L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
Asesinato
en Bardsley Mews
Por: Agatha Christie
-Una
limosnita, señor...
Un chiquillo de cara
tiznada sonrió al primer inspector Japp para ganarse su voluntad.
- ¡Ni soñarlo!
-exclamó el policía-. Y además escucha bien, muchacho...
Y le dirigió un breve
sermón. El asustado golfillo, emprendiendo la retirada, dijo a sus jóvenes
amigos:
- ¡Cáscaras, pues no
es un «poli» camuflado!
Y la pandilla puso
pies en polvorosa, cantando:
Recuerden, recuerden
el cinco de
noviembre.
Pólvora, traición e
intriga.
No veo razón para que
esa traición deba ser nunca olvidada.
El compañero del
primer inspector, un hombrecillo menudo, de cierta edad, cabeza de huevo y
grandes bigotes que le daban un aire marcial, sonreía para sí.
- Tres bien, Japp
-comentó-. ¡Ha sido un buen servicio! ¡Le felicito!
- ¡El día de Guy
Fawkes es un buen pretexto para mendigar! -dijo Japp.
- Una tradición
interesante -repuso Hércules Poirot-. Se siguen lanzando fuegos
artificiales... bum... bum... bum... mucho después de que han olvidado al
personaje que conmemoran y su doctrina. El hombre de Scotland Yard estuvo de
acuerdo.
- Supongo que la
mayoría de esos muchachos ignoran quién fue en realidad Guy Fawkes.
- Y sin duda alguna,
dentro de poco habrá confusión de ideas. ¿Es en su honor o todo lo contrario
el disparo de feu d'artifice del cinco de noviembre? ¿Fue un pecado o una
noble gesta el echar abajo el Parlamento inglés?
Japp rió.
- Ciertamente que
muchas personas dirían que lo primero. Dejando la calle principal, los dos
hombres se adentraron en la relativa tranquilidad de los Jardines de
Bardsley Mews. Habían cenado juntos y ahora se dirigían al piso de Hércules
Poirot.
Mientras caminaban
oían de vez en cuando las detonaciones de los cohetes que seguían
estallando, y periódicamente una lluvia de oro iluminaba el cielo.
- Buena noche para
cometer un crimen -observó Japp con interés profesional-. Por ejemplo, en
una noche como ésta nadie oiría un disparo.
- Siempre me ha
extrañado que los criminales no aprovecharan más esta ventaja -repuso
Hércules Poirot.
- Sabe una cosa,
Poirot? Algunas veces desearía que usted cometiese un crimen.
- Mon cher!
- Sí. Me gustaría ver
cómo lo hacía.
- Mi querido Japp: si
yo cometiera un crimen, usted no tendría ni la más remota oportunidad de
verlo... ni siquiera de saber que lo había cometido.
Japp rió de buen
grado y con afecto.
- Es usted
endiabladamente orgulloso, ¿no le parece? -añadió en tono indulgente.
A las diez y media de
la mañana siguiente sonó el teléfono de Hércules Poirot.
- ¿Diga? ¿Diga?
- Hola, ¿es usted
Poirot?
- Oui, c'est moi.
- Le habla Japp.
¿Recuerda que ayer noche volvimos a casa por los jardines de Bardsley Mews?
- Sí.
- ¿Y que hablamos de
lo sencillo que resultaría disparar matando a una persona en medio del
estruendo de los cohetes y petardos?
- Desde luego.
- Bien, hubo un
suicidio en esa zona. En la casa número catorce. Se trata de una joven
viuda... una tal señora Alien. Ahora voy para allí. ¿Le gustaría
acompañarme?
- Perdóneme, pero ¿es
corriente enviar a una persona de su categoría por un caso de suicidio, mi
querido amigo?
- Es usted muy sagaz.
No... no es corriente. A decir verdad, el médico opina que hay algo raro en
todo esto. ¿Quiere acompañarme? Tengo el presentimiento de que usted habrá
de intervenir.
- Desde luego que
iré. ¿Dijo usted que en el número catorce?
- Exactamente.
Poirot llegó al
número catorce de los Jardines Bardsley Mews casi al mismo tiempo que el
automóvil que conducía a Japp y otros tres hombres.
Era evidente que el
número catorce acaparaba la atención general, y b rodeaba un enorme círculo
de personas... chóferes, sus esposas, mandaderos, desocupados, señores bien
vestidos e innumerables chiquillos, todos con la boca abierta y mirada de
asombro.
Un policía de
uniforme estaba en la entrada para contener a los curiosos. Jóvenes de aire
avispado deambulaban atareadísimos con sus cámaras fotográficas y se
abalanzaron sobre Japp al verle descender del coche.
- Ahora no puedo
decirles nada -cortó Japp apartándolos para dirigirse a Poirot-. ¿De modo
que ya está usted aquí? Entremos. Penetraron rápidamente en el interior de
la casa, y la puerta cerróse tras ellos, dejándoles ante una escalera
parecida a la de los barcos. Un hombre asomó la cabeza desde arriba, y
reconociendo a Japp dijo:
- Es aquí arriba,
inspector.
Japp y Poirot
subieron la escalerilla.
El hombre que les
había hablado abrió una puerta a la izquierda y les hizo pasar a un pequeño
dormitorio.
- Pensé que le
agradaría conocer los datos más importantes, inspector.
- Cierto, Jameson
-replicó Japp-. ¿Cuáles son?
El inspector Jameson
tomó la palabra.
- La difunta es la
señora Alien, inspector. Vivía aquí con una amiga... la señorita
Plenderleith. Miss Plenderleith estaba en el campo y regresó esta mañana.
Abrió ella misma con su llave y sorprendióse al no encontrar a nadie. Por lo
general viene a las nueve una mujer para hacer la limpieza. Subió primero a
su habitación, que es ésta, y luego fue a la de su amiga, que está al otro
lado del descansillo. La puerta estaba cerrada por dentro. Estuvo llamando y
golpeándola sin obtener respuesta. Al fin, alarmada, telefoneó a la policía.
Eso fue a las diez cuarenta y cinco. Vinimos en seguida y forzamos la
puerta. La señora Alien estaba tendida en el suelo con un balazo en la
cabeza. En la mano tenía una automática... una «Webley», calibre
veinticinco, y... aparentemente se trata de un caso claro de suicidio.
- ¿Dónde está ahora
la señorita Plenderleith?
- Abajo, en la sala,
inspector. Es una joven fría y eficiente, con mucha cabeza.
- Luego hablaré con
ella. Ahora será mejor que vea a Brett. Acompañado de Poirot, atravesó el
descansillo para dirigirse a la otra habitación, donde les recibió un hombre
alto y de cierta edad.
- Hola, Japp, celebro
verle por aquí. Este caso es muy curioso.
Japp se aproximó a
él, mientras Hércules Poirot echaba un rápido vistazo a su alrededor.
Se trataba de una
habitación mucho más grande que la que acababan de abandonar. Tenía un
mirador y en tanto que la otra era puramente dormitorio, aquella estancia
parecía más bien una especie de saloncito.
