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Literatura de Puerto Rico III
La historia de Puerto Rico
experimentó una evolución desde mediados del siglo XX, que ya se venía gestando
desde épocas anteriores. El 3 de julio de 1952, Puerto Rico adquiría la
categoría de Estado Libre Asociado, y poco después se redactaba una constitución
nueva para un nuevo período en el que dicha categoría unía irremisiblemente el
destino de la isla al de los Estados Unidos. Esta situación trajo consigo la
aparición de una poderosa clase alta que se benefició de los cambios políticos,
sobre todo del monopolio casi exclusivo del comercio y del capital
estadounidense, e hizo que se intensificaran aún más las diferencias entre estas
clases y el resto de los ciudadanos de un estado que perdía población con
celeridad y veía cómo se despoblaban las zonas rurales y aumentaba la población
de las ciudades, donde el desempleo hacía mella con toda su retahíla de
problemas sociales. La consecuencia evidente, en lo que a las manifestaciones
culturales se refiere, fue el nacimiento de una nueva generación de autores que
intentó plantar cara a esta sociedad desmoralizada y peligrosamente acomodada
desde la crítica y el análisis real de la difícil situación social. La cercanía
geográfica de la isla con Cuba hizo posible que el movimiento revolucionario que
se gestó en el territorio cubano no pasara inadvertido para la juventud
estudiantil puertorriqueña que, desde las universidades, fomentó un espíritu de
ruptura con el mundo que les tocó vivir y un deseo de luchar contra todas las
desigualdades en las que su país se había visto envuelto. En definitiva, se
produjo el nacimiento de una generación literaria (que aún no ha terminado de
dar sus frutos) de auténtico compromiso. Y, como viene siendo habitual, dicha
generación encontró en la prensa escrita una de las mejores formas de expresar
sus ideas, sobre todo a través de las publicaciones Guajana, Mester,
Palestra y Zona carga y descarga.
La poesía, como no podía ser
menos, se politizó para entablar una enconada batalla contra el inmovilismo, la
enajenación e incluso el idealismo y la metafísica. La lírica fue el arma
utilizada contra esa situación, de la misma forma que lo fue la narrativa, el
teatro y el ensayo.
El primer nombre,
adelantado a la nueva generación y separado de ésta por su prematura muerte, fue
Hugo Margenat (1933-1957), poeta grave e intenso que, pese a su juventud, supo
vestir de decidida intencionalidad revolucionaria a su poesía con títulos como
Lámpara apagada (1954) e Intemperie (1955). Poco después de su
muerte, un grupo de universitarios de Río Piedras creó, en 1962, la revista
Guajana como medio de expresión para su nueva lírica politizada, militante y
comprometida; en ella se atacaba con decisión la estética (y se puede decir que
la ética) burguesa, al ver al poeta como parte viva del pueblo y sentirse
reflejados en la obra del español Miguel Hernández.
Es evidente que cada autor tuvo su personal manera de afrontar dicho reto, pero,
dado el carácter colectivo de su obra, sólo se citarán sus nombres. La nómina es
la siguiente: Andrés Castro Ríos (1942), Vicente Rodríguez Nietzsche (1942),
José Manuel Torres Santiago (1940), Wenceslao Serra Deliz (1941), Marcos
Rodríguez Frese (1941), Edgardo Luis López Ferrer (1943), Ramón Felipe Medina
(1935), Marina Arzola (1938-1976), Juan Sáez Burgos (1943), Edwin Reyes Berríos
(1944) y Antonio Cabán Vale (1942).
Desde la misma perspectiva, y
siguiendo los postulados revolucionarios ya consolidados del grupo anterior, fue
fundada en Aguadilla, en 1967, la revista Mester, comprometida con el
socialismo internacional y cuyo verso se nutre estéticamente de los principios
artísticos que predica el credo marxista, lo que se traduce fundamentalmente en
la oposición directa del poeta encerrado en su torre de marfil. No obstante,
algo sí diferencia al anterior grupo de éste, y no es otra cosa que el respeto
absoluto a la individualidad artística de cada escritor, basado en el principio
de que se puede establecer un puente que una con armonía el compromiso político
con la voluntad estética. Salvador López González (1937) fue uno de los poetas
del grupo que, detrás de una base poética romántica y modernista, realizó una
lírica que desde el pesimismo existencial evocaba el desaparecido mundo
borinquense y lo contraponía a la dura realidad social; su obra se halla
recopilada en los volúmenes Ecos del alma (1956) y Tierra adentro
(1961). Por su parte, Jorge María Ruscalleda Bercedóniz (1944) es quizá el
principal poeta del grupo; su temática está centrada fundamentalmente en la
justicia social y en la humanidad que se está perdiendo, y está realizada con un
verso polimétrico (aunque mantiene el patrón tradicional de la rima asonante) de
gran intensidad dramática; su obra más característica es Prohibido del habla
(1972). Iván Silén (1944), con sus obras Después del suicidio (1970)
y Pájaro loco (1971), se muestra como un lírico original cuyos poemas en
muchas ocasiones carecen de cohesión y de enlaces lógicos en su exposición,
normalmente presentados con efectos rítmicos-fónicos en los que existe una
ausencia total de reglamentación ortográfica; plantea en ellos el tema de la
situación colonial como un suicidio colectivo, y centra su crítica en la
hipocresía burguesa. Otro autor, Sotero Rivera Avilés (1933), reúne la mayoría
de su producción en Cuaderno de tierra y hombre (1956-1973), publicado en
1975; su poesía se inspira fundamentalmente en la realidad de la tierra y del
hombre de Puerto Rico, alejados ambos del criollismo meramente pintoresco. Por
último, debe nombrarse a dos autores más, Carmelo Rodríguez Torres (1941) y José
Luis Rosario Fred (1942), ambos con tan sólo un poemario en su producción.
