Ibero
Otro aspecto en el que los iberos mostraban sus creencias
religiosas era en su relación con el ámbito de los
difuntos. Cuando una persona moría debían respetarse
ciertas normas, de manera que su traslado al más allá se
desarrollara de forma correcta. De esta manera se
aseguraban una entrada satisfactoria en el mundo de los
muertos, donde se iniciaría una nueva vida, invisible pero
tan real como la cotidiana. Las necrópolis ibéricas son
una fuente inagotable de información para los arqueólogos,
ya que nos acercan al mundo de las ideas y a los objetos
más valorados y queridos de los personajes enterrados.
Además, la diferente categoría de las sepulturas y de los
materiales incluidos en ellas permite conocer en gran
medida la estructura social que dominaba esta cultura.
El ritual funerario imprescindible para todos los
individuos, hombres y mujeres, era la cremación del
cadáver. Cuando una persona moría, era transportada al
recinto del cementerio portando todas sus vestiduras y sus
adornos más particulares. Allí se preparaba una pira
formada con troncos y ramas de los árboles propios de la
zona, y el cadáver quedaba reducido a cenizas y huesos
calcinados por la constante acción del fuego. Los restos
eran cuidadosamente recogidos e introducidos en una vasija
o urna cineraria, así como los objetos que la persona
portaba en el momento de la cremación: pendientes,
cinturones, broches para sujetar las túnicas y mantos,
etc., aunque estuvieran muy afectados por la temperatura.
Algunos restos de pequeños recipientes de vidrio, cerámica
o cajitas de hueso o marfil evidencian que en ocasiones se
echaban esencias a la hoguera para que su olor fuera
transmitido junto con el humo.
Las urnas cinerarias eran transportadas después a la tumba,
que podía ser individual y construida a raíz de la muerte,
o bien colectiva de carácter familiar. En este caso, se
abrían de nuevo cada vez que se llevaba a cabo un nuevo
funeral. Junto a los restos quemados se añadía el resto
del ajuar funerario, consistente en vasos que podían
portar algún líquido, vajilla personal del difunto,
armamento y otros objetos de importancia ritual, como las
fusayolas o pesas de telar. Entre los recipientes más
valorados podemos citar las cerámicas áticas, que
procedentes de Atenas llegaron a formar parte de las
pertenencias personales de muchos iberos, haciendo alusión
a la bebida de vino en el caso de las cráteras y las copas,
a la luz en el caso de las lucernas, etc.
Durante todo este proceso debieron de desarrollarse
celebraciones que pudieron llegar a ser muy notables. Ya
en época tardía tenemos los testimonios de escritores como
Livio, que nos relata cómo Escipión organizó un
espectáculo de gladiadores en los funerales dedicados a
sus tíos, muertos en la Península. Los combates no los
llevaron a cabo luchadores profesionales, sino voluntarios,
guerreros enviados por los régulos locales, o personajes
que querían dirimir algún pleito no solucionado por otros
cauces. Éste fue el caso de Corbis y Orsua, que se
disputaban el primer puesto entre los de su grupo y que se
solucionó de esta forma violenta en beneficio del primero.
También sabemos, aunque la información corresponde a otro
entorno cultural, que a la muerte de
Viriato
se levantó una gran pira junto a la que se realizaron
numerosos sacrificios, paradas militares y combates al
finalizar la cremación de su cadáver.
Ciertamente, como ha ocurrido en muchas otras épocas, las
diferencias de riqueza y de posición social entre los
individuos enterrados se refleja a través de las
construcciones funerarias. Las sepulturas más llamativas
son las torres, levantadas mediante sillares de piedra La
más conocida es la de Pozo Moro (Albacete), que se
conserva en el Museo Arqueológico Nacional. En sus
esquinas destacan cuatro amenazadores leones, y diversos
relieves mitológicos discurren sobre su alzado. En su
interior se encontraron las cenizas de un personaje que se
acompañaba con recipientes de lujo procedentes de Grecia;
todo ello se fecha hacia el año 500 a.C. Este monumento no
debió de estar solo, y de hecho conocemos otros animales
de esquina, como las esfinges de Bogarra, también en
Albacete, o el jinete de La Rambla en Córdoba. Todos ellos
están tallados por su tercio delantero, el resto del
cuerpo supone un relieve que sobresale del sillar y que se
integra de forma indisoluble con el resto de la estructura
arquitectónica.
