Ibero
De todos
los recursos de la Península, aquellos que más
expectativas levantaron, provocando incluso relatos
legendarios, fueron los relativos a las riquezas mineras.
El extremo occidente del Mediterráneo había sido objeto
de una larga y profunda colonización fenicia, debida en
gran parte a los grandes beneficios que supuso la
explotación del área minera del Suroeste. Gracias a la
plata extraída en Riotinto y Aznalcóllar, la ciudad de
Tiro pudo suministrar a los reyes asirios las cantidades
que éstos exigían a sus subordinados fenicios. Las
riquezas argénteas de las que se jacta el monarca Sargón
procedían sin duda de las minas tartésicas, en un
proceso que tuvo su momento más álgido entre fines del
s. VIII y la primera mitad del s. VII a.C.
Los cambios sociales y económicos que se produjeron en
territorio fenicio tras la caída definitiva de Tiro en
la primera mitad del s. VI a.C. tienen su repercusión en
las colonias y factorías del sur peninsular. Asimismo,
la sobreexplotación de las minas provocó una marcada
crisis en la minería del Suroeste. A partir de este
momento, y coincidiendo con los albores de la cultura
ibérica, los centros mineros de mayor importancia se
desplazaron hacia el área oriental, Sierra Morena y
Cartago Nova fueron los núcleos que alcanzarán mayor
rendimiento.
Son pocos los estudios que poseemos sobre la metalurgia
del periodo ibérico, y prácticamente todos se refieren a
una fase tardía, contemporánea de cartagineses y romanos.
Los informes recogidos a este respecto por
Posidonio
o
Estrabón
indican hasta qué punto se exageró la riqueza metalífera
de Hispania, cuando señalan que el incendio de ciertos
montes provocaba riadas de oro y plata, o que los
toneles que utilizaban los turdetanos estaban hechos de
plata. En todo caso, la abundancia, variedad y
rentabilidad de las explotaciones mineras ibéricas es un
hecho admitido y repetido por todas las fuentes antiguas,
y tiene su confirmación en los datos que se poseen desde
los primeros momentos de la conquista romana. Un buen
ejemplo pueden ser las más de 3.000 libras de oro y las
más de 156.000 de plata que la Península ingresó en el
erario romano durante la primera década del s. II a.C.
Tanto en Cástulo como en Cartago Nova trabajaban miles
de personas -40.000 en este último lugar, según Polibio
en noticia recogida por Estrabón-, extrayendo
primordialmente la plata y obteniendo como producto
subsidiario grandes cantidades de plomo. Las huellas de
esta explotación masiva no sólo se advierten en las
montañas de escorias resultantes, que en el caso de una
sola de las de Cartagena alcanza las 276.000 toneladas,
sino en la fortísima contaminación que ello debió causar.
Los recientes estudios realizados sobre las capas de
hielo profundo de Groenlandia, situadas hoy a 2.700 m
bajo la superficie, y cuyo proceso de formación se
produjo entre los años 600 a.C. y 300 d.C., han
demostrado la existencia de un alto porcentaje de plomo.
Los análisis isotópicos han confirmado que éste procede
de las emisiones correspondientes a las antiguas minas
del sur de España.
La mayor parte de la producción estaba destinada, por
tanto, a la exportación, pero ciertamente estos metales
preciosos eran considerados también como riquezas entre
la población indígena. La ausencia de cantidades
significativas de oro y plata en los ajuares funerarios
no es indicativa de su empleo escaso, sino por el
contrario, del mucho aprecio en que se tenía a estos
materiales, que debían mantenerse en la familia para
transmitirse de generación en generación. No se entiende
de otra manera que cuando los romanos hablen de los
iberos subrayen el uso entre ellos de vajillas completas
de plata y numerosas piezas de oro. Apenas tenemos, sin
embargo, más que pequeñas muestras de ello, como los
platos descubiertos en Abengibre (Albacete), que portan
inscripciones en lengua ibérica, o las pequeñas fuentes
de uso ritual procedentes de Tivissa (Tarragona), en las
que se desarrollan temas mitológicos. Ocasionalmente se
han recuperado conjuntos de elementos de adorno, como
collares, gargantillas, cinturones y diademas que son el
correlato material de los lujosos conjuntos
representados en las esculturas femeninas, como las
Damas de Elche o Baza.