A estos dos grupos hay que
añadir un tercero que también se congregó alrededor de la aparición de una
revista literaria, en este caso Palestra, fundada asimismo en 1967. Si
bien durante los primeros momentos de su andadura esta revista se alejó del
partidismo político, pronto se centró también en la lucha revolucionaria
patriótica y socialista; los escritores del grupo entienden su obra poética como
un arma de combate contra el capitalismo y la situación colonial que padece la
isla. Tres fueron los poetas que dieron vida a la revista. El primero de ellos
es Irving Sepúlveda Pacheco (1947), cuya poesía tiene un hondo compromiso humano
contra las clases desfavorecidas y formalmente se ubica dentro del versolibrismo.
El segundo es Ángel Luis Torres (1950), quien utiliza en su verso la vieja
máxima de la literatura renacentista hispana del menosprecio de corte y alabanza
de aldea, identificada con el pueblo de la Guayanilla y con la vieja capital de
la isla, en contraposición con el imperialismo que sufre el país. Y el tercero
de ellos, Juan Torres Alonso (1943), muestra una persistente inquietud ante la
problemática social del hombre moderno.
Otros poetas han cultivado la
temática de protesta social y política al margen de los tres grupos anteriores.
El primero de ellos, Luis Antonio Rosario Quiles (1936), realiza esta protesta
con un lenguaje que utiliza diversos recursos expresivos que, a modo de
collage, y con un léxico inmerso en el habla coloquial vulgarizante,
presentan al personaje de Víctor Campolo (en los poemarios El juicio de
Victor Campolo, de 1970, y La movida de Victor Campolo, de 1972), de
existencia esquiva, que quebranta sistemáticamente el orden civil establecido.
Jacobo Morales (1934) utiliza una poesía hablada, casi narrativa, y por
descontado versolibrista, para denunciar la pérdida gradual de los perfiles
tradicionales del pueblo puertorriqueño ante el influjo cultural del mundo
norteamericano, todo ello con un tono irónico y burlesco. Asimismo, Iris M.
Zavala (1936) ha realizado una lírica antibelicista con un lenguaje de tintes
surrealistas. Victor Fragoso (1944-1982), que residió en Nueva York desde 1966,
también denuncia los conflictos bélicos así como el servicio militar obligatorio.
A estos autores hay que añadir los nombres del español afincado en la isla
Alfredo Matilla Rivas (1937) y el de Luz María Umpierre-Herrera (1947).
El movimiento de liberación
femenina, desarrollado a partir de la segunda mitad de la década de los años
sesenta, trajo consigo la aparición de un número notable de poetisas que
denunciaron la situación de inferioridad en la que se hallaba inmersa la mujer
de Puerto Rico, y para la cual sólo cabe luchar con una labor de interiorización
que consiga encontrar la afirmación de la mujer como un ser humano con las
mismas posibilidades que el hombre, y no un mero objeto sexual acosado por la
sociedad. Líricamente, este postulado debe alcanzarse con una labor confesional
y testimonial de profundización en la propia esencia femenina a través de una
poesía íntima y sincera. Dos son las poetisas más destacadas de este movimiento
revolucionario femenino, y ambas empezaron desde muy jóvenes su producción. La
primera de ellas, Ángela María Dávila (1944), expresa esta inquietud desde la
cotidianidad de la mujer en la isla y su modo de enfrentarse a la sociedad y al
hombre, visto como un ?animal a la vez fiero y tierno?. La segunda es Megaly
Quiñones (1945), quien presenta a la mujer como un ser sensible que es capaz de
detenerse y vibrar ante el mundo desde la captación, a la par, del ojo objetivo
y la abstracción. Además de ellas hay que destacar los nombres de María
Arrillaga (1940), en quien se mezclan la esencia femenina con el anhelo y calor
de la tierra nativa; Loreina Santos Silva (1933), de actitud intimista, muy
preocupada por la esencia del ser humano y de la mujer en particular; Olga Nolla
(1938), cuyo verso está impregnado de gran rebeldía y denuncia social; Rosario
Ferré (1938), en la que se entrevé una disconformidad feminista, en clara
disposición de supervivencia ante el ser masculino; y, por último, Mili Mirabal
(1940), quien defiende abiertamente el derecho de igualdad de la mujer.
Ante este panorama poético de
decidida crítica social, las voces poéticas que se encontraban, en mayor o menor
medida, fuera de este movimiento, aunque importantes, quedaron un tanto
eclipsadas. La mayoría son meras continuadoras de los postulados líricos de la
anterior Generación del cuarenta y cinco. A continuación, y nuevamente por la
necesidad de extractar toda la literatura isleña en un artículo de reducidas
dimensiones, se dan los nombres de estos poetas para que quede constancia de los
más destacados: Anagilda Garrastegui (1932), Jaime Vélez Estrada (1936), Jaime
Luis Rodríguez (1933), Roberto Hernández Sánchez (1939), Reinaldo R. Silvestri
(1935), Manuel F. Arraiza (1937), Adrián Santos Tirado (1936), Jaime Carrero
(1931), José María Lima (1934), Clara Cuevas (1937), Edilberto Irizarry (1938),
Arturo Trías (1947), Hjalmar Flax (1942), Ramón Figueroa Chapel (1935), Ernesto
Álvarez (1937) y, por fin, Pablo Maysonet Marrero (1937).
