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Sociedad y mundo funerario


Otro aspecto en el que los iberos mostraban sus creencias religiosas era en su relación con el ámbito de los difuntos. Cuando una persona moría debían respetarse ciertas normas, de manera que su traslado al más allá se desarrollara de forma correcta. De esta manera se aseguraban una entrada satisfactoria en el mundo de los muertos, donde se iniciaría una nueva vida, invisible pero tan real como la cotidiana. Las necrópolis ibéricas son una fuente inagotable de información para los arqueólogos, ya que nos acercan al mundo de las ideas y a los objetos más valorados y queridos de los personajes enterrados. Además, la diferente categoría de las sepulturas y de los materiales incluidos en ellas permite conocer en gran medida la estructura social que dominaba esta cultura.

El ritual funerario imprescindible para todos los individuos, hombres y mujeres, era la cremación del cadáver. Cuando una persona moría, era transportada al recinto del cementerio portando todas sus vestiduras y sus adornos más particulares. Allí se preparaba una pira formada con troncos y ramas de los árboles propios de la zona, y el cadáver quedaba reducido a cenizas y huesos calcinados por la constante acción del fuego. Los restos eran cuidadosamente recogidos e introducidos en una vasija o urna cineraria, así como los objetos que la persona portaba en el momento de la cremación: pendientes, cinturones, broches para sujetar las túnicas y mantos, etc., aunque estuvieran muy afectados por la temperatura. Algunos restos de pequeños recipientes de vidrio, cerámica o cajitas de hueso o marfil evidencian que en ocasiones se echaban esencias a la hoguera para que su olor fuera transmitido junto con el humo.

Las urnas cinerarias eran transportadas después a la tumba, que podía ser individual y construida a raíz de la muerte, o bien colectiva de carácter familiar. En este caso, se abrían de nuevo cada vez que se llevaba a cabo un nuevo funeral. Junto a los restos quemados se añadía el resto del ajuar funerario, consistente en vasos que podían portar algún líquido, vajilla personal del difunto, armamento y otros objetos de importancia ritual, como las fusayolas o pesas de telar. Entre los recipientes más valorados podemos citar las cerámicas áticas, que procedentes de Atenas llegaron a formar parte de las pertenencias personales de muchos iberos, haciendo alusión a la bebida de vino en el caso de las cráteras y las copas, a la luz en el caso de las lucernas, etc.

Durante todo este proceso debieron de desarrollarse celebraciones que pudieron llegar a ser muy notables. Ya en época tardía tenemos los testimonios de escritores como Livio, que nos relata cómo Escipión organizó un espectáculo de gladiadores en los funerales dedicados a sus tíos, muertos en la Península. Los combates no los llevaron a cabo luchadores profesionales, sino voluntarios, guerreros enviados por los régulos locales, o personajes que querían dirimir algún pleito no solucionado por otros cauces. Éste fue el caso de Corbis y Orsua, que se disputaban el primer puesto entre los de su grupo y que se solucionó de esta forma violenta en beneficio del primero. También sabemos, aunque la información corresponde a otro entorno cultural, que a la muerte de Viriato se levantó una gran pira junto a la que se realizaron numerosos sacrificios, paradas militares y combates al finalizar la cremación de su cadáver.

Ciertamente, como ha ocurrido en muchas otras épocas, las diferencias de riqueza y de posición social entre los individuos enterrados se refleja a través de las construcciones funerarias. Las sepulturas más llamativas son las torres, levantadas mediante sillares de piedra La más conocida es la de Pozo Moro (Albacete), que se conserva en el Museo Arqueológico Nacional. En sus esquinas destacan cuatro amenazadores leones, y diversos relieves mitológicos discurren sobre su alzado. En su interior se encontraron las cenizas de un personaje que se acompañaba con recipientes de lujo procedentes de Grecia; todo ello se fecha hacia el año 500 a.C. Este monumento no debió de estar solo, y de hecho conocemos otros animales de esquina, como las esfinges de Bogarra, también en Albacete, o el jinete de La Rambla en Córdoba. Todos ellos están tallados por su tercio delantero, el resto del cuerpo supone un relieve que sobresale del sillar y que se integra de forma indisoluble con el resto de la estructura arquitectónica.