En otras zonas como Andalucía Oriental se desarrollaron
necrópolis en las que se generalizaron complejas cámaras
funerarias, a veces con varias estancias. Parcialmente
excavadas en el subsuelo, estas edificaciones levantaban
muros de sillares cubiertos con losas. En su interior se
colocaban las urnas cinerarias de uno o, más
frecuentemente, varios individuos; finalmente se sellaba
todo el conjunto con una cubrición de tierra y piedra que
formaba un montículo al exterior. El paisaje funerario
quedaba así constituido por áreas de enormes túmulos,
algunos de los cuales han sido confundidos en muchos casos
con auténticas colinas. Un buen ejemplo lo proporciona la
antigua población ibérica de Tútugi (hoy Galera, en
Granada), donde extensos cerros situados frente al poblado
fueron empleados con este fin. Algunos de los túmulos
alcanzaron tales dimensiones que en un principio se
tomaron por auténticas colinas naturales.
Sin embargo, la mayor parte de la población se enterraba
en tumbas más sencillas, constituidas por hoyos excavados
en el suelo, a menudo recubiertos con adobes y piedras. La
combinación de estos elementos da lugar a una extensa
tipología, que va desde un orificio sencillo a estructuras
de 5 ó 6 m de lado, que podían contar con un alzado
escalonado. En otras ocasiones se excavaron fosas
cuadradas o rectangulares, cubiertas con losas de piedra o
tablones de madera. Muchas de ellas tenían un rico ajuar,
y de una en concreto, la t. 155 de Baza, procede la
conocida Dama sedente que hoy se encuentra en el Museo
Arqueológico Nacional, y que constituía la propia urna
cineraria, al contener las cenizas del personaje enterrado
en un orificio excavado en un lateral de su trono.
Estas diferencias de riqueza y la propia constitución del
ajuar permiten apreciar un escalonamiento social entre los
iberos. Las clases aristocráticas se enterraban en tumbas
suntuosas y tenían una constitución de carácter familiar,
como se puede apreciar en la conocida Cámara de Toya (Peal
de Becerro, Jaén), donde se introdujeron consecutivamente
numerosos enterramientos que deben de corresponder a
miembros de una misma familia. Los elementos de distinción
social son los preciados vasos griegos de importación, o
la presencia de recipientes de bronce, tanto de
fabricación peninsular como itálica. Los miembros
masculinos de estos grupos principales valoraron
especialmente los atributos guerreros, de manera que son
muchas y de muy buena calidad las armas que aparecen en
las tumbas ibéricas. Entre ellas destaca la falcata, una
espada de filo curvo y ancho mango que constituye una
producción local original, aunque inspirada en modelos
foráneos de menor envergadura. A veces tienen en su hoja
finas decoraciones con hilo de plata, o incluso
inscripciones con nombres. Otras armas ofensivas fueron
los puñales de distinta tipología, la lanza, o el
soliferreum, una jabalina hecha totalmente de hierro.
El arco y la flecha, sin embargo, no se usaron con fines
militares. Las armas defensivas consistían en cascos en
ocasiones decorados con cimeras, los pectorales, las
espinilleras y los escudos, entre los que existía el
modelo pequeño y circular, o el largo y ancho del tipo que
aparece en el resto de Europa con la
Cultura de La Tène.