La narrativa de la
Generación del sesenta guarda, en general, las mismas intenciones de crítica
social de la poesía en su temática, aunque en la construcción y el estilo sí que
experimentan una transformación mayor, con formas y técnicas nuevas que suponen
la lógica evolución iniciada en los períodos anteriores y que acercan la
narrativa puertorriqueña a lo que se ha dado en llamar el ?boom? de la
literatura hispanoamericana (con sus rasgos característicos de atemporalidad,
historias encadenadas a modo de ?cajas chinas?, la exploración de mundos mágicos,
etc.), donde el lenguaje se viste de mayor autenticidad, se aleja
definitivamente del encubrimiento de etapas anteriores y alcanza distintos
niveles, desde el coloquial pasando por el popular e incluso el vulgar. No
obstante, y antes de detenerse en los autores más destacados, debe hacerse
mención a un narrador cuya figura se adelanta a esta generación en cuento a la
temática social, Luis Rafael Sánchez
(1936), que imprime a sus personajes de una carga simbólica donde la fugacidad
del tiempo es una continua fuente de angustia.
Es especialmente digno de
reseñar el gran auge que durante este período experimentó el cuento. La nómina
de cuentistas es amplísima; destacan entre ellos los siguientes: Manuel Ramos
Otero (1948), seguidor devoto de Cortázar,
responsable de una serie de cuentos en los que su característica fundamental es
la de conceder al lector un papel fundamental a la hora de establecer un orden
lógico de la acción; el poeta Tomás López Ramírez (1946), quien basa la trama de
sus cuentos en la experiencia cotidiana de sus personajes para que busquen su
naturaleza más íntima y oscura; Egberto Figueroa (1945), que plasma la confusa
vida moderna a través de las duras tribulaciones de sus personajes; Carmelo
Rodríguez Torres (1941), de claro sentimiento patriótico independentista;
Rosario Ferré (1938), que describe el proceso de decadencia de la alta burguesía
de la isla; y, por último, Carmen Lugo Filippi (1940) y Ana Lydia Vega (1946).
La novela, por su parte,
también pareja al llamado ?boom? hispanoamericano, tiene como iniciador al
citado Rodríguez Torres con su libro Veinte siglos después del homicidio
(1971). Este autor enmarca la problemática social de la sociedad de su tiempo
dentro de una atmósfera de elementos mágicos tales como el mito, la quimera o el
sueño. Por su parte, Edgardo Rodríguez Juliá (1946), autor de La renuncia del
héroe Baltasar (1974), también introduce elementos míticos y de realismo
mágico en sus obras junto a evocaciones costumbristas tradicionales. Roberto
Cruz Barreto (1937), el novelista más fecundo de esta generación, coloca a sus
personajes en la asfixiante realidad colonial que les niega cualquier afirmación
de su condición criolla, inmersos en un mundo de desigualdades sociales. El
citado Egberto Figueroa utiliza para su quehacer narrativo el mismo fondo que
para sus cuentos, el confuso ambiente de la vida puertorriqueña en los tiempos
modernos; algo parecido ocurre con Luis Rafael Sánchez (1936), autor de La
guaracha del Macho Camacho (1976), quien, con elementos paródicos, plasma el
patente estado de degradación de la sociedad isleña. Tomás López Ramírez, quizá
demasiado influido por su labor como cuentista, manifiesta cierta tendencia al
desarrollo esquemático de la trama argumental. Asimismo, el cuentista Manuel
Ramos Otero es quizá el mejor artificioso del grupo, y en él destaca su
capacidad para inventar nuevos términos léxicos partiendo del habla popular de
la isla; en su obra existe un patente deseo de que todo se reduzca a un juego en
el que aparecen falsos manuscritos o aventuras fingidas que contribuyen a la
parodia con la que poner de relieve la escasa importancia de los valores de la
sociedad actual. Otro autor, Jorge María Ruscalleda Bercedóniz (1944), se centra
de modo decidido en la necesidad de la solidaridad humana para con el necesitado
y de la denuncia social, para lo cual utiliza la sátira cargada de menosprecio
político. Y, por último, Iris M. Zavala (1935) busca sus personajes en los más
recónditos rincones de la sociedad urbana.
El ensayo tiene un talante
netamente político, en muchos casos influido por la ideología marxista. Mediante
él se expresa el pesimismo por la situación actual de la isla, donde el espíritu
patriótico de búsqueda de la identidad criolla, que en otras generaciones fue
tan importante, está en este momento prácticamente extinguido debido al peso
terrible de la situación colonial de Puerto Rico. El ensayo, pues, de
preocupaciones sociales y políticas adopta la posición de combate ideológico con
un lenguaje en muchas ocasiones agresivo. Los cultivadores más importantes son
Manuel Maldonado Denis (1934), Juan Ángel Silén (1938) y Edgardo Rodríguez Juliá.
En cuanto al ensayo de crítica literaria, los autores han visto necesario
adentrarse en un análisis de la realidad social para poder comprender mejor la
literatura comprometida de esta época, así como la obra de algunos autores que
en la esfera internacional se han preocupado por el tema, como pueden ser
Lifschitz, Goldmann o Cornforth, además de corrientes como el estructuralismo;
este género de ensayo fue cultivado en este período en Puerto Rico por Iris M.
Zavala, Arcadio Díaz Quiñones (1940), José Ramón de la Torre (1935), María
Magdalena Solá (1940), José Luis Méndez (1941), Rosario Ferré (1938) y otros
autores.
Asimismo, y como ocurre con las
generaciones anteriores, ha sido muy importante la labor que los especialistas
en cada una de las materias han hecho en los más variados campos de la
investigación y de la recopilación de las manifestaciones de la historia,
folklore, lengua y literatura puertorriqueñas, más aún en este período en el que
el acervo cultural isleño se hallaba en grave peligro por la influencia del
colonialismo norteamericano.
