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Minería y metalurgia

De todos los recursos de la Península, aquellos que más expectativas levantaron, provocando incluso relatos legendarios, fueron los relativos a las riquezas mineras. El extremo occidente del Mediterráneo había sido objeto de una larga y profunda colonización fenicia, debida en gran parte a los grandes beneficios que supuso la explotación del área minera del Suroeste. Gracias a la plata extraída en Riotinto y Aznalcóllar, la ciudad de Tiro pudo suministrar a los reyes asirios las cantidades que éstos exigían a sus subordinados fenicios. Las riquezas argénteas de las que se jacta el monarca Sargón procedían sin duda de las minas tartésicas, en un proceso que tuvo su momento más álgido entre fines del s. VIII y la primera mitad del s. VII a.C.

Los cambios sociales y económicos que se produjeron en territorio fenicio tras la caída definitiva de Tiro en la primera mitad del s. VI a.C. tienen su repercusión en las colonias y factorías del sur peninsular. Asimismo, la sobreexplotación de las minas provocó una marcada crisis en la minería del Suroeste. A partir de este momento, y coincidiendo con los albores de la cultura ibérica, los centros mineros de mayor importancia se desplazaron hacia el área oriental, Sierra Morena y Cartago Nova fueron los núcleos que alcanzarán mayor rendimiento.

Son pocos los estudios que poseemos sobre la metalurgia del periodo ibérico, y prácticamente todos se refieren a una fase tardía, contemporánea de cartagineses y romanos. Los informes recogidos a este respecto por Posidonio o Estrabón indican hasta qué punto se exageró la riqueza metalífera de Hispania, cuando señalan que el incendio de ciertos montes provocaba riadas de oro y plata, o que los toneles que utilizaban los turdetanos estaban hechos de plata. En todo caso, la abundancia, variedad y rentabilidad de las explotaciones mineras ibéricas es un hecho admitido y repetido por todas las fuentes antiguas, y tiene su confirmación en los datos que se poseen desde los primeros momentos de la conquista romana. Un buen ejemplo pueden ser las más de 3.000 libras de oro y las más de 156.000 de plata que la Península ingresó en el erario romano durante la primera década del s. II a.C.

Tanto en Cástulo como en Cartago Nova trabajaban miles de personas -40.000 en este último lugar, según Polibio en noticia recogida por Estrabón-, extrayendo primordialmente la plata y obteniendo como producto subsidiario grandes cantidades de plomo. Las huellas de esta explotación masiva no sólo se advierten en las montañas de escorias resultantes, que en el caso de una sola de las de Cartagena alcanza las 276.000 toneladas, sino en la fortísima contaminación que ello debió causar. Los recientes estudios realizados sobre las capas de hielo profundo de Groenlandia, situadas hoy a 2.700 m bajo la superficie, y cuyo proceso de formación se produjo entre los años 600 a.C. y 300 d.C., han demostrado la existencia de un alto porcentaje de plomo. Los análisis isotópicos han confirmado que éste procede de las emisiones correspondientes a las antiguas minas del sur de España.

La mayor parte de la producción estaba destinada, por tanto, a la exportación, pero ciertamente estos metales preciosos eran considerados también como riquezas entre la población indígena. La ausencia de cantidades significativas de oro y plata en los ajuares funerarios no es indicativa de su empleo escaso, sino por el contrario, del mucho aprecio en que se tenía a estos materiales, que debían mantenerse en la familia para transmitirse de generación en generación. No se entiende de otra manera que cuando los romanos hablen de los iberos subrayen el uso entre ellos de vajillas completas de plata y numerosas piezas de oro. Apenas tenemos, sin embargo, más que pequeñas muestras de ello, como los platos descubiertos en Abengibre (Albacete), que portan inscripciones en lengua ibérica, o las pequeñas fuentes de uso ritual procedentes de Tivissa (Tarragona), en las que se desarrollan temas mitológicos. Ocasionalmente se han recuperado conjuntos de elementos de adorno, como collares, gargantillas, cinturones y diademas que son el correlato material de los lujosos conjuntos representados en las esculturas femeninas, como las Damas de Elche o Baza.