Las paredes eran de
un tono plateado y el techo verde también plata y verde. Había un diván
tapizado de seda verde con profusión de cojines dorados y plateados. Un
canterano antiguo de nogal, una cómoda de la misma madera y varias sillas
modernas cromadas. Sobre una mesita baja, de cristal, veíase un gran
cenicero repleto de colillas.
Poirot, con
delicadeza, olfateó el aire. Luego fue a reunirse con Japp, que estaba
contemplando el cadáver.
Tendido sobre el
suelo, como si hubiera resbalado de una de las sillas cromadas, estaba el
cadáver de una mujer joven, tal vez de unos veintisiete años. Era rubia y de
facciones delicadas e iba apenas maquillada. En el lado izquierdo de su
rostro había una masa de sangre coagulada. Los dedos de su mano derecha
estaban crispados sobre una pequeña pistola, y vestía un sencillo vestido
verde cerrado hasta el cuello.
- Bueno, Brett, ¿cuál
es su opinión? -Japp miraba el cadáver.
- La posición es
correcta -indicó el médico-. Si se mató ella misma es probable que cayera en
esta posición. La puerta estaba cerrada por dentro, así como la ventana.
- ¿Dice usted que es
correcta? Entonces, ¿qué es, pues, lo curioso?
- Eche usted una
mirada a la pistola. No la he tocado... espero que vengan a tomar las
huellas, pero podrá ver fácilmente b que quiero decir.
Poirot y Japp se
arrodillaron para examinar el arma de cerca.
- Ya comprendo a qué
se refiere -dijo Japp levantándose-. Está en la curva de su mano. Parece que
la sostiene... pero en realidad no es así. ¿Algo más?
- Sí. Tiene la
pistola en la mano derecha. Ahora fíjese en la herida. El arma fue colocada
junto a la cabeza, precisamente encima de su oreja izquierda... la
Izquierda. ¿Se fija?
- ¡Hum! -repuso Japp-.
Es cierto. ¿No es posible que disparara su pistola en esa misma posición con
la mano derecha?
- Yo diría que es
completamente imposible. Se puede colocar el brazo en esa posición, pero
dudo de que se consiguiera disparar.
- Entonces resulta
bastante evidente. Alguien la mató y luego trató de hacer que pareciera un
suicidio. Aunque, ¿cómo se explica que la puerta y la ventana estuviesen
cerradas?
El inspector Jameson
fue quien contestó a su pregunta.
- La ventana estaba
cerrada por dentro, inspector, pero aunque la puerta lo estaba también, no
hemos conseguido encontrar la llave. Japp hizo un gesto de asentimiento.
- Sí. Eso fue un gran
fallo. Quienquiera que haya sido, cerró la puerta al marcharse con la
esperanza de que no se notase la falta de la llave.
- C'est béte, ca!
- Oh, vamos, Poirot,
no debe juzgar a los demás con la luz de su brillante intelecto. A decir
verdad, es un detalle que pudo muy bien pasar inadvertido. La puerta está
cerrada. Se abre por la fuerza... encuentra a una mujer muerta... con la
pistola en la mano... un caso claro de suicidio...: se encerró para matarse.
No tiene por qué buscar la llave. Fue una suerte que la señorita
Plenderleith avisara a la policía. Pudo hacer que un par de chóferes
abrieran la puerta... y entonces la cuestión de la llave hubiera pasado por
alto.
- Sí, creo que tiene
razón -repuso Hércules Poirot-. Hubiera sido la reacción natural de
muchísimas personas. La policía siempre es el último recurso, ¿no es cierto?
Sus ojos no se
apartaron del cadáver.
- ¿Hay algo que le
llame la atención? -le preguntó Japp en tono intrascendente, aunque sus ojos
expresaban interés.
Hércules Poirot meneó
lentamente la cabeza.
- Miraba su reloj de
pulsera.
E inclinándole lo
tocó apenas con la punta de un dedo. Era una joya muy bonita, sujeta por una
cinta negra de moaré a la muñeca de la mano que sostenía la pistola.
- Es muy lindo
-observó Japp-. ¡Debió costar mucho dinero! -Miró interrogadoramente a
Poirot-. ¿Le sugiere alguna cosa?
- Es posible... sí.
Poirot dirigióse al
canterano. Lo abrió, bajando la tapa delantera. El interior estaba dispuesto
de modo que hiciera juego con el resto de la habitación.
En el centro había un
enorme tintero de plata, y ante él un bonito secante de laca verde. A la
izquierda de éste veíase una bandejita de cristal verde conteniendo un
portaplumas de plata... una barra de lacre verde, un lápiz y dos sellos. A
la derecha del secante, un calendario movible que indicaba el día de la
semana, el mes y la fecha. Había también un cacharrillo de cristal por el
que asomaba una elegante pluma de ave color verde, que al parecer interesó a
Poirot. La sacó para observarla, pero no estaba manchada de tinta, lo cual
era prueba de que sólo constituía un elemento decorativo... nada más. El
portaplumas de plata sí que parecía haber sido utilizado. La mirada de
Poirot se posó en el calendario.
- Martes, cinco de
noviembre -dijo Japp-. Es la fecha de ayer, y por b tanto la que
corresponde.
Se volvió hacia Brett.
- ¿Cuánto tiempo
lleva muerta?
- La mataron a las
once y treinta y tres minutos de la noche de ayer
- replicó el doctor
sin vacilar. Al ver la cara de asombro de Japp sonrió-. Lo siento, amigo
mío. He querido hacer como los médicos de las novelas. A decir verdad, lo
más que puedo precisar son las once... con un margen de una hora antes y
otra después.
- Oh, pensé que se le
habría parado el reloj de pulsera... o algo así.
- Desde luego, está
parado, pero a las cuatro y cuarto.
- Y supongo que no
pudo ser asesinada a esa hora...
- Puede tener plena
seguridad.
Poirot dio la vuelta
al secante.
- Buena idea -dijo
Japp-; pero no ha habido suerte.
El secante mostraba
una blancura impoluta. Poirot fue revisando las hojas de recambio, pero
estaban todas sin estrenar.
Entonces dedicó su
atención al cesto de los papeles.
Contenía dos o tres
cartas hechas pedazos y varias circulares. Sólo estaban partidas por la
mitad y era fácil reconstruirlas. Una petición de un donativo para una
sociedad de ayuda a los ex combatientes; una invitación para un refresco que
debía celebrarse el tres de noviembre, y una nota de una modista. Las
circulares eran un anuncio de una tienda de pieles y un catálogo de unos
almacenes.
- Nada -dijo Japp.
- No, es extraño...
-comentó Poirot.
- ¿Se refiere a que
suele dejarse una carta cuando se trata de un suicidio?
- Exacto.
- ¡Una prueba más de
que no fue suicidio!
Se dirigió a la
puerta.