De nuevo le corresponde a
Luis Rafael Sánchez (quizá uno de los escritores de mayor talento de la
literatura contemporánea puertorriqueña) el papel de ?adelantado? a la
generación gracias a su aportación a la evolución teatral que ya se había venido
gestando en generaciones anteriores; este autor comenzó a darse cuenta de que, a
pesar de esta evolución, el teatro necesitaba ?nuevos aires? para poder plasmar
con mayor acierto la realidad social de la isla, ya que, con palabras del propio
Sánchez, es necesario ?utilizar el sarcasmo, la sátira, el relajo ?gordo?
como posible manera de salir de nuestra realidad social?. En definitiva, un
nuevo teatro que incluso indigne al espectador y le haga reaccionar para que se
dé cuenta de lo que ocurre a su alrededor, sobre todo al ver en escena cómo unos
personajes angustiados con problemas de integración le reclaman un lugar digno
en su mundo. Entroncan estos jóvenes autores con lo que algunos críticos han
llamado la Generación de 1954 en el mundo hispanoamericano, una generación que
renovó las artes escénicas para plasmar problemas universales desde el localismo
del universo más cercano al propio autor. No es tampoco desdeñable la influencia
que el teatro de Bertolt Brecht ha
producido en el panorama dramático internacional, y, como no podía ser de otro
modo, también en el teatro puertorriqueño contemporáneo.
Luis Rafael Sánchez es,
pues, el autor más importante de esta generación; su teatro es muy lírico,
aunque no faltan en él el humor y la sátira social cercana al esperpento de
Valle Inclán, y es común la elusión del enfoque realista.
Junto a este autor, otros nombres sobresalen. El primero de ellos es Myrna Casas
(1934), escritora afín en ciertos aspectos de temperamento y estilo a Sánchez,
aunque tamizado por una vertiente psicológica y un profundo y doloroso realismo,
tanto puertorriqueño como universal. Jaime Carrero (1931), por su parte, realiza
un teatro más experimental con una base temática fundamentalmente basada en la
vida del inmigrante puertorriqueño en Nueva York; algunas de sus técnicas
innovadoras incluyen la proyección de diapositivas, películas, efectos de luces
y sonidos, etc. El caso de Pedro Santaliz (1938) es antagónico, ya que sigue las
directrices del dramaturgo polaco contemporáneo Jerzy Grotowski,
quien promueve un ?teatro pobre?, donde la expresión corporal y la oratoria de
los actores suplen cualquier otro artificio, además de ser partidario de acercar
las obras clásicas al espectador moderno mediante adaptaciones libres; en el
caso de Santaliz, el acercamiento se produce poniendo en escena elementos de la
leyenda indígena borinquense. Lydia Milagros González (1942), muy comprometida
con la realidad política y social del presente en la isla, sigue
fundamentalmente los postulados del teatro brechtiano: trama sencilla, narración
y comentario coral, tono irónico, crudeza realista, lenguaje cotidiano,
interpelación a los espectadores, etc., aunque esto se cruce con la concepción
más tradicional del teatro gestado en generaciones anteriores. Rosario Quirales
(1935) también centra su teatro en la denuncia social y política. Por el
contrario, Torres Alonso (1943) introduce rasgos experimentales también
presentes en la novela de esta período, como son la introducción de planos
distintos del acontecer en escena, con lo que se rompe el sentido tradicional
del espacio y el tiempo. Jacobo Morales (1934), también guionista y director de
cine, aborda la crítica a la burguesía dirigente al poner de manifiesto su
insensibilidad antes los problemas sociales que le rodean. Luis Torres Nadal
(1943), actor, profesor de arte dramático y director teatral, utiliza incluso el
lenguaje obsceno para que la crítica social sea aún más sorprendente para el
espectador. Por último, Walter Rodríguez (1945), también actor, aborda temas tan
actuales como pueda ser una huelga obrera.
Los últimos lustros de creación
literaria en Puerto Rico parecen haber forjado una nueva generación que muchos
ya han bautizado como la Generación del setenta y cinco. No obstante, la mayoría
de los escritores que la integran aún se encuentran en un período de iniciación,
y muy pocos han llegado a una etapa de creación madura que habrá de determinar
la postura artística que asumirá finalmente esta supuesta generación. Lo que sí
es un hecho es que la crítica social que sirvió de nexo a los autores de la
anterior generación no sólo no ha perdido motivos para que sea llevada a cabo,
sino que en cierta medida es aún más necesaria, debido a la aguda crisis de
valores, tanto materiales como espirituales, que existe en el universo isleño de
finales de siglo, inmerso en un proceso de cambio de una sociedad capitalista
burguesa a una sociedad capitalista industrial.
Es común entre estos autores el
buscar la inspiración en lo anecdótico de la vida diaria, en lo más nimio e
intrascendente, para conseguir el éxito en la búsqueda de la identidad del ser,
es decir, alcanzar desde lo más pequeño las más altas cotas de intimismo, todo
ello con un nuevo lenguaje, alejado de la agresividad del utilizado por la
generación anterior para acercarse al lenguaje real, para que nada interfiera en
la comunicación entre ellos y el receptor. En cuanto a la temática social,
pretenden armonizar el compromiso social y el arte, y superan el desamparo con
la esperanza.