Al margen de la plata y el oro, que era extraído
fundamentalmente de los placeres aluviales, la
metalurgia ibérica se concentró en el hierro y en el
cobre, que en aleación con el estaño formaba el bronce.
La producción de hierro, muy numerosa, se concentraba en
el instrumental agrícola y doméstico y en la fabricación
de armamento. Sus fuentes de materia prima eran los
afloramientos de almagra que abundan en amplias zonas de
la Península; el material ya elaborado se distribuía por
las áreas en las que no había posibilidad de
aprovisionamiento. Este sistema metalúrgico constituyó
una gran novedad, ya que hasta la época ibérica la
metalurgia se basaba en el bronce, lo que supone un
sistema completamente distinto tanto de abastecimiento
como de técnicas de manufactura. Los útiles de hierro no
se obtenían por fundición del mineral, sino por
calentamiento y martillado, se debían añadir además
pequeñas cantidades de carbono para conseguir un
producto más duro como el acero. El proceso de forja
supuso una nueva especialización para los metalúrgicos,
que constituirían nuevos talleres, a veces itinerantes,
para el suministro y reparación de los instrumentos
férreos.
El bronce en esta etapa se dedicó más a los objetos de
adorno y a piezas de uso religioso, como los exvotos.
Éstos se fabricaban mediante el sistema de la cera
perdida, motivo por el cual no suelen encontrarse piezas
idénticas a pesar del gran número de ofrendas de este
tipo presentadas en los santuarios. La fabricación solía
realizarse en un lugar muy próximo a estos lugares de
culto, y así Cabré pudo encontrar en sus excavaciones en
el poblado del Collado de los Jardines (Despeñaperros,
Jaén), muestras inequívocas de las fundiciones
correspondientes a estas piezas. También se empleaban
piezas de bronce en el atavío personal, eran frecuentes
los remaches que adornaban las piezas de cuero, los
broches de cinturón, las fíbulas o imperdibles que
sujetaban mantos y túnicas, etc. Así pues, tanto el
herrero como el metalúrgico del bronce fueron artesanos
especializados y frecuentes en la sociedad ibérica, y su
estudio demuestra el alto nivel de complejidad artesanal
e industrial alcanzado ya en estos momentos.
Agricultura y
metalurgia generaban excedentes que eran preparados para
la exportación a diversos puntos del Mediterráneo.
Probablemente también les acompañaban otros productos,
como pieles, ganados, e incluso posiblemente seres humanos.
En todo caso, para que todo el proceso llegara a buen
término era preciso que el sistema de comunicaciones
conectara adecuadamente las áreas interiores con la zona
costera. En este sentido, los grandes ríos como el
Guadalquivir o el Ebro se constituyeron en auténticas
autopistas de transporte. El primero ha cumplido este
papel hasta fechas recientes, debido a su carácter
navegable casi hasta Córdoba. En el caso del segundo, la
disposición de los asentamientos en los puntos que
controlan los afluentes, y por tanto el acceso al río, es
un indicio de que estas rutas eran las más transitadas. De
hecho, ya en el s. VI a.C. y en relación con el comercio
del vino se localizan pequeños puertos fluviales como los
de Aldovesta o Turó de Xalamera (Tarragona) en los que se
crearon enclaves para la acumulación y redistribución de
la mercancía.
Las principales rutas terrestres enlazaban toda la
vertiente mediterránea de la Península, desde el sureste
francés hasta llegar a Cádiz. El camino principal, cuyas
raíces son muy antiguas, era el conocido como "Vía
heraclea", que discurría bordeando la costa. Sin
embargo, pronto se constituyó otra ruta que acortaba el
recorrido, penetrando desde Játiva por el Corredor de
Montesa para, cruzando Albacete, entrar a Jaén por el
curso del río Jardín. Esto se conoció en tiempos romanos
como el "Camino de Aníbal", debido a que fue
empleado a menudo por los contingentes militares. Los
yacimientos que jalonan esta vía demuestran, en todo caso,
que estuvo en funcionamiento mucho antes de la presencia
cartaginesa. Otras muchas rutas facilitaban el enlace
entre los dos itinerarios antes citados, aprovechando ríos
como el Segura, el Guadiana Menor, el Guadalbullón o el
Genil.
Sólo los recorridos principales estaban preparados para el
tránsito rodado de carros, siempre pequeños y estrechos.