Los ajuares femeninos normalmente constan de piezas
cerámicas y elementos de vestido y adorno personal, y
pueden llegar a ser notablemente ricos. Son pocos los
conjuntos que pueden atribuirse a artesanos, debido a la
importancia ideológica que se dio al factor guerrero, lo
que provoca que otras ocupaciones fueran enmascaradas por
la preferencia a enterrarse con las armas antes que con
útiles de cualquier oficio. Destacan en este sentido la
tumba 100 de la necrópolis de Cabezo Lucero (Alicante), en
la que se incluyeron todos los instrumentos propios de un
orfebre, con yunque, cincel y diversas matrices de temas
geométricos o figurativos. De la tumba 2 de l´Orleyl (Castellón)
proceden pesas y platillos de una balanza, unidos a un
rico ajuar de cerámica griega y plomos con inscripciones
ibéricas. Todo ello hace pensar que nos encontramos ante
la sepultura de un comerciante. Existen otros indicios en
yacimientos como El Cigarralejo (Murcia), pero en
proporción son pocos los enterramientos que revelan la
ocupación cotidiana de los difuntos.
En general, a través de los cementerios se puede llegar a
conocer los diversos grados de la sociedad ibérica. Desde
una aristocracia que realiza enterramientos espectaculares,
en los que se incorpora decoración escultórica y ricos
ajuares, a los grupos más sencillos, que normalmente
forman agrupaciones en torno a las sepulturas principales
como si expresaran así unos lazos de dependencia que
debieron de existir en diversos grados. Sin embargo, el
número de tumbas en las necrópolis ibéricas siempre
sorprende por su nivel relativamente bajo en relación con
los habitantes que podían preverse en los propios
asentamientos a los que pertenecen. De ahí que pueda
sospecharse que no todas las personas tenían acceso a
desarrollar un ritual funerario, bien por cuestiones
económicas, bien por normas de carácter social. Los grupos
más desfavorecidos pudieron tener un tratamiento diferente
tras la muerte, pero aún no se han encontrado restos que
puedan confirmarlo.
Uno de los
aspectos más sorprendentes de la cultura ibérica fue el
de sus manifestaciones artísticas, que destacan sobre
las de otros pueblos peninsulares y se aproximan a las
que produjeron
griegos
o
etruscos.
Desde la llegada de los fenicios y el establecimiento de
sus colonias a partir del s. VIII a.C., empiezan a
llegar al sur de la Península piezas que incorporan
iconografía a sus diseños. Así, las figuras de la diosa
fenicia Astarté, las divinidades masculinas en actitud
guerrera, los recipientes de bronce adornados con leones,
grifos o esfinges, y los objetos de marfil con los
mismos motivos. Muy pronto estas mismas piezas se
fabricarían en los talleres del mediodía peninsular,
caracterizando las producciones tartésicas. Se incorporó
así a las organizaciones indígenas todo un universo
mítico y de expresión de posición social que fue
adoptado e incluso producido localmente, lo que revela
una rápida asimilación.
Sobre esta base surgió el arte ibérico, una de cuyas
primeras manifestaciones es la ya citada tumba en forma
de torre de Pozo Moro (Albacete). Esta sepultura se
levantó como referente en el paisaje de una gran llanura,
y generó alrededor una necrópolis que alcanza fechas
avanzadas. Para su construcción fueron necesarios
maestros canteros, un arquitecto o constructor, que
realizara el diseño y controlara la obra, y un escultor.
Los sillares, hechos de arenisca propia de la zona, se
adaptaron unos a otros y en las zonas más débiles se
sujetaron entre sí mediante grapas de plomo. Los leones
que flanquean sus esquinas forman parte del monumento;
sobresale sólo su parte delantera, mientras que el resto
está tallado en relieve sobre un sillar. Frisos de temas
fantásticos se sitúan en el alzado de la torre, entre
los que cabe destacar un tema sexual, otro relativo a un
banquete infernal en el que un personaje monstruoso de
doble cabeza tiene un cuenco en cuyo interior hay un
cuerpo humano, y otros en los que siguen representándose
acciones situadas en un universo mítico. El estilo,
tanto de los leones como de los relieves, responde
claramente a modelos orientales. Los artistas
recurrieron a modelos similares a los que estaban en uso
tiempo atrás en Anatolia o Siria. El hallazgo de
Albacete, sin embargo, se fecha a fines del s. VI a.C.,
y en el ajuar de la tumba se encuentran materiales de
procedencia griega. Es un buen ejemplo de la
multiplicidad de influencias que siempre parece
presentar el arte ibérico, y que en realidad no es sino
uno de los rasgos característicos de su personalidad
propia.