- Ahora dejemos que
mis hombres se pongan a trabajar. Será mejor que baje a hablar con la
señorita Plenderleith. ¿Me acompaña, Poirot? El aludido parecía continuar
enfrascado en la contemplación del escritorio y su contenido.
Al salir de la
habitación sus ojos se volvieron una vez más para mirar la flamante pluma de
ave de color verde.
CAPÍTULO II
AL pie del estrecho
tramo de escalones se abría la puerta que daba acceso a un amplio
saloncito... y en aquella estancia, cuyas paredes estaban recubiertas de una
pintura rugosa de gran efecto, y de las que pendían grabados al aguafuerte y
en madera, hallábanse sentadas dos personas.
Una, muy cerca de la
chimenea y con las manos extendidas hacia el fuego, era una mujer morena, de
aspecto inteligente, de unos veintisiete o veintiocho años. La otra, de más
edad y de amplias proporciones, llevaba una bolsa de cordel y manoteaba y
charlaba cuando los dos hombres entraron en la habitación.
-...y como ya le
dije, señorita, el corazón me ha dado un vuelco tan grande que casi me caigo
redonda al suelo. Y pensar que precisamente esta mañana...
- Está bien, señora
Pierce. Creo que esos caballeros son inspectores de policía.
- ¿La señorita
Plenderleith? -preguntó Japp, adelantándose. La joven asintió.
- Ese es mi nombre.
Esta es la señora Pierce, que viene cada día a hacer la limpieza.
Y la señora Pierce
volvió a tomar la palabra.
- Y cómo le estaba
diciendo a la señorita Plenderleith... pensar que esta mañana, precisamente
esta mañana, mi hermana Luisa Maud ha tenido un ataque y yo era la única que
podía atenderla... y como digo, la sangre tira y pensé que no le importaría
a la señora Alien, aunque no me agradaría faltar a mis señoras...
Japp la interrumpió
con cierta astucia.
- Desde luego, señora
Pierce. ¿Quiere acompañar al inspector Jameson a la cocina y hacerle un
breve resumen de lo ocurrido? Una vez se hubo librado de la señora Pierce,
que salió con Jameson charlando por los codos, Japp dedicó su atención a la
joven.
- Soy el primer
inspector Japp, señorita Plenderleith; le agradecería me dijera todo lo que
sea posible acerca de este asunto.
- Desde luego. ¿Por
dónde empiezo?
Su serenidad era
admirable. No daba la menor muestra de pesar o sobresalto, como no fuera una
ligera rapidez en sus ademanes.
- Usted llegó esta
mañana. ¿A qué hora?
- Creo que poco
después de las diez y media. La señora Pierce, esa vieja bruja, no estaba
aún aquí...
- ¿Suele ocurrir a
menudo?
Jane Plenderleith se
encogió de hombros.
- Una o dos veces por
semana aparece a las doce... o a ninguna hora. Debiera estar aquí a las
nueve. Como le digo, un par de veces por semana o «viene cuando le parece»,
o alguien de su familia se pone enfermo. Todas esas mujeres son iguales...
fallan de vez en cuando, y ésta es de las peores.
- ¿Hace mucho que la
tienen?
- Sólo un mes. La
última que tuvimos se llevaba todo lo que podía.
- Por favor,
continúe, señorita Plenderleith.
- Pagué al taxista,
entré mi maleta y busqué a la señora Pierce. En vista de que no estaba, subí
a mi habitación. Me arreglé un poco y fui al dormitorio de Bárbara... la
señora Alien... encontrando la puerta cerrada. Estuve llamando y golpeando
sin obtener respuesta. Entonces bajé a telefonear al puesto de policía.
- Pardon! -Poirot
intervino con una pregunta rápida-. ¿No se le ocurrió tratar de echar abajo
la puerta... con la ayuda de algún chófer, pongo por ejemplo?
Sus ojos se volvieron
hacia él... eran fríos y de un color verde gris. Pareció contemplarle
inquisitivamente.
- No, no se me
ocurrió. Si ocurría algo anormal me pareció que lo mejor era llamar a la
policía.
- Entonces ¿usted
pensó... pardon, mademoiselle... que ocurría algo anormal?
- Naturalmente.
- ¿Porque sus
llamadas no obtuvieron respuesta? Su amiga pudo haber tomado una pastilla
para dormir o algo por el estilo...
- Ella no tomaba
drogas para dormir.
La respuesta fue
tajante.
- O pudo marcharse y
cerrar la puerta con llave.
- ¿Por qué había de
cerrarla? En todo caso me hubiera dejado una nota.
- ¿Y no... se la
dejó? ¿Está bien segura?
- Claro que lo estoy.
La hubiera visto en seguida.
Su tono se iba
haciendo más cortante.
- ¿No trató de mirar
por el ojo de la cerradura, señorita Plenderleith?
- le preguntó Japp.
- No -repuso
pensativa-. No me pasó siquiera por la imaginación. Pero no hubiera visto
nada, ¿no le parece? La llave debía estar puesta.
Su mirada inocente e
interrogadora sostuvo la de Japp. Poirot sonrió para sí.
- Hizo usted muy
bien, desde luego, señorita Plenderleith -dijo Japp-. Supongo que no tendría
usted motivos para creer que su amiga estaba dispuesta a suicidarse.
- Oh, no.
- ¿No le pareció
angustiada... o decepcionada en algún sentido? Hubo un silencio antes de que
la joven respondiera escuetamente:
- No.
- ¿Sabía usted que
tenía una pistola?
- Sí; la trajo de la
India, y la guardaba en un cajón de su dormitorio.
- ¡Hum!... ¿Tenía
licencia de armas?
- Lo supongo, pero no
estoy segura.
- Señorita
Plenderleith, ¿quiere decirme todo lo que pueda acerca de la señora Alien...?
Cuánto tiempo hace que la conocía..., dónde viven sus familiares..., en
fin..., todo.
Jane Plenderleith
asintió.
- Conocí a Bárbara
hará unos cinco años... en su primer viaje al extranjero. En Egipto, para
ser exacta. Regresaba a su casa desde la India. Yo había estado en el
colegio inglés de Atenas durante algún tiempo y pasaba unas semanas en
Egipto antes de volver a casa. Hicimos juntas el crucero del Nilo, y
simpatizamos, convirtiéndonos en grandes amigas. Hacía tiempo que yo buscaba
alguien con quien compartir un piso o una casa pequeña. Bárbara estaba sola
en el mundo; y pensamos que nos llevaríamos bien.
- ¿Y se llevaban
bien? -preguntó Poirot.
- Estupendamente.
Cada una tenía sus amistades... Bárbara era más sociable... mis amigos eran
más bien artistas. Probablemente era mejor así.
Poirot asintió en
tanto que Japp preguntaba:
- ¿Qué sabe usted de
la familia de la señora Alien y de su vida antes de conocerla a usted?
Jane Plenderleith
encogióse de hombros.
- No mucho, la
verdad. Creo que su nombre de soltera era Armitage.
- ¿Y su marido?