La mayor parte de los desplazamientos debería realizarse a
pie o a lomos de caballerías, sistema que era además
necesario en caso de precisar una mayor agilidad en el
movimiento. Así, sabemos que
César
tardó sólo 27 días en llegar desde Roma a Porcuna, en Jaén,
lo que supone un ritmo considerable en cada etapa. Los
carros eran habitualmente empleados en el transporte por
zonas llanas, y sobre todo en los recorridos cortos que
iban de los campos de cultivo hasta los poblados. De ello
tenemos constancia no sólo a través de las llantas
metálicas de las ruedas que se han recuperado en
asentamientos y necrópolis, sino por las huellas que su
paso constante ha provocado en los caminos de base caliza
o en los accesos a las poblaciones. En los callejones de
subida al Castellar de Meca (Ayora, Valencia), se aprecian
tanto estos surcos como los orificios laterales
correspondientes a las trancas que se empleaban para
impedir el retroceso que favorecía la fuerte pendiente.
Una vez en la costa, las mercancías salían habitualmente
por mar. Son numerosos los puertos del litoral
mediterráneo peninsular que pudieron recibir cargamentos,
que mediante el sistema de cabotaje llegaban a los puntos
más importantes de redistribución como Ampurias, Marsella
o Ibiza. El transporte marítimo superaba en capacidad y
agilidad al terrestre, al embarcar una cantidad que
oscilaba entre 175 y 207 toneladas, lo que equivalía a lo
que podían transportar 520 carros de la época. Esto exigía
una infraestructura compleja de instalaciones portuarias,
redes de almacenaje, etc., que sirviera a los intereses de
esta compleja actividad.
Son los plomos con inscripciones de carácter comercial
escritas en caracteres griegos, etruscos o ibéricos y
recuperadas en Ampurias o Pech Maho (SE francés), los que
nos indican hasta qué punto hubo una organización bien
estructurada, en la que participaban tanto comerciantes
foráneos como encargados locales. Uno de ellos, recuperado
en la colonia ampuritana y fechado en el s. V a.C.,
muestra un texto en el que se especifican las órdenes que
un comerciante principal radicado probablemente en
Marsella da a su agente ampuritano para que contrate un
servicio con otro agente de nombre Baspedas, que controla
el tráfico con otro punto, seguramente Sagunto. Otro plomo,
esta vez de Pech Maho, presenta un texto escrito en jonio
arcaico, fechado también en el s. V a.C. Se trata de una
transacción comercial fijada entre un mercader griego
jonio y un agente probablemente radicado en Ampurias, que
actúa como intermediario en la venta de una nave con su
carga al redactor del documento. Este negocio se realiza
delante de testigos cuyos nombres son claramente indígenas.
Estas son pruebas suficientemente expresivas de que, ya en
fechas tan antiguas como el s. V a.C., los comerciantes
habían desarrollado sus propios sistemas de enlace con las
comunidades locales, que recurren a ellos para la
exportación de sus mercancías.
Pero, ¿qué es lo que recibían los grupos ibéricos a cambio
de todas estas materias primas que se exportaban?. Ya se
ha comentado anteriormente que tanto el aceite como el
vino de primera calidad fueron mercancías muy valoradas en
el contexto peninsular. Asimismo, debieron llegar otras
materias más difíciles de detectar pero de alto precio,
como perfumes, afeites y todo tipo de elementos para un
uso personal y familiar. En muchos casos, la propia
vajilla empleada para la bebida fue uno de los elementos
más apreciados. Fueron miles los vasos procedentes de los
alfares atenienses que acabaron formando parte del ajuar
doméstico de los hogares ibéricos. El caso de Andalucía
oriental es especialmente significativo de lo que este
comercio supuso en los usos y costumbres de los iberos.
En esta zona, los primeros vasos áticos llegan durante la
segunda mitad del s. VI y principios del s. V a.C.,
aprovechando seguramente la fuerza que empieza a adquirir
la colonia púnica de Villaricos, en Almería. Las piezas
son escasas y de muy buena calidad. Esta tendencia se
mantiene al alza hasta el inicio del s. IV a.C., cuando la
entrada de productos áticos alcanza cotas espectaculares.
El destino final de la mayor parte de estos vasos debió de
ser el centro principal de Cástulo, pero todos los núcleos
de población situados en el camino entre ese punto y la
costa recibieron también un considerable número de piezas.