Al margen de la plata y el oro, que era extraído fundamentalmente de los placeres aluviales, la metalurgia ibérica se concentró en el hierro y en el cobre, que en aleación con el estaño formaba el bronce. La producción de hierro, muy numerosa, se concentraba en el instrumental agrícola y doméstico y en la fabricación de armamento. Sus fuentes de materia prima eran los afloramientos de almagra que abundan en amplias zonas de la Península; el material ya elaborado se distribuía por las áreas en las que no había posibilidad de aprovisionamiento. Este sistema metalúrgico constituyó una gran novedad, ya que hasta la época ibérica la metalurgia se basaba en el bronce, lo que supone un sistema completamente distinto tanto de abastecimiento como de técnicas de manufactura. Los útiles de hierro no se obtenían por fundición del mineral, sino por calentamiento y martillado, se debían añadir además pequeñas cantidades de carbono para conseguir un producto más duro como el acero. El proceso de forja supuso una nueva especialización para los metalúrgicos, que constituirían nuevos talleres, a veces itinerantes, para el suministro y reparación de los instrumentos férreos.


El bronce en esta etapa se dedicó más a los objetos de adorno y a piezas de uso religioso, como los exvotos. Éstos se fabricaban mediante el sistema de la cera perdida, motivo por el cual no suelen encontrarse piezas idénticas a pesar del gran número de ofrendas de este tipo presentadas en los santuarios. La fabricación solía realizarse en un lugar muy próximo a estos lugares de culto, y así Cabré pudo encontrar en sus excavaciones en el poblado del Collado de los Jardines (Despeñaperros, Jaén), muestras inequívocas de las fundiciones correspondientes a estas piezas. También se empleaban piezas de bronce en el atavío personal, eran frecuentes los remaches que adornaban las piezas de cuero, los broches de cinturón, las fíbulas o imperdibles que sujetaban mantos y túnicas, etc. Así pues, tanto el herrero como el metalúrgico del bronce fueron artesanos especializados y frecuentes en la sociedad ibérica, y su estudio demuestra el alto nivel de complejidad artesanal e industrial alcanzado ya en estos momentos.

Comercio y comunicaciones

Agricultura y metalurgia generaban excedentes que eran preparados para la exportación a diversos puntos del Mediterráneo. Probablemente también les acompañaban otros productos, como pieles, ganados, e incluso posiblemente seres humanos. En todo caso, para que todo el proceso llegara a buen término era preciso que el sistema de comunicaciones conectara adecuadamente las áreas interiores con la zona costera. En este sentido, los grandes ríos como el Guadalquivir o el Ebro se constituyeron en auténticas autopistas de transporte. El primero ha cumplido este papel hasta fechas recientes, debido a su carácter navegable casi hasta Córdoba. En el caso del segundo, la disposición de los asentamientos en los puntos que controlan los afluentes, y por tanto el acceso al río, es un indicio de que estas rutas eran las más transitadas. De hecho, ya en el s. VI a.C. y en relación con el comercio del vino se localizan pequeños puertos fluviales como los de Aldovesta o Turó de Xalamera (Tarragona) en los que se crearon enclaves para la acumulación y redistribución de la mercancía.

Las principales rutas terrestres enlazaban toda la vertiente mediterránea de la Península, desde el sureste francés hasta llegar a Cádiz. El camino principal, cuyas raíces son muy antiguas, era el conocido como "Vía heraclea", que discurría bordeando la costa. Sin embargo, pronto se constituyó otra ruta que acortaba el recorrido, penetrando desde Játiva por el Corredor de Montesa para, cruzando Albacete, entrar a Jaén por el curso del río Jardín. Esto se conoció en tiempos romanos como el "Camino de Aníbal", debido a que fue empleado a menudo por los contingentes militares. Los yacimientos que jalonan esta vía demuestran, en todo caso, que estuvo en funcionamiento mucho antes de la presencia cartaginesa. Otras muchas rutas facilitaban el enlace entre los dos itinerarios antes citados, aprovechando ríos como el Segura, el Guadiana Menor, el Guadalbullón o el Genil.

