L a G r a n E n c ic l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t o
S a l ó n H o g a r
Asesinato
en Bardsley Mews
Continuación...
Por: Agatha Christie
- Oh -la joven se
puso grave-. Ya -hizo una pausa-. Pero pudo haber vuelto más tarde -dijo
despacio.
- Sí, es posible
-repuso Poirot.
- Dígame, señorita
Plenderleith -Japp prosiguió su interrogatorio-. ¿La señora Alien tenía
costumbre de recibir sus visitas aquí o en la habitación de arriba?
- En las dos. Pero
este saloncito lo utilizaba para reuniones más numerosas o para amistades
particulares. Bárbara disponía del dormitorio grande, que utilizaba también
como sala de estar, y yo del más pequeño y esta habitación.
- Si el mayor Eustace
vino ayer noche, ¿en qué habitación cree usted que lo recibiría la señora
Alien?
- Creo que
probablemente lo pasaría aquí -la joven parecía vacilar-Es menos íntimo. Por
otro lado, si deseaba llenar un cheque o algo por el estilo, es de suponer
que lo llevara arriba. Aquí no hay dónde escribir.
Japp movió la cabeza.
- No fue cuestión de
cheques. La señora Alien extrajo ayer del Banco doscientas libras, y hasta
ahora no hemos podido encontrarlas en toda la casa.
- ¿Y se las dio a ese
bruto? ¡Oh, pobre Bárbara! ¡Pobre, pobre Bárbara!
Poirot carraspeó.
- A menos que, como
usted ha sugerido, se tratase de un accidente, no parece probable que
quisiera privarse de una renta regular.
- Accidente? No fue
un accidente. Perdió los estribos, se le subió la sangre a la cabeza, y
disparó contra ella.
- ¿Así es como cree
usted que ocurrió?
- Sí -dijo; agregando
con vehemencia-: ¡Fue un asesinato... un asesinato!
Poirot comentó:
- Yo no diría que
está usted equivocada, mademoiselle.
- ¿Qué cigarrillos
fumaba la señora Alien? -dijo Japp.
- «Gasper». Hay
algunos en esa caja.
Japp la abrió y
sacando uno hizo un gesto de asentimiento antes de guardárselo en el
bolsillo.
- ¿Y usted,
mademoiselle? -preguntó Poirot.
- Los mismos.
- ¿No fuma turcos?
- Nunca.
- ¿Y la señora Alien?
- Tampoco. No le
gustaban.
- ¿Y el señor
Laverton-West? -quiso saber Poirot-. ¿Cuáles fumaba? La joven le miró de
hito en hito.
- ¿Carlos? ¿Qué
importancia tiene lo que él fume? ¿No pretenderá usted que fue él quien la
mató?
Poirot alzóse de
hombros.
- Muchos hombres han
matado antes de ahora a la mujer que amaban, mademoiselle.
Jane hizo un gesto
impaciente.
- Carlos no mataría a
nadie. Es muy discreto.
- De todas formas,
señorita, los hombres cuidadosos son los que cometen los crímenes más
inteligentes.
- Pero no por el
motivo que usted ha señalado, señor Poirot -repuso la joven mirándole
fijamente.
- No, es cierto.
- Bien -Japp se puso
en pie-. Creo que aún me queda mucho que hacer aquí. Me gustaría echar otro
vistazo.
- ¿Por si el dinero
se encuentra escondido en alguna parte? Desde luego. Mire cuanto guste. Y
también en mi habitación... aunque no es probable que Bárbara lo escondiera
allí.
El registro de Japp
fue rápido, pero eficiente, y a los pocos minutos el saloncito no tenía
secretos para él. Luego subió a inspeccionar los dormitorios, y Jane
Plenderleith quedó sentada sobre el brazo de un sillón, fumando un
cigarrillo mientras Poirot la observaba.
Al cabo de algunos
minutos, éste dijo tranquilamente:
- ¿Sabe usted si el
señor Laverton-West se encuentra en Londres?
- Lo ignoro. Pero más
bien supongo que debe estar en Hampshire con su familia. Debía haberle
telegrafiado. Es terrible... pero lo olvidé.
- No es fácil
acordarse de todo cuando sucede una catástrofe, mademoiselle, y de todas
maneras no hay que apresurarse a dar malas noticias. Siempre se saben.
- Sí, es
cierto-repuso la muchacha, distraída.
Se oyeron los pasos
de Japp, que bajaba la escalera, y Jane salió a su encuentro.
- ¿Y bien?
Japp movió la cabeza.
- Nada, señorita
Plenderleith. Ahora he registrado ya toda al casa. Oh, creo que será mejor
que mire en ese armario que hay debajo de la escalera.
Y al pronunciar estas
palabras tiró del pomo.
Jane Plenderleith
dijo:
- Está cerrado.
Y el tono de su voz
hizo que los dos hombres la miraran extrañados.
- Sí -replicó Japp-.
Ya veo que está cerrado. ¿Tiene usted la llave? La joven permanecía como
petrificada.
- No... no estoy
segura de -dónde pueda estar.
Japp le dirigió una
rápida mirada y continuó en tono indiferente:
- Dios mío, ¡qué
lástima...! No quisiera estropearlo abriéndolo por la fuerza. Enviaré a
Jameson a buscar un manojo de llaves bien surtido. Jane se adelantó
rápidamente.
- Oh -dijo-. Espere
un momento. Puede que esté...
Fuese hasta el
saloncito, reapareciendo momentos más tarde con una llave de tamaño regular.
- Lo tenemos siempre
cerrado -explicó-, porque nuestros paraguas y otras cosas desaparecían con
mucha frecuencia.