Su relación con el consumo del vino está clara, no sólo
por la preferencia de los clientes en la compra de
cráteras y de copas, sino porque muchos de los temas
representados en su exterior nos remiten a escenas
dionisíacas, en las que la bebida tiene un papel
importante. Otros temas son de carácter mitológico, como
las luchas con las amazonas o con los grifos, que nos
remiten a un universo apropiado para el segundo uso que
tuvieron estos vasos: el funerario.
A menudo los recipientes griegos tuvieron como fin el ser
depositarios de las cenizas de los difuntos, o acompañar
sus restos formando parte del ajuar. Esto provocó otra
exigencia a los mercaderes e incluso a los fabricantes: la
necesidad de obtener tapaderas para las grandes cráteras.
Se fabrican así en Atenas, pero ex profeso para estos
clientes ibéricos, fuentes o páteras de gran diámetro, que
no eran empleadas en Grecia, y que no tenían seguramente
más mercado que el peninsular. No puede hablarse, por
tanto, de la adopción ciega de unos tipos que llegan
prefijados de fuera, sino del conocimiento de una gama de
productos de los que se seleccionan unos modelos concretos,
e incluso del requerimiento de una producción específica
para funciones propias de los ambientes locales.
Las mercancías mediterráneas que podían interesar y ser
vendidas en el territorio ibérico eran probablemente
muchas más de las que se dejan entrever a través de unos
cuantos restos materiales específicos. En este sentido han
aportado importante información los restos del pecio del
Sec, una pequeña nave hundida en la costa de Calviá (Mallorca).
El barco debió de tener unos 20 m de eslora y 5 m de manga.
y su cascarón estaba recubierto de lámina de plomo. Se
recuperaron alrededor de 500 ánforas, de las que un 30 %
son de Samos, un 14,70 son sicilianas, y un 11% son de
Corinto. El resto son de Cnidos, Rodas y Thasos. Llevaba
también vasos áticos de figuras rojas y barniz negro, como
los que aparecen en la Alta Andalucía. Otros grandes
recipientes eran de bronce, y su fabricación cabe
atribuirse a Etruria, Campania y al sur de Italia. Hay
también molinos de toba volcánica procedentes de Sicilia o
Cartago, y dos molinos giratorios similares a los
sicilianos. También se transportaban lingotes de cobre y
algunos elementos de adorno, como cuentas de collar y un
anillo de oro. Entre los materiales "consumibles" llevaba
almendras, avellanas, pistachos y aceitunas, e incluso
algunas cepas de viña para plantar.
La procedencia de todos estos materiales permite
reconstruir tentativamente una trayectoria, que comenzaría
en el punto más alejado, Samos, siguiendo por Atenas (Pireo),
donde probablemente se cargaron también las piezas
procedentes de las islas menores (Cnidos, Rodas, Cos,
etc), así como lo de Corinto. Seguiría camino hacia
Sicilia y Cartago, parando también en algún lugar de la
Península italiana (bronces). Finalmente se dirigiría a
Ibiza y embarrancaría en el escollo del Sec (Bahía de
Palma). Ya hemos visto a través de los plomos de Pech Maho
y Ampurias cómo los cargamentos podían estar vendidos de
antemano, o venderse alternativamente en diversos puertos,
en los que se produciría una entrada y salida de
mercancías.
Con toda esta estructura comercial a larga distancia cabe
preguntarse si fue necesario el uso de la moneda, y si los
pueblos ibéricos desarrollaron sus propias acuñaciones o
si empleaban las del mercado griego o púnico. Hay que
señalar en este sentido que las capitales ibéricas no
emiten moneda hasta mediados del s. III a.C., y que estas
producciones surgen como resultado de las luchas entre
cartagineses y romanos, y de la explotación a gran escala
por ambos y por los iberos de las diferentes áreas mineras.
Esta falta de uso en la mayor parte del desarrollo de la
cultura ibérica no implica un desconocimiento de su
existencia o de su empleo ya que, como señalan García
Bellido y Ripollés, desde el s. V a.C. se emitía moneda
fraccionaria en centros coloniales como Emporion o
Rhode, que se utilizaba en las transacciones y
alcanzaba a menudo los poblados indígenas. Igualmente, los
mercenarios iberos que luchaban en otros ejércitos al
menos desde ese mismo siglo, serían pagados en moneda de
plata, que traerían con ellos tras ser licenciados. El
comercio se desarrolló, por tanto, en función de pagos
basados en intercambios y mercancías, mientras que la
moneda se quedaba limitada a ciertos negocios realizados
en el ambiente colonial.