En otras zonas como Andalucía Oriental se desarrollaron necrópolis en las que se generalizaron complejas cámaras funerarias, a veces con varias estancias. Parcialmente excavadas en el subsuelo, estas edificaciones levantaban muros de sillares cubiertos con losas. En su interior se colocaban las urnas cinerarias de uno o, más frecuentemente, varios individuos; finalmente se sellaba todo el conjunto con una cubrición de tierra y piedra que formaba un montículo al exterior. El paisaje funerario quedaba así constituido por áreas de enormes túmulos, algunos de los cuales han sido confundidos en muchos casos con auténticas colinas. Un buen ejemplo lo proporciona la antigua población ibérica de Tútugi (hoy Galera, en Granada), donde extensos cerros situados frente al poblado fueron empleados con este fin. Algunos de los túmulos alcanzaron tales dimensiones que en un principio se tomaron por auténticas colinas naturales.

Sin embargo, la mayor parte de la población se enterraba en tumbas más sencillas, constituidas por hoyos excavados en el suelo, a menudo recubiertos con adobes y piedras. La combinación de estos elementos da lugar a una extensa tipología, que va desde un orificio sencillo a estructuras de 5 ó 6 m de lado, que podían contar con un alzado escalonado. En otras ocasiones se excavaron fosas cuadradas o rectangulares, cubiertas con losas de piedra o tablones de madera. Muchas de ellas tenían un rico ajuar, y de una en concreto, la t. 155 de Baza, procede la conocida Dama sedente que hoy se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional, y que constituía la propia urna cineraria, al contener las cenizas del personaje enterrado en un orificio excavado en un lateral de su trono.

Estas diferencias de riqueza y la propia constitución del ajuar permiten apreciar un escalonamiento social entre los iberos. Las clases aristocráticas se enterraban en tumbas suntuosas y tenían una constitución de carácter familiar, como se puede apreciar en la conocida Cámara de Toya (Peal de Becerro, Jaén), donde se introdujeron consecutivamente numerosos enterramientos que deben de corresponder a miembros de una misma familia. Los elementos de distinción social son los preciados vasos griegos de importación, o la presencia de recipientes de bronce, tanto de fabricación peninsular como itálica. Los miembros masculinos de estos grupos principales valoraron especialmente los atributos guerreros, de manera que son muchas y de muy buena calidad las armas que aparecen en las tumbas ibéricas. Entre ellas destaca la falcata, una espada de filo curvo y ancho mango que constituye una producción local original, aunque inspirada en modelos foráneos de menor envergadura. A veces tienen en su hoja finas decoraciones con hilo de plata, o incluso inscripciones con nombres. Otras armas ofensivas fueron los puñales de distinta tipología, la lanza, o el soliferreum, una jabalina hecha totalmente de hierro. El arco y la flecha, sin embargo, no se usaron con fines militares. Las armas defensivas consistían en cascos en ocasiones decorados con cimeras, los pectorales, las espinilleras y los escudos, entre los que existía el modelo pequeño y circular, o el largo y ancho del tipo que aparece en el resto de Europa con la Cultura de La Tène.