- Una precaución muy
prudente -dijo Japp aceptando la llave. La hizo girar en la cerradura y
abrió el armario. Su interior estaba oscuro, y tuvo que sacar una linterna
de su bolsillo para iluminarlo. Poirot observó que la joven contenía el
aliento y sus ojos siguieron el haz de luz de la linterna de Japp.
No había gran cosa
dentro del armario. Tres paraguas... uno de ellos roto; cuatro bastones; un
juego de palos de golf, dos raquetas de tenis, una alfombra cuidadosamente
doblada y varios almohadones deteriorados y sobre ellos un pequeño neceser
muy elegante.
Cuando Japp alargó la
mano para cogerlo, Jane Plenderleith dijo precipitadamente:
- Es mío. Lo... lo
traje conmigo esta mañana, de modo que no puede haber nada de lo que busca.
- Nada pierdo en
asegurarme -replicó Japp con creciente regocijo. Abrió el neceser, que no
estaba cerrado con llave. En su interior había gran variedad de cepillos y
botellas para la toilette..., dos revistas, pero nada más.
Japp lo fue
examinando todo con meticulosa atención. Cuando al fin cerró la tapa y se
dispuso a examinar los almohadones, la joven exhaló un suspiro de alivio.
En el armario no
había más que lo que saltaba a la vista, y Japp no tardó en dar por
terminado el registro.
Volviendo a cerrar la
puerta, tendió la llave a Jane Plenderleith.
- Bien -le dijo-.
Esto deja terminado el asunto. ¿Puede darme la dirección del señor Laverton-West?
- Farlescombe
Hall, Little Ledbury, Hampshire.
- Gracias, señorita
Plenderleith. Eso es todo por el momento. Es posible que vuelva más tarde. A
propósito, no diga nada. Deje que todos crean que se trata de un suicidio.
- Desde luego.
Les estrechó las
manos a los dos.
Y cuando caminaban
por la avenida, Japp exclamó:
- ¿Qué diablos había
en ese armario? Algo había.
- Sí, algo había.
- ¡Y apuesto diez
contra uno a que era algo relacionado con el neceser! Pero debo ser un
estúpido, puesto que no he conseguido dar con ello. He revisado todas las
botellas... el forro... ¿qué diablos podía ser?
Poirot meneó la
cabeza pensativo.
- Esa chica lo sabe
-continuó Japp-. ¿Dijo que había traído el neceser esta mañana? ¡No es
cierto! ¿Se fijó en que había dos revistas dentro?
- Sí.
- Bien, ¡pues una de
ellas era del mes de julio!
CAPÍTULO VII
Al día siguiente Japp
penetraba en el piso de Poirot y arrojaba el sombrero con disgusto sobre la
mesa. Luego se dejó caer en una butaca.
- Bueno -gruñó-.
¡Está libre de sospechas!
- ¿Quién?
- La Plenderleith.
Estuvo jugando al bridge hasta medianoche. Lo han asegurado el anfitrión, la
anfitriona, un invitado que es comandante de Marina y dos criados. No existe
la menor duda de que hemos de descartar la idea de que tenga algo que ver
con el crimen. De todas formas me gustaría saber por qué se violentó tanto
cuando cogí el neceser que había debajo de la escalera. Eso le corresponde a
usted, Poirot, puesto que le agrada desentrañar esas trivialidades. ¡El
Misterio del Neceser! ¡Resulta muy prometedor!
- Voy a darle otro
título: El Misterio del Aroma a Humo de Cigarrillo.
- Un poco largo y
complicado. ¿Aroma... eh? ¿Era eso lo que olfateaba cuando examinábamos el
cadáver por primera vez? Le vi... ¡y le olí! Pensé que estaba constipado.
- Pues se equivocó.
- Siempre creí que
utilizaba las células grises de su cerebro -Japp suspiró-. No me diga que su
nariz es superior a la de los demás mortales.
- No, no,
tranquilícese.
- Yo no olí a humo de
cigarrillo -prosiguió Japp receloso.
- Ni yo tampoco,
amigo mío.
Japp extrajo un
cigarrillo de su bolsillo sin dejar de mirarle.
- Estos son los que
fumaba la señora Alien... Seis de las colillas eran suyas. Las otras tres
eran de cigarrillos turcos.
- Exacto.
- ¡Supongo que su
maravillosa nariz lo descubrió sin necesidad de que las viera!
- Le aseguro que mi
nariz no interviene para nada en este momento... puesto que no registro
nada.
- Pero, ¿sus células
grises sí?
- Pues... hubo
ciertas indicaciones..., ¿no lo cree?
Japp le miró de
reojo.
- ¿Como, por ejemplo?
- Eh bien, en aquella
habitación faltaba algo. Creo que además habían agregado algo... y luego, en
el escritorio...
- ¡Lo sabía! ¡Ya
vamos llegando a esa maldita pluma!
- Du tout. Esa pluma
juega un papel puramente negativo.
Japp retrocedió a un
terreno más firme.
- Carlos Laverton-West
va a ir a verme a Scotland Yard dentro de media hora, y pensé que a usted le
agradaría conocerle.
- Muchísimo.
- Y le alegrará saber
que hemos localizado al mayor Eustace. Tiene un piso en la calle Cronwell.
- ¡Espléndido!
- Y ahí tendremos
algo que hacer. No parece ser una persona muy agradable ese mayor Eustace.
Después de haber visto a Laverton-West iremos a visitarle. ¿Le parece bien?
- Perfectamente.
- Bien, vamos
entonces.
A las once y media
Carlos Laverton-West era introducido en el despacho del primer inspector
Japp, que se puso en pie para estrecharle la mano.