La
complejidad, autonomía y organización territorial de la
economía ibérica se advierte perfectamente en el momento
de la Segunda Guerra Púnica, cuando se necesitaron grandes
cantidades de numerario para pagar a los soldados de cada
uno de los ejércitos. Ciudades como Sagunto, Saitabi (Játiva),
Kese (Cese-Tarraco) o Cástulo emitieron moneda propia en
cuanto a escritura, metrología e iconografía. Esto revela
una organización independiente de los patrones foráneos,
si bien cada una trata de aproximarse a uno de los dos
contendientes. Sagunto y Saitabi emitieron en plata,
situándose dentro de la esfera griega, y Kese y Cástulo,
en bronce, aproximándose así al mundo cartaginés.
Las
acuñaciones se multiplicaron a partir de inicios del s. II
a.C., cuando se produjo la organización administrativa de
Catón que dividió a Hispania en dos partes, la Citerior y
la Ulterior, dentro ya del dominio romano. Esta fue la
época del denario "ibérico?, con su típica iconografía de
la cabeza masculina en el anverso y el jinete con lanza,
palma o dardo en el reverso. A pesar de su nombre, no
debemos considerar esta moneda como propiamente ibérica,
ya que sus lugares de emisión pertenecen claramente al
territorio celtibérico y no al ibérico. La Hispania del
sur desarrolló emisiones en bronce, destacan las de
Cástulo y Obulco, que eligieron libremente sus leyendas e
iconografía. La primera siguió empleando la moneda, sobre
todo en los negocios mineros, mientras que la segunda se
centró, como se aprecia también en los motivos escogidos
de espigas y arados, en la gestión de sus importantes
explotaciones cerealísticas. La moneda propiamente ibérica
desapareció en tiempos ya tardíos, dentro del mandato del
emperador
Claudio,
momento en el que se unifican las emisiones, suprimiéndose
por tanto las particularidades locales.
La vida
cotidiana de los iberos estaba impregnada de sentido
religioso ya que, como en todas las sociedades antiguas
del Mediterráneo, la esfera de lo sobrenatural era una
dimensión más del mundo real. Desconocemos muchas cosas
acerca de las creencias y las prácticas religiosas
ibéricas, debido a la falta de fuentes escritas que
pudieran haber plasmado el complejo mundo de ideas y
ritos que les sirvieron como base y vehículo de
expresión. Sin embargo, las crecientes evidencias
desveladas por la Arqueología están ayudando a conocer
una buena parte de los mecanismos que regían este
importante aspecto de la sociedad.
Ignoramos, entre otras cosas, el nombre de los dioses
que integraron el panteón ibérico, pero por los restos
con los que contamos podemos deducir que existía al
menos una divinidad de carácter masculino, cuyas
primeras expresiones se manifiestan a través de las
estatuillas que, importadas del Próximo Oriente,
llegaron a la Península gracias al comercio colonial
fenicio. Es éste un dios poderoso y guerrero,
relacionado con la fuerza, la victoria y la fecundidad.
Su personalidad fue asumida en las etapas iniciales del
mundo ibérico por los reyes o jefes principales, que
acumularían tanto el poder político como el religioso.
Así parecen atestiguarlo las residencias como la ya
citada de Cancho Roano, en Badajoz, en las que se
desarrolla el culto dentro del palacio del monarca. Sin
embargo, raras veces se permitió la representación
iconográfica de este ser divino, al que se hace alusión
mediante elementos anicónicos, como la columna, el
betilo o el keftiu, un rectángulo de lados
cóncavos que aparece asociado a monumentos de carácter
religioso. Es posible que algunas de las esculturas de
animales, en las que por el contrario el arte ibérico
fue muy prolífico, estuvieran relacionadas con el culto
a esta divinidad masculina y fueran de algún modo una
alusión a ella. Éste parece ser el caso de los toros,
cuyas estatuas de piedra se representaron en santuarios
y necrópolis, haciendo clara alusión a su carácter
poderoso y fecundante.