Sólo los recorridos principales estaban preparados para el tránsito rodado de carros, siempre pequeños y estrechos. La mayor parte de los desplazamientos debería realizarse a pie o a lomos de caballerías, sistema que era además necesario en caso de precisar una mayor agilidad en el movimiento. Así, sabemos que César tardó sólo 27 días en llegar desde Roma a Porcuna, en Jaén, lo que supone un ritmo considerable en cada etapa. Los carros eran habitualmente empleados en el transporte por zonas llanas, y sobre todo en los recorridos cortos que iban de los campos de cultivo hasta los poblados. De ello tenemos constancia no sólo a través de las llantas metálicas de las ruedas que se han recuperado en asentamientos y necrópolis, sino por las huellas que su paso constante ha provocado en los caminos de base caliza o en los accesos a las poblaciones. En los callejones de subida al Castellar de Meca (Ayora, Valencia), se aprecian tanto estos surcos como los orificios laterales correspondientes a las trancas que se empleaban para impedir el retroceso que favorecía la fuerte pendiente.

Una vez en la costa, las mercancías salían habitualmente por mar. Son numerosos los puertos del litoral mediterráneo peninsular que pudieron recibir cargamentos, que mediante el sistema de cabotaje llegaban a los puntos más importantes de redistribución como Ampurias, Marsella o Ibiza. El transporte marítimo superaba en capacidad y agilidad al terrestre, al embarcar una cantidad que oscilaba entre 175 y 207 toneladas, lo que equivalía a lo que podían transportar 520 carros de la época. Esto exigía una infraestructura compleja de instalaciones portuarias, redes de almacenaje, etc., que sirviera a los intereses de esta compleja actividad.

Son los plomos con inscripciones de carácter comercial escritas en caracteres griegos, etruscos o ibéricos y recuperadas en Ampurias o Pech Maho (SE francés), los que nos indican hasta qué punto hubo una organización bien estructurada, en la que participaban tanto comerciantes foráneos como encargados locales. Uno de ellos, recuperado en la colonia ampuritana y fechado en el s. V a.C., muestra un texto en el que se especifican las órdenes que un comerciante principal radicado probablemente en Marsella da a su agente ampuritano para que contrate un servicio con otro agente de nombre Baspedas, que controla el tráfico con otro punto, seguramente Sagunto. Otro plomo, esta vez de Pech Maho, presenta un texto escrito en jonio arcaico, fechado también en el s. V a.C. Se trata de una transacción comercial fijada entre un mercader griego jonio y un agente probablemente radicado en Ampurias, que actúa como intermediario en la venta de una nave con su carga al redactor del documento. Este negocio se realiza delante de testigos cuyos nombres son claramente indígenas. Estas son pruebas suficientemente expresivas de que, ya en fechas tan antiguas como el s. V a.C., los comerciantes habían desarrollado sus propios sistemas de enlace con las comunidades locales, que recurren a ellos para la exportación de sus mercancías.

Pero, ¿qué es lo que recibían los grupos ibéricos a cambio de todas estas materias primas que se exportaban?. Ya se ha comentado anteriormente que tanto el aceite como el vino de primera calidad fueron mercancías muy valoradas en el contexto peninsular. Asimismo, debieron llegar otras materias más difíciles de detectar pero de alto precio, como perfumes, afeites y todo tipo de elementos para un uso personal y familiar. En muchos casos, la propia vajilla empleada para la bebida fue uno de los elementos más apreciados. Fueron miles los vasos procedentes de los alfares atenienses que acabaron formando parte del ajuar doméstico de los hogares ibéricos. El caso de Andalucía oriental es especialmente significativo de lo que este comercio supuso en los usos y costumbres de los iberos.

En esta zona, los primeros vasos áticos llegan durante la segunda mitad del s. VI y principios del s. V a.C., aprovechando seguramente la fuerza que empieza a adquirir la colonia púnica de Villaricos, en Almería. Las piezas son escasas y de muy buena calidad. Esta tendencia se mantiene al alza hasta el inicio del s. IV a.C., cuando la entrada de productos áticos alcanza cotas espectaculares. El destino final de la mayor parte de estos vasos debió de ser el centro principal de Cástulo, pero todos los núcleos de población situados en el camino entre ese punto y la costa recibieron también un considerable número de piezas. Su relación con el consumo del vino está clara, no sólo por la preferencia de los clientes en la compra de cráteras y de copas, sino porque muchos de los temas representados en su exterior nos remiten a escenas dionisíacas, en las que la bebida tiene un papel importante. Otros temas son de carácter mitológico, como las luchas con las amazonas o con los grifos, que nos remiten a un universo apropiado para el segundo uso que tuvieron estos vasos: el funerario.

