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Literatura de Puerto Rico II
Los acontecimientos que en 1898
se produjeron en la isla influyeron de manera decisiva en el devenir de la
literatura puertorriqueña. El final de la soberanía española, que entregó la
isla como botín de guerra a los Estados Unidos, dio paso a un período de
acercamiento a éstos que aún no ha concluido, y que ha dividido a la opinión
pública puertorriqueña entre los partidarios de pertenecer a los Estados Unidos
como un estado más y los que promulgan la filiación hispánica, aspecto éste que
ha sido defendido por muchos hombres de letras.
Con ello, la estética
modernista que impulsara Rubén Darío no coincidió cronológicamente en Puerto
Rico con el resto de las naciones del entorno hispanoamericano, a pesar del
acercamiento del literato nicaragüense a la isla, especialmente en la figura de
Fernández Juncos, con quien mantuvo una relación de amistad. No obstante, poetas
como José de Diego, Manuel Zeno Gandía, Jesús María Lago y Luis Lloréns Torres
fueron, en mayor o menor medida, acercándose a la estética modernista a la
espera de la llegada de las figuras señeras de este movimiento estético a San
Juan. Además, tal y como ocurriera con los movimientos anteriores, el Modernismo
obtuvo gran repercusión en los ambientes literarios gracias a las publicaciones
que difundieron el movimiento en su época, entre ellas Puerto Rico Ilustrado
y La Revista de las Antillas. Se considera al período que va desde 1913
hasta 1918 como el más fecundo del movimiento en la isla, así como el punto de
culminación en 1916, coincidiendo con la fecha del fallecimiento de Darío.
Sin embargo, el Modernismo
puertorriqueño se alejó de la superficialidad y el exotismo propios del
movimiento para acercarse al criollismo, fruto del momento de crisis de
identidad nacional que atravesaba la isla, aunque sin perder de vista el
universalismo, ya que dicha identidad no se encontraba reñida con el hecho de
mantener la vista puesta en las inquietudes culturales del resto del mundo.
Luis Llorens Torres
(1878-1944) está considerado como una de las figuras cumbres de la literatura de
Puerto Rico y el verdadero iniciador del Modernismo en la isla. Educado en
España, a su regreso a Puerto Rico dejó claro con su poemario Al pie de la
Alhambra (1899) su alejamiento del siglo XIX poético y su interés por
iniciar nuevas formas de entender la poesía que se cristalizarían en dos nuevas
teorías poéticas que a él se deben, el Pancalismo y el Panedismo. Él mismo se
consideraba alejado del movimiento modernista, del que tan sólo había tomado el
espíritu de renovación. Así, su Pancalismo (del griego pan ?todo? y
kalos ?belleza?) expresa la idea de que la belleza del ser se confunde con
su existencia, la belleza está en todo y es todo porque nace de la raíz del
propio ser, y debe ser mostrada por el poeta para que la vean aquellos que no
quieren o no la pueden ver. No obstante, el poeta produjo obras que sí se hallan
dentro de la estética modernista, como pueda ser el caso de Sonetos
sinfónicos. Su acercamiento a los temas de inspiración criollista le hizo
tener un gran éxito de público a todos los niveles, e incluso es señalado como
uno de los iniciadores de este tipo de poesía en América; dicho criollismo se
basa en un ideal de independencia cultural de la isla, independencia que, como
es lógico pensar, debía pasar por una independencia política. Su producción va
desde los poemas cultos hasta aquellos que han expresado como pocos la esencia
puertorriqueña, como es el caso de la décima jíbara.
El Modernismo dejó otros
nombres de poetas que, sin alcanzar el brillo de Lloréns Torres, contribuyeron a
mejorar el panorama poético de Puerto Rico y a hacerlo más universal. Entre
ellos deben destacarse varios nombres. El primero de ellos, al menos por orden
cronológico, es Jesús María Lago (1873-1927), poeta, pintor y músico y uno de
los precursores del movimiento modernista en la isla; sus temas, propios del
Modernismo cosmopolita y preciosista, están recogidos en el tardío Cofre de
sándalo (1927), coincidente en el Le coffre de santal del francés
Charles Cros. Por su parte, José de Jesús
Estévez (1881-1918), de actitud romántica en un primer momento, dio a la
imprenta su Rosal de amor (1917), donde apunta formalmente al Modernismo
tratando el erotismo desde una perspectiva subjetiva y melancólica. Antonio
Pérez Pierret (1885-1937), uno de los poetas más importantes de este período,
realizó una poesía de gran subjetivismo y sonoridad y de un tono duro, no exento
de sensualidad y toques pintorescos, donde defendió la hispanidad en el único
tomo que publicó, Bronces (1914). Antonio Nicolás Blanco (1887-1945) fue
el más rubendarista de los poetas del Modernismo; de gran sencillez expresiva,
dejó los siguientes libros: El jardín de Pierrot (1914), Y muy
sencillo (1919) y Alas perdidas (1928). José P. H. Hernández
(1892-1922) está considerado como uno de los líricos más puros de las letras
puertorriqueñas; gran dominador de la métrica y autor fecundo, sus temas
fundamentales fueron el amor, la naturaleza y la muerte.
Al margen de ellos cabe
destacar a otros nombres como Enrique Zorrilla, Gustavo Fort, Rafael Martínez
Álvarez, Vicente Rodríguez Rivera, José Yumet Méndez, Manuel Osvaldo García,
Rafael H. Monagas, Joaquín Monteagudo, Arturo Gómez Costa, Francisco Negroni
Mattei, Evaristo Ribera Chevremont, Rafael W. Camejo, Luis Palés Matos, José I.
de Diego Padró y José J. Ribera Chevremont, así como otros que cultivaron el
Modernismo en época algo más tardía, como Trinidad Padilla de Sanz, Ferdinand R.