Algo más frecuentes, pero tampoco habituales, son las
figuras que se relacionan con la divinidad o divinidades
femeninas. La creencia en una diosa madre protectora,
que vela por la regeneración de la vida y que acoge a
los difuntos en el más allá es muy antigua, y parece
ligada a los primeros pueblos que desarrollaron la
agricultura en la Península Ibérica. Sin embargo, la
colonización fenicia, y después la griega y la púnica,
ofrecen fórmulas para su representación como una
divinidad sedente, ricamente ataviada, de la que existen
diversas figuras fabricadas en piedra o cerámica. En el
contexto ibérico tuvieron gran acogida las figuras de la
Astarté fenicia o la Tanit púnica, que a partir de la
última etapa ibérica, desarrollada dentro del mundo
helenístico, se asimilará a Démeter y a su hija
Perséfone como vínculo con los infiernos. Las Damas de
Elche o Baza parecen vinculadas con estos personajes,
como su representante o sacerdotisa principal.
(Véase
Dama de Elche
y
Dama de Baza)
En las
cerámicas tardías procedentes del área de Elche se
representa profusamente el ámbito de lo sobrenatural y
de su incidencia sobre el mundo animal, vegetal y humano.
Los grandes recipientes de uso religioso incluyen
escenas en las que los personajes, hombres, mujeres y
animales, se enmarcan en un universo floral. Estas
plantas, con sus raíces subterráneas, suponen la unión
con la diosa alada que brota de la tierra y controla el
espacio vital, protegiendo con sus brazos a todos los
seres vivos. Esta divinidad femenina es, por tanto, uno
de los apoyos más sólidos y continuos de la religión
ibérica, aunque sus formas de representación varíen a lo
largo del tiempo.
Las manifestaciones religiosas se plasmaban en diversos
niveles, que iban desde un ámbito reducido de carácter
particular a las celebraciones solemnes que tendrían un
carácter público. El culto privado se practicaba en el
interior de la vivienda familiar, y su principal
responsable debía ser el pater familias. Un buen
ejemplo lo proporciona el departamento nº 2 del
Castellet de Bernabé (Liria, Valencia) en el que, dentro
de la casa de lo que parece ser un rico propietario
agrícola, se encontraron vajillas de uso cultural
asociadas a un hogar central y a un nicho practicado en
la pared.
En otras ocasiones el culto debió vincularse al conjunto
de la población del poblado, o a un amplio sector de la
misma. En estos casos se construyeron estancias o
edificaciones relacionadas con los recintos domésticos,
y por tanto integradas en el desarrollo urbanístico de
los poblados. Así sucede en el asentamiento de Alorda
park, en Calafell, uno de cuyos departamentos se
diferenciaba del resto por la presencia de un altar
asociado a numerosos restos de animales que pudieron ser
víctimas de rituales de sacrificio.
La mayor o menor entidad de las poblaciones es un
elemento que influye notablemente en la categoría y
relevancia de los lugares de culto. Un centro como
Edeta (S. Miguel de Lliria, Valencia), que como se
sabe asumía la capitalidad del territorio edetano,
incluye entre sus construcciones un importante edificio
dedicado a las tareas religiosas. Se diferenciaban en él
varias estancias, en las que se recuperaron piezas
cerámicas excepcionales en cuanto a su manufactura y
decoración. Entre ellas merece la pena citar las
representaciones de combates y danzas, así como jarras,
pebeteros en forma de cabeza femenina, lucernas,
recipientes con forma animal, etc. En este conjunto se
localizó también un pozo pavimentado con adobes y
relleno de cenizas y material arqueológico. No es éste
un caso único. En el poblado de El Amarejo (Bonete,
Albacete), se excavó un pozo votivo de más de 4 m de
profundidad en el que en repetidas ocasiones se
arrojaron vasos, quemaperfumes y todo tipo de ofrendas,
que luego eran purificadas con fuego y cubiertas con
piedras y adobes.
Por su parte, los asentamientos más especializados y de
dimensiones reducidas no carecen de habitaciones
relacionadas con el culto, aunque su estructura y
contenidos resulte más modesta. La atalaya de vigilancia
situada en el Puntal dels Llops (Olocau, Valencia) tenía
sin duda una función de control sobre el territorio
capitalizado por Edeta, dominando la llanura del Turia.