A menudo los recipientes griegos tuvieron como fin el ser depositarios de las cenizas de los difuntos, o acompañar sus restos formando parte del ajuar. Esto provocó otra exigencia a los mercaderes e incluso a los fabricantes: la necesidad de obtener tapaderas para las grandes cráteras. Se fabrican así en Atenas, pero ex profeso para estos clientes ibéricos, fuentes o páteras de gran diámetro, que no eran empleadas en Grecia, y que no tenían seguramente más mercado que el peninsular. No puede hablarse, por tanto, de la adopción ciega de unos tipos que llegan prefijados de fuera, sino del conocimiento de una gama de productos de los que se seleccionan unos modelos concretos, e incluso del requerimiento de una producción específica para funciones propias de los ambientes locales.

Las mercancías mediterráneas que podían interesar y ser vendidas en el territorio ibérico eran probablemente muchas más de las que se dejan entrever a través de unos cuantos restos materiales específicos. En este sentido han aportado importante información los restos del pecio del Sec, una pequeña nave hundida en la costa de Calviá (Mallorca). El barco debió de tener unos 20 m de eslora y 5 m de manga. y su cascarón estaba recubierto de lámina de plomo. Se recuperaron alrededor de 500 ánforas, de las que un 30 % son de Samos, un 14,70 son sicilianas, y un 11% son de Corinto. El resto son de Cnidos, Rodas y Thasos. Llevaba también vasos áticos de figuras rojas y barniz negro, como los que aparecen en la Alta Andalucía. Otros grandes recipientes eran de bronce, y su fabricación cabe atribuirse a Etruria, Campania y al sur de Italia. Hay también molinos de toba volcánica procedentes de Sicilia o Cartago, y dos molinos giratorios similares a los sicilianos. También se transportaban lingotes de cobre y algunos elementos de adorno, como cuentas de collar y un anillo de oro. Entre los materiales "consumibles" llevaba almendras, avellanas, pistachos y aceitunas, e incluso algunas cepas de viña para plantar.

La procedencia de todos estos materiales permite reconstruir tentativamente una trayectoria, que comenzaría en el punto más alejado, Samos, siguiendo por Atenas (Pireo), donde probablemente se cargaron también las piezas procedentes de las islas menores (Cnidos, Rodas, Cos, etc), así como lo de Corinto. Seguiría camino hacia Sicilia y Cartago, parando también en algún lugar de la Península italiana (bronces). Finalmente se dirigiría a Ibiza y embarrancaría en el escollo del Sec (Bahía de Palma). Ya hemos visto a través de los plomos de Pech Maho y Ampurias cómo los cargamentos podían estar vendidos de antemano, o venderse alternativamente en diversos puertos, en los que se produciría una entrada y salida de mercancías.

Con toda esta estructura comercial a larga distancia cabe preguntarse si fue necesario el uso de la moneda, y si los pueblos ibéricos desarrollaron sus propias acuñaciones o si empleaban las del mercado griego o púnico. Hay que señalar en este sentido que las capitales ibéricas no emiten moneda hasta mediados del s. III a.C., y que estas producciones surgen como resultado de las luchas entre cartagineses y romanos, y de la explotación a gran escala por ambos y por los iberos de las diferentes áreas mineras. Esta falta de uso en la mayor parte del desarrollo de la cultura ibérica no implica un desconocimiento de su existencia o de su empleo ya que, como señalan García Bellido y Ripollés, desde el s. V a.C. se emitía moneda fraccionaria en centros coloniales como Emporion o Rhode, que se utilizaba en las transacciones y alcanzaba a menudo los poblados indígenas. Igualmente, los mercenarios iberos que luchaban en otros ejércitos al menos desde ese mismo siglo, serían pagados en moneda de plata, que traerían con ellos tras ser licenciados. El comercio se desarrolló, por tanto, en función de pagos basados en intercambios y mercancías, mientras que la moneda se quedaba limitada a ciertos negocios realizados en el ambiente colonial.