El recién llegado era
un hombre de mediana estatura y personalidad muy marcada. Iba bien rasurado,
tenía una boca expresiva como la de los actores, y ojos ligeramente
saltones, que tan a menudo suelen acompañar al don de la oratoria. Era bien
parecido, tranquilo y educado.
Y aunque pálido y
algo afligido, sus modales resultaban completamente correctos y serenos.
Una vez hubo tomado
asiento, dejó el sombrero y los guantes encima de la mesa y miró a Japp.
- Ante todo quiero
decir que comprendo perfectamente lo penoso que esto debe resultarle.
- Dejemos aparte mis
sentimientos -dijo Laverton-West con un ademán-. Dígame primero, inspector:
¿tiene alguna idea de lo que ha motivado el que mi... la señora Alien se
suicidara?
- ¿Usted no puede
ayudarnos en este sentido?
- Desde luego que no.
- ¿No se pelearon, ni
hubo el menor desvío entre ustedes?
- En absoluto. Ha
sido una gran sorpresa para mí.
- Quizá lo
comprendiera mejor si le digo que no se suicidó... sino que fue asesinada?
- Asesinada? -los
ojos de Carlos Laverton-West parecieron ir a saltársele de sus órbitas-. ¿Ha
dicho usted asesinada?
- Exactamente. Ahora
dígame, señor Laverton-West, ¿tiene alguna idea de quién pudo quitar de en
medio a la señora Alien?
El interrogado casi
rugió al responder:
- ¡No... no... nada
de eso! ¡La mera suposición es absurda!
- ¿No le dijo nunca
si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera algo contra ella?
- Nunca.
- ¿Sabía usted que
tenía una pistola?
- No tenía
conocimiento de ello.
Pareció algo
sorprendido.
- La señorita
Plenderleith dice que la señora Alien la trajo del extranjero hace algunos
años.
- ¿De veras?
- Claro que sólo
tenemos la palabra de la señorita Plenderleith. Es muy posible que la señora
Alien se creyera en peligro y conservara la pistola por razones propias.
Carlos Laverton-West
meneó la cabeza, al parecer muy sorprendido y extrañado.
- ¿Qué opinión le
merece la señorita Plenderleith, señor Laverton-
West? Quiero decir,
si la considera una persona sincera y de fiar. El otro reflexionó unos
instantes.
- Creo que sí...,
sí... yo diría que sí.
- ¿No le es
simpática? -insinuó Japp, que le observaba de cerca.
- No es eso
precisamente, pero no pertenece al tipo de mujer que yo admiro. Su sarcasmo
e independencia no me resultan atractivos, pero yo diría que es una persona
de absoluta confianza.
- ¡Hum...! -gruñó
Japp-. ¿Conoce usted al mayor Eustace?
- ¿Eustace? ¿Eustace?
Ah, sí, recuerdo ese nombre. Le vi una vez en casa de Bárbara... la señora
Alien. En mi opinión es un sujeto bastante dudoso, y así se lo dije a mi...
a la señora Alien. No pertenece al tipo de hombre que me hubiese gustado que
frecuentara nuestra casa después de casados.
- ¿Y qué dijo la
señora Alien?
- ¡Oh! Estuvo de
acuerdo conmigo. Confiaba en mi buen juicio, y un hombre siempre conoce
mejor a otro que cualquier mujer. Me explicó que no podía mostrarse
descortés con una persona que no había visto desde hacía algún tiempo...
creo que sentía un temor especial a parecer snob. Naturalmente que, al
convertirse en mi esposa, hubiera encontrado a muchas de sus antiguas
amistades digamos... inconvenientes.
- ¿Quiere decir que
al casarse con usted mejoraba de posición? - preguntó Japp con cierta
brusquedad.
Laverton-West alzó
una mano bien cuidada.
- No, no es
precisamente eso. A decir verdad, la madre de la señora Alien es pariente
lejana de mi familia. Era igual a mí por su nacimiento, pero claro, por mi
situación tengo que escoger con sumo cuidado mis amistades... y mi esposa
las suyas. En cierto modo, vivo de cara al público.
- Oh, desde luego
-repuso Japp secamente antes de preguntar-: ¿Así que no puede ayudarnos?
- No. Estoy perplejo.
¡Bárbara asesinada! Es increíble... inaudito.
- Señor Laverton-West,
¿puede decirme cuáles fueron sus movimientos en la noche del cinco de
noviembre?
- ¿Mis movimientos?
Su voz sonó airada.
- Es sólo por pura
fórmula -explicó Japp-. Tenemos... que interrogar a todo el mundo.
- Yo creí que un
hombre de mi posición estaba exento -dijo Carlos Laverton-West con gran
dignidad.
Japp limitóse a
esperar.
- Estuve... veamos...
Ah, sí. Estuve en la Cámara. Salí de allí a las diez y media y fui a dar un
paseo por el malecón, contemplando los Fuegos artificiales.
- Resulta agradable
pensar que hoy en día no hay complots de esta clase -dijo Japp en tono
alegre.
Laverton-West le
dirigió una mirada ausente.
- Luego... re...
regresé a casa.
- ¿A qué hora llegó a
su casa? ¿Vive en la plaza Onslow...?
- No puedo
precisarlo.
- ¿A las once? ¿A las
once y media?
- Aproximadamente.
- Quizás alguien le
abrió la puerta.
- No, tengo mi llave.
- ¿Se encontró con
alguien durante su paseo?
- No... er... la
verdad, inspector, Testas preguntas me ofenden en gran manera!
- Le aseguro que es
sólo una fórmula rutinaria, Señor Laverton-West. No son personales,
compréndalo.
- Si es eso todo...
- De momento, sí,
señor Laverton-West.
- Téngame al
corriente...
- Naturalmente. A
propósito, permítame presentarle a Hércules Poirot. Es posible que haya oído
hablar de él.