Entre sus 17 departamentos, uno contenía un hogar
empedrado, y sus materiales distaban mucho de estar
relacionados con el uso cotidiano, ya que consistían en
piezas de barniz negro importadas de Grecia, recipientes
para libaciones, etc. En este lugar debían realizarse
las reuniones y los actos de dedicación religiosa de
este pequeño contingente humano.
Se ha hablado hasta el momento de espacios culturales
definidos fundamentalmente por su estructura interna y
su contenido, más que por su propia configuración
arquitectónica. Sin embargo, los asentamientos ibéricos
también presentan edificios dedicados específicamente a
un uso religioso, a los que con propiedad podemos
denominar como auténticos templos. Los descubiertos en
Ullastret o en Elche pueden ser interpretados en este
sentido, en ellos se aprecian influencias de carácter
helénico o púnico. Algunos de estos centros debían de
estar específicamente relacionados con actividades de
carácter comercial, ya que el templo es en todo el
Mediterráneo un lugar seguro y neutral, en el que pueden
realizarse con toda garantía las valoraciones de las
mercancías y las transacciones comerciales bajo la
protección de la divinidad. En el pequeño promontorio
destacado sobre el mar de Campello, en Alicante, se
alzaron dos estructuras sagradas asociadas a lugares de
almacenaje en donde sin duda se celebraron este tipo de
ceremonias, que alcanzaron gran importancia por la
intensidad que alcanzó el comercio marítimo durante todo
el primer milenio a.C.
La
religiosidad popular, sin embargo, se expresaba en
lugares en los que se veneraba a divinidades concretas,
y que cumplían el papel de las ermitas de hoy en día.
Como éstas, los santuarios ibéricos se situaban en los
límites de las ciudades o en parajes rurales. Allí
acudían los devotos en ciertas épocas del año y dejaban
sus ofrendas en solicitud o agradecimiento al favor que
los dioses habían concedido. Grandes covachos como el de
Collado de los Jardines en Despeñaperros, o Castellar de
Santisteban, ambos en Jaén, recibieron miles de exvotos
de bronce, piedra o cerámica que representaban seres
humanos, partes del cuerpo, animales domésticos o
cualquier otro motivo que hubiera sido objeto de la
atención divina. Junto a las puertas de grandes recintos
urbanos, como Torreparedones en Córdoba, Osuna en
Sevilla o Cigarralejo en Murcia se situaron otros
santuarios de estas características, en los que también
se rendía culto a divinidades con una dedicación
específica.
Ni los templos ni los santuarios alcanzaron en el mundo
ibérico las dimensiones o la compleja calidad
constructiva y decorativa que vemos en otras áreas del
Mediterráneo, como Grecia o Etruria. En la mayor parte
de los casos es el contenido de las habitaciones lo que
nos hace interpretarlas como áreas sacras. Una excepción
es la constituida por el monumento de El Pajarillo (Huelma,
Jaén), en donde se levantó un imponente muro con una
torre sobre la que se desarrollaba una escena
representada mediante esculturas exentas de piedra a
tamaño natural. En ella, un personaje armado con falcata
ataca a un lobo, representación de los peligros que la
esfera de lo salvaje supone para el mundo campesino y
pastoril. Este relato expresa una leyenda muy extendida
por todo el ámbito mediterráneo, y recogida en los
textos de los escritores griegos y latinos.
La
profusión de eventos religiosos que debía de salpicar el
calendario anual debió requerir la presencia de
sacerdotes y sacerdotisas, de las que, al contrario que
en otros ambientes mediterráneos, apenas sabemos nada.
La configuración de esta sociedad aristocrática y las
características de los lugares sagrados permiten intuir
la existencia de personas encargadas de las ceremonias
religiosas y del mantenimiento de los centros de culto.
Probablemente, además, los propios jefes políticos
ejercerían como oficiantes y sacerdotes en los
principales acontecimientos, al igual que sucedía en
Grecia o Italia. Parece bien comprobado que se
practicaron sacrificios de propiciación, y en ocasiones
encontramos acumulaciones de restos animales en ciertas
habitaciones de los poblados en las que se encuentran
altares y objetos ligados al sacrificio, como los
cuchillos curvos. La divinidad debería, además,
sancionar los principales acontecimientos de la vida
humana, para lo que es habitual contar con personajes
que sepan interpretar los designios divinos.
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Fundación Educativa Héctor A. García |