La poesía se aleja del exigido
compromiso político de los autores que nacieron al amparo de revistas como
Guajana, Mester o Palestra; por su parte, las publicaciones
que se encargan de sacar a la luz esta poesía pretenden ser únicamente espejo
del quehacer lírico de los autores noveles. Corresponderá en particular dicha
labor a la revista Ventana, fundada en 1972, desde la que se emplaza a
los jóvenes poetas para que den la misma importancia a lo político que a lo
poético, como es el caso de la lírica de Neruda. Es quizá una poesía que se
preocupa más por lo ético que por lo político, más interesada en definitiva en
la esencia del ser humano que en la simple crítica social, en la solidaridad y
el compromiso con el prójimo y con la identidad patriótica que en la censura de
lo que supuestamente causa el mal social. Claro ejemplo de esta actitud es la
lírica de José Luis Vega (1948), de gran talento y madurez estética y en donde
caben desde el realismo hasta la emotividad, sin dejar de lado la ironía y el
humor. Otro de los fundadores de Ventana es Salvador Villanueva (1947),
autor de Poema en alta tensión (1974) y Expulsado del paraíso
(1981), libros en los que, como ocurre con Vega, tiene una gran importancia la
solidaridad humana, aunque Villanueva se expresa con auténticas andanadas
verbales, con una poesía reducida a su mínima expresión. Al margen de estos dos
autores, cabe también destacar la labor de otros poetas vinculados a Ventana:
Eduardo Álvarez (1947-1973), fallecido poco después de publicar Los gatos
callejeros (1973), y cuya poesía ahonda en la observación del propio yo
interno; José A. Encarnación Díaz (1946), cuyos temas recurrentes son la
fugacidad del tiempo y la denuncia de la miseria de la clase obrera; Jan
Martínez (1954), también interesado por el drama de los desfavorecidos; y, por
último, Marcos F. Reyes Dávila (1952), de estética neorromántica, en la que
encuentra un gran interés por los paisajes desoladores en donde hallar los
símbolos para su expresión poética.
El resto de los poetas de esta
nueva generación puede clasificarse según el momento en el que éstos empiezan a
publicar. En primer lugar, aquellos autores que comenzaron a publicar antes de
1976: Etnairis Rivera (1949), autora que, desde el indigenismo y el criollismo,
especialmente en el canto telúrico isleño, realiza una poesía de renovación que
aspira a la libertad de comunicación entre los hombres; Dalia Nieves Albert
(1948), interesada por la crítica social y la solidaridad, como en el caso de
Áurea María Sotomayor (1951), que también aborda el tema de la fugacidad del
tiempo; Vannesa Droz (1952), poetisa del amor, la muerte y la fugacidad, que
utiliza con profusión las representaciones simbólicas; Ángel M. Encarnación
(1952), con una poesía experimental en la línea de Octavio Paz; Luis César
Rivera (1949), que se rebela contra la anonimia del hombre de hoy, inmerso en la
maraña de la sociedad; y Luz Ivonne Ochart (1949), con su poesía de ?encuentros,
de calles y gente, recuerdos y vida?. En segundo lugar, los autores que
publican a partir de 1976: Lydia Zoraida Barreto (1948), con una lírica de
composiciones breves y temática variada; Jorge A. Morales (1948), con un
magistral dominio del idioma; Ricardo Cobián (1951), nacido en Cuba, con una
lírica de denuncia social; José Ramón Meléndez (1952), quizá el poeta más
fecundo de este período, creador de una ortografía poética personal y cuya obra,
afanada en experimentar con el verso, apenas se ha publicado; Victor Ramón
Huertas (1947), empeñado en encontrar desde la poesía sus propias raíces y su
identidad; Jorge Valentín (1946), con una militancia social más marcada; Eric
Landrón (1953), con gran agudeza de ingenio y un extraordinario poder de
recreación lingüística; Eladio Torres (1950), que indaga en la naturaleza de la
poesía; Nemir Matos-Cintrón (1949), que acerca la poesía al lenguaje
conversacional; Rafael Colón Olivieri (1947), cuya temática gira en torno a la
palabra como sustancia estética; y Rosario Esther Ríos de Torres (1948), que
propugna la libertad de expresión poética, alejada del yugo métrico y en la que
es muy corriente encontrar aliteraciones y repeticiones léxicas. Por último, los
autores que han comenzado su trayectoria en la década de los ochenta: David
Cortés Cabán (1952), neoyorquino, que encuentra en el amor y la poesía los
medios para escapar de una realidad opresora; Giannina Braschi (1954), que elige
lo cotidiano como fuente de expresión poética; y, por fin, Lilliana Ramos
Collado (1954), de poesía experimental, hasta el punto de crear el término ?proema?
para definir una lírica rayana entre la poesía y la prosa, donde la asimetría y
la ausencia de rima son sus rasgos más destacados. La nómina continúa, pero ha
de pasar algún tiempo para poder acercarnos a unos poetas que se encuentran en
plena producción.
En cuanto a la narrativa, al
?boom? de los sesenta hay que añadir el ?postboom? de la década siguiente,
durante el cual las letras hispanoamericanas alcanzan las más altas cotas de
popularidad mundial. En Puerto Rico, la nueva generación aún no se ha definido
con la suficiente firmeza como para poder esclarecer cuál es su afán narrativo,
aunque sí se deja entrever un interés claro por describir la realidad
puertorriqueña y su cultura popular, sobre todo de su habla.
En el caso de esta nueva
generación, existe una preferencia cuantitativa por el cuento frente a la novela.
Los principales autores son: Magali García Ramis
(1946), autora que utiliza la retrospección debido a la importancia que para
ella tiene la memoria y la evocación como medios literarios; Edgardo Sanabria
Santaliz (1951), discípulo del Taller de Narrativa de Emilio Díaz Valcárcel,
quien se centra en la cotidianidad del vivir isleño; Juan Antonio Ramos (1948),
interesado también en el vivir diario del hombre de la calle, de sus inquietudes
y zozobras; Luis Melvin Villabol (1955), que explora los más sórdidos ambientes
de ciudad, desde los que narra crímenes, suicidios y la soledad de seres
extraños y grotescos; Ángel M. Encarnación (1952), quien imita con ironía la
literatura del Medievo para relatar las miserias del mundo actual; Héctor J.
Martell (1949) y Cirilo Toro Vargas (1947), promotores de la revista Creación,
cultivadores de una prosa experimental; y Mayra Montero (1952), cubana, de prosa
sugerente.
La novela, como ya se ha
mencionado, tiene un cultivo muy reducido. Destacan tan sólo el cuentista Ángel
M. Encarnación, cuya única obra, Noches ciegas, relata el ambiente isleño
durante los años sesenta; y Edgardo Jusino Campos (1951), de libre fluir
expresivo e interés por la semántica de palabras y frases.