- Sí... sí; he oído
ese nombre.
- Monsieur -dijo
Poirot acentuando de pronto su acento extranjero-Créame usted, mi corazón
sangra de dolor. ¡Una pérdida semejante! ¡La agonía que debe estar usted
sufriendo! Ah, pero no digo más. iQué bien ocultan los ingleses sus
emociones! -sacó su pitillera-. ¡Permítame...! ¿Ah, está vacía, Japp?
El policía, palpando
sus bolsillos, movió la cabeza.
Laverton-West sacó
una pitillera, murmurando:
- Tome uno de los
míos, señor Poirot.
- Gracias...
gracias... -el hombrecillo tomó un cigarrillo.
- Como usted bien
dice, señor Poirot -continuó el otro-, los ingleses no hacemos ostentación
de nuestras emociones.
Y tras inclinarse
ante los dos hombres salió de la estancia.
- Es un besugo -dijo
Japp con disgusto-. iY un mochuelo! La señorita Plenderleith tenía razón. No
obstante, es bien parecido... podría llevarse bien con una mujer que
careciera del sentido del humor. ¿Qué me dice de ese cigarrillo?
Poirot se lo alargó.
- Egipcio, y de los
más caros.
- No nos sirve, y es
una lástima, porque nunca he oído una coartada más débil. De hecho, no es
una coartada... Es una pena que no fuese al revés. Si ella le hubiera hecho
víctima de sus chantajes... Es un tipo a propósito..., pagaría como un
corderito. Cualquier cosa con tal de evitar el escándalo.
- Querido amigo, es
muy bonito reconstruir el caso según le gustaría que hubiese ocurrido, pero
eso no es cosa nuestra.
- No; Eustace sí lo
es. Tengo algunos datos suyos. Definitivamente es un sujeto desagradable.
- A propósito. ¿Hizo
usted lo que sugerí acerca de la señorita Plenderleith?
- Sí. Aguarde un
segundo. Llamaré para enterarme.
Y cogiendo el
teléfono estuvo hablando unos minutos. Al cabo lo dejó y volvióse para mirar
a Poirot.
- Parece que tiene un
corazón a prueba de bomba. Se ha ido a jugar al golf. No es una cosa muy
apropiada cuando su amiga íntima acaba de ser asesinada el día anterior.
Poirot lanzó una
exclamación.
- ¿Qué le ocurre
ahora? -preguntó Japp.
Pero Poirot musitaba
para sí:
- Claro... claro...
naturalmente... qué tonto soy..., ¡pero si salta a la vista!
Japp le dijo con
brusquedad:
- Deje de hablar solo
y vámonos a ver a Eustace.
Y le sorprendió ver
la radiante sonrisa que iluminó el rostro de Poirot.
- ¡Pues sí... vamos a
hablar con él! Porque ahora lo sé todo..., ¡pero todo!
CAPÍTULO VIII
El mayor Eustace
recibió a los dos hombres con la fácil prestancia de un hombre de mundo. Su
piso era pequeño, un mero pied á terre, como explicó. Les ofreció de beber,
y como lo rechazaron sacó su pitillera. Japp y Poirot aceptaron un
cigarrillo intercambiando una mirada de inteligencia.
- Veo que fuma usted
cigarrillos turcos -dijo Japp haciendo girar el cigarrillo entre sus dedos.
- Sí. Lo siento. ¿Los
prefieren de otra clase? Debo tener en alguna parte.
- No, no, está bien
así -se inclinó hacia delante y dijo cambiando de tono-: Tal vez adivine
para qué hemos venido a verle, mayor Eustace.
- No... No tengo la
menor idea de lo que trae por mi casa a un primer inspector. ¿Es por algo
referente a mi automóvil?
- No, no se trata de
su automóvil. Creo que conocía usted a la señora Bárbara Alien, ¿verdad,
mayor Eustace?
El mayor echóse hacia
atrás y lanzando una bocanada de humo dijo:
- ¡Oh, es eso!
¡Claro, debí haberlo supuesto! Un asunto muy triste.
- ¿Lo sabe ya?
- Lo leí en la Prensa
de ayer noche. Una pena.
- Creo que conoció a
la señora Alien en la India.
- Sí, de eso hace ya
algunos años.
- ¿Conoció también a
su marido?
Hubo una pausa, sólo
durante una fracción de segundo, mientras sus ojillos de rata miraban
rápidamente a los dos hombres, y al cabo repuso:
- No; a decir verdad
nunca conocí a Alien.
- Pero ¿sabía algo de
él?
- Oí decir que era un
bala perdida. Claro que sólo era un rumor.
- ¿La señora Alien no
decía nada?
- Nunca hablaba de
él.
- ¿Intimó mucho con
ella?
El mayor se encogió
de hombros.
- Éramos viejos
amigos, ¿sabe? Pero no nos veíamos con mucha frecuencia.
- Pero ¿la vio la
noche pasada? ¿La noche del cinco de noviembre?
- Sí, es cierto.
- ¿Creo que fue a
verla a su casa?
El mayor Eustace
asintió. Su voz adquirió un tono afligido.
- Sí, me pidió que la
aconsejara acerca de algunas inversiones. Claro, comprendo lo que ustedes
quieren saber... su estado de ánimo y todo eso. Bien, es difícil de decir,
la verdad. Parecía bastante normal y sin embargo, ahora que lo pienso, creo
qué estaba un poco sobresaltada.
- Pero ¿no le insinuó
lo que pensaba hacer?
- Ni remotamente. A
decir verdad, cuando me despedí de ella le dije que la llamaría pronto para
salir juntos.
- ¿Le dijo que le
telefonearía? ¿Fueron éstas sus últimas palabras?
- Sí.