- Creo que bebía. Me
imagino que falleció al año o dos de matrimonio. Tuvieron una niña que murió
a los tres años. Bárbara no hablaba mucho de su marido. Tengo entendido que
se casó con él en la India cuando tenía diecisiete años. Se fueron a Borneo
o a uno de esos lugares olvidados de Dios donde se envía a los inútiles...
pero como era un tema doloroso nunca le hablaba de ello.
- ¿Sabe si la señora
Alien tenía dificultades económicas?
- No, estoy segura de
que no.
- ¿No tenía deudas...
o algo por el estilo?
- ¡Oh, no! Estoy
segura de que no estaba en ningún apuro.
- Ahora debo hacerle
otra pregunta... y espero que no se moleste por ella, señorita Plenderleith.
¿La señora Alien tenía algún enemigo o amigos íntimos?
Jane Plenderleith
repuso fríamente:
- Pues... estaba
prometida para casarse, si es que con esto respondo a su pregunta.
- ¿Cómo se llama su
prometido?
- Carlos Laverton-West.
Es miembro del Parlamento en cierto lugar de Hampshire.
- ¿Le conocía desde
mucho tiempo atrás?
- Poco más de un año.
- Y... ¿cuánto tiempo
llevaban prometidos?
- Pues... dos... no,
cerca de tres meses.
- ¿Y que sepa usted,
no tuvieron ninguna disputa?
La señorita
Plenderleith meneó la cabeza.
- No. Me hubiera
sorprendido mucho. Bárbara no solía enfadarse.
- Cuándo vio por
última vez a la señora Alien?
- El viernes pasado,
poco antes de marcharme para el fin de semana.
- ¿La señora Alien
pensaba permanecer en la ciudad?
- Sí. Creo que el
domingo iba a salir con su prometido.
- ¿Y usted, dónde
pasó el fin de semana?
- En Laidells
Hall, Laidells. Essex.
- ¿Quiere darme el
nombre de las personas con quienes estuvo?
- El señor y la
señora Bentinck.
- ¿Y se marchó de su
casa esta mañana?
- Sí.
- Debió salir muy
temprano.
- El señor Bentinck
me trajo en su coche. Sale muy pronto porque tiene que estar en la ciudad a
las diez.
- Ya.
Japp asintió. Todas
las respuestas de la señorita Plenderleith eran firmes y convincentes.
Poirot intervino
preguntando:
- ¿Qué opinión es la
de usted, respecto al señor Laverton-West? La joven encogióse de hombros.
- ¿Importa eso?
- No; tal vez no
importe; pero me gustaría conocer su opinión.
- Me es completamente
indiferente. Es joven... no tendrá más de treinta y uno o treinta y dos
años... ambicioso... un buen orador... y tiene intención de abrirse camino
en la vida.
- Todo esto ¿debo
colocarlo en el lado del Debe... o en el del Haber?
- Pues... -la
señorita Plenderleith reflexionó unos instantes-. En mi opinión es vulgar...
sus ideas no son particularmente originales... y es bastante engreído.
- Esos son defectos
graves, mademoiselle -dijo Poirot.
- ¿Usted cree eso?
-su tono era un tanto irónico-. Tal vez lo sean para usted.
Poirot no dejaba de
observarla, y al verla desconcertada aprovechó la ventaja.
- Pero, para la
señora Alien... no, ella ni siquiera los habría notado.
- Tiene muchísima
razón. A Bárbara le parecía maravilloso. Poirot dijo en tono amable:
- ¿Quería usted a su
amiga?
- Sí; la quería.
- Una cosa más,
señorita Plenderleith -dijo Poirot-. ¿Usted y su amiga no se pelearon? ¿No
hubo ningún disgusto entre ustedes?
- En absoluto.
- ¿Ni siquiera por su
noviazgo?
- No. Yo me alegré de
que se sintiera feliz.
Hubo una pausa y al
cabo Japp dijo:
- ¿Tenía enemigos la
señora Alien?
Esta vez Jane
Plenderleith tardó mucho en contestar, y cuando al fin b hizo con voz un
tanto alterada.
- No sé exactamente
lo que usted quiere decir..., ¿enemigos?
- Por ejemplo,
cualquiera que se beneficiara con su muerte.
- Oh, no; sería
ridículo. De todas formas, tenía una renta muy reducida.
- ¿Y quién le hereda?
- Creerá que no lo
sé? No me sorprendería que fuese yo. Es decir, si es que hizo testamento.
- ¿Y no tenía
enemigos en otro sentido? -Japp enfocó rápidamente otro aspecto de la
cuestión-. Alguien que la odiara...
- No creo que le
odiara nadie. Era una criatura muy amable, siempre deseosa de agradar. Tenía
una naturaleza dulce y adorable. Por primera vez su voz dura e indiferente
se quebró. Poirot asintió comprensivamente.
Japp dijo:
- De modo que el
resumen es éste... La señora Alien había estado de buen humor últimamente;
no tenía dificultados económicas, estaba prometida para casarse, y ese
noviazgo la hacía feliz. No existía nada que la impulsara al suicidio. ¿Es
así?
Después de una corta
pausa, Jane repuso:
- Sí.
Japp se levantó; se
dispuso a salir de la estancia.
- Perdóneme, debo
hablar con el inspector Jameson.
Hércules Poirot quedó
conversando con Jane Plenderleith.
CAPÍTULO III
Durante unos minutos
reinó el silencio.
Jane Plenderleith
lanzó una rápida mirada apreciativa al hombrecillo, pero después permaneció
con la vista fija en un punto lejano, y sin pronunciar palabra. No obstante,
su presencia la ponía nerviosa, y cuando al fin Poirot rompió el silencio,
el mero sonido de su voz pareció proporcionarle cierto alivio. En tono
indiferente le hizo una pregunta.
- Cuándo encendió
usted el fuego mademoiselle?
- ¿El fuego? -Su tono
era vago y abstraído-. ¡Oh, esta mañana, en cuanto llegué!
- ¿Antes o después de
subir?
- Antes.
- Ya. Sí;
naturalmente... Y, ¿estaba preparado... o tuvo que prepararlo usted?
- Estaba a punto.
Sólo tuve que acercar una cerilla.
En su tono había un
timbre de impaciencia. Por lo visto sospechaba su afán de hacerla hablar, y
sin duda ésta era su intención, puesto que continuó:
- Pero en la
habitación de su amiga he notado que el fuego es de gas...
Jane Plenderleith
repuso mecánicamente:
- Éste es el único
fuego de carbón que tenemos... los otros son todos de gas.
- Yo creo que hoy en
día lo hace todo el mundo.
- Cierto. Resulta
barato.
La conversación
languideció. Jane Plenderleith golpeaba el suelo con el pie impaciente,
hasta que al fin dijo con brusquedad:
- Ese hombre... el
primer inspector Japp... ¿se le considera inteligente?
- Es muy eficiente, y
está bien considerado. Trabaja de firme y a conciencia, y pocas cosas se le
escapan.
- Me pregunto...
-murmuró la joven.
Poirot la observaba.
