Ibero
En las fases más avanzadas de
este periodo ibérico se produce una nueva modificación del
poblamiento, surgen numerosos núcleos de tipo rural que
aprovechan las áreas de vega y las márgenes fluviales para
realizar explotaciones de carácter agropecuario. Esta
dispersión del hábitat parece surgir en parte de un
crecimiento demográfico, pero también de las nuevas
condiciones políticas, económicas y sociales que se dan en
la Península a partir del s. III a.C., con las
confrontaciones entre cartagineses y romanos, y con la
entrada en una etapa muy activa en todo el Mediterráneo
como fue el periodo helenístico. El modelo tendrá una gran
continuidad en época romana, momento en el que las
propiedades rurales son muy valoradas por las
aristocracias ciudadanas.
En el territorio alicantino ocupado por los contestanos
encontramos un gran centro: la antigua Illici,
situada en lo que hoy se conoce como La Alcudia de Elche.
Este núcleo, de casi 10 ha de superficie, estaba rodeado
de numerosos puntos tanto en la costa como en el interior,
que hacían de la desembocadura de los ríos Vinalopó y
Segura un puerto de primera magnitud en el comercio
mediterráneo. La presencia en La Alcudia de un templo, así
como de numerosas necrópolis en la zona cuyas tumbas
incorporaban decoración escultórica, por no hablar de la
muy conocida Dama, nos confirma la gran vitalidad
económica y la estrecha relación con los circuitos
artísticos y mercantiles que dominan el área del sureste.
La presencia púnica supone un primer momento de
destrucción en la segunda mitad del s. III a.C., para
imprimir después una fuerte influencia, apreciable, entre
otras cosas, en la decoración pintada de su cerámica, en
la que tiene un gran peso la diosa Tanit, acompañada de
motivos florales y zoomorfos que cubren los grandes vasos
característicos de este estilo, conocido como
Elche-Archena.
Hacia el norte, en el límite
entre territorios bastetanos, contestanos y edetanos se
sitúan otros asentamientos importantes, como el Castellar
de Meca o La Bastida de Moixent. En el primero, alzado
sobre un gran promontorio calizo, se asentó una población
que elaboró un complejo sistema de vías de acceso,
horadando la roca y permitiendo la subida de los carros
hasta la cima. Las carriladas excavadas por las ruedas en
el suelo y los orificios laterales para fijar las trancas
que impidieran el retroceso de los carros son una buena
muestra de ello. Por su parte, La Bastida es también un
centro situado en altura, con un perímetro amurallado al
que se añadían otros recintos exteriores de control. Las
casas se distribuían a lo largo de dos calles y las
comunicaciones se limitaban a pequeños callejones entre
las viviendas. Esta forma constructiva se acerca a lo que
vemos ya en territorio edetano, cuya organización global
es una de las que conocemos mejor gracias a los extensos
trabajos desarrollados en la llanura del Turia. Aquí la
capital, Edeta, se sitúa en el cerro de San Miguel, en
Lliria. Su posición en alto hacía innecesaria la presencia
de grandes lienzos de muralla, aunque ésta existió. Las
casas se agrupan en abigarradas manzanas cuyas calles se
ordenan en altura aprovechando las diferentes curvas de
nivel del promontorio.
Su dominio sobre la llanura circundante estaba bien
reforzado por la presencia de poblados como La Seña, o
fincas rurales como la del Castellet de Bernabé, que
permitían extender la explotación agrícola de las ricas
tierras del Turia. Se ha llegado a proponer incluso la
presencia de parcelaciones para el aprovechamiento rústico,
y de rudimentarias canalizaciones que absorberían los
cauces permitiendo una eficaz agricultura de secano. Toda
esta riqueza debía ser protegida de las amenazas
exteriores, procedentes en su mayor parte de las
poblaciones de la Sierra Calderona, un área mucho más
pobre. Con este fin se creó una red de atalayas que
permitían tanto el control interior como el exterior. Su
localización establece unas conexiones de intervisibilidad
que aseguran la posibilidad de aviso y la transmisión de
mensajes entre ellas y los diversos centros, incluida
Edeta.