Cestero, P. Juan Rivera Viera, José Enamorado Cuesta, Enrique Ramírez Brau,
Carlos N. Carreras, Ángel Muñoz Igartúa y, sobre todos ellos, Virgilio Dávila
(1869-1943), una ingente nómina que no deja lugar a dudas de la impronta que la
estética modernista dejó en las letras puertorriqueñas y que define un período
fecundo en la poesía que no se repetirá hasta la futura generación de los
treinta.
Aunque en menor medida que la
poesía, la prosa también gozó de gran predicamento durante el período modernista,
especialmente con el ensayo.
Dentro de esta disciplina
literaria, el poeta ya citado Luis Llorens Torres publicó numerosos artículos
sobre el Boriquén, con el sobrenombre de Luis de Puertorrico, en la
Revista de las antillas y con diferente temática en otras publicaciones,
artículos donde emplea una prosa concisa aunque reflexiva. Por su parte, Nemesio
R. Canales (1878-1923), compañero en la abogacía del anterior, realizó artículos
de fuerte carácter crítico que luego recopilaría en 1913 en el libro Paliques.
Miguel Guerra Mondragón (1880-1947), también compañero de los dos anteriores,
ejerció activamente el periodismo y la crítica literaria, y fue el autor del
notable ensayo valorativo sobre el poeta Pérez Pierret que sirvió de prólogo
para su Bronces (1914); éste y otros trabajos le granjearon fama, desde
su posición de crítico, de animador literario del país y defensor del Modernismo,
a pesar de no abandonar el gusto por lo romántico, como puede observarse en su
trabajo sobre Oscar Wilde. También era
abogado Rafael Ferrer (1884-1951), hijo del literato Gabriel Ferrer Hernández,
quien ha dejado una prosa de evocación, precisa y sencilla, en pequeños
fragmentos que fueron recopilados en el póstumo Lienzos (1965), escritos
con conciencia lingüística, tanto por el vocabulario utilizado como por su
expresión elegante. Otros ensayistas fueron Epifanio Fernández Vanga
(1880-1961), Jorge Adsuar (1883-1926), Manuel A. Martínez Dávila (1883-1934),
Antonio Martínez Álvarez (¿-1884) y Luis Villalonga (1891-1967).
El casi exclusivo empleo del
ensayo en la prosa modernista ha dejado prácticamente desierta la nómina de
cuentistas y novelistas. Dentro de los primeros cabe destacar la figura de
Alfredo Collado Martell (1900-1930), quien, aunque también cultivó el ensayo, es
en el cuento de inspiración rubendariana donde mejor expone su arte.
Aparte de los ejemplos citados,
la prosa modernista tiene en Puerto Rico una figura cimera en el nombre de
Miguel Meléndez Muñoz (1884-1966). A pesar de estar encuadrado dentro del
realismo criollista, sus narraciones y ensayos se enmarcan, por su fondo y por
su forma, dentro de la corriente modernista. Sus obras más destacadas son
Retazos (1905), Cuentos del Cedro y la novela Yuyo (1913) y
otros relatos como Retablo puertorriqueño (1941) y Cuentos y estampas
(1958). Como ensayista, realizó una fecunda obra prosística que se recogió en
diversos libros, entre ellos el citado Retazos.
El teatro no es un género
relevante en este período, salvo la obra del propio Luis Lloréns Torres, más
modernista en sus ideas de concienciación patriótica que en la forma, así como
las escasas obras de Rafael Martínez Álvarez (1882-1959) y el citado Nemesio R.
Canales. Lo que sí es digno de mención, quizá por ese espíritu de afirmación
criollista, es la obra erudita de investigación y recopilación llevada a cabo en
esta época como búsqueda del patrimonio cultural del país. En este aspecto debe
mencionarse la obra Diccionario de provincialismos de Puerto Rico y el
Diccionario de americanismos (1925) de Augusto Malaret (1878-1967), sin
olvidar otras de diversos autores que rastrearon en el folklore e historia de la
isla.
La vida cultural de
Europa y del resto de América era un hervidero de nuevos conceptos y valores
literarios. La época de los ?ismos? florecía alrededor de la isla, desde el
cubismo de Apollinaire, el futurismo de Marinetti,
el dadaísmo de Tzara, el cubismo, el ultraísmo y,
mucho más cerca, el creacionismo de Huidobro.
Un numeroso grupo de jóvenes poetas puertorriqueños, cansados ya de la
decadencia modernista que continuaba imperando en la isla hasta 1918, comenzaron
a dar rienda suelta a su imaginación creadora que, desde el inconformismo, forjó
una serie de movimientos prácticamente inscritos en la experiencia personal de
sus autores; juntos crearon un corpus de obras que marcaron una corta época en
la que las vanguardias se apoderaron del ambiente cultural isleño.
A la luz de estas
premisas, la nómina de los ?ismos? puertorriqueños aportó su propio e importante
grano de arena al resto de las propuestas estéticas. Así nació el Diepalismo,
término que define la poesía de José I. de Diego Padró (1896-1974) y Luis Palés
Matos (1898-1959), cuyo nombre proviene de
los apellidos paternos de ambos poetas (die-pal-ismo), y cuya propuesta
se basa en que, partiendo de la onomatopeya, se debe suplantar lo lógico por lo
fonético para no debilitar con una simple descripción la verdad y la pureza de
aquello sobre lo que se está componiendo. En 1921 publicaron en El imparcial
el poema ?Orquestación diepálica? con el que comenzaron el movimiento al que se
uniría más tarde Emilio R. Delgado (1904-1967).