La complejidad, autonomía y organización territorial de la economía ibérica se advierte perfectamente en el momento de la Segunda Guerra Púnica, cuando se necesitaron grandes cantidades de numerario para pagar a los soldados de cada uno de los ejércitos. Ciudades como Sagunto, Saitabi (Játiva), Kese (Cese-Tarraco) o Cástulo emitieron moneda propia en cuanto a escritura, metrología e iconografía. Esto revela una organización independiente de los patrones foráneos, si bien cada una trata de aproximarse a uno de los dos contendientes. Sagunto y Saitabi emitieron en plata, situándose dentro de la esfera griega, y Kese y Cástulo, en bronce, aproximándose así al mundo cartaginés.

Las acuñaciones se multiplicaron a partir de inicios del s. II a.C., cuando se produjo la organización administrativa de Catón que dividió a Hispania en dos partes, la Citerior y la Ulterior, dentro ya del dominio romano. Esta fue la época del denario "ibérico?, con su típica iconografía de la cabeza masculina en el anverso y el jinete con lanza, palma o dardo en el reverso. A pesar de su nombre, no debemos considerar esta moneda como propiamente ibérica, ya que sus lugares de emisión pertenecen claramente al territorio celtibérico y no al ibérico. La Hispania del sur desarrolló emisiones en bronce, destacan las de Cástulo y Obulco, que eligieron libremente sus leyendas e iconografía. La primera siguió empleando la moneda, sobre todo en los negocios mineros, mientras que la segunda se centró, como se aprecia también en los motivos escogidos de espigas y arados, en la gestión de sus importantes explotaciones cerealísticas. La moneda propiamente ibérica desapareció en tiempos ya tardíos, dentro del mandato del emperador Claudio, momento en el que se unifican las emisiones, suprimiéndose por tanto las particularidades locales.

La religión

La vida cotidiana de los iberos estaba impregnada de sentido religioso ya que, como en todas las sociedades antiguas del Mediterráneo, la esfera de lo sobrenatural era una dimensión más del mundo real. Desconocemos muchas cosas acerca de las creencias y las prácticas religiosas ibéricas, debido a la falta de fuentes escritas que pudieran haber plasmado el complejo mundo de ideas y ritos que les sirvieron como base y vehículo de expresión. Sin embargo, las crecientes evidencias desveladas por la Arqueología están ayudando a conocer una buena parte de los mecanismos que regían este importante aspecto de la sociedad.

Ignoramos, entre otras cosas, el nombre de los dioses que integraron el panteón ibérico, pero por los restos con los que contamos podemos deducir que existía al menos una divinidad de carácter masculino, cuyas primeras expresiones se manifiestan a través de las estatuillas que, importadas del Próximo Oriente, llegaron a la Península gracias al comercio colonial fenicio. Es éste un dios poderoso y guerrero, relacionado con la fuerza, la victoria y la fecundidad. Su personalidad fue asumida en las etapas iniciales del mundo ibérico por los reyes o jefes principales, que acumularían tanto el poder político como el religioso. Así parecen atestiguarlo las residencias como la ya citada de Cancho Roano, en Badajoz, en las que se desarrolla el culto dentro del palacio del monarca. Sin embargo, raras veces se permitió la representación iconográfica de este ser divino, al que se hace alusión mediante elementos anicónicos, como la columna, el betilo o el keftiu, un rectángulo de lados cóncavos que aparece asociado a monumentos de carácter religioso. Es posible que algunas de las esculturas de animales, en las que por el contrario el arte ibérico fue muy prolífico, estuvieran relacionadas con el culto a esta divinidad masculina y fueran de algún modo una alusión a ella. Éste parece ser el caso de los toros, cuyas estatuas de piedra se representaron en santuarios y necrópolis, haciendo clara alusión a su carácter poderoso y fecundante.