- Es curioso. Tengo
noticias de que dijo usted algo muy distinto. Eustace cambió de color.
- Bueno, no puedo
recordar exactamente las palabras.
- Me han informado de
que lo que usted dijo fue: «Bien, piénsalo bien y comunícame lo que
decidas.»
- Déjeme pensar. Sí.
Creo que tiene usted razón. No fue exactamente eso, pero me parece que le
indicaba que me avisara cuando estuviera libre.
- No es exactamente
lo mismo, ¿verdad? -dijo Japp.
El mayor Eustace
alzóse de hombros.
- Mi querido amigo.
No pretenderá usted que me acuerde palabra por palabra de lo que dije en una
ocasión determinada.
- ¿Y cuál fue la
respuesta de la señora Alien?
- Dijo que me
llamaría por teléfono. Es decir, es lo más aproximado que recuerdo.
- Y entonces es
probable que usted dijera: «De acuerdo. Hasta la vista.»
- Sí. Algo por el
estilo,
Japp dijo sin
alterarse:
- Dice usted que la
señora Alien le pidió que le aconsejara acerca de unas inversiones. ¿Por
casualidad le dio la cantidad de doscientas libras en metálico para que las
invirtiera por ella?
El rostro de Eustace
adquirió un tinte oscuro, e inclinándose hacia delante exclamó:
- ¿Qué diablos quiere
insinuar con eso?
- ¿Se las dio o no se
las dio?
- Es asunto mío,
inspector.
Japp no se alteró.
- La señora Alien
sacó del Banco doscientas libras. Parte de esa cantidad, en billetes de
cinco libras, cuyos números, naturalmente, podrán comprobarse.
- ¿Y qué si me las
dio?
- ¿Era una cantidad
para hacer inversiones, o era... chantaje... mayor Eustace?
- Es una idea
descabellada. ¿Qué más sugerirá usted?
Japp dijo con su tono
más oficial:
- Creo, mayor Eustace,
que en llegado a este punto debo preguntarle si está dispuesto a venir a
Scotland Yard a prestar declaración.
Naturalmente que no
hay prisa alguna, y que si lo desea puede estar presente su abogado.
- ¿Mi abogado? ¿Para
qué diablos iba a querer yo un abogado? ¿Y para qué me interroga?
- Trato de averiguar
las circunstancias que rodearon la muerte de la señora Alien.
- ¡Cielo santo,
hombre, no supondrá...! ¡Valiente tontería! Escuche lo que ocurrió, es lo
siguiente: Fui a ver a Bárbara porque así habíamos quedado...
- ¿A qué hora fue
eso?
- Yo diría que a las
nueve y media aproximadamente. Nos sentamos... charlamos...
- ¿Y fumaron?
- Sí, y fumamos.
¿Tiene algo de malo? -preguntó el mayor con tono de reto.
- ¿Dónde fue esa
conversación?
- En el saloncito. Es
la primera puerta a la izquierda según se entra. Estuvimos hablando
amigablemente, como le decía antes, y me marché poco antes de las diez y
media. Me detuve unos momentos en la puerta para despedirme y decirle las
últimas palabras...
- Las últimas
precisamente... -murmuró Poirot.
- ¿Quién es usted?
Quisiera saberlo -Eustace se había vuelto hacia él al oír sus palabras-.
¡Una especie de extranjero condenado! ¿Y qué es lo que busca aquí?
- Soy Hércules Poirot
-replicó el hombrecillo con dignidad.
- Como si fuera la
estatua de Aquiles. Pues como decía, Bárbara y yo nos separamos
amistosamente. Volví en mi coche sin detenerme al Club Far East. Llegué allí
a las once menos veinticinco y fui directamente al salón de juego, donde
estuve jugando al bridge hasta la una y media.
- Es una bonita
coartada la que ofrece -dijo Hércules Poirot.
- ¡Sería firme como
el hierro en cualquier parte! ¿Y ahora, inspector
- miró fijamente a
Japp-, está satisfecho?
- ¿Permanecieron en
el saloncito durante toda la entrevista?
- Sí.
- ¿No subió usted a
la habitación de la señora Alien?
- Le digo que no.
Estuvimos siempre en el saloncito, sin salir para nada.
Japp le contempló
pensativo durante un par de minutos y luego dijo:
- ¿Cuántos pares de
gemelos tiene usted?
- ¿Gemelos? ¿Qué
tiene eso que ver?
- Claro que no está
obligado a responder a esta pregunta.
- ¿Responder? No me
importa contestarla. No tengo nada que ocultar. Y exigiré una reparación.
Tengo éstos... -alargó los brazos. Japp observó que eran de oro y platino.
- Y estos otros.
Y levantándose abrió
un cajón y extrajo un estuche que, luego de abierto, acercó bruscamente a la
nariz de Japp.
- Un dibujo muy
bonito -dijo el inspector-. Veo que uno está roto... le falta un pedacito de
esmalte.
- ¿Y eso qué tiene
que ver?
- ¿No recordará
cuándo se le rompió, supongo?
- Hará un día o dos a
lo sumo.
- ¿Le sorprendería
que hubiera ocurrido cuando estuvo en casa de la señora Alien?
- ¿Y por qué no? No
he negado que estuviese allí -el mayor hablaba en tono altivo, como un
hombre justamente indignado, pero sus manos temblaban.
Japp inclinándose
hacia delante dijo con énfasis:
- Sí, pero ese
trocito de esmalte no fue encontrado en el saloncito, sino arriba... en el
dormitorio de la señora Alien... en la habitación donde fue asesinada y
donde estuvo un hombre que fumaba la misma marca de cigarrillos que usted.