El teatro, que sigue la estela
de la dramaturgia de la década anterior, en la que el peso específico de Brecht
es evidente, no ha cosechado los éxitos que en un principio se esperaban de él,
quizá por ser muy escaso el número de autores. Un nuevo teatro popular tiene
como representantes a Jorge Rodríguez (1950) y José Luis Ramos (1950), empeñados
en acercar el teatro al hombre de la calle, sobre todo a través del lenguaje
popular. El teatro más convencional está representado principalmente por Flora
Pérez Garay (1947) y Joset Expósito (1956). Por último, cabe destacar el cultivo
de un nuevo teatro infantil en la década de los setenta, cuya principal valedora
es Rosita Marrero (1950).
Por último, el ensayo continúa
también la estela de la generación anterior, con una visión pesimista frente a
la situación de franca crisis que acucia al estado. Por destacar algún nombre,
puede citarse la labor de Héctor J. Martell y Cirilo Toro Vargas, además del
ensayo literario de Ivette López Jiménez (1949) y José Ramón Meléndez, así como
el de inquietud social de Yamila Azize (1953) y Ricardo Alegría Pons (1949).
[Nota:
El presente artículo está basado, con autorización expresa de la editorial
Partenón, en la obra Literatura Puertorriqueña. Su proceso en el tiempo (mencionada
en la bibliografía), gracias a cuya colaboración el presente trabajo se ha
podido realizar].
Panorama de
las letras puertorriqueñas en los últimos años del siglo XX
Cuando Mayra Montero
(1952) publicó su primera novela, La trenza de la hermosa luna (1987), el
interés que provocó la evidente originalidad del texto traspasó las fronteras de
sus dos patrias: Puerto Rico y Cuba. Centrada en Haití durante el período de la
dictadura de Baby doc, hijo del también dictador
Papá doc, La trenza de la hermosa luna es una
pujante crónica social de la actualidad de aquel momento y una obra de denuncia
contra la pobreza que, de manera feroz, azotaba y azota al país caribeño. El
interés internacional por la obra de Montero se concretó con la aparición de sus
dos siguientes novelas, La última noche que pasé contigo (1991) y Del
rojo de su sombra (1992). Mientras que la primera tiene un marcado carácter
erótico, la segunda abunda más en los climas cálidos y misteriosos del Haití
ligado a la religiosidad y a la práctica del vudú,
con lo que este rito tiene de profundo, de violento a veces, y de místico. Este
tema de las prácticas rituales mágicas en Haití también estará presente en Tú,
la oscuridad (1995), pero en este caso como contrapeso armónico a la
realidad científica, la que se da entre un herpetólogo que busca una extraña
rana y Thierry, su guía haitiano. Pero el elemento común a toda sus novelas es
la presencia muchas veces liberadora de la muerte y la denuncia contra las
autoridades haitianas, que campan a sus anchas aplastando cualquier movimiento
de protesta amparados en la violencia de los ?escuadrones de la muerte? locales,
los llamados ?tontons macoutes?.
Junto a Mayra Montero es
necesario nombrar a otro novelista de eco internacional: Luis Rafael Sánchez
(1936). Este autor sorprendió a público y crítica con su novela La guaracha
del macho Camacho cuando fue editada en 1976. Su peculiar lenguaje, la
ironía, el humor y el ritmo vertiginoso de una acción que transcurre en los
ambientes más delirantes de San Juan no dejaron indiferente a nadie. Entre las ?víctimas?
escogidas por Sánchez para lanzar sus mordaces y literarios exabruptos el lector
puede encontrar a la publicidad, a los medios de comunicación, a los políticos
y, sobre todo, a la influencia ?mercadotécnica? que los Estados Unidos han
impuesto en la isla favoreciendo el consumismo voraz y aniquilando el sentido de
la sociedad puertorriqueña en sí misma. Un tema este, el de la peculiaridad
puertorriqueña, también tratado en la novela La importancia de llamarse
Daniel Santos (1989).
Casi de la misma
generación que el anterior, pero con una temática distinta en su obra es Rosario
Ferré (1938), en cuyos ensayos literarios
ha venido promulgando la literatura feminista únicamente como extensión de la
buena literatura y no como un género en sí mismo. Poeta, ensayista y narradora,
Ferré escribió su primer cuento en 1970, fundando dos años después la importante
revista literaria Zona Carga y Descarga, órgano de la reforma
independentista puertorriqueña. En 1976 publica su colección de cuentos
Papeles de Pandora. Una año después se edita El medio pollito (1977)
y, en 1981, Los cuentos de Juan Bobo y La mona que le pisaron la cola,
todos ellos para niños y que fueron reunidos en 1989 en Sonatinas. En
1987 aparece la exitosa Maldito amor, novela corta o cuento largo y,
posteriormente, La batalla de las vírgenes (1993), novela, esta vez sí,
en la que profundiza en los temas religiosos. Pero es en 1995 y con su primera
obra escrita en inglés (The house on the lagoon, La casa de la laguna)
cuando Ferré comienza a saborear las mieles del éxito. En 1998 y también en
inglés publica Eccentric neighbourhoods (Vecinos excéntricos),
unos cuentos autobiográficos que ya habían aparecido en castellano en la revista
El nuevo día. Como ensayista, Ferré es autora de Sitio a Eros (1981), de
contenido político y social, de El árbol y la sombra (1989), de El
coloquio de las perras (1990) y de Las dos Venecias (1990).