¡Qué verdes eran sus ojos vistos a la luz de las llamas!
- ¿La muerte de su
amiga ha sido un gran golpe para usted? -le preguntó.
- Terrible -expresó
con evidente sinceridad.
- ¿No lo esperaba?
- Desde luego que no.
- Al principio debió
parecerle que era imposible... que no podía ser cierto...
La simpatía de su
tono pareció desarmar a Jane Plenderleith, que replicó con voz natural, sin
la menor tirantez:
- Así es. Incluso
aunque Bárbara se suicidara, no puedo imaginarla matándose de esa manera.
- Sin embargo, ella
tenía una pistola.
La joven hizo un
gesto de impaciencia.
- Sí; pero esa
pistola era... ¡oh!, una amenaza. Había estado en lugares muy apartados. La
conservaba por hábito... no con otra idea. Estoy convencida.
- ¡Ah! ¿Por qué está
tan segura?
- Por las cosas que
decía...
- ¿Por ejemplo?
Su tono seguía siendo
amable, y Jane contestó sin recelo.
- Pues, una vez,
estábamos discutiendo acerca del suicidio, y dijo que el medio más sencillo
sería dejar abierta la llave del gas y acostarse. Yo le dije que a mí me
parecería imposible... permanecer echada esperando, y que preferiría
dispararme un tiro. Ella en cambio dijo que no, que no sería capaz de
hacerlo. Tenía miedo de que no funcionara la pistola, y de todas maneras
odiaba el estruendo.
- Ya -repuso Poirot--.
Como usted dice, es extraño... Porque, como usted acaba de decirme, hay un
fuego de gas en su habitación. Jane Plenderleith le miraba un tanto
sorprendida.
- Sí; lo hay... No
puedo comprender... no, no comprendo por qué no b utilizó.
- Sí, resulta...
extraño... poco natural -dijo Poirot meneando la cabeza.
- Todo esto es muy
poco natural. Aún no puedo creer que se suicidara. Y supongo que tuvo que
suicidarse.
- Bueno, cabe otra
posibilidad.
- ¿Qué quiere usted
decir?
Poirot la miró a los
ojos.
- Podría tratarse
de... un crimen.
- ¡Oh, no! -Jane
Plenderleith echóse hacia atrás-. ¡Oh, no! ¡Qué cosa tan terrible!
- Horrible tal vez,
pero, ¿le parece tan imposible?
- Pero la puerta
estaba cerrada por dentro, igual que la ventana.
- La puerta estaba
cerrada..., sí. Pero no hay nada que demuestre que fuese cerrada por dentro
o por fuera. ¿No sabe? La llave ha desaparecido.
- Pero, entonces...
si no está -hizo una pausa-. Entonces debieron cerrarla por fuera. De otro
modo la hubiesen encontrado en la habitación.
- Ah, todavía es
posible que aparezca. Recuerde que aún no ha sido registrado todo a
conciencia. Tal vez la arrojase por la ventana y alguien pudo cogerla.
- ¡Asesinada!
-exclamó Jane Plenderleith, y considerando aquella posibilidad, su rostro
moreno e inteligente se puso grave-. Creo... creo que tiene usted razón.
- Pero si se trata de
un crimen, tiene que haber un motivo. ¿Y conoce usted alguno, mademoiselle?
La joven meneó la
cabeza lentamente y no obstante, a pesar de su negativa, Hércules Poirot
tuvo la impresión de que le ocultaba algo. En aquel momento se abrió la
puerta y entró Japp.
Poirot se puso en
pie.
- Le estaba
sugiriendo a la señorita Plenderleith -exclamó- que la muerte de su amiga no
fue un suicidio.
Japp, muy
sorprendido, le dirigió una mirada de reproche.
- Es algo pronto para
decir nada definitivo -observó-. Comprenda, nosotros siempre tenemos en
cuenta todas las posibilidades, y por el momento eso es todo.
- Ya comprendo...
-replicó Jane Plenderleith con calma.
Japp se aproximó a
ella.
- Dígame, señorita
Plenderleith, ¿ha visto esto antes de ahora? Y en la palma de la mano le
mostraba un pequeño óvalo de esmalte azul oscuro.
Jane Plenderleith
meneó la cabeza.
- No, nunca.
- ¿No es suyo ni de
la señora Alien?
- No. No es una cosa
que usemos generalmente las mujeres, ¿verdad?
- ¡Oh! ¿De modo que
sabe lo que es?
- Pues está bien
claro, ¿verdad? Es la mitad de un gemelo de caballero.
CAPÍTULO IV
- Esa joven está
demasiado segura de sí misma -se lamentaba Japp. Los dos hombres se
encontraban de nuevo en el dormitorio de la señora Alien. El cadáver había
sido fotografiado, quitado de en medio, y una vez sacadas las huellas
dactilares, los expertos se marcharon.
- Sería poco
aconsejable tratarla como a una tonta-convino Poirot-No tiene nada de tonta.
Es una mujer muy inteligente y capaz.
- Cree usted que fue
ella? -preguntó Japp con un momentáneo rayo de esperanza-. Pudo hacerlo,
sabe. Tendremos que comprobar su coartada. Alguna rencilla por culpa de ese
joven... ese miembro del Parlamento «en embrión». Hablaba de él en un tono
demasiado despreciativo. Resulta sospechoso. Parece como si a ella le
gustara y él la hubiera rechazado. Pertenece a esa clase de personas capaces
de deshacerse de alguien sin perder la cabeza. Sí; tendremos que comprobar
su coartada. Es bien sencillo y, después de todo, Essex no está muy lejos.
Hay muchos trenes, o pudo venir en un automóvil rápido. Vale la pena
averiguar si ayer noche se acostó temprano pretextando una jaqueca o algo
por el estilo.
- Tiene usted razón
-repuso Poirot.
- De todas maneras
-continuó Japp-, nos oculta algo. ¿Eh? ¿No le parece? Esa mujer sabe algo.
Poirot asintió
pensativamente.
- Sí, eso se ve
fácilmente.
- En estos casos
siempre resulta una dificultad más. A la gente le da por callar... algunas
veces por los motivos más honorables.
- Lo cual no puede
ser reprochado, amigo mío.
- No, pero eso nos
complica las cosas -gruñó Japp.
- Aunque sirve para
poner de manifiesto su ingenio -le consoló Poirot-. A propósito, ¿qué hay de
las huellas dactilares?
- No se han
encontrado huellas en la pistola, que fue limpiada cuidadosamente antes de
colocarla en su mano. Aunque hubiera podido, en forma acrobática, dar la
vuelta al brazo por encima de su cabeza, es imposible que la disparara sin
dejar huellas, y no pudo limpiarla después de muerta.
- No, no. Desde luego
tuvo que hacerlo otra persona.
- Por otro lado, las
huellas son descorazonadoras. Ninguna en el pomo de la puerta. Ninguna en la
ventana... sugestivo, ¿verdad? Y muchísimas de la señora Alien por todas
partes.
- ¿Ha averiguado algo
Jameson?