Por su parte, Vicente Palés
Matos (1903-1963) y Tomás L. Bautista (¿-1929) publicaron en El Imparcial
sendos manifiestos que, dirigidos a los jóvenes poetas de América, explicaban su
intención de instaurar la nueva lírica del Euforismo que, tras el dictado de
Marinetti, condenara la gramática, la retórica y la métrica tradicional y
exaltara aquello que en un principio no debería caber en la poesía, como pueda
ser una máquina, una llave, una sierra...; en definitiva, aquello que el mundo
moderno comenzaba a introducir en la vida cotidiana de aquellos años, junto con
los colores, lo intangible, como la miseria o el dolor, etc. Esta estética puede
apreciarse en el poema ?Canto al tornillo? de Palés Matos.
Hacia 1924 apareció en
San Juan una publicación mensual llamada Los seis por el número de sus
fundadores, a saber: Antonio Coll Vidal (¿-1898), Luis Palés Matos, José I. de
Diego Padró, Bolívar Pagán (1897-1961), José Enrique Gelpí (¿-1899) y Juan José
Llovet (1895-?). En ella manifestaron éstos su inconformismo por la situación
social y cultural que vivía el país y promulgaron la necesidad de una renovación.
En este ambiente, Evaristo Ribera Chevremont
(1896-1976), en sus comienzos imbuido del espíritu modernista y que había
viajado a España, regresó a Puerto Rico y se unió al grupo de Los Seis en
su denuncia por la situación de estancamiento existente, para lo cual propuso
nuevos métodos que incluían el versolibrismo y el sustituir el verso métrico por
el verso rítmico. Los aires de renovación chocaban de manera directa con toda la
iconografía modernista, y de ahí la famosa sentencia ?matemos al cisne y al
ruiseñor?, símbolos de los poetas modernos. Entre los libros más importantes de
Ribera se hallan El templo de los alabastros (1919) y El hondero lanzó
la piedra (1975), si bien su producción fue evolucionando en el tiempo hacia
una poesía eminentemente humana e intimista.
Otros movimientos se
adscribieron a esta corriente. Dentro de ellos conviene destacar un numeroso
grupo de jóvenes autores que hacia 1925 fundaron ?una hermandad de mutua
compenetración? y proclamaron que la incredulidad, la duda y la negación eran
los puntos de partida de su filosofía, así como su oposición al sistema social
vigente en el Puerto Rico de aquellos años. A este movimiento lo denominaron
Noísmo o Grupo No, y su nómina fue numerosa, principalmente integrada por
universitarios de Río Piedras.
Por su parte, el Atalayismo,
fundado por Graciany Miranda Archila, Clemente Soto Vélez, Alfredo Margenat y
Fernando González Alberty, y al que también se llamó ?El hospital de los
sensitivos?, nombre con el que firmaban colectivamente en un principio, basaba
principalmente su teoría en la parodia, hasta el punto de que utilizaban
indumentarias estrafalarias en público para llamar la atención. Este grupo,
llamado más tarde ?La atalaya de los dioses?, fue poco a poco haciéndose más
numeroso hasta que fue el más fecundo, además del más polémico. Más que un
programa de renovación estética, el grupo supuso un impulso de camaradería
intelectual que, al igual que otros movimientos puertorriqueños de vanguardia,
pretendía acabar con la expresión lírica tradicional de la isla y cambiar no
sólo su forma, sino también su temática, acercándola a una expresión netamente
sensorial; en definitiva, un espíritu anárquico que logró al menos infundir
respeto en el ambiente literario de la época e incluso alcanzar notable
repercusión pública, lo que se ha considerado por algunos críticos como el
detonante del futuro movimiento del treinta.
Por último, cabe destacar la
labor de la revista Índice, fundada en 1929, que fomentó una actitud
renovadora y revisionista, y promulgó una estética que superara la rubendarista.
Aunque en un principio pretendió mantenerse al margen de los ?ismos?, supo
acoger a algunos de los poetas del Atalayismo, fiel a su espíritu renovador. Su
papel orientador y de revisionismo cultural cumplió con creces la
intencionalidad de la revista desde su fundación hasta su desaparición en 1931.
El siglo XX había
comenzado en Puerto Rico con dos décadas en las que la literatura había
alcanzado un protagonismo importante, si bien es a partir de la década de los
treinta cuando se puede hablar de un auténtico renacimiento, en particular en lo
que se refiere a la poesía y al ensayo. Para este renacer no sólo tuvo
importancia la labor creativa de los nuevos autores, sino que también se basó en
una intensa labor de investigación en todas las disciplinas del arte y la
historia puertorriqueñas, y dentro de ella la investigación de la esencia de lo
jíbaro en contraste con un universalismo que ya se había manifestado en décadas
anteriores. La isla, siempre atenta a los movimientos literarios y artísticos
que tenían lugar en España, no pasó por alto dos auténticos acontecimientos que
traspasaron las fronteras peninsulares, y que no fueron otros que las
generaciones del
98 y del
27. A esto debe añadirse que este
crítico período de la historia mundial fue también convulso para Puerto Rico, un
país inmerso en profundas crisis sociales fruto de las desigualdades y del
hambre que afectaban a gran parte de la población. Por otro lado, los treinta es
una década donde puede empezar a hablarse de la existencia de los primeros
intelectuales puertorriqueños. En este aspecto, cabe destacar la labor que se
desarrolló desde la Universidad de Río Piedras con la creación del Departamento
de Estudios Hispánicos, así como el también importante concurso de las revistas
Prontuario histórico de Puerto Rico (1935) y el Ateneo Puertorriqueño
(1935-1940). Algo más tarde, hacia 1935, se dio un paso definitivo en este
aspecto, esta vez con el apoyo institucional, al fundarse el Instituto de
Literatura Puertorriqueña y la Biblioteca de Autores Puertorriqueños. No debe,
por último, dejarse de destacar la labor erudita de Antonio S. Pedreira
(1899-1939), quien se erigió, a través de su importante labor como ensayista,
como la figura principal de la intelectualidad de la generación de los treinta y
el verdadero motor de dicho grupo, gracias sobre todo a su ansia por unir los
cabos sueltos de la personalidad colectiva de Puerto Rico; a él se debe, entre
otras cosas, su Bibliografía Puertorriqueña (1493-1930).