La escultura en piedra fue una expresión artística que
nunca dejó de practicarse en el mundo ibérico, con una
incidencia especial en toda la zona al sur de la
provincia de Valencia, incluyendo el cuadrante sureste
peninsular y Andalucía oriental. Son pocas las piezas
recuperadas en excavaciones controladas, lo que
dificulta el establecimiento de su cronología. Sin
embargo, podemos asegurar que, excepto en el caso de
Pozo Moro, alguna pieza de Porcuna o la esfinge de
Villaricos, ligada a una colonia púnica, la mayor parte
de las obras tienen una cierta inspiración griega. Ésta
es más clara en el caso de las esfinges, especialmente
en las procedentes de Agost (Alicante), que repiten los
modelos griegos arcaicos en los que el felino con cabeza
femenina y alas de pájaro se sienta sobre una columna
mirando al espectador. El mismo tema, pero readaptado en
el mundo ibérico para formar parte de esquinas de
monumentos funerarios se observa en los casos de Bogarra
o El Salobral (Albacete). Las esfinges eran consideradas
como un animal protector de las tumbas, pero su papel
principal era el de transporte del alma de los difuntos
al más allá. En esta función está la pieza recuperada en
Elche, que porta sobre su lomo a un personaje que se
aferra a ella como medio más seguro de cubrir con éxito
su peligroso viaje al mundo de los muertos.
Los leones fueron, como en el resto del Mediterráneo,
otros de los animales adecuados para ser representados
en este contexto sepulcral. Como máximos exponentes de
la fuerza, eran entonces emblema y signo del poder real.
Sólo los más poderosos se asimilan a su figura, que
además es también indicativa del valor del personaje
enterrado. Los felinos ibéricos tienen unos rasgos muy
característicos; predominan los cuerpos finos de garras
delgadas, y melenas poco voluminosas o incluso
simplemente incisas sobre el cuello. La falta de modelos
reales tiene sin duda algo que ver en esta
simplificación de las formas, ya que en la Península no
existía este tipo de animales. Como las esfinges o los
grifos, de los que se hablará más tarde, los leones
forman en realidad parte de un mundo irreal en el que es
más importante el significado que la forma, y donde, al
no tener patrones vivos de los que copiar, se deja
libertad a los artistas para recrear el modelo una y
otra vez.
Este gusto por la esquematización se contagió incluso en
ocasiones a otros animales de gran importancia en el
contexto ibérico, como son los toros. Dos piezas
maestras, como el pequeño toro de Porcuna o el de la
ciudad vecina de Arjona, ambos en Jaén, ilustran este
caso. Ambos presentan los cuernos postizos, y mientras
que en el primero se desarrollan tallos con capullos de
loto sobre sus cuartos delanteros, en el caso del
segundo existe un diseño de surcos que conforma las
arrugas de la cabeza enlazando la testuz con el hocico.
Lo habitual, sin embargo, es que la mayor parte de las
figuras se acerque más al modelo real, insistiendo en su
tamaño y su peso. Los novillos-toro de Porcuna, que
quizás forman parte de una escena de sacrificio, son
piezas casi de tamaño natural, que debían de sujetarse
con columnas centrales a su plinto, ya que están
representados de pie. En Grecia el toro podía estar en
relación con personaje femeninos, pero en la Península
parece vincularse a la divinidad masculina, de quien en
ocasiones podría ser la imagen alusiva. Este carácter
masculino es evidente en la conocida "Bicha de
Balazote" (Albacete), que añade al cuerpo de toro
una cabeza barbada. Otros animales, como ciervos o
carneros, estuvieron también presentes en la iconografía
en piedra, pero siempre en un porcentaje muy inferior.