Algo más frecuentes, pero tampoco habituales, son las figuras que se relacionan con la divinidad o divinidades femeninas. La creencia en una diosa madre protectora, que vela por la regeneración de la vida y que acoge a los difuntos en el más allá es muy antigua, y parece ligada a los primeros pueblos que desarrollaron la agricultura en la Península Ibérica. Sin embargo, la colonización fenicia, y después la griega y la púnica, ofrecen fórmulas para su representación como una divinidad sedente, ricamente ataviada, de la que existen diversas figuras fabricadas en piedra o cerámica. En el contexto ibérico tuvieron gran acogida las figuras de la Astarté fenicia o la Tanit púnica, que a partir de la última etapa ibérica, desarrollada dentro del mundo helenístico, se asimilará a Démeter y a su hija Perséfone como vínculo con los infiernos. Las Damas de Elche o Baza parecen vinculadas con estos personajes, como su representante o sacerdotisa principal.
(Véase Dama de Elche y Dama de Baza)

En las cerámicas tardías procedentes del área de Elche se representa profusamente el ámbito de lo sobrenatural y de su incidencia sobre el mundo animal, vegetal y humano. Los grandes recipientes de uso religioso incluyen escenas en las que los personajes, hombres, mujeres y animales, se enmarcan en un universo floral. Estas plantas, con sus raíces subterráneas, suponen la unión con la diosa alada que brota de la tierra y controla el espacio vital, protegiendo con sus brazos a todos los seres vivos. Esta divinidad femenina es, por tanto, uno de los apoyos más sólidos y continuos de la religión ibérica, aunque sus formas de representación varíen a lo largo del tiempo.

Las manifestaciones religiosas se plasmaban en diversos niveles, que iban desde un ámbito reducido de carácter particular a las celebraciones solemnes que tendrían un carácter público. El culto privado se practicaba en el interior de la vivienda familiar, y su principal responsable debía ser el pater familias. Un buen ejemplo lo proporciona el departamento nº 2 del Castellet de Bernabé (Liria, Valencia) en el que, dentro de la casa de lo que parece ser un rico propietario agrícola, se encontraron vajillas de uso cultural asociadas a un hogar central y a un nicho practicado en la pared.

En otras ocasiones el culto debió vincularse al conjunto de la población del poblado, o a un amplio sector de la misma. En estos casos se construyeron estancias o edificaciones relacionadas con los recintos domésticos, y por tanto integradas en el desarrollo urbanístico de los poblados. Así sucede en el asentamiento de Alorda park, en Calafell, uno de cuyos departamentos se diferenciaba del resto por la presencia de un altar asociado a numerosos restos de animales que pudieron ser víctimas de rituales de sacrificio.

La mayor o menor entidad de las poblaciones es un elemento que influye notablemente en la categoría y relevancia de los lugares de culto. Un centro como Edeta (S. Miguel de Lliria, Valencia), que como se sabe asumía la capitalidad del territorio edetano, incluye entre sus construcciones un importante edificio dedicado a las tareas religiosas. Se diferenciaban en él varias estancias, en las que se recuperaron piezas cerámicas excepcionales en cuanto a su manufactura y decoración. Entre ellas merece la pena citar las representaciones de combates y danzas, así como jarras, pebeteros en forma de cabeza femenina, lucernas, recipientes con forma animal, etc. En este conjunto se localizó también un pozo pavimentado con adobes y relleno de cenizas y material arqueológico. No es éste un caso único. En el poblado de El Amarejo (Bonete, Albacete), se excavó un pozo votivo de más de 4 m de profundidad en el que en repetidas ocasiones se arrojaron vasos, quemaperfumes y todo tipo de ofrendas, que luego eran purificadas con fuego y cubiertas con piedras y adobes.

Por su parte, los asentamientos más especializados y de dimensiones reducidas no carecen de habitaciones relacionadas con el culto, aunque su estructura y contenidos resulte más modesta. La atalaya de vigilancia situada en el Puntal dels Llops (Olocau, Valencia) tenía sin duda una función de control sobre el territorio capitalizado por Edeta, dominando la llanura del Turia. Entre sus 17 departamentos, uno contenía un hogar empedrado, y sus materiales distaban mucho de estar relacionados con el uso cotidiano, ya que consistían en piezas de barniz negro importadas de Grecia, recipientes para libaciones, etc. En este lugar debían realizarse las reuniones y los actos de dedicación religiosa de este pequeño contingente humano.