Los ajuares femeninos normalmente constan de piezas cerámicas y elementos de vestido y adorno personal, y pueden llegar a ser notablemente ricos. Son pocos los conjuntos que pueden atribuirse a artesanos, debido a la importancia ideológica que se dio al factor guerrero, lo que provoca que otras ocupaciones fueran enmascaradas por la preferencia a enterrarse con las armas antes que con útiles de cualquier oficio. Destacan en este sentido la tumba 100 de la necrópolis de Cabezo Lucero (Alicante), en la que se incluyeron todos los instrumentos propios de un orfebre, con yunque, cincel y diversas matrices de temas geométricos o figurativos. De la tumba 2 de l´Orleyl (Castellón) proceden pesas y platillos de una balanza, unidos a un rico ajuar de cerámica griega y plomos con inscripciones ibéricas. Todo ello hace pensar que nos encontramos ante la sepultura de un comerciante. Existen otros indicios en yacimientos como El Cigarralejo (Murcia), pero en proporción son pocos los enterramientos que revelan la ocupación cotidiana de los difuntos.

En general, a través de los cementerios se puede llegar a conocer los diversos grados de la sociedad ibérica. Desde una aristocracia que realiza enterramientos espectaculares, en los que se incorpora decoración escultórica y ricos ajuares, a los grupos más sencillos, que normalmente forman agrupaciones en torno a las sepulturas principales como si expresaran así unos lazos de dependencia que debieron de existir en diversos grados. Sin embargo, el número de tumbas en las necrópolis ibéricas siempre sorprende por su nivel relativamente bajo en relación con los habitantes que podían preverse en los propios asentamientos a los que pertenecen. De ahí que pueda sospecharse que no todas las personas tenían acceso a desarrollar un ritual funerario, bien por cuestiones económicas, bien por normas de carácter social. Los grupos más desfavorecidos pudieron tener un tratamiento diferente tras la muerte, pero aún no se han encontrado restos que puedan confirmarlo.

El arte ibérico

Uno de los aspectos más sorprendentes de la cultura ibérica fue el de sus manifestaciones artísticas, que destacan sobre las de otros pueblos peninsulares y se aproximan a las que produjeron griegos o etruscos. Desde la llegada de los fenicios y el establecimiento de sus colonias a partir del s. VIII a.C., empiezan a llegar al sur de la Península piezas que incorporan iconografía a sus diseños. Así, las figuras de la diosa fenicia Astarté, las divinidades masculinas en actitud guerrera, los recipientes de bronce adornados con leones, grifos o esfinges, y los objetos de marfil con los mismos motivos. Muy pronto estas mismas piezas se fabricarían en los talleres del mediodía peninsular, caracterizando las producciones tartésicas. Se incorporó así a las organizaciones indígenas todo un universo mítico y de expresión de posición social que fue adoptado e incluso producido localmente, lo que revela una rápida asimilación.

Sobre esta base surgió el arte ibérico, una de cuyas primeras manifestaciones es la ya citada tumba en forma de torre de Pozo Moro (Albacete). Esta sepultura se levantó como referente en el paisaje de una gran llanura, y generó alrededor una necrópolis que alcanza fechas avanzadas. Para su construcción fueron necesarios maestros canteros, un arquitecto o constructor, que realizara el diseño y controlara la obra, y un escultor. Los sillares, hechos de arenisca propia de la zona, se adaptaron unos a otros y en las zonas más débiles se sujetaron entre sí mediante grapas de plomo. Los leones que flanquean sus esquinas forman parte del monumento; sobresale sólo su parte delantera, mientras que el resto está tallado en relieve sobre un sillar. Frisos de temas fantásticos se sitúan en el alzado de la torre, entre los que cabe destacar un tema sexual, otro relativo a un banquete infernal en el que un personaje monstruoso de doble cabeza tiene un cuenco en cuyo interior hay un cuerpo humano, y otros en los que siguen representándose acciones situadas en un universo mítico. El estilo, tanto de los leones como de los relieves, responde claramente a modelos orientales. Los artistas recurrieron a modelos similares a los que estaban en uso tiempo atrás en Anatolia o Siria. El hallazgo de Albacete, sin embargo, se fecha a fines del s. VI a.C., y en el ajuar de la tumba se encuentran materiales de procedencia griega. Es un buen ejemplo de la multiplicidad de influencias que siempre parece presentar el arte ibérico, y que en realidad no es sino uno de los rasgos característicos de su personalidad propia.