Distinto carácter presentan los grifos o los lobos,
animales peligrosos y amenazadores para el hombre y sus
posesiones. Los primeros son, como las esfinges, seres
mixtos, con cuerpo de león, orejas equinas y pico de
rapaz. Como es lógico, forman parte del más allá, y
suponen un riesgo para el tránsito adecuado por el mundo
de los muertos. El sorprendente combate entre un varón y
un grifo representado en Porcuna traslada a la
iconografía a gran escala un tema mediterráneo que hasta
entonces no había soprepasado el nivel de las pinturas
cerámicas o los grabados en los recipientes metálicos o
en los objetos de marfil. El modelo está tipificado: el
hombre, que aquí va curiosamente desarmado, sujeta al
grifo por la boca y por una oreja, mientras que la fiera
le clava una de sus garras en pleno muslo. La postura
repite exactamente la fórmula empleada desde el segundo
milenio en el Mediterráneo oriental para expresar el
combate entre el héroe y el monstruo, remitido a un
ambiente fantástico. La figura es del s. V a.C., y como
todo el conjunto restante fue cuidadosamente enterrado
poco después de haber sido tallado, debido seguramente a
unas circunstancias desfavorables.
Los lobos,
por su parte, cumplen el papel de los grifos pero en la
vida real. Son los animales más amenazadores para los
campesinos y pastores, ya que con un solo ataque pueden
diezmar a los ganados, e incluso atacar a los propios
hombres. Habitan el mundo salvaje y no colonizado de
bosques y montes, y en esta sistemática oposición de
intereses se basa gran número de leyendas que, de forma
de nuevo recurrente, se extendieron por todo el
Mediterráneo. Una de ellas debió de ser la representada
en el monumento más arriba citado de El Pajarillo (Huelma,
Jaén), en donde el héroe, esta vez armado con una
falcata, va a dar buena cuenta de un lobo sorprendido en
su propia madriguera. En áreas del ámbito griego, como
Delfos, o Temessa (Sur de Italia) sabemos que existieron
personajes heroizados a causa de haber liberado a sus
respectivas poblaciones de la tiranía de un lobo de
características especiales. En esta ocasión, en lugar de
los textos escritos, que no llegaron a alcanzar un nivel
literario, poseemos los elementos iconográficos que
ornamentaban el límite de un territorio.
Este personaje armado nos lleva a hablar de las
representaciones humanas en la escultura monumental de
piedra, que también fueron frecuentes en el arte ibérico.
Dos conjuntos pueden servir para ejemplificar la
diversidad de escuelas y la evolución que sufre el arte
a lo largo de la etapa ibérica. En el primer caso, el
inigualable conjunto de Porcuna (Jaén), que presenta
decenas de personajes en las más diversas actitudes.
Como se señaló anteriormente, su cronología debe
situarse en el s. V a.C., y supone la existencia de un
gran monumento en el que las figuras son casi todas
exentas, aunque existieron también los relieves. Las
representaciones son muy variadas: desde personajes
oferentes a escenas de lucha y caza. Es conocido el
conjunto de guerreros en combate, uno de cuyos bandos ha
cogido por sorpresa a otro, que es abatido sin
contemplaciones. Otro conjunto tiene un carácter más
marcadamente religioso: individuos masculinos y
femeninos acompañados de niños parecen disponerse en un
desfile procesional, mientras que otro sujeta dos
carneros que se levantan a sus lados. El escultor o
escultores trabajaron siguiendo un esquema prefijado,
narrando hechos y leyendas, y representando acciones
propias de las clases aristocráticas ibéricas. Estas
magníficas escuelas y talleres no fueron fruto de un
solo momento a lo largo del periodo ibérico, sino que se
mantuvieron, con distintas tendencias y calidades, hasta
su asimilación por la plástica romana.
Esta última
etapa se puede estudiar adecuadamente a través de otro
conjunto también muy numeroso, aunque de otro carácter.
En el pequeño promontorio conocido alusivamente como
"Cerro de los Santos"(Montealegre del Castillo, Albacete)
existió un santuario que fue centro de concentración de
numerosos devotos, muchos de los cuales dedicaron a la
divinidad una escultura en piedra que les representase.