Se ha hablado hasta el momento de espacios culturales definidos fundamentalmente por su estructura interna y su contenido, más que por su propia configuración arquitectónica. Sin embargo, los asentamientos ibéricos también presentan edificios dedicados específicamente a un uso religioso, a los que con propiedad podemos denominar como auténticos templos. Los descubiertos en Ullastret o en Elche pueden ser interpretados en este sentido, en ellos se aprecian influencias de carácter helénico o púnico. Algunos de estos centros debían de estar específicamente relacionados con actividades de carácter comercial, ya que el templo es en todo el Mediterráneo un lugar seguro y neutral, en el que pueden realizarse con toda garantía las valoraciones de las mercancías y las transacciones comerciales bajo la protección de la divinidad. En el pequeño promontorio destacado sobre el mar de Campello, en Alicante, se alzaron dos estructuras sagradas asociadas a lugares de almacenaje en donde sin duda se celebraron este tipo de ceremonias, que alcanzaron gran importancia por la intensidad que alcanzó el comercio marítimo durante todo el primer milenio a.C.

La religiosidad popular, sin embargo, se expresaba en lugares en los que se veneraba a divinidades concretas, y que cumplían el papel de las ermitas de hoy en día. Como éstas, los santuarios ibéricos se situaban en los límites de las ciudades o en parajes rurales. Allí acudían los devotos en ciertas épocas del año y dejaban sus ofrendas en solicitud o agradecimiento al favor que los dioses habían concedido. Grandes covachos como el de Collado de los Jardines en Despeñaperros, o Castellar de Santisteban, ambos en Jaén, recibieron miles de exvotos de bronce, piedra o cerámica que representaban seres humanos, partes del cuerpo, animales domésticos o cualquier otro motivo que hubiera sido objeto de la atención divina. Junto a las puertas de grandes recintos urbanos, como Torreparedones en Córdoba, Osuna en Sevilla o Cigarralejo en Murcia se situaron otros santuarios de estas características, en los que también se rendía culto a divinidades con una dedicación específica.

Ni los templos ni los santuarios alcanzaron en el mundo ibérico las dimensiones o la compleja calidad constructiva y decorativa que vemos en otras áreas del Mediterráneo, como Grecia o Etruria. En la mayor parte de los casos es el contenido de las habitaciones lo que nos hace interpretarlas como áreas sacras. Una excepción es la constituida por el monumento de El Pajarillo (Huelma, Jaén), en donde se levantó un imponente muro con una torre sobre la que se desarrollaba una escena representada mediante esculturas exentas de piedra a tamaño natural. En ella, un personaje armado con falcata ataca a un lobo, representación de los peligros que la esfera de lo salvaje supone para el mundo campesino y pastoril. Este relato expresa una leyenda muy extendida por todo el ámbito mediterráneo, y recogida en los textos de los escritores griegos y latinos.

La profusión de eventos religiosos que debía de salpicar el calendario anual debió requerir la presencia de sacerdotes y sacerdotisas, de las que, al contrario que en otros ambientes mediterráneos, apenas sabemos nada. La configuración de esta sociedad aristocrática y las características de los lugares sagrados permiten intuir la existencia de personas encargadas de las ceremonias religiosas y del mantenimiento de los centros de culto. Probablemente, además, los propios jefes políticos ejercerían como oficiantes y sacerdotes en los principales acontecimientos, al igual que sucedía en Grecia o Italia. Parece bien comprobado que se practicaron sacrificios de propiciación, y en ocasiones encontramos acumulaciones de restos animales en ciertas habitaciones de los poblados en las que se encuentran altares y objetos ligados al sacrificio, como los cuchillos curvos. La divinidad debería, además, sancionar los principales acontecimientos de la vida humana, para lo que es habitual contar con personajes que sepan interpretar los designios divinos.

                                                                                       

Fundación Educativa Héctor A. García