La escultura en piedra fue una expresión artística que nunca dejó de practicarse en el mundo ibérico, con una incidencia especial en toda la zona al sur de la provincia de Valencia, incluyendo el cuadrante sureste peninsular y Andalucía oriental. Son pocas las piezas recuperadas en excavaciones controladas, lo que dificulta el establecimiento de su cronología. Sin embargo, podemos asegurar que, excepto en el caso de Pozo Moro, alguna pieza de Porcuna o la esfinge de Villaricos, ligada a una colonia púnica, la mayor parte de las obras tienen una cierta inspiración griega. Ésta es más clara en el caso de las esfinges, especialmente en las procedentes de Agost (Alicante), que repiten los modelos griegos arcaicos en los que el felino con cabeza femenina y alas de pájaro se sienta sobre una columna mirando al espectador. El mismo tema, pero readaptado en el mundo ibérico para formar parte de esquinas de monumentos funerarios se observa en los casos de Bogarra o El Salobral (Albacete). Las esfinges eran consideradas como un animal protector de las tumbas, pero su papel principal era el de transporte del alma de los difuntos al más allá. En esta función está la pieza recuperada en Elche, que porta sobre su lomo a un personaje que se aferra a ella como medio más seguro de cubrir con éxito su peligroso viaje al mundo de los muertos.

Los leones fueron, como en el resto del Mediterráneo, otros de los animales adecuados para ser representados en este contexto sepulcral. Como máximos exponentes de la fuerza, eran entonces emblema y signo del poder real. Sólo los más poderosos se asimilan a su figura, que además es también indicativa del valor del personaje enterrado. Los felinos ibéricos tienen unos rasgos muy característicos; predominan los cuerpos finos de garras delgadas, y melenas poco voluminosas o incluso simplemente incisas sobre el cuello. La falta de modelos reales tiene sin duda algo que ver en esta simplificación de las formas, ya que en la Península no existía este tipo de animales. Como las esfinges o los grifos, de los que se hablará más tarde, los leones forman en realidad parte de un mundo irreal en el que es más importante el significado que la forma, y donde, al no tener patrones vivos de los que copiar, se deja libertad a los artistas para recrear el modelo una y otra vez.

Este gusto por la esquematización se contagió incluso en ocasiones a otros animales de gran importancia en el contexto ibérico, como son los toros. Dos piezas maestras, como el pequeño toro de Porcuna o el de la ciudad vecina de Arjona, ambos en Jaén, ilustran este caso. Ambos presentan los cuernos postizos, y mientras que en el primero se desarrollan tallos con capullos de loto sobre sus cuartos delanteros, en el caso del segundo existe un diseño de surcos que conforma las arrugas de la cabeza enlazando la testuz con el hocico. Lo habitual, sin embargo, es que la mayor parte de las figuras se acerque más al modelo real, insistiendo en su tamaño y su peso. Los novillos-toro de Porcuna, que quizás forman parte de una escena de sacrificio, son piezas casi de tamaño natural, que debían de sujetarse con columnas centrales a su plinto, ya que están representados de pie. En Grecia el toro podía estar en relación con personaje femeninos, pero en la Península parece vincularse a la divinidad masculina, de quien en ocasiones podría ser la imagen alusiva. Este carácter masculino es evidente en la conocida "Bicha de Balazote" (Albacete), que añade al cuerpo de toro una cabeza barbada. Otros animales, como ciervos o carneros, estuvieron también presentes en la iconografía en piedra, pero siempre en un porcentaje muy inferior.