- ¿Por la mujer de la
limpieza? Ha confirmado que la señorita Plenderleith y la señora Alien
estaban en buenas relaciones. He enviado a Jameson a que haga averiguaciones
por el vecindario. También tendremos que hablar con el señor Laverton-West,
para averiguar dónde estuvo ayer noche y qué hizo. Entretanto, vamos a echar
un vistazo a sus papeles.
Y pusieron manos a la
obra sin más dilación. De vez en cuando Japp gruñía o comentaba algo con
Poirot. El registro no duró mucho. En el escritorio había pocos papeles y
todos cuidadosamente ordenados. Al fin Japp se echó para atrás con un
suspiro.
- Aquí no hay gran
cosa.
- Usted lo ha dicho.
- Y la mayoría son...
recibos, algunas cuentas todavía sin pagar... nada de importancia
particular. Invitaciones... cartas de amigos... éstas -y puso la mano sobre
un montón de siete u ocho cartas-, su libro de cheques y el libro del Banco.
¿Le llama la atención alguna cosa?
- Sí. Se había
excedido de su crédito del Banco.
- ¿Algo más?
Poirot sonrió.
- ¿Es que me está
sometiendo a un examen? Pues sí; me he fijado en lo que usted está pensando.
Tres meses atrás sacó doscientas libras... y ayer otras doscientas...
- Y no constan en la
matriz del talonario de cheques. Todos son de pequeñas sumas... el mayor es
de quince libras... Y voy a decirle una cosa... no hay en toda la casa una
cantidad semejante. Cuatro libras en un bolso, y un chelín o dos en otro
portamonedas. Me parece que está bastante claro.
- Eso significa que
ayer mismo pagó esa suma.
- Sí. Ahora bien, ¿a
quién se la pagaría?
Se abrió la puerta
para dar paso al inspector Jameson.
- Bien, Jameson,
¿consiguió algo?
- Sí, varias cosas,
inspector. En primer lugar nadie oyó el disparo. Dos o tres mujeres dicen
que sí porque quieren creer que lo oyeron... pero nada más. Con todos los
cohetes que se dispararon, es casi imposible.
Japp gruñó.
- Lo imagino.
Continúe.
- La señora Alien
estuvo en casa la mayor parte de la tarde y la noche de ayer. Llegó a eso de
las cinco. Luego volvió a salir a las seis para ir hasta el buzón que hay al
final de la calle. A eso de las nueve y media llegó un automóvil... un
«Standard Swallow»... del que se apeó un hombre... de unos cuarenta y cinco
años, bien plantado, de aspecto marcial, bigote de cepillo y vistiendo un
abrigo azul oscuro y sombrero James Hogg, el chófer de la casa número
dieciocho dice que le había visto visitar a la señora Alien antes.
- Cuarenta y cinco
años -dijo Japp-. No puede ser Laverton-West.
- Ese hombre, fuera
quien fuese, estuvo en la casa una hora. Se marchó a las diez y veinte y se
detuvo en la puerta para despedirse de la señora Alien. Un niño, Frederick
Hogg, estaba por allí cerca y oyó lo que decía.
- ¿Y qué fue?
- Bueno, piénsalo
bien y comunícame lo que decidas. Ella dijo algo y él respondió: De acuerdo.
Hasta la vista. Dicho esto montó en el coche y se marchó.
- Y eso fue a las
diez y veinte -dijo Poirot pensativo.
Japp se rascó la
nariz.
- Entonces a las diez
y veinte la señora Alien aún vivía -dijo-. ¿Qué más?
- Nada más,
inspector. Es todo lo que he podido averiguar. El chófer del número
veintidós llegó a las diez y media y prometió a sus pequeños dispararles
unos cuantos fuegos artificiales. Le estaban esperando... junto con los
demás niños de la vecindad y estuvieron entretenidos mirándolos. Después
todos se fueron en seguida a dormir.
- ¿Y no entró nadie
más en el número catorce?
- No... no lo vieron;
pero si entró, nadie lo habría notado.
- ¡Hum...! -dijo Japp-.
Es cierto. Bueno, ya tenemos algo. «Un caballero de aspecto marcial, con
bigotes de cepillo.» Es casi evidente que fue la última persona que la vio
con vida. Quisiera saber quién era.
- La señorita
Plenderleith tal vez pueda decírnoslo -sugirió Poirot.
- Es posible -dijo
Japp-. O quizá no lo haga. No me cabe la menor duda de que podría contarnos
muchas cosas, si quisiera. ¿Y qué me dice usted, Poirot? ¿Cuando estuvo a
solas con ella no adoptó su aire de padre confesor que algunas veces le da
tan buenas consecuencias, tan buenos resultados?
Poirot extendió las
manos.
- ¡Cielos, hablamos
únicamente de fuegos de gas!
- ¿Fuegos de gas...
de gas? -Japp parecía disgustado-. ¿Qué le ocurre, amigo mío? Desde que está
aquí, lo único que le ha interesado han sido las plumas de ave y un cesto de
papeles. Oh, sí; también le vi revisar el de abajo. ¿Encontró algo?
Poirot suspiró.
- Un catálogo de
bulbos de flores y una revista atrasada.
- De todas maneras,
¿qué es lo que busca? Si uno quiere deshacerse de un documento que le
compromete, o lo que usted tenga en su imaginación, no es probable que lo
arroje al cesto de los papeles.
- Lo que usted dice
es bien cierto. Sólo las cosas sin importancia se arrojan a la papelera.
Poirot habló en tono
sumiso, y no obstante Japp le miró con recelo.
- Bien -le dijo-.
Ahora ya sé lo que voy a hacer. ¿Y usted?
- Eh bien -repuso
Poirot-. Completaré mi registro en busca de cosas sin importancia. Me falta
todavía el cubo de la basura. Y salió de la habitación, mientras Japp le
contemplaba con disgusto.
- Insoportable
-dijo-. Completamente insoportable.
El inspector Jameson
guardaba un silencio respetuoso, aunque la expresión de su rostro decía: «i
Esos extranjeros...!»
En voz alta comentó:
- ¡De modo que es el
señor Hércules Poirot! He oído hablar mucho de él.
- Es un amigo mío
-exclamó Japp-. Y no tan calmoso como parece, desde luego. De todas formas,
él va a la suya.
- Se habrá vuelto un
poquitín conservador, inspector -sugirió Jameson-. Ah, bueno, el tiempo
dirá.
- De todas formas
-dijo Japp-, quisiera saber lo que se trae entre manos.
Y dirigiéndose al
escritorio contempló intranquilo la pluma de ave color verde esmeralda.
CAPÍTULO V
Japp encontrábase
interrogando a la esposa del tercer chófer, cuando Poirot, que había entrado
sin hacer ruido, apareció a su lado.
- ¡Cáspita! ¡Qué
susto me ha dado! -dijo Japp-. ¿Ha encontrado algo?
- No lo que buscaba.
Japp volvióse de
nuevo a la señora James Hogg.