Las conexiones marítimas de este territorio se realizaban
a través de Sagunto -la antigua Arse-, una
población autónoma que contaba con un puerto y un gran
asentamiento amurallado. Al contrario que otras ciudades
que eran gobernadas por reyes o jefes, en Sagunto el poder
decisorio estaba en manos de un senado de ancianos.
Existía además en este núcleo un gran templo que
seguramente tuvo que ver, entre otras cosas, con las
funciones comerciales de este lugar. La complementariedad
entre Arse y Edeta se aprecia en el hecho de
que en el conflicto hispano-cartaginés ambas tomaran
partido anti-bárquida, lo que dio como resultado la
destrucción por parte de Aníbal de la primera y la toma de
la familia real como rehén en la segunda. Todo ello
condujo, como es sabido, al desencadenamiento de la
Segunda Guerra Púnica entre Roma y Cartago.
Al norte del Ebro nos encontramos con un mundo diverso,
tanto en la realidad de sus asentamientos como en las
raíces de sus tradiciones. En la Cataluña interior el
influjo de los Campos de Urnas del Bronce Final es muy
fuerte (Véase
Campos de Urnas, Cultura de los),
y ya desde finales del II milenio a.C. se puede hablar de
un cierto urbanismo que incorpora casas de planta
rectangular formando pequeños poblados cerrados, cuyo
perímetro lo forman las traseras de las casas, abiertas
por delante a una calle central. Su emplazamiento busca
puntos de control sobre tierras de máximo aprovechamiento
agrícola. Sobre este sustrato se produce el influjo de la
presencia fenicia especialmente a partir del s. VII a. C.,
y los cambios provocados desembocan en el nacimiento de la
cultura ilergeta. Los antiguos asentamientos continuaron,
pero se aprecia una tendencia a la explotación intensiva
de los cereales, probablemente para generar un excedente
con fines comerciales. Las rutas de estos productos hacia
la principal vía de salida de los mismos, el Ebro, se
vieron reforzadas por plazas fuertes como la de Els Vilars
de Arbeca, de impresionantes fortificaciones y defensa
exterior mediante fosos y frisos de piedras hincadas.
Hacia la Cataluña central y costera la situación es
diferente, ya que la población mantiene largo tiempo el
hábitat no consolidado, formando agrupaciones de cabañas
que llegan hasta fines del s. VII a.C., momento en el que
empiezan a generalizarse los asentamientos de viviendas
rectangulares con basamento de piedra. Éstos presentan
distintos tipos, aunque en general no son demasiado
grandes. Así, encontramos algunos poblados en altura,
defendidos mediante murallas o simplemente por su posición
en lugares de difícil acceso y carácter cerrado. En el
área del Llobregat se ha advertido un escalonamiento del
hábitat que iría desde los centros principales,
consistentes en oppida o poblados amurallados entre
2 y 5 ha, a emplazamientos más pequeños de carácter
agrícola dependientes de aquéllos y ocupados únicamente
por unas pocas familias. El sistema se completa con el
control ejercido por las pequeñas torres en altura, de
gran visibilidad, que dominaban la mayor parte del
territorio definido por los cauces fluviales. El área
litoral presenta también una marcada variedad, con
asentamientos relativamente pequeños y bien defendidos en
lugares estratégicos como el de Alorda Park de Calafell, o
bien otros más grandes como el de Burriac, en torno a las
10 ha.