Desde Río Piedras, y a partir
de la labor del propio Pedreira, surgió un importante número de ensayistas que
versaron sus escritos en la búsqueda de la identidad cultural de la isla. La
nómina, repleta de nombres, tiene como autores destacados a Concha Meléndez
(1895), cuya obra estudia fundamentalmente la literatura hispanoamericana;
Margot Arce de Vázquez (1904) cuyos estudios se han centrado fundamentalmente en
la figura de Garcilaso de la Vega; Rubén de Rosario (1907), quien contribuyó a
la instauración de una escuela filológica y lingüística en la isla; y José A.
Balseiro (1900), apadrinado por Menéndez Pidal, que hizo importantes estudios
sobre la obra de autores españoles así como de escritores puertorriqueños, como
es el caso de Gautier Benítez, Hostos o José Antonio Dávila. Otros nombres, la
mayoría adscritos al departamento de Estudios Hispánicos de Río Piedras, son
Cesáreo Rosa-Nieves (1901-1974), Francisco Manrique Cabrera (1908-1978), Enrique
A. Laguerre (1906), José Ferrer Canales (1913), María Teresa Babín, José A.
Franquiz (1900-1975), Domingo Marrero Navarro (1909-1960, considerado por muchos
un clásico del ensayismo puertorriqueño), la escritora Ana María O´Neill
(1894-1932), Nilita Ventós Gastón (1908) y muchos otros.
Al margen del ensayo, durante
el período en el que se desarrolló la labor de los autores de esta generación se
produjo un desarrollo muy importante de investigación que reunió, catalogó y
valoró la esencia cultural criolla. Dentro del gran número de investigadores de
esta época, es importante destacar la labor de investigación de la lengua
criolla de Rubén del Rosario (1907), así como la labor editorial de Augusto
Malaret (1878-1967). La literatura puertorriqueña fue estudiada en profundidad
por Francisco Manrique Cabrera y Cesáreo Rosa-Nieves, quienes serán mencionados
más adelante por sus obras de creación literaria. Por su parte, el folklore fue
el tema de estudio de María Cadilla de Martínez (1886-1951); debe mencionarse,
también, la labor historiográfica de Lidio Cruz Monclava (1899) por su magnitud.
La poesía de la década de
los treinta en Puerto Rico recoge los valores posmodernistas que se venían
desarrollando en el entorno hispanoamericano, con una estética sencilla alejada
definitivamente de la ampulosidad del Modernismo, aunque basada también en la
libertad de formas y en la innovación que las vanguardias imprimieron en el
quehacer poético de la isla. A esto debe añadirse la influencia de la poesía de
raigambre popular de los españoles Alberti y Lorca,
no sólo en los temas, con una intensa afirmación criollista, sino también en la
recuperación de versos y estrofas ya en desuso y propias de la tradición popular
(como el octosílabo, la copla o el romance). Por último, el lenguaje poético que
desde España venían predicando los jóvenes líricos de la Generación del 27 (entre
ellos Dámaso Alonso, Gerardo Diego,
Cernuda y Altolaguirre),
el cual recuperaba la obra de Góngora, revalorizada al cumplirse el tercer
centenario de su muerte, fue también decisivo en el panorama poético de este
período insular.
Luis Palés Matos, tras su
aventura diepalista, encontró una nueva fuente de inspiración en las costumbres
tradiciones y psicología del negro y del mulato, para lo cual rescató sus
propias vivencias de los años de infancia en la Guayana y las plasmó con
maestría plástica en sus poemas, utilizando recursos muy variados, como la
onomatopeya, la aliteración y la anáfora. No obstante, la poesía de su último
período creativo fue mucho más intimista y menos plástica.
Por su parte, Evaristo Ribera Chevremont (1896-1976), considerado uno de los
poetas mayores de la lírica puertorriqueña, ha sido capaz de cantar tanto a lo
más ínfimo e insignificante como a lo más excelso de los sentimientos humanos,
desde el amor, el patriotismo, los temas metafísicos, la deidad o los problemas
sociales. Su prolífica producción, que se prolongó en el tiempo más de medio
siglo, constituye un caso único en las letras puertorriqueñas.
Son muchos los autores líricos
que han compartido, junto a los dos anteriores, el protagonismo de la década de
los treinta. Es especialmente destacable la participación femenina, la cual
enriqueció el panorama lírico isleño tanto en cantidad como en calidad. La
primera mención debe ser para José Antonio Dávila (1899-1941), quien, tras
diversos vaivenes en su producción, logró componer una poesía reflexiva y de
contenido sutil, en la cual afronta temas tan propios de la lírica como Dios, la
soledad o la duda existencial; en su libro Vendimia (1940) se halla una
selección de los poemas que escribiera entre 1917 y 1939. Juan Antonio Corretjer
(1908) es el poeta del paisaje puertorriqueño y de las raíces del ser criollo;
entre sus libros se pueden mencionar Ulises (1933), Amor de Puerto
Rico (1937), Cántico de guerra (1937), Distancias (1957) o
Yerba bruja (1957). Por su parte, Samuel Lugo (1905) evoca la naturaleza
isleña y la vida campesina con un tono de sincera nostalgia; publicó su
Antología poética en 1971. Francisco Manrique Cabrera (1908-1978), tras la
publicación de su Poemas de mi tierra tierra (1936) presenta a un criollo
estilizado con un lenguaje poético ágil y con una gran fuerza en sus imágenes.