El tamaño y la calidad de la misma estaría probablemente
en función de la capacidad adquisitiva de cada uno, por
lo que existen piezas de excelente manufactura, como la
conocida "Dama oferente" del Museo Arqueológico Nacional,
junto a otras mucho más pequeñas y esquemáticas. El
lugar estuvo en activo durante las primeras fases de la
dominación romana, y así vemos representados personajes
vestidos a la manera romana, e incluso inscripciones
latinas asociadas a estas esculturas. Los restos más
antiguos del lugar se remontan al s. IV a.C., pero su
máximo desarrollo se produce a partir del s. III, hasta
la introducción del culto imperial en la Península.
No se puede
hablar de la escultura ibérica en piedra sin hacer
alusión a su pieza más emblemática: la Dama de Elche.
Encontrada fuera de su contexto primitivo en el
importante yacimiento de La Alcudia, sufrió numerosos
avatares hasta llegar a su exposición en Madrid. Es sin
duda una obra destacada, que nos presenta a un personaje
femenino ataviado con ricas vestimentas y adornos. Pese
a que se ha propuesto que fuera una escultura completa
fracturada en un segundo momento para constituir un
busto, los recientes hallazgos realizados en Baza de
otra escultura, esta vez de varón, confirman que los
bustos existieron como tales en la iconografía ibérica.
Ambas piezas presentan un orificio en su espalda que
pudo servir para introducir cenizas u ofrendas. La
cronología de la Dama es difícil de establecer, pero no
debe alejarse de los s. V/IV a.C., sin que su calidad o
su carácter "único" de pie para afirmar, como se ha
hecho con bastante ligereza, que pueda tratarse de una
falsificación. Como vemos, este tipo de piezas son
conocidas en el ambiente ibérico, pero lo más llamativo
es que todos y cada uno de los rasgos de la Dama de
Elche se han visto confirmados con hallazgos que son
posteriores a ella, y que por lo tanto ratifican su
antigua cronología.
Otro campo en el que se puso de manifiesto la maestría
ibérica para las manifestaciones artísticas fue el de
los bronces. Figurillas de este tipo han aparecido por
miles en los principales santuarios, y revelan todo un
artesanado especializado que sigue pautas y convenciones
artísticas de la mejor calidad. Los centros principales
donde se acumulan estas piezas son los santuarios en
cuevas del norte de Jaén, especialmente en los de
Collado de los Jardines y Castellar de Santisteban. Los
estilos son muy diversos, en ellos se aprecia tanto una
evolución estilística como diversas calidades entre
talleres y broncistas. Algunos de los mejores ejemplos
corresponden a fechas antiguas, dentro probablemente del
s. V a.C., y contemporáneos por tanto del conjunto antes
citado de Porcuna. Son piezas estilizadas, que
representan a hombres y mujeres, con mantos y túnicas
adheridos al cuerpo y mostrando diversas posiciones,
entre las que destaca la de saludo. Autores como
Nicolini han querido ver influencias del mundo griego
oriental, lo que se vería favorecido por la relación con
los colonos de Massalia y Emporion, cuya
ciudad de origen, Focea, se situaba en las costas de
Asia Menor.
No sólo se realizaron exvotos sobre bronce. Existieron
igualmente producciones más sencillas sobre piedra o
sobre terracota. Estas últimas aparecen espléndidamente
representadas en el santuario de La Serreta de Alcoy,
donde se encuentran modelados de figuras masculinas,
femeninas y animales depositados por los devotos. Un
ejemplo magnífico es el bloque que en su cara frontal
presenta a una gran diosa madre flanqueada por diversos
personajes, adultos, jóvenes y niños, mientras sostiene
a dos bebés entre sus brazos. La música se sugiere por
la presencia de la doble flauta que tañe una de las
figuras. Este arte sobre barro se aprecia también en las
cabezas femeninas que probablemente aluden a Démeter y
que se extienden especialmente por toda la fachada
mediterránea, asociándose a contextos domésticos o a las
ofrendas de los santuarios.