- ¿Y dice usted que
había visto antes a ese caballero?
- Oh, sí. Y mi esposo
también. Le reconocimos en seguida.
- Ahora escúcheme
bien, señora Hogg. Veo que es usted una mujer inteligente y no me cabe duda
de que conoce usted la vida de todo el vecindario. Usted es una mujer de
criterio... de un criterio extraordinario, me consta... -sin enrojecer
repitió el cumplido por tercera vez, en tanto que la señora Hogg asumía una
expresión de inteligencia casi sobrehumana-. Déme su opinión acerca de esas
dos mujeres... la señora Alien y la señorita Plenderleith. ¿Qué tal son?
¿Alegres? ¿Dan muchas fiestas?
- Oh, no, inspector;
nada de eso. Salen mucho... en especial la señora Alien... pero tienen
clase, no sé si Me entiende. No como algunas que viven al otro extremo de la
calle. Estoy segura de la señora Stevens... si es que es una señora, cosa
que dudo... bueno, me gustaría contarle todo lo que pasa aquí... yo...
- Desde luego -Japp
apresuróse a detenerla-. Es muy importante lo que acaba de decirme.
¿Entonces la señora Alien y la señorita Plenderleith eran apreciadas en el
barrio?
- Oh, sí,
inspector... especialmente la señora Alien... siempre tenía una palabra
amable para los niños. Creo que ella perdió a su hijita, la pobre. Ah,
bueno, yo he enterrado tres, y lo que yo digo...
- Sí, sí, es muy
triste. ¿Y la señorita Plenderleith?
- Bueno, claro que
también es muy simpática, pero un poco más brusca, no sé si me entiende. Se
limitaba a saludar con una inclinación de cabeza, pero no se detiene a
charlar. Pero no tengo nada contra ella... nada en absoluto.
- ¿Se llevaba bien
con la señora Alien?
- Oh, sí, inspector.
Nunca se peleaban... nada de eso. Estaban siempre contentas... y estoy
segura de que la señora Pierce corroborará mi opinión.
- Sí, ya hemos
hablado con ella. ¿Conoce usted de vista al prometido de la señora Alien?
- ¿El caballero con
quien iba a casarse? Oh, sí. Ha venido por aquí con bastante frecuencia.
Dicen que es miembro del Parlamento.
- ¿No fue él quien
vino ayer noche?
- No, señor. No era
él -la señora Hogg se irguió. En su voz había un vibrado timbre de
excitación-. Y si quiere saber mi opinión, inspector, le digo que lo que
está pensando es un error. Le aseguro que la señora Alien no era de esa
clase de mujeres. Es verdad que no había nadie más en la casa, pero yo no
creo nada de eso... así se lo dije a Hogg esta mañana. «No, Hogg», le he
dicho, «la señora Alien es una señora... una verdadera señora... de modo que
no andes insinuando cosas...» Ya sabemos cómo es la mentalidad masculina.
Supongo que me perdonará lo que voy a decirle. Los hombres siempre piensan
lo peor.
Pasando la indirecta
por alto, Japp continuó:
- Usted le vio llegar
y marcharse, ¿verdad?
- Eso es, inspector.
- ¿Y no oyó nada más?
¿Ruido de pelea?
- No, inspector. Es
decir, tampoco lo hubiera oído, porque en la casa de al lado la señora
Stevens no deja de gritarle a la criada... Todos le hemos dicho que no la
Aguante más, pero el sueldo es bueno... tiene un genio del demonio pero paga
treinta chelines semanales... Japp intervino rápidamente:
- ¿Pero usted no oyó
nada sospechoso en el número catorce?
- No, inspector. Y
tampoco era probable que lo oyera con los fuegos artificiales que disparaban
aquí y en todas partes.
- Ese hombre se
marchó a las diez y veinte... ¿verdad?
- Es posible,
inspector. No podría decirlo. Pero Hogg lo dice y es hombre de fiar.
- Usted le vio
marcharse. ¿Oyó lo que dijo?
- No, inspector, no
estaba lo bastante cerca. Sólo le vi desde mi ventana, despidiéndose de la
señora Alien.
- ¿La vio también a
ella?
- Sí, inspector.
Estaba precisamente detrás de la puerta.
- ¿Se fijó cómo iba
vestida?
- No, la verdad.
Aunque tampoco observé nada de particular. Poirot preguntó:
- ¿No se fijó usted
en si llevaba traje de tarde o de noche?
- No, señor ya le he
dicho que no.
Poirot contempló
pensativo la ventana superior y luego el número catorce. Sus ojos
encontraron los de Japp y sonrió.
- ¿Y el caballero?
- Llevaba un abrigo
azul oscuro y un sombrero hongo, y era elegante y bien plantado.
Japp le hizo algunas
preguntas más y luego fuese a efectuar su próxima entrevista, esta vez con
Frederick Hogg, un muchacho de rostro travieso, ojos brillantes y que se
daba mucha importancia.
- Sí, inspector. Yo
los oí hablar. «Piénsalo bien y comunícame lo que decidas», dijo el
caballero, en tono amable, ¿sabe? Luego ella dijo algo y él contestó: «De
acuerdo. Hasta h vista.» Y montó en el automóvil... yo le abrí la
portezuela, pero no me dijo nada -explicó Hogg con voz que denotaba su
decepción-. Y se marchó.
- ¿No oíste lo que
dijo la señora Alien?
- No, inspector.
- ¿Puedes decirme
cómo iba vestida? Por ejemplo, cuál era el color de su traje.
- No podría decirle,
inspector. Comprenda, yo no la vi. Debía estar detrás de la puerta.
- Es lo mismo -dijo
Japp-. Ahora escucha, pequeño. Quiero que medites bien la pregunta que voy a
hacerte, antes de contestarla. Si no lo sabes o no lo recuerdas, lo dices.
¿Está claro?
- Sí, inspector.
Hogg le miraba
atentamente.
- ¿Cuál de los dos
cerró la puerta, la señora Alien o el caballero?
- ¿La puerta de la
calle?
- Sí, la puerta de la
calle, naturalmente.
El muchacho
reflexionó, entrecerrando los ojos para mejor concentrarse.
- Me parece que la
señora... No, no fue ella, sino él. La cerró casi de golpe y fue de prisa
hacia el coche. Parecía como si tuviera una cita en otra parte.
- Bien, jovencito.
Pareces muy listo. Aquí tienes seis peniques. Después de despedirse el
muchacho, Japp volvió hacia su amigo y de común acuerdo ambos movieron la
cabeza afirmativamente.
- i Podría ser! -dijo
el policía.
- Cabe dentro de lo
posible -convino Poirot.
Sus ojos brillaron
con una tonalidad verde. Parecían los de un gato.
CAPÍTULO VI
AL volver a entrar en
el saloncito de la casa número catorce, Japp no perdió el tiempo andándose
por las ramas, sino que fue directo al grano.
- Escuche, señorita
Plenderleith, ¿no cree que es mejor confesarlo todo desde el principio? Al
final también he de averiguarlo.