En la nómina masculina hay que destacar, por último, a Manuel Joglar Cacho
(1898), con una original manera de entender la poesía, lo que no le impide
utilizar estrofas tan tradicionales como el soneto o versificar en heptasílabos
y endecasílabos.
En la década de los treinta
continuaron también su labor poética autores que habían participado en los
movimientos vanguardistas. Entre ellos cabe destacar al ya mencionado José I. De
Diego Padró, Emilio R. Delgado, el propio Palés Matos, el ensayista Cesáreo
Rosa-Nieves, Vicente Géigel Polanco (1904-1976), Joaquín López López, Graciany
Miranda Archilla (1910), Clemente Soto Vélez (1905) y Luis Hernando Aquino
(1907).
Por su parte, la poesía
femenina, como se ha mencionado más arriba, alcanza un extraordinario desarrollo.
La primera poetisa importante de este período es la hermana de Lloréns Torres,
Soledad (1880-1968), quien comenzó su producción enmarcada en el ambiente de
renovación vanguardista para luego participar en el neorromanticismo y
neocriollismo de la época con su Antares mío (publicado tardíamente en
1946), desde una perspectiva original, muy personal. Carmen Alicia Cadilla
(1908) es autora de una amplísima obra en la que se incluye la prosa poética; su
verso, breve y de gran belleza, hace gala de una gran intimidad y reflexión
vital. Mercedes Negrón Muñoz (1895-1974), más conocida por su seudónimo Clara
Lair, centra su poesía en los temas del amor, la vida y la muerte; sus
creaciones utilizan un léxico corriente y sencillo y estrofas tradicionales,
como el soneto y las cuartetas, aunque no duda en usar el simple pareado. Por
último, cabe destacar a Julia de Burgos (1914-1953), quien, desde un primer
atalayismo, crea un particular universo poético alejado de escuelas y
encasillamientos; es famoso su poema ?Río Grande de Loíza?. Otras poetisas de
este período son Carmelina Vizcarrondo (1906), Amelia Ceide (1908), Carmen
Marrero (1907), Magda López (1900), Olga Ramírez de Arellano de Nolla (1911),
Nimia Vicéns (1914) y Amelia Agostini del Río (1896).
La narrativa participa de ese
afán de recuperación del alma colectiva puertorriqueña, situándola dentro de la
esencia universal de toda la humanidad, es decir, procura encontrar su lugar en
el mundo desde la propia esencia del ser criollo, desde la propia realidad
insular, y más concretamente desde la vida en el ámbito rural. En cuanto al
género, es el cuento el más utilizado, lo que constituye un preludio del
importante período posterior, la Generación del cuarenta y cinco.
Fueron cuatro los
cultivadores principales del cuento en la década de los treinta. El primero de
ellos, Emilio S. Belaval (1903-1972), mezcla la profundidad de los temas con la
jocosidad y la ironía, con un lenguaje culto y barroco; su principal obra es
Cuentos de la Plaza Fuerte (1963). Otro será Enrique A. Laguerre (1906),
quien coloca a personajes de sus propias novelas en cuentos donde tienen mucha
importancia los recuerdos de la infancia. Por su parte, Tomás Blanco (1897-1975)
demuestra sus inquietudes por la cultura puertorriqueña con unos cuentos que
profundizan en la psicología de sus personajes. Por último, Antonio Oliver Frau
(1902-1945) está considerado como el mejor cultivador de la narración corta de
su época por su obra Cuentos y Leyendas del cafetal (1938), en la cual
describe el entorno montañés de los cafetales del occidente central de la isla.
Además de estos cuatro autores, deben destacarse otros nombres, tales como Tomás
de Jesús Castro (1902-1970), Carmelina Vizcarrondo (1906), Vicente Palós Matos
(1903-1963), Washington Lloréns (1900), Ernesto Juan Fonfrías (1909), Julio
Marrero Núñez (1910-1982), Anibal Díaz Montero
(1911), Néstor A. Rodríguez Escudero (1914), Amelia Agostini del Río (1896),
Gustavo Agrait (1904) y Juan Antonio Corretjer (1908).
La novela tiene como máximo
exponente en este período al ya mencionado Enrique A. Laguerre, quien sentó las
bases de la moderna novelística isleña. Con un esmerado cuidado de la forma y
gran sencillez expresiva, maneja con soltura el lenguaje para, sobre todo,
describir el paisaje de la isla. Sus obras más conocidas son, entre otras, La
llamarada (1935), Solar Montoya (1941) y Los dedos de la mano
(1951). A Laguerre hay que sumar otros autores que aparecieron con posterioridad;
entre ellos figuran Manuel Méndez Ballester (1909), que utilizó con preferencia
el relato histórico, y los ya citados Tomás Blanco, Evaristo Ribera Chevremont,
Luis Palés Matos, Luis Hernández Aquino y Cesáreo Rosa-Nieves.
El teatro de este período debe
mucho a Emilio S. Belaval (1903-1972), actor, autor y responsable del ensayo
El teatro como vínculo de expresión de nuestra cultura (1940), síntesis de
las ideas de renovación literaria y del espíritu de la nueva generación visto
por un autor que se hallaba inmerso en ella. Por otro lado, los esfuerzos que
desde el gobierno insular se estaban haciendo para reafirmar la cultura
puertorriqueña dieron como fruto, desde la Administración para la Rehabilitación
Económica, la creación del Centro de Estudios para Trabajadores, y dentro de
éste un teatro rodante que acercó el drama a muchos confines de la isla que no
tenían acceso a él, además de las transmisiones radiofónicas de teatro en
directo. Cabe también mencionar la labor de Leopoldo Santiago Lavandero como
director de representaciones de la Sociedad Dramática de Teatro Popular ?Areyto?,
de vital importancia en la difusión de la cultura y la literatura
puertorriqueñas de esta época. En definitiva, se produjo en la isla una
auténtica renovación teatral que marcó un antes y un después en la dramaturgia
puertorriqueña, la cual sufría un desinterés notable antes de la aparición de
esta generación.