La proximidad de la colonia griega de Emporion (Ampurias)
se aprecia en otros lugares como el Puig de Sant Andreu de
Ullastret (Girona), un gran asentamiento defendido por una
impresionante muralla, en cuyo interior se aprecia un
urbanismo y la presencia de pequeños templos y de áreas
públicas. Los cambios respecto a la primitiva población,
situada en la vecina Illa d´en Reixach, y consistente en
un poblado de cabañas, es manifiesta. En esa localidad se
mantuvieron los primeros contactos con los comerciantes
fenicios y griegos, que dieron lugar al nacimiento del
oppidum avanzado el s. VI a.C, si bien no fue hasta el
siglo siguiente cuando se advirtió un aumento demográfico
y una complejidad mayor en el hábitat. La presencia en
casi todas las viviendas a partir de fines del s. V a.C.
de conjuntos de cerámicas atenienses conseguidas a través
de Emporion evidencia los contactos estrechos con
las redes comerciales, y la absorción de ciertas
costumbres introducidas por el fenómeno colonial.
Como es lógico, el elemento
que sustentó básicamente a la sociedad ibérica fue la
agricultura, que se convirtió incluso en un recurso de
comercio con otras áreas del Mediterráneo. En el área
del noreste peninsular se han llevado a cabo estudios
que evalúan adecuadamente el peso que tuvo la
agricultura cerealista en estas relaciones comerciales.
Los trabajos realizados por E. Pons en los extensos
campos de silos de Mas Castellar de Pontós (Girona), y
los análisis desarrollados por Gracia sobre los modelos
económicos generales permiten comprender que la
intensificación económica se decantó en esta zona
precisamente por el cultivo del cereal. Las bases sobre
las que se asienta esta afirmación son, por una parte,
las necesidades de grano que se plantean en las grandes
ciudades, como Atenas, emplazadas en territorios
claramente deficitarios y por tanto necesitados de
asegurar una importación masiva de estas materias primas.
La población de esta ciudad a comienzos del s. IV a.C.
se calcula en unas 200.000 personas, y, teniendo en
cuenta las escasas posibilidades de la producción propia,
las exigencias de grano procedente del exterior debieron
ser muy amplias. El principal suministrador fue, sin
duda, Sicilia, a través del puerto de Siracusa, pero
resultaba necesario diversificar los proveedores para
minimizar riesgos de malas cosechas, pirateo marítimo o
ruptura de relaciones políticas.
Todo ello lleva a la configuración de grandes áreas del
mundo ibérico, en especial estas del Noreste, como zonas
de explotación extensiva de cereales. No se entiende de
otra manera la enorme cantidad de silos de almacenaje
que se practicaron en áreas como el valle del Aude (Sureste
francés) o la llanura del Ampurdán, en Girona. Estas
estructuras de almacenaje consistirían en pozos
excavados en el suelo, cuyas paredes eran regularizadas
y revestidas con barro, que se rellenaban luego con el
grano. Una vez sellado el silo con capas de barro y paja,
el cereal se mantenía en buenas condiciones largo tiempo
debido a la fermentación de las capas exteriores, lo que
absorbía todo el oxígeno y dejaba el fruto interior en
estado latente, situación que podía prolongarse incluso
varios años sin alterar su calidad.
Éste era el sistema de almacenaje propio de las
estructuras domésticas, de los asentamientos como
conjunto, y de los depósitos destinados a la exportación.
Los primeros, con una capacidad entre 300 y 1.000 litros,
se sitúan junto a las casas, mientras que los segundos
ocupan zonas dentro del poblado o en áreas inmediatas
bajo su control; su capacidad ascendía a 1.000/3.000
litros. Finalmente, aquellos que iban destinados a su
comercialización sobrepasaban los 3.000 litros, se
emplazaban en las llanuras más fértiles, y siempre cerca
o a lo largo de las principales vías de comunicación.
También existieron almacenes construidos dentro del
perímetro de los poblados, elevados sobre pilares para
evitar la humedad del suelo, como sucede en la Moleta
del Remei (Tarragona).
Otros productos agrícolas jugaron también un papel
destacado en la economía ibérica. El vino fue uno de los
elementos más valorados como producto de importación.