Distinto carácter presentan los grifos o los lobos, animales peligrosos y amenazadores para el hombre y sus posesiones. Los primeros son, como las esfinges, seres mixtos, con cuerpo de león, orejas equinas y pico de rapaz. Como es lógico, forman parte del más allá, y suponen un riesgo para el tránsito adecuado por el mundo de los muertos. El sorprendente combate entre un varón y un grifo representado en Porcuna traslada a la iconografía a gran escala un tema mediterráneo que hasta entonces no había soprepasado el nivel de las pinturas cerámicas o los grabados en los recipientes metálicos o en los objetos de marfil. El modelo está tipificado: el hombre, que aquí va curiosamente desarmado, sujeta al grifo por la boca y por una oreja, mientras que la fiera le clava una de sus garras en pleno muslo. La postura repite exactamente la fórmula empleada desde el segundo milenio en el Mediterráneo oriental para expresar el combate entre el héroe y el monstruo, remitido a un ambiente fantástico. La figura es del s. V a.C., y como todo el conjunto restante fue cuidadosamente enterrado poco después de haber sido tallado, debido seguramente a unas circunstancias desfavorables.

Los lobos, por su parte, cumplen el papel de los grifos pero en la vida real. Son los animales más amenazadores para los campesinos y pastores, ya que con un solo ataque pueden diezmar a los ganados, e incluso atacar a los propios hombres. Habitan el mundo salvaje y no colonizado de bosques y montes, y en esta sistemática oposición de intereses se basa gran número de leyendas que, de forma de nuevo recurrente, se extendieron por todo el Mediterráneo. Una de ellas debió de ser la representada en el monumento más arriba citado de El Pajarillo (Huelma, Jaén), en donde el héroe, esta vez armado con una falcata, va a dar buena cuenta de un lobo sorprendido en su propia madriguera. En áreas del ámbito griego, como Delfos, o Temessa (Sur de Italia) sabemos que existieron personajes heroizados a causa de haber liberado a sus respectivas poblaciones de la tiranía de un lobo de características especiales. En esta ocasión, en lugar de los textos escritos, que no llegaron a alcanzar un nivel literario, poseemos los elementos iconográficos que ornamentaban el límite de un territorio.

Este personaje armado nos lleva a hablar de las representaciones humanas en la escultura monumental de piedra, que también fueron frecuentes en el arte ibérico. Dos conjuntos pueden servir para ejemplificar la diversidad de escuelas y la evolución que sufre el arte a lo largo de la etapa ibérica. En el primer caso, el inigualable conjunto de Porcuna (Jaén), que presenta decenas de personajes en las más diversas actitudes. Como se señaló anteriormente, su cronología debe situarse en el s. V a.C., y supone la existencia de un gran monumento en el que las figuras son casi todas exentas, aunque existieron también los relieves. Las representaciones son muy variadas: desde personajes oferentes a escenas de lucha y caza. Es conocido el conjunto de guerreros en combate, uno de cuyos bandos ha cogido por sorpresa a otro, que es abatido sin contemplaciones. Otro conjunto tiene un carácter más marcadamente religioso: individuos masculinos y femeninos acompañados de niños parecen disponerse en un desfile procesional, mientras que otro sujeta dos carneros que se levantan a sus lados. El escultor o escultores trabajaron siguiendo un esquema prefijado, narrando hechos y leyendas, y representando acciones propias de las clases aristocráticas ibéricas. Estas magníficas escuelas y talleres no fueron fruto de un solo momento a lo largo del periodo ibérico, sino que se mantuvieron, con distintas tendencias y calidades, hasta su asimilación por la plástica romana.

Esta última etapa se puede estudiar adecuadamente a través de otro conjunto también muy numeroso, aunque de otro carácter. En el pequeño promontorio conocido alusivamente como "Cerro de los Santos"(Montealegre del Castillo, Albacete) existió un santuario que fue centro de concentración de numerosos devotos, muchos de los cuales dedicaron a la divinidad una escultura en piedra que les representase. El tamaño y la calidad de la misma estaría probablemente en función de la capacidad adquisitiva de cada uno, por lo que existen piezas de excelente manufactura, como la conocida "Dama oferente" del Museo Arqueológico Nacional, junto a otras mucho más pequeñas y esquemáticas. El lugar estuvo en activo durante las primeras fases de la dominación romana, y así vemos representados personajes vestidos a la manera romana, e incluso inscripciones latinas asociadas a estas esculturas. Los restos más antiguos del lugar se remontan al s. IV a.C., pero su máximo desarrollo se produce a partir del s. III, hasta la introducción del culto imperial en la Península.