De Belaval han quedado
numerosas obras que se cuentan entre las más importantes del teatro isleño, no
sólo por su calidad, sino por haber roto con unos modos escénicos ya caducos.
Entre ellas debe mencionarse La novela de una vida simple (1935), La
presa de los vencedores (1939), La muerte (1953), La vida
(1959) y El puerto y la mar (1965), etc.
Dentro de la nómina de
dramaturgos de los treinta deben mencionarse tres nombres. El primero de ellos
es Manuel Méndez Ballester (1909), prolífico autor que se ha acercado a la
mayoría de los géneros dramáticos durante sus largos años de producción, desde
el teatro ?serio?, con dramas como Tiempo Muerto (1940), con una clara
influencia del teatro que venía desde Europa y Norteamérica; Hilarión
(1943) dentro del teatro experimental; el género chico con obras como El
misterio del castillo (1946), a la que puso música Arturo Somohano, o el
sainete Un fantasma decentito (1950); sin dejar de lado la comedia, como
Es de vidrio la mujer (1952). Por su parte, Gonzalo Arocho del Toro
(1898-1954) centra su teatro en la crítica social con obras como El desmonte
(1940). Por último, Fernando Sierra Berdecía (1903-1962) presenta en sus obras
dramáticas aspectos que le acercan a la lírica.
Otros nombres que contribuyeron
al moderno desarrollo del teatro puertorriqueño son Rechani Agrait (1902), María
López de Victoria de Reus (1893; bajo el seudónimo de Martha Lomar), los
ya mencionados Enrique A. Laguerre, Amalia Agostini de Del Río y Cesáreo
Rosa-Nieves, y Julio Marrero Núñez (1910-1982)
La crisis mundial
coincidió, poco después de haber acabado la Gran Guerra,
con un período de cierto crecimiento económico en Puerto Rico, que provocó la
aparición de un nuevo sistema de clases y el nacimiento de una nueva burguesía
que tenía más aprecio por la modernidad que provenía de los Estados Unidos que
por conservar los valores tradicionales de la sociedad criolla y el sentido
patriótico puertorriqueño. Por otro lado, la industrialización atrajo un mayor
número de población hacia la ciudad y provocó el consiguiente nacimiento de un
proletariado urbano significativo que en muchos casos vivió en la miseria; de
este hecho a la emigración hacia el norte americano, especialmente a la ciudad
de Nueva York, hay tan sólo un corto paso. Aparte de esto, la situación política
era complicada, aún más con la vuelta del destierro del líder nacionalista
Pedro Albizu Campos, que ocasionó
la revuelta armada del 30 de octubre de 1950. Todo esto trajo a la isla un clima
de pesimismo y desencanto que fue plasmado por los creadores de la nueva
generación a través de los que serían sus temas recurrentes: la pérdida del
pasado y de la identidad puertorriqueña, la vacuidad de la vida burguesa, los
problemas sociales del proletariado (tanto del ámbito rural como de las grandes
ciudades), la vida del inmigrante en territorio norteamericano y la difícil
situación política del país.
La Generación del cuarenta y
cinco debe gran parte de su existencia a la valentía editorial de una mujer,
Nilita Ventós Gastón, que no dudó en apostar por los nuevos y jóvenes autores
que surgían de esta sociedad convulsa desde las páginas de una revista fundada
en 1945, Asonante, por donde pasaron la mayoría de los escritores de esta
generación y que traspasó las fronteras isleñas hasta llevar la labor literaria
de Puerto Rico hasta Europa, Norteamérica y el resto de Hispanoamérica.
El desarrollo narrativo
de este período tuvo en el cuento su principal valedor. La necesidad de cambio,
de ir más allá de las fronteras estéticas de los anteriores movimientos,
hicieron que los nuevos autores puertorriqueños fijaran su atención en los
autores que, como Faulkner, Hemingway,
Dos Passos, Steinbeck,
Joyce, Woolf,
Kafka, Sartre o Camus,
habían renovado la manera de entender la narrativa corta, fundamentalmente en el
ahondamiento psicológico de los personajes, utilizando para ello el monólogo
interior, la retrospección y la técnica cinematográfica entre otros
procedimientos. Es también destacable el cambio de escenario que, desde el
ámbito rural de los escritores del treinta, pasa al ambiente urbano y, por
consiguiente, a tratar sobre personajes con un rasgo más universal, a pesar de
acercarse particularmente a los problemas sociales del ciudadano puertorriqueño.
Los dos primeros nombres
que deben citarse en la nueva singladura del cuento en la isla son José Luis
González (1926), de ideología marxista y temática urbana, y Abelardo Díaz Alfaro
(1919), con inquietud criollista y que alcanzó gran renombre fuera de la isla.
Pero fue René Marqués (1919-1979) el cuentista
principal de la nueva generación, aparte de dramaturgo, ensayista y novelista.