Jane Plenderleith
alzó las cejas. Hallábase junto a la chimenea, calentándose los pies.
- No sé a qué se
refiere usted.
- ¿Es eso cierto,
señorita Plenderleith?
Ella se encogió de
hombros.
- He contestado a
todas sus preguntas. No sé qué más puedo hacer.
- Pues, en mi
opinión, podría hacer mucho más... si quisiera.
- Eso es sólo una
opinión, ¿no le parece, primer inspector? Japp se puso como la grana.
- Creo -intervino
Poirot- que mademoiselle apreciaría mejor la razón de sus preguntas si le
contara cómo se presenta el caso.
- Es muy sencillo.
Pues bien, señorita Plenderleith, los hechos son los siguientes. Su amiga ha
sido encontrada muerta con un balazo en la cabeza y con una pistola en la
mano... y la puerta y la ventana cerradas, todo lo cual hace suponer un caso
claro de suicidio pero no fue suicidio. La inspección médica lo prueba.
- ¿Cómo?
Toda su ironía y
frialdad habían desaparecido, y se inclinó hacia delante, interesada... y
observando su rostro.
- La pistola estaba
en su mano... pero sus dedos no la aprisionaban. Además no se encontraron
huellas dactilares en ella, y el ángulo de la herida hace imposible que la
disparara. Tampoco dejó carta alguna, cosa bastante natural tratándose de un
suicidio. Y aunque la puerta estaba cerrada no se ha encontrado la llave.
Jane Plenderleith
volvióse lentamente, yendo a sentarse en una butaca frente a ellos.
- ¡De modo que es
cierto! -dijo-. ¡Siempre he pensado que era imposible que se hubiese matado!
¡Y tenía razón! No se suicidó. Alguien la ha asesinado.
Por espacio de un par
de minutos permaneció perdida en sus pensamientos, hasta que alzó la cabeza
con brusquedad.
- Hágame las
preguntas que guste -dijo-. Las contestaré lo mejor que pueda.
Japp comenzó:
- La noche pasada, la
señora Alien tuvo una visita. Se dice que fue un hombre de unos cuarenta y
cinco años, de aspecto marcial, bigote de cepillo, elegantemente vestido y
que conducía un coche «Standard Swallow». ¿Sabe usted quién es?
- No estoy muy
segura, claro pero por la descripción parece el mayor Eustace.
- ¿Quién es el mayor
Eustace? Cuénteme todo lo que sepa de él.
- Es un hombre a
quien Bárbara conoció en el extranjero... en la India. Llegó aquí hará cosa
de un año, y le hemos visto de vez en cuando.
- ¿Era amigo de la
señora Alien?
- Se comportaba como
tal -replicó Jane en tono seco.
- ¿Y cuál era la
actitud de la señora Alien hacia él?
- No creo que le
agradase en realidad... es decir, estoy segura de ello.
- ¿Pero se trataban
con aparente amistad?
- Sí
- ¿Le pareció alguna
vez, piénselo bien, señorita Plenderleith..., que le tenía miedo?
Jane Plenderleith
consideró la pregunta durante unos instantes y al cabo dijo:
- Sí, creo que sí.
Cuando él estaba presente siempre se ponía nerviosa.
- ¿Le conocía el
señor Laverton-West?
- Creo que sólo le
vio una vez. No simpatizaron mucho. Es decir, el mayor Eustace hizo lo que
pudo por agradar a Carlos, pero Carlos no se esforzó lo más mínimo... tiene
muy buen olfato para las personas que no son... lo que debieran.
- ¿Y el mayor Eustace
no es... como usted dice... lo que debiera? - preguntó Poirot.
- No, no lo es
-replicó la joven en tono cortante-. Desde luego, no ha salido del cajón de
encima.
- Cielos, no conozco
esa expresión. ¿Quiere decir que no es un pukka sáhib?
Una sonrisa fugaz
iluminó el rostro de la joven, que replicó gravemente:
- No.
- ¿Le sorprendería
mucho que ese hombre hubiera estado haciendo víctima de sus chantajes a la
señora Alien?
Japp inclinóse hacia
delante para observar el resultado de su insinuación.
Y quedó satisfecho.
Jane m adelantó con las mejillas arreboladas y apoyando su mano crispada en
el brazo de su butaca.
- i De modo que era
esto! ¡Qué tonta fui al no advertirlo! ¡Claro!
- ¿Lo cree factible,
mademoiselle? -preguntó Hércules Poirot.
- ¡He sido una tonta
al no suponerlo! Durante los últimos seis meses me pidió prestadas pequeñas
cantidades de dinero, varias veces, y la vi estudiando su libro de cuentas.
Sabía que vivía bien con sus rentas, de modo que no me alarmé; pero, claro,
si estaba entregando sumas de dinero...
- Concordaría con su
comportamiento en general...? -preguntóle Poirot.
- Desde luego. Estaba
nerviosa, y aun a veces sobresaltada. Completamente distinta a como ella
era.
- Perdóneme -dijo
Poirot en tono amable-, pero eso no es lo que nos dijo antes.
- Aquello era
distinto -Jane Plenderleith hizo un gesto con la mano-No estaba deprimida.
Quiero decir que no se portaba como si fuera a suicidarse, ni nada por el
estilo. Pero sí como si la estuviera haciendo víctima de un chantaje. Ojalá
me lo hubiese dicho. Yo le hubiera enviado al infierno.
- Pero tal vez él no
hubiese ido... al infierno, sino a ver a Carlos Laverton-West... -observó
Poirot.
- Sí -replicó la
joven despacio-. Sí... es cierto...
- ¿No tiene idea de
lo que este hombre podía tener contra ella? - inquirió Japp.
- Ni la más remota
-dijo Jane moviendo la cabeza-. Conociendo a Bárbara no puedo creer que
pudiera ser nada realmente serio. Por otro lado... -hizo una pausa y
continuó luego-: Lo que quiero decir es que Bárbara era un poco simple en
ciertos aspectos. Se asustaba con gran facilidad. ¡En resumen, era la clase
de mujer ideal para un chantajista! iEl muy bruto!
Lanzó las tres
últimas palabras con verdadero furor.
- Por desgracia
-continuó Poirot-, el crimen parece que ha resultado al revés. Suele ser la
víctima la que mata al chantajista, y no el chantajista a su víctima.
Jane Plenderleith
frunció ligeramente el ceño.
- No... es cierto...,
pero puedo imaginar ciertas circunstancias...
- ¿Como, por
ejemplo...?
- Supongamos que
Bárbara se desespera... Pudo amenazarle con esa ridícula pistola y, al
tratar de arrebatársela, dispara y la mata. Luego, horrorizado, intenta
simular que fue suicidio.
- Es posible -dijo.
Japp-; pero existe una dificultad.
Ella le miró
interrogativamente.
- El mayor Eustace,
si es que fue él, salió de aquí ayer noche a las diez y veinte,
despidiéndose de la señora Alien en la misma puerta.
Continua>>>>>
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