El disparo surtió
efecto. Eustace se desplomó en su silla y sus ojos miraban ora a un lado ora
al otro. Y la vista de aquel hombre caído y acobardado no era precisamente
nada alentador.
- No tienen nada
contra mí -Su voz era casi un quejido-. Tratan de complicarme..., pero no
pueden hacerlo. Tengo una coartada... Yo no volví a acercarme a la casa
aquella noche...
Poirot fue ahora
quien habló.
- No, no volvió a la
casa... No era necesario... ya que tal vez la señora Alien estaba ya muerta
cuando usted salió de allí.
- Ello es
imposible... imposible... Ella me acompañó hasta la puerta... habló
conmigo... La gente debió oírla... verla...
Poirot dijo en voz
baja:
- Le oyeron a usted
hablar con ella... y simulando aguardar sus respuestas antes de volver a
dirigirle la palabra... Es un viejo ardid... La gente pudo creer que estaba
allí, pero no la vieron, ya que ni siquiera pueden decir si iba vestida de
noche o no..., ni precisar el color de su traje.
- Dios mío... no es
cierto... no es cierto.
Ahora temblaba...
acobardado...
Japp le contempló con
disgusto para decirle:
- Tengo que pedirle
que me acompañe.
- ¿Me detiene usted?
- Queda detenido para
ser interrogado... digámoslo así, mejor. El silencio fue roto con un
prolongado suspiro, y la voz desesperada del mayor Eustace dijo:
- Estoy perdido...
Hércules Poirot se
frotó las manos sonriendo alegremente. Al parecer se estaba divirtiendo.
CAPÍTULO IX
- Bonita manera de
derrumbarse -decía Japp con aire profesional algo más tarde.
El y Poirot iban en
automóvil por la carretera de Bromaron.
- Sabía que el juego
había terminado -replicó Poirot distraído.
- Tenemos muchos
cargos contra él -dijo Japp-. Dos o tres nombres supuestos, un asunto algo
dudoso acerca de un cheque falso y otro muy interesante de cuando estaba en
el Ritz y se hacía llamar el coronel de Bathe. Estafó a media docena de
comerciantes de Piccadilly. De momento le tenemos detenido bajo este
cargo... hasta que se concluya este caso. ¿A qué viene su idea de marchar al
campo, amigo mío?
- Mi querido colega,
cada caso debe ser llevado apropiadamente, y todo debe quedar aclarado.
Ahora voy en busca del misterio que usted insinuó: «El Misterio del Neceser
Desaparecido».
- Yo lo llamé «El
Misterio del Neceser»... eso es lo que yo dije... Y no ha desaparecido, que
yo sepa.
- Espere, mon ami.
El coche enfiló la
avenida Mews. Ante la puerta del número catorce Jane Plenderleith acababa de
apearse de un pequeño «Austin Seven», vestida para jugar al golf.
Miró a los dos
hombres, y sacando una llave se dispuso a abrir la puerta.
- ¿Quieren pasar?
Abrió la puerta y
Japp la siguió hasta él saloncito. Poirot se entretuvo unos momentos en el
zaguán, murmurando:
- C'est embetant.,.,
qué difícil resulta salir de estas mangas. Al poco rato entró en el
saloncito sin su abrigo, mas Japp frunció los labios bajo su bigote. Había
oído el ligero crujido de la puerta del armario al ser abierta.
Japp le dirigió una
mirada interrogadora y Poirot le hizo una seña de asentimiento.
- No queremos
entretenerla, señorita Plenderleith -exclamó el inspector rápidamente-. Sólo
hemos venido a preguntarle si podría darnos el nombre del abogado de la
señora Alien.
- ¿De su abogado? -La
joven movió la cabeza-. Ni siquiera sabía que lo tuviera.
- Bueno, cuando
alquiló esta casa con usted, alguien debió redactar el contrato...
- No, creo que no.
Fui yo quien la alquiló. La escritura está a mi nombre. Bárbara me pagaba la
mitad de la renta. Todo se hizo sin formalidades de ninguna clase.
- Ya. ¡Oh! Bueno,
supongo que entonces no nos queda nada que hacer aquí.
- Siento no poder
ayudarles -dijo Jane.
- La verdad es que no
tiene gran importancia. -Japp dirigióse a la puerta-. ¿Ha estado jugando al
golf?
- Sí -Jane
enrojeció-. Supongo que me considerarán inhumana. Pero la verdad es que el
estar en esta casa me deprimía. Tuve que salir y hacer algo... cansarme... o
hubiera estallado.
Habló con gran
vehemencia.
Poirot intervino
rápidamente.
- Lo comprendo,
mademoiselle. Es muy comprensible... y natural. Permanecer aquí sentada
pensando... no, no debe resultar agradable.
- Celebro que lo
comprenda -repuso Jane.
- ¿Pertenece a algún
club?
- Sí, juego en
Wentworth.
- Ha hecho un día
espléndido -comentó Hércules Poirot-. ¡Cielos, ahora quedan pocas hojas en
los árboles! Una semana atrás los bosques estaban magníficos.
- Hoy ha hecho una
mañana maravillosa.
- Buenas tardes,
señorita Plenderleith -dijo el inspector-. Ya le comunicaré cuando haya algo
definitivo. A decir verdad, hemos detenido a un hombre como sospechoso.
- ¿A qué hombre?
Le miró con ansiedad.
- El mayor Eustace.
Asintió y dando media
vuelta se agachó para acercar una cerilla al fuego.
- ¿Y bien? -preguntó
Japp cuando el coche hubo doblado la esquina de una avenida.
Poirot sonrió.
- Fue muy sencillo.
Esta vez la llave estaba en la cerradura.
- ¿y...?
Poirot volvió a
sonreír.
- Eh bien, los palos
de golf no estaban...