Portavoz del grupo, su estilo literario se centra en el sincretismo formal y la
valentía con la que acepta algunos temas tales como el sexo; entre sus obras
destacan Otro día nuestro (1955) y En una ciudad llamada San Juan
(1960). Otros cuentistas del cuarenta y cinco fueron Pedro Juan Soto (1928), que
profundiza en la problemática sociopolítica; Emilio Díaz Valcárcel
(1929), hábil en los pasajes de carácter descriptivo y en la utilización del
lenguaje popular puertorriqueño; Vivas Maldonado (1926), cuyos cuentos poseen
gran intensidad dramática; Edwin Figueroa (1925), que concede gran importancia a
los rasgos dialectales del país; y Salvador M. de Jesús (1927-1969), muy
preocupado por los problemas sociales de las clases desfavorecidas. A estos
nombres deben añadirse los siguientes: Violeta López Suria (1926), Ana Luisa
Durán (1929), Esther Feliciano Mendoza
(1917), Wilfredo Braschi (1918), Marigloria Palma (1921) y Edmira González
Maldonado (1923).
La novela, a pesar del
importante cultivo que este género tuvo fuera de la isla, tanto en autores de
lengua castellana como en el resto de los idiomas europeos, y del ya mencionado
auge del cuento, no tuvo un desarrollo significativo en Puerto Rico durante este
período. No obstante, deben destacarse varios nombres, el primero de ellos el ya
mencionado José Luis González, quien usó las nuevas técnicas aplicadas en sus
cuentos para realizar novelas, entre ellas Paisa; un relato de la emigración
(1950) y Mambrú se fue a la guerra (1972), en el último caso un
descarnado alegato sobre el horror y la crueldad de la guerra, y ambas escritas
con un estilo sencillo, sin estridencias. César Andréu Iglesias (1915-1976), por
su lado, sí es un novelista al uso; sus libros tienen la fuerza de un reportaje
lleno de vida y acción, tanto interna como externa. El gran cuentista René
Marqués publicó dos novelas, La víspera del hombre (1959) y,
posteriormente, La mirada (1976), que suponen una descripción de la vida
del hombre puertorriqueño y del paisaje que le rodea. El también cuentista Pedro
Juan Soto, a pesar de haber escrito tan sólo cinco novelas, comparte con Marqués
el mérito de ser los escritores del cuarenta y cinco con una mayor producción
novelística; sus obras tratan sobre todo el problema de los inmigrantes en los
Estados Unidos, su marginación social y la frustración por no encontrar en la
supuesta tierra prometida nada más que miseria y desprecio. Este tema también
fue abordado por Emilio Díaz Valcárcel (1929), especialmente en su novela
Harlem todos los días (1978), donde aborda los problemas que surgen en la
babel políglota que es Nueva York, donde conviven muchos hispanohablantes de
diferentes orígenes que tienen problemas para comunicarse entre ellos, aparte de
los lógicos problemas de convivencia lingüística con el inglés. Otros novelistas
de esta generación son Reyes García (1928), Edelmira González Maldonado (1923),
Ricardo Cordero (1915), José Luis Martín (1921), Rafael A. González Torres
(1922), Eduardo Seda (1927), Marigloria Palma (1921), Cotto-Thorner (1916) y
Josefina Guevara Castañeira (1918).
La poesía
hispanoamericana entre los años 1940 y 1955, desde el influjo del mejicano
Octavio Paz, entró en una fase de profundización
trascendental e interiorización que también llegó hasta el territorio insular.
Las teorías literarias del superrealismo y los temas y actitudes del
existencialismo literario están también muy presentes en los autores del este
período (sobre todo influidos por los españoles Unamuno,
Antonio Machado y Ortega y Gasset).
Además, es necesario rastrear en la poesía de esta época para encontrar raíces
míticas del pasado indígena borinquense y de la naturaleza como símbolo de las
esencias de la tierra puertorriqueña. No obstante, la temática de la poesía
abarca viejos motivos, aunque con una perspectiva y una actitud novedosa, regida
por esa angustia existencial. Formalmente, los poemas van desde los sencillos de
arte menor hasta los sonetos de corte clásico y otras estrofas como la décima,
el romance o la elegía. En definitiva, una poesía que escoge variados caminos
para expresarse y que, en general, se caracteriza por un hermetismo no conocido
hasta ahora en las letras isleñas.
La figura cimera de este
período es, sin duda, Francisco Matos Paoli (1915), considerado por muchos como
uno de los cuatro grandes poetas puertorriqueños del siglo XX (junto a Lloréns
Torres, Ribera Chevremont y Palés Matos). Durante el más de medio siglo en el
que ha ido desarrollando su obra ha escrito más de 35 libros de poemas, desde
prácticamente su adolescencia hasta la última década del siglo XX. De profunda
fe religiosa, los temas recurrentes de su poesía son el fervor trascendente, el
patriotismo y la denuncia social; en cuanto a la técnica, su poesía es muy
elaborada, con un concienzudo cuidado de la palabra fruto de su responsable
sentido del papel que debe desempeñar un lírico como interpretador de la
realidad social del país.
Sin menoscabar la importancia
que incluso para sus coetáneos tuvo Matos Paoli, este autor convivió en el
tiempo con el movimiento poético del trascendentalismo, cuyos creadores, Félix
Franco Oppenheimer (1912), Eugenio Rentas Lucas (1910) y Francisco Lluch Mora
(1924), pretendían oponer a la cruda realidad del cientificismo y materialismo
de la sociedad de su tiempo el fomento de la espiritualidad, de una actitud
trascendente para el logro del arte humano. En su caso, Franco Oppenheimer,
claramente ligado al existencialismo, escribe sus poemas desde la angustia del
ser humano ante su ser y su destino, con sobriedad y sencillez en su expresión,
y utilizando tanto versos clásicos, como el alejandrino y el endecasílabo, como
el verso libre. Lluch Mora, por su parte, es más proclive a utilizar el soneto y
a conceder más importancia a la forma que al contenido de su poesía, en la que
trata temas clásicos como el amor, la belleza, la muerte, la fe religiosa, etc.