No se puede hablar de la escultura ibérica en piedra sin hacer alusión a su pieza más emblemática: la Dama de Elche. Encontrada fuera de su contexto primitivo en el importante yacimiento de La Alcudia, sufrió numerosos avatares hasta llegar a su exposición en Madrid. Es sin duda una obra destacada, que nos presenta a un personaje femenino ataviado con ricas vestimentas y adornos. Pese a que se ha propuesto que fuera una escultura completa fracturada en un segundo momento para constituir un busto, los recientes hallazgos realizados en Baza de otra escultura, esta vez de varón, confirman que los bustos existieron como tales en la iconografía ibérica. Ambas piezas presentan un orificio en su espalda que pudo servir para introducir cenizas u ofrendas. La cronología de la Dama es difícil de establecer, pero no debe alejarse de los s. V/IV a.C., sin que su calidad o su carácter "único" de pie para afirmar, como se ha hecho con bastante ligereza, que pueda tratarse de una falsificación. Como vemos, este tipo de piezas son conocidas en el ambiente ibérico, pero lo más llamativo es que todos y cada uno de los rasgos de la Dama de Elche se han visto confirmados con hallazgos que son posteriores a ella, y que por lo tanto ratifican su antigua cronología.

Otro campo en el que se puso de manifiesto la maestría ibérica para las manifestaciones artísticas fue el de los bronces. Figurillas de este tipo han aparecido por miles en los principales santuarios, y revelan todo un artesanado especializado que sigue pautas y convenciones artísticas de la mejor calidad. Los centros principales donde se acumulan estas piezas son los santuarios en cuevas del norte de Jaén, especialmente en los de Collado de los Jardines y Castellar de Santisteban. Los estilos son muy diversos, en ellos se aprecia tanto una evolución estilística como diversas calidades entre talleres y broncistas. Algunos de los mejores ejemplos corresponden a fechas antiguas, dentro probablemente del s. V a.C., y contemporáneos por tanto del conjunto antes citado de Porcuna. Son piezas estilizadas, que representan a hombres y mujeres, con mantos y túnicas adheridos al cuerpo y mostrando diversas posiciones, entre las que destaca la de saludo. Autores como Nicolini han querido ver influencias del mundo griego oriental, lo que se vería favorecido por la relación con los colonos de Massalia y Emporion, cuya ciudad de origen, Focea, se situaba en las costas de Asia Menor.

No sólo se realizaron exvotos sobre bronce. Existieron igualmente producciones más sencillas sobre piedra o sobre terracota. Estas últimas aparecen espléndidamente representadas en el santuario de La Serreta de Alcoy, donde se encuentran modelados de figuras masculinas, femeninas y animales depositados por los devotos. Un ejemplo magnífico es el bloque que en su cara frontal presenta a una gran diosa madre flanqueada por diversos personajes, adultos, jóvenes y niños, mientras sostiene a dos bebés entre sus brazos. La música se sugiere por la presencia de la doble flauta que tañe una de las figuras. Este arte sobre barro se aprecia también en las cabezas femeninas que probablemente aluden a Démeter y que se extienden especialmente por toda la fachada mediterránea, asociándose a contextos domésticos o a las ofrendas de los santuarios.

