palomares que incomodaban mucho a los campesinos, ya que
las aves se alimentaban de los granos que ellos usaban para la siembra.
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