Por último, Rentas Lucas, que sintió el dolor desde su infancia, lo describe
desde la esperanza que le concede su profunda convicción cristiana, en un empeño
decididamente místico de búsqueda de Dios, todo ello expresado con un lenguaje
austero y sobrio, con una lírica recatada y pudorosa. A estos tres autores se
sumaron algo más tarde Jorge Luis Morales (1930), cuya poesía posee grave
solemnidad y afirmación metafísica, y se mueve tanto en las estrofas de la
poesía tradicional como en el más absoluto versolibrismo; y Ramón Zapata Acosta
(1917), cuyo verso, aunque de corte moderno, sigue los dictados de este
movimiento en la búsqueda de lo individual y de la expresión íntima del ser.
La nómina de poetas que se
hallan, en mayor o menor medida, fuera del movimiento trascendental está repleta
de nombres (entre ellos los de varias poetisas) que tuvieron su lugar dentro de
esta generación, pero que no han alcanzado la trascendencia de los autores
anteriormente citados. Los más destacados son: José Emilio González (1918), Juan
Martínez Capó (1923), Marigloria Palma (1921), Ester Feliciano Mendoza (1917),
Laura Gallego (1924), Violeta López Suria (1926), Pedro Bernaola (1919-1972),
Guillermo Gutiérrez Morales (1928), Guillermo Núñez (1927), Osiris Delgado
(1920), Elena Ayala (1924) Lilianne Pérez-Marchand (1926), Josefina Guevara
Castañeira (1918), y Gladys Pagán de Soto (1926). Por último, debe también
destacarse a cuatro poetisas que han realizado su obra poética en los Estados
Unidos: Diana Ramírez de Arellano (1919), Poliana Collazo (1917), Carmen
Puigdollers (1924) y Egla Morales Blouin (1930).
El espíritu de renovación
literaria presente en la Generación del cuarenta y cinco tiene en el teatro una
solución de continuidad con el ya iniciado tras la fundación, en los treinta, de
la Sociedad Dramática de Teatro Popular ?Areyto?, aunque con un claro afán
universalista de preocupaciones existenciales. El desarrollo del teatro en esta
época, no obstante, no puede entenderse sin la labor de Francisco Arriví (1915),
autor, director, luminotécnico y empresario, en definitiva, un amante del teatro
(que también hizo incursiones en la poesía) que realizó una aportación esencial
para el desarrollo del teatro puertorriqueño contemporáneo. En cuanto a su obra
dramática, sus pretensiones son las de crear un teatro universalista con unos
personajes sin fronteras. Su obra más destacada es la bilogía Bolero y plena
(1956).
El ya mencionado cuentista René
Marqués también realizó una labor dramática de primer orden (es quizá uno de los
principales valores de la literatura puertorriqueña contemporánea); su teatro,
de un nivel de creación muy complejo y maduro, posee una vigorosa fuerza trágica
y un lenguaje muy cercano al lirismo, aunque algunas de sus obras se han
incluido en el llamado teatro del absurdo. Autor prolífico, algunas de sus obras,
como La muerte no entrará en palacio (1957) y La casa sin reloj
(1960) obtuvieron importantes premios, como el del Ateneo Puertorriqueño;
algunas otras dignas de mención fueron El apartamento (1964) y El
hombre y sus sueños (1948).
Además de Arriví y Marqués,
deben destacarse los nombres de Gerard Paul Marín (1922), Roberto Rodríguez
Suárez (1923), Pedro Juan Soto (1928), Carmen Pilar Fernández de Lewis (1925), y
el ya mencionado César Andréu Iglesias.
El decisivo desarrollo que el
ensayo tuvo en la anterior Generación del treinta tuvo su digna continuación en
los autores del cuarenta y cinco, con las mismas preocupaciones por la esencia y
destino de la cultura insular, una auténtica necesidad de autodefinirse y
encontrar una personalidad singular a la cultura isleña.
De nuevo es necesario mencionar
a René Marqués quien, con su labor ensayística, culmina un proceso creativo que
le hace ostentar el título del más importante literato de su generación, al
margen de que pueda ser considerado como un verdadero intelectual. Sus ensayos,
publicados en periódicos y revistas, versan sobre los más variados temas, desde
el análisis puramente literario a la crítica directa, a los problemas sociales
de la isla y el rechazo frente al sistema colonial. Su obra ensayística fue en
su mayoría recopilada en la obra Ensayos (1953-1971), publicada en 1972.
Por su parte, hubo en este
período grandes cultivadores del ensayo literario y filosófico, dentro del cual
destaca la labor de José Emilio González (1918), el poeta Juan Martínez Capó
(1923), los ya mencionados Francisco Arriví y Francisco Matos Paoli, José Luis
Martín (1921), Ángel Luis Morales (1919), los también citados Félix Franco
Oppenheimer y Francisco Lluch Mora, Julio César López (1926), Monelisa L.
Pérez-Marchand (1918) y Esteban Tollinchi (1932). El cuanto al ensayo de factura
artística, la principal figura es Ester Feliciano Mendoza (1917), de cuya pluma
salieron algunas estampas evocadoras del pasado puertorriqueño; además de ella,
debe mencionarse a Josefina Guevara Castañeira y Juan Enrique Colberg
(1917-1964), Arturo Ramos Llompart (1921), Julio César López (1926) y Wilfredo
Braschi (1918). Por último, hay que resaltar también la importancia que tuvo el
ensayo de análisis e interpretación histórica, social, política y cultural
puertorriqueña, dentro de la ya mencionada búsqueda de la identidad cultural de
la isla, así como la proliferación de las crónicas humorísticas de crítica
sociocultural y la continuación de la obra erudita de investigación y
recopilación de la esencia cultural puertorriqueña en las más variadas ramas del
saber y de las manifestaciones artísticas, en especial de la lengua, el folklore
y la historia de la isla.
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