También la pintura fue una importante vía expresiva entre los iberos. Sabemos que muchas de las tumbas de Andalucía oriental tuvieron su interior revestido de yeso, sobre el que se pintaban temas que generalmente eran cenefas o simples decoraciones, pero que alguna vez podían representar figuras y escenas. Desgraciadamente, ninguno de estos casos, descritos por aquellos que realizaron sin control alguno sus descubrimientos, han llegado hasta nosotros. Sin embargo, esculturas como la Dama de Baza nos ilustran hasta qué punto la pintura llegó a complementar cualquier manifestación artística o arquitectónica. Su rostro, su pelo negro y los todavía vivos colores rojo y azul de su manto aluden a un gusto por las tonalidades llamativas, que debían rodear el mundo doméstico ibérico.

Pero sin duda donde mejor se puede evaluar la destreza pictórica es sobre las producciones alfareras. El tipo característico de cerámica ibérica es un recipiente de color anaranjado cubierto por una serie de motivos pintados en rojo vinoso. Los recipientes están hechos con pastas bien decantadas: se utiliza el torno para moldear formas complejas, y se eleva la cocción a altas temperaturas en hornos bien controlados. Se trata, por tanto, en general, de una producción especializada, para la que hicieron falta maestros artesanos y una cierta infraestructura de abastecimiento de materias primas y comercialización de los productos elaborados. La mayor parte de los alfares andaluces y del sureste utilizó diversas combinaciones de motivos geométricos, entre los que destacan las bandas horizontales de distinto grosor, los círculos o segmentos de círculos concéntricos y los grupos de líneas onduladas paralelas. Estas piezas se usaron tanto en los contextos domésticos como en los rituales funerarios, y no llegaron a incorporar una decoración propiamente iconográfica, que en gran medida fue sustituida por la que aparecía en las cráteras y copas griegas que también formaban parte del ajuar.

En fases avanzadas de la cultura ibérica aparecen en la zona mediterránea unos códigos expresivos distintos, en los que las figuras humanas, animales y vegetales están asociadas a los signos geométricos. Hay dos centros principales en los que se siguen estos nuevos caminos, siempre relacionados con las cerámicas de mejor calidad. Se trata de Lliria y Elche, dos capitales de gran importancia a partir del s. III a.C., momento en el que tienen mayor expansión estos tipos cerámicos. En la primera ciudad los vasos presentan una riquísima variedad de temas narrativos, en los que destacan escenas de guerra, caza o danza. Muchos de ellos se asocian a una serie de habitaciones donde se realizaron ceremonias de culto, y en todo caso se trata de una producción vinculada a un contexto especialmente religioso. La cerámica de Elche emplea también la figura humana, pero da una gran importancia a los motivos animales y vegetales. Rapaces y carnívoros son algunos de los temas preferidos, mientras que las flores, los roleos y los tallos forman un marco vegetal que vincula las acciones y los personajes representados a un mundo subterráneo. De él emana una figura femenina alada que se ha vinculado a Tanit, cuyo culto parece haber sido preponderante en las fechas inmediatamente anteriores a la dominación romana.

[Lingüística] Ibero.

Lengua aislada hablada en la región oriental de la Península Ibérica con anterioridad a la llegada de los romanos. A pesar de que algunas clasificaciones tradicionales agrupan al ibero junto con la familia caucásica y otras lenguas aisladas com el etrusco y el vasco en un phylum lingüístico llamado tronco iberocaucásico, en función de ciertas semejanzas tipológicas, no existen pruebas concluyentes que demuestren esta relación, por lo que el ibero ha de considerarse una lengua independiente a todos los efectos. Otras hipótesis actuales que tampoco han sido concluyentes emparentan genéticamente el ibero, el vasco y el etrusco como lenguas derivadas de los dialectos bereberes del norte de África.

Gracias a las inscripciones conservadas, se sabe que el ibero poseía un sistema de escritura propio formado por 28 caracteres silábicos y alfabéticos, algunos de ellos derivados del griego y el fenicio. No obstante, salvo topónimos y unas pocas palabras, aún no se han podido descifrar plenamente los textos iberos.


 

Fundación Educativa Héctor A. García