Procedente del Mediterráneo oriental, llegaba en ánforas
cuya tipología nos informa sobre el lugar de envasado.
Aunque el cultivo de la vid era conocido con
anterioridad en la Península, los contactos con fenicios
y griegos consolidaron una nueva cultura del vino, se
refinó el producto y se introdujo su consumo entre los
niveles más aristocráticos de la sociedad. Al menos
desde el s. VI a.C. se observa la acumulación de envases
vinarios en los asentamientos principales, incluso en
los más alejados de la costa, como el de La Quéjola, en
Albacete. En este pequeño asentamiento las excavaciones
de Blánquez han sacado a la luz casi un centenar de
ánforas de fabricación local que siguen los tipos
antiguos de las factorías fenicias, y que debieron
servir para almacenar vino para el consumo local y para
su distribución por el territorio circundante.
De gran interés en este sentido es el yacimiento del
Alto de Benimaquía en Denia, situado sobre un alto cerro
cuyas vertientes más accesibles se hallaban fortificadas.
Los hallazgos realizados aquí por Gómez Bellard no dejan
lugar a dudas sobre su función como centro productor de
vino, ya que algunos de los departamentos excavados
muestran un conjunto de balsas enlucidas asociadas a un
gran número de pepitas de uva -más de 7.000 en el Dpto.
nº 2- y a restos de ánforas vinarias. Éstas pueden ser
importadas, respondiendo a producciones fenicias, o
locales, que sin embargo copian la morfología de las
primeras; se pueden fechar a fines del s. VII y s. VI
a.C. Esto permite ratificar que el uso del vino por
parte de las poblaciones ibéricas estaba ya muy
extendido cuando la zona oriental de la Península entró
en la órbita comercial griega a través de Massalia
y Emporion.
Otro de los productos cuya explotación va acrecentándose
a lo largo del periodo ibérico es el aceite. La forma
silvestre del olivo, el acebuche, se desarrolla de forma
autóctona en la Península, pero seguramente el empleo
sistemático de la aceituna no se produce hasta bien
entrada la época ibérica, y de forma masiva con la
presencia romana. Los análisis de polen realizados en el
yacimiento de Los Castellones de Céal (Jaén) muestran
cómo el olivo aumenta progresivamente en las fases
finales de la ocupación, ya en momentos del s. III/II
a.C. Corroboran estos datos los hallazgos de prensas de
aceite que no dejan lugar a dudas sobre el procesado
local de las olivas. Como sucedió con el vino, la
producción local se debió complementar en un principio
con importaciones, si bien en época romana el aceite
andaluz era el máximo proveedor de Roma, como lo
demuestran las ingentes cantidades de ánforas béticas
amontonadas en el Monte Testaccio.
El trabajo agrícola no hubiera podido sufrir este
proceso de diversificación e intensificación sin la
incorporación del hierro a los utensilios de labranza.
Los hallazgos del Cerro de Cazalilla en Jaén nos
demuestran que ya existía instrumental de este tipo en
el s. VI a.C., pero su generalización se produce a fines
del s.V y en los inicios del s. IV a.C.. Se hallan
variados y especializados objetos en muchos poblados,
como La Bastida de Moixent (Valencia). Gran parte de
estas piezas se relacionan precisamente con el trabajo
del cereal, la vid y el olivar, y su morfología es
similar en muchos casos al instrumental que ha seguido
en uso en el entorno rural hasta fechas recientes.
El ganado fue otro de los recursos más extendidos por la
geografía ibérica; se observan diferencias en función
del tipo de terreno y de la configuración del paisaje.
En una parte del territorio andaluz citan las fuentes la
existencia de numerosos rebaños de toros y vacas, cuya
importancia es tal que cuando se crea la leyenda de los
Doce Trabajos de Hércules, se sitúa precisamente en la
Península el relativo al robo de los bueyes de Gerión.