También la pintura fue una importante vía expresiva
entre los iberos. Sabemos que muchas de las tumbas de
Andalucía oriental tuvieron su interior revestido de
yeso, sobre el que se pintaban temas que generalmente
eran cenefas o simples decoraciones, pero que alguna vez
podían representar figuras y escenas. Desgraciadamente,
ninguno de estos casos, descritos por aquellos que
realizaron sin control alguno sus descubrimientos, han
llegado hasta nosotros. Sin embargo, esculturas como la
Dama de Baza nos ilustran hasta qué punto la pintura
llegó a complementar cualquier manifestación artística o
arquitectónica. Su rostro, su pelo negro y los todavía
vivos colores rojo y azul de su manto aluden a un gusto
por las tonalidades llamativas, que debían rodear el
mundo doméstico ibérico.
Pero sin
duda donde mejor se puede evaluar la destreza pictórica
es sobre las producciones alfareras. El tipo
característico de cerámica ibérica es un recipiente de
color anaranjado cubierto por una serie de motivos
pintados en rojo vinoso. Los recipientes están hechos
con pastas bien decantadas: se utiliza el torno para
moldear formas complejas, y se eleva la cocción a altas
temperaturas en hornos bien controlados. Se trata, por
tanto, en general, de una producción especializada, para
la que hicieron falta maestros artesanos y una cierta
infraestructura de abastecimiento de materias primas y
comercialización de los productos elaborados. La mayor
parte de los alfares andaluces y del sureste utilizó
diversas combinaciones de motivos geométricos, entre los
que destacan las bandas horizontales de distinto grosor,
los círculos o segmentos de círculos concéntricos y los
grupos de líneas onduladas paralelas. Estas piezas se
usaron tanto en los contextos domésticos como en los
rituales funerarios, y no llegaron a incorporar una
decoración propiamente iconográfica, que en gran medida
fue sustituida por la que aparecía en las cráteras y
copas griegas que también formaban parte del ajuar.
En fases avanzadas de la cultura ibérica aparecen en la
zona mediterránea unos códigos expresivos distintos, en
los que las figuras humanas, animales y vegetales están
asociadas a los signos geométricos. Hay dos centros
principales en los que se siguen estos nuevos caminos,
siempre relacionados con las cerámicas de mejor calidad.
Se trata de Lliria y Elche, dos capitales de gran
importancia a partir del s. III a.C., momento en el que
tienen mayor expansión estos tipos cerámicos. En la
primera ciudad los vasos presentan una riquísima
variedad de temas narrativos, en los que destacan
escenas de guerra, caza o danza. Muchos de ellos se
asocian a una serie de habitaciones donde se realizaron
ceremonias de culto, y en todo caso se trata de una
producción vinculada a un contexto especialmente
religioso. La cerámica de Elche emplea también la figura
humana, pero da una gran importancia a los motivos
animales y vegetales. Rapaces y carnívoros son algunos
de los temas preferidos, mientras que las flores, los
roleos y los tallos forman un marco vegetal que vincula
las acciones y los personajes representados a un mundo
subterráneo. De él emana una figura femenina alada que
se ha vinculado a Tanit, cuyo culto parece haber sido
preponderante en las fechas inmediatamente anteriores a
la dominación romana.
Lengua
aislada hablada en la región oriental de la Península
Ibérica con anterioridad a la llegada de los romanos. A
pesar de que algunas clasificaciones tradicionales agrupan
al ibero junto con la
familia caucásica
y otras lenguas aisladas com el
etrusco
y el
vasco
en un phylum lingüístico
llamado tronco iberocaucásico, en función de
ciertas semejanzas tipológicas, no existen pruebas
concluyentes que demuestren esta relación, por lo que el
ibero ha de considerarse una lengua independiente a todos
los efectos. Otras hipótesis actuales que tampoco han sido
concluyentes emparentan genéticamente el ibero, el vasco y
el etrusco como lenguas derivadas de los dialectos
bereberes del norte de África.
Gracias a las
inscripciones conservadas, se sabe que el ibero poseía un
sistema de escritura propio formado por 28 caracteres
silábicos y alfabéticos, algunos de ellos derivados del
griego y el fenicio. No obstante, salvo topónimos y unas
pocas palabras, aún no se han podido descifrar plenamente
los textos iberos.
|
|
Fundación Educativa
Héctor A. García |