- Naturalmente. La
chica no es tonta. ¿Faltaba algo más?
Poirot asintió.
- Sí, amigo mío...
¡el neceser!
Japp apretó el
acelerador.
- ¡Maldición! -dijo-.
¡Sabía que había algo! Pero, ¿qué diablos es? Lo registré a conciencia.
- Mi pobre Japp...
pero, ¿acaso no es... cómo diría yo... «evidente, mi querido Watson»?
Japp le dirigió una
mirada desesperada.
- Adonde vamos?
-preguntó.
Poirot consultó su
reloj.
- Aún no son las
cuatro. Podríamos ir a Wentworth antes de que oscurezca.
- Cree usted que de
veras estuvo allí la señorita Plenderleith?
- Sí... debió suponer
que lo comprobaríamos. Oh... sí; creo que nos dirán que estuvo allí.
Japp gruñó.
- Oh, bueno, vamos
allá. Aunque no puedo imaginar lo que tiene que ver ese neceser con el
crimen. No consigo relacionarlo con él.
- Precisamente, amigo
mío, estoy de acuerdo con usted... no tiene nada que ver.
- Entonces..., ¿por
qué...? ¡No me diga! Orden y método y todo saldrá por sus pasos contados. ¡Oh,
bueno, hace un día espléndido! El automóvil corría, volaba, y llegaron al
Club de Golf de Wentworth poco después de las cuatro y media. No había mucha
gente, por ser día laborable.
Poirot dirigióse al
encargado y preguntó por los palos de la señorita Plenderleith, diciendo que
los necesitaba para jugar al día siguiente. El encargado llamó a un
muchacho, que estuvo buscando entre los que había en un rincón, y al fin
trajo un saco con las iniciales J. P.
- Gracias -dijo
Poirot, y antes de marcharse volvióse para preguntar-: ¿No se dejó también
un neceser?
- Hoy no, señor. Lo
hubiese dejado en la Conserjería.
- ¿Vino hoy por aquí?
- Sí, la he visto.
- ¿Qué muchacho la
acompañó, lo sabe? Echa de menos su neceser y no recuerda dónde pudo
dejarlo.
- No fue ningún
chico. Vino aquí y compró un par de pelotas, y sólo se llevó dos palos. Me
parece recordar que llevaba un pequeño neceser en la mano.
Poirot despidióse
dándole las gracias, y los dos hombres dieron la vuelta a la caseta del
club. Poirot se detuvo un momento para contemplar el paisaje.
- Es bonito, ¿verdad?
El verde oscuro de los pinos... y luego el lago. Sí, el lago.
Japp le miró en el
acto.
- Esa es su idea,
¿verdad?
Poirot sonrió.
- Creo posible que
alguien haya visto algo. Yo de usted procuraría averiguarlo.
CAPÍTULO X
Poirot dio un paso
atrás con la cabeza un tanto ladeada mientras revisaba la disposición de los
muebles de la estancia. «Una silla aquí... otra allí. Sí, así queda muy
bien.» En aquel momento llamaron a la puerta... debía ser Japp.
El hombre de Scotland
Yard fue directo al asunto.
- ¡Tenía razón, viejo
amigo! Dio en el clavo. Una joven fue vista ayer arrojando algo al lago de
Wentworth, y su descripción corresponde a la de la señorita Jane
Plenderleith. Conseguimos pescarlo sin grandes dificultades. Hay muchos
juncos por allí cerca.
- ¿Y qué era?
- ¡El dichoso
neceser! Pero, en nombre del cielo, ¿por qué? ¡Bueno, no lo entiendo! Dentro
no había nada... ni siquiera las revistas. ¿Por qué una joven sensata, según
es de suponer, habría de arrojar al lago un objeto tan caro? He pasado toda
la noche sin dormirme, porque no consigo dar con ello.
- Mon pauvre Japp!
Pero ya no necesita preocuparse más. Aquí llega la respuesta. Acaba de sonar
el timbre.
Jorge, el intachable
criado de Hércules Poirot, abrió la puerta para anunciar:
- La señorita
Plenderleith.
La joven penetró en
la estancia con su acostumbrado aire de completo dominio y seguridad en sí
misma, y saludó a los dos hombres.
- Le he pedido que
viniera... -explicó Poirot-. Siéntese aquí, ¿quiere? Y usted ahí, Japp...
porque tengo que darles ciertas noticias. La joven tomó asiento, miró a los
dos hombres y dijo impaciente:
- Bueno. El mayor
Eustace ha sido detenido.
- Supongo que ha
debido leerlo en los periódicos de la mañana, ¿verdad?
- Sí.
- De momento está
acusado de un cargo menos grave -continuó Poirot-. Entretanto, vamos
recogiendo pruebas relacionadas con el crimen.
- ¿Entonces fue un
crimen?
- Sí -replicó Poirot-.
Fue un crimen. La destrucción voluntaria de un ser humano por otro ser
humano.
La joven se
estremeció.
- No, por favor
-murmuró-. Es horrible decir una cosa así.
- ¡Sí... pero la
realidad también lo es!
Hizo una pausa y
agregó:
- Ahora, señorita
Plenderleith, voy a decirle cómo llegué a conocer la verdad de este caso.
Ella miró a Poirot y
luego a Japp, que sonreía.
- Tiene sus métodos,
señorita Plenderleith -le dijo-. Yo le sigo la corriente. Creo que debemos
escuchar lo que tiene que decirnos. Poirot comenzó:
- Como usted ya sabe,
mademoiselle, llegué con mi amigo al escenario del crimen en la mañana del
seis de noviembre. Nos dirigimos a la habitación donde fue encontrado el
cadáver de la señora Alien y en seguida me llamaron la atención una serie de
pequeños detalles. En aquella estancia había cosas realmente extrañas.