La iconografía ibérica nos ratifica además la
importancia de estos animales, tanto en el aspecto
económico como en el religioso. Los bóvidos aparecen
formando parte de los exvotos ofrecidos a la divinidad
en los santuarios, y en ocasiones aparecen en yuntas, lo
que indica su empleo como animales de tracción. También
fueron probablemente objeto del más preciado y costoso
sacrificio en las funciones religiosas, y así podrían
interpretarse las magníficas figuras de novillos que
formaban parte del espectacular conjunto de Porcuna (Jaén).
Finalmente, el toro se asoció a los dioses como símbolo
de la fuerza y la fecundidad, y sus representaciones
adornan a menudo las sepulturas de los personajes más
relevantes de la sociedad ibérica.
Los caballos añadieron igualmente una gran importancia
social y religiosa a su valor económico. Aunque los
iberos guerreaban a pie, el nivel aristocrático se
diferenciaba, entre otras cosas, por la posesión de un
caballo. Estos animales se convertían así en símbolos de
posición social, y las representaciones del jinete son
también indicio de la relevancia del personaje enterrado
en una tumba. Aparte de su carácter de distintivo
social, el caballo fue un soporte económico importante,
asociado, junto con los asnos, a la tracción y al
transporte de personas y mercancías. En el santuario de
El Cigarralejo (Mula, Murcia), las excavaciones de
Cuadrado sacaron a la luz un depósito de ofrendas
protagonizado por numerosas figuras equinas, cuya
protección se solicitaba a la divinidad.
Sin embargo, en la mayor parte del mundo ibérico la
economía ganadera era fundamentalmente pastoril; eran
las cabras y las ovejas los principales animales
domésticos. Los asentamientos han sido pródigos en
restos de este tipo, que no sólo servían para el consumo,
sino para el aprovechamiento de muchos de sus
componentes, como la lana. La abundancia de telares en
las viviendas ibéricas, evidenciada por los numerosos
pondera o pesas de telar que se acumulan en ciertas
habitaciones, muestra que el tejido de lana era el
habitualmente empleado para mantos y ropas corporales,
así como para el ajuar doméstico, mantas para montar a
caballo, etc. A estos ganados se unían los cerdos, que
seguramente vivirían parte del año en una libertad
controlada aprovechando los recursos de encinares y
montes próximos a los poblados. Los perros se usaron
como defensores de los ganados y como ayuda en la caza,
y así lo revelan los relieves de Porcuna (Jaén), en los
que un cazador sujeta a un cánido de grandes dimensiones,
con cuya ayuda ha conseguido obtener una liebre que
porta en la otra mano. Los restos de huesos y las
cáscaras de huevo de gallina que fueron arrojadas en
ocasiones como ofrenda en ciertas sepulturas indican que
estas aves de corral también debieron ser explotadas.
La caza y la pesca fueron
un complemento imprescindible del consumo, máxime cuando
muchos de los asentamientos se sitúan en zonas de sierra
o próximas a terrenos de monte bajo o bosque. Venados y
jabalíes están bien constatados entre la caza mayor,
mientras que liebres, conejos y perdices han dejado su
huella entre los restos faunísticos encontrados en los
poblados o en las representaciones iconográficas. El
aprovechamiento del pescado es más difícil de detectar a
causa de la fragilidad de sus restos, pero las
excavaciones del Castillo de Doña Blanca en Cádiz y las
de otras factorías del sur peninsular ponen de
manifiesto el alcance de la pesca marítima, así como la
capacidad para conservar este recurso mediante el
sistema de la salazón. Muchos asentamientos del interior
dispondrían así del pescado en conserva, que
complementarían con los recursos fluviales, cuyo
aprovechamiento parece comprobarse por las numerosas
pesas de red que se han recuperado en ciertos poblados.
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Fundación Educativa
Héctor A. García |