Fundadora junto a Rosario Ferré
de la revista Zona Carga y Descarga, Olga Nolla se decantó más por la
poesía que por la prosa, llegando a publicar seis libros con sus versos: De
lo familiar (1972), El sombrero de plata (1976), El ojo de la
tormenta (1976), Clave de sol (1977), Dafne en el mes de marzo
(1989) y Dulce hombre prohibido (1994). Aún así, Nolla destaca también
por ser una buena novelista, tal y como puede verse en sus trabajos La
segunda hija (1992) y El castillo de la memoria (1996).
Y en esta lista, desde luego, tampoco podía faltar la novelista Ana Lidia Vega
(1946), una de las cuentistas puertorriqueñas más celebradas desde que publicara
Pollito Chicken (1978), a la que siguieron Puerto Príncipe abajo
(1979), Cuatro selecciones por una peseta (1980) o Encáncara nublado y
otros cuentos de naufragios (premio Casa de las Américas, 1982). Irreverente,
agresiva, satírica y mordaz, Ana Lidia Vega recurre a técnicas lingüísticas
propias de los barrios marginales en los que se desarrollan muchas de sus
historias. No es raro que en sus obras el lector encuentre jerga callejera y
términos de ?spanglish?. También ha escrito la autora guiones para cine (La
gran fiesta), y algunas obras inéditas (Pasión de historias y otras
historias de pasión o El machete de Ogún, este último sobre la
esclavitud en Puerto Rico).
Del mismo entorno
generacional que Vega es Edgardo Rodríguez Juliá (1946), que se inició en la
novela en 1973 con su imaginativa y onírica La renuncia del héroe Baltasar.
Perteneciente a la generación del setenta, Rodríguez Juliá, además de novelista,
es autor de ensayos como Campeche o los diablejos de la melancolía
(1986), título inspirado en un cuadro de José Campeche
y en el que ahonda en la historia caribeña como reflejo de una pesadilla.
Escribió la novela La noche oscura del niño Avilés (1984), La crónica
de la nueva Venecia, Álbum de puertorriqueños (1988), Camino de
Yyaloida (1994), Sol de media noche (1995), Cartagena (1997) y
Pelotero (1997).
A principios de los años
setenta un grupo de escritores puertorriqueños, principalmente poetas y
dramaturgos pertenecientes a la comunidad de residentes en Estados Unidos
fundaron un original movimiento que pretendía dar voz a inmigrantes procedentes
de la isla y mezclar español e inglés en sus obras como reflejo del verdadero
idioma que se hablaba en las calles de las ciudades estadounidenses y, en
particular, en las de los barrios marginales de Nueva York. El movimiento,
denominado ?Nuyorican writers?, contó entre sus propulsores con nombres como los
de Miguel Algarín, Pedro Pietri, Miguel Piñero y Lucky Cienfuegos. El uso del ¿spanglish?
y la experimentación con literatura bilingüe son las herramientas con las que
los ¿Nuyorican? intentaban expresar el sentir de una comunidad latina que se
desenvolvía, no sin problemas, en un medio anglosajón.
Tras el estreno de la
obra de Piñero Short eyes (1971), en la que el autor transmite con
verdadero talento el ambiente de las cárceles neoyorquinas (en las que estuvo
confinado varias veces), muchas puertas se abrieron a algunos miembros de ¿Nuyorican?,
en particular al propio Piñero y a Algarín, doctorado ya este último en
literatura, que fueron contratados para escribir los guiones de series tan
populares de la televisión como por entonces eran Kojak y Bareta,
primero, y Miami Vice, después. Por su
parte, Algarín fundó en 1973 el Nuyorican Poets Café, situado en el 236 East 3rd
St. de Nueva York y aún borboteante de actividad poética. Es todavía centro en
el que se reúnen narradores y versificadores (puertorriqueños y no
puertorriqueños) y del que constantemente salen nuevos valores literarios fruto
de los populares concursos de poesía que allí se organizan. Por sus mesas
desfilaron autores de la Beat Generation norteamericana
como Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti,
William Burroughs, Amiri Baraka
o Gregory Corso para recitar o escuchar las voces del ¿Loisaida? (como en argot
se denomina al barrio de inmigrantes Lower East Side). Precisamente Algarín ganó
el American Book Award en 1994 por Aloud: Voices from de Nuyorican Poets Café,
un repaso a los muchos años de poesía derramada por las mesas de aquel bar.
Otras obras de Algarín son On call (1980), Body
Bee Calling from the 21st
Century (1981) o Ya es tiempo/Time is now (1985). Lucky Cienfuegos
murió tiroteado en 1987 y Piñero, víctima de una cirrosis hepática, en 1988.
Luis López Nieves
es uno de los autores más exitosos de la literatura puertorriqueña de finales
del siglo XX y principios del XXI, sobre todo a raíz de la publicación de su
cuento Seva (2000). Compagina López Nieves su dedicación a la escritura
con la enseñanza (es catedrático de literatura) y la redacción de guiones,
algunos de ellos de éxito en Puerto Rico, además de colaborar en diarios de la
isla (Momento, Claridad y El Mundo) y en la televisión. En
1987 publicó Escribir para Rafa y Te traigo un cuento, ambos
volúmenes de relatos. En 2000 también publicó otro libro de cuentos históricos
titulado La verdadera muerte de Juan Ponce de León. La felicidad
excesiva de Alejandro Príncipe (2001) es su última aportación literaria, una
novela que fue presentada por el autor como tesis doctoral (1980) en la
universidad en la que cursó estudios en el Estado de Nueva York (Estados Unidos).
Ha participado también en numerosas antologías como El muro y la intemperie:
El nuevo cuento latinoamericano (1989), Cuentos para ahuyentar el turismo
(1991), la publicada en Alemania Die horen (1997) o Los nuevos
caníbales: Antología de la más reciente cuentística del Caribe hispano
(2000). En 2001 tenía previsto la publicación de su novela El retorno de la
emperatriz y del volumen de cuentos Últimas palabras.
Merece ser nombrado en esta
lista de últimos Arturo Echeverría, que se adentró en la novela en 1994 cuando
publicó la obra de acción Como el aire de abril, tras haber desarrollado
durante años trabajos de crítica literaria. En Como el aire en abril el
autor esboza un ?thriller? en el que se aborda la búsqueda de un profesor
universitario desaparecido.
Mayra Santos Febres (1966)
pertenece a la más reciente generación de creadores literarios puertorriqueños.
Poeta, narradora y ensayista, Santos es autora de dos volúmenes de versos (El
orden escapado y Anamú y Manigua), de dos libros de cuentos (Pez
de vidrio y El cuerpo correcto, de 1995 y 1998 respectivamente y
reunidos ambos bajo el título de Urban Oracles, en 2000) y de la novela
Sirena Selena vestida de pena (2000), historia de un joven ?gay? adoptado
por el travesti Martha Divine, que le anima a su conversión en artístico
?performer?. Artículos suyos han sido publicados en medios impresos de Cuba,
Argentina, Francia, Estados Unidos, México y Brasil. Ganó el primer premio de
cuentos Letras de Oro en 1994 y el Radio Sarandí del Certamen Internacional de
Cuento Juan Rulfo en 1996. Pertenece también a esa generación de creadores
literarios que tienen en Internet el soporte de difusión para sus obras.
Y nuevo valor de las letras
boricuas es Ángel Lozada (1968), autor de la novela La Patografía y
residente en Nueva York. Los cuentos Brevísimas violencias, de Mayra
Santos y Las siete palabras, de Ángel Lozada fueron incluidos como
representativos de Puerto Rico en la antología española de literatura
latinoamericana Líneas Aéreas, publicada en 1999 por Lengua de Trapo.
Muchas veces como
vehículo de rebelión contra los canales clásicos de difusión, otras como
experimentación alternativa y global de comunicación, y otras más como sistema
de manifestación de la singularidad cultural de Puerto Rico, la red tejida por
la araña de Internet está atrapando a
muchos autores literarios de la isla, más teniendo en cuenta que este país es,
de los latinoamericanos y caribeños, el que mayor número de usuarios registra en
los estudios de mercado internacionales. Muchos artistas puertorriqueños, tanto
da que sean residentes en la isla o no, tienen páginas web propias o pertenecen
a círculos desde los que se puede acceder mediante enlaces a esas páginas,
generalmente más dotadas de contenido que de continente. Desde la
www.proyectosalonhogar.com
se puede, por ejemplo, tener acceso a innumerables trabajos
relacionados a su historia y cultura. Hay que tener en cuenta que estas páginas
sirven de vehículo para la afirmación de corrientes como en su momento sirvieron
las páginas de revistas, muchas veces clandestinas y mayoritariamente de vida
breve, que dieron a conocer a los creadores de las nuevas tendencias literarias
en la segunda mitad del siglo XIX y la totalidad del XX. En esa labor están
algunas publicaciones cibernéticas como El cuaderno Quenepón, de
contenido irreverente y al que tienen acceso temáticas controvertidas o autores
estigmatizados, o El fémur de tu padre (revista de literatura presentada
como ¿virus? cultural). Temas no por políticos más trascendentes son los que se
tratan en Consenso Nacional puertorriqueño, en la que numerosos
ensayistas, unos que ensayan y otros que ejercen, presentan sus propuestas para
la creación de un estado puertorriqueño ajeno a cualquier tipo de afinidad
económica o cultural tanto de poso colonial como de residuo asociativo. Pero en
general, las páginas culturales puertorriqueñas, predominantemente ajenas a los
círculos de poder, se presentan como proyectos alternativos de un modelo social
o como desafíos a los canales gubernamentales o seudogubernamentales de difusión
de la cultura.
En el campo de la poesía
tiene su sitio Carlos Roberto Gómez Beras (1959), un versificador claramente
influido por Neruda, aunque su voz
mantenga la independencia del artista de talento. Su obra más aconsejable es
La paloma de la plusvalía y otros poemas para empedernidos (1995), un
conjunto de textos en el que la mujer, la evocación y el entorno urbano son
elementos que el poeta maneja con donaire para alcanzar equilibrios líricos.
O Edgardo Nieves Mieles,
perteneciente a la ¿generación del 80? y autor rebelde con la sociedad de la
información, que en su Ramalazo de semen en la mejilla ortodoxa (1987),
demuestra ser poseedor de un talento especial para la creación lingüística en
planos eclécticos que funden la actualidad de las situaciones de su entorno con
estilos propios del clasicismo o de las vanguardias. El humor (para el que la
musa le ha iluminado con la mejor de las capacidades irónicas del Caribe), el
erotismo y la música, y no necesariamente juntos ni en ese orden, conforman
buena parte de sus recursos líricos. Es también autor de una novela, Hasta
que se congele el infierno y de un volumen de relatos llamado Los mejores
placeres suelen ser verdes.
Vía de difusión de la ¿generación
de los 80? ha sido la revista Filo de Juego, que a pesar de lo parvo de
su existencia (1984-1987) ofreció voces de poetas puertorriqueños que han
llegado a afianzarse en los años 90 como agudos versificadores. Es el caso de
Rafael Acevedo, estudioso del bolero, son del que se nutren muchas de sus
composiciones, Israel Ruiz Cumba, poeta de lo cotidiano, o Juan Quintero
Herencia, en el que el ritmo musical se acerca también a los sonidos caribeños,
pero en este caso a la salsa. Y aunque alejado de los anteriores por la
entonación de sus rimas es necesario mencionar a Andrés Castro Ríos, autor de un
volumen titulado La noche y la poesía tienen algo que decir (1998), en el
que el autor se adentra en los vericuetos de la sociedad actual para mostrar su
repulsa hacia situaciones en las que la injusticia y el desprecio son
protagonistas.
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