- Continúe -dijo la
muchacha.
- Para empezar... el
olor a humo de cigarrillos -dijo Poirot.
- Creo que en eso
exagera usted, Poirot. Yo no olí nada -exclamó Japp.
Poirot volvióse hacia
él con la velocidad del rayo.
- Precisamente. Usted
no olió a humo... igual que yo. Y eso era muy, muy extraño... puesto que la
puerta y la ventana estaban cerradas y en el cenicero había los restos de
diez cigarrillos por lo menos. Era extraño... muy extraño, que el dormitorio
tuviera una atmósfera perfectamente límpida.
- ¡De modo que ahí es
donde usted quería ir a parar! -Japp suspiró-. Siempre le gusta llegar a las
cosas por caminos tortuosos.
- Su Sherlock Holmes
hizo lo mismo. Recuerde que dirigía la atención hacia el curioso incidente
del perro en plena noche... y la solución era que no hubo tal incidente. El
perro no hizo nada durante la noche. Bueno, continúo. Otra cosa que llamó mi
atención fue el reloj de pulsera que llevaba la interfecta.
- ¿Por qué?
- No tenía nada de
particular, pero lo llevaba en la muñeca derecha. Sé por experiencia que lo
corriente es llevarlo en la izquierda. Japp alzóse de hombros, pero antes de
que pudiera hablar, Poirot proseguía:
- Pero, como ustedes
me dirán, eso no es nada definitivo. Algunas personas prefieren llevarlo en
la derecha. Y ahora pasemos a algo verdaderamente interesante... amigos
míos... al escritorio.
- Sí, lo imaginaba
-dijo Japp.
- ¡Eso sí que era
curioso... muy curioso...! Por dos razones. La primera es que faltaba algo.
Jane Plenderleith
preguntó:
- ¿Qué es lo que
faltaba?
Poirot volvióse hacía
ella.
- Una hoja de papel
secante, mademoiselle. La que había, estaba completamente limpia, sin
estrenar.
Jane se encogió de
hombros.
- La verdad, señor
Poirot, de vez en cuando suele romperse el secante que se usa demasiado.
- Sí, pero, ¿qué se
hace con él? Tirarlo al cesto de los papeles, ¿verdad? Pero no estaba en el
cesto de los papeles. Lo miré. Jane Plenderleith parecía impaciente.
- Porque
probablemente la habría cambiado antes. El secante estaría limpio porque
Bárbara no escribiría aquellos días.
- Pero no es ése el
caso, mademoiselle, ya que la señora Alien aquella tarde fue vista echando
una carta al buzón. Por lo tanto tuvo que haber estado escribiendo. No pudo
hacerlo abajo, puesto que no hay material para ello. Y no es probable que
fuese a la habitación de usted para escribir. De modo que, ¿qué ha sido del
secante con que secó sus cartas? Es verdad que algunas personas arrojan las
cosas al fuego en vez de tirarlas al saco de los papeles, pero en su
dormitorio sólo hay un fuego de gas y el de la chimenea de abajo no había
sido encendido el día anterior, puesto que usted me dijo que estaba ya
preparado y sólo tuvo que acercar una cerilla.
»Un problema curioso.
Miré en todas partes, en la papelera, en el cubo de la basura, pero no
conseguí encontrar la hoja usada de papel secante... y eso me pareció muy
importante. Me daba la impresión de que alguien lo había ocultado
deliberadamente. ¿Por qué? Porque en él había impresa cierta escritura que
podía ser fácilmente leída colocándola ante un espejo.
»Pero había otro
punto curioso en aquel escritorio. Japp, tal vez recuerde cómo estaba
dispuesto. En el centro el secante y el tintero, a la izquierda una
bandejita con plumas y a la derecha un calendario y una pluma de ave. Eh
bien? ¿No lo ven? Recuerde, Japp, que la examiné... y era sólo un elemento
decorativo. No había sido utilizada. iAh! ¿Todavía no lo ve? Lo diré otra
vez. El secante en el centro, la bandejita de plumas a la izquierda... a la
izquierda, Japp. ¿Y no es costumbre encontrarla a la derecha, puesto que se
escribe con la mano derecha?
«Ahora lo comprende,
¿verdad? La bandejita de las plumas a la izquierda..., el reloj de pulsera
en la muñeca derecha..., el secante recién cambiado... y algo que fue traído
a la habitación... el cenicero con las colillas de cigarrillos.
»La atmósfera del
dormitorio era fresca y sin el menor olor, Japp. Por
b tanto, la ventana
había estado abierta y no cerrada toda la noche... Y entonces imaginé lo
ocurrido.
Volvióse para
enfrentarse con Jane.
- La vi a usted,
mademoiselle, llegando en un taxi, despidiéndole subiendo la escalera a todo
correr y tal vez gritando «Bárbara»... Abre usted la puerta y encuentra a su
amiga tendida en el suelo, muerta y con una pistola en su mano crispada...
la izquierda: naturalmente... puesto que era zurda... y por lo tanto la bala
había penetrado en el lado izquierdo de su cabeza. Hay una nota dirigida a
usted, en la que le dice lo que la ha impulsado a quitarse la vida. Imagino
que sería una carta conmovedora... Una mujer joven, simpática y desgraciada
que, víctima de un chantaje, decide quitarse la vida.
»Creo que en aquel
mismo instante concibió usted la idea de la venganza. Aquello era obra de un
hombre... ¡pues que recibiese su castigo... completo y adecuado! Coge la
pistola, la limpia bien y la coloca en la mano derecha de la difunta. Coge
la nota y el secante con que fue secada. Luego sube el cenicero... para
crear la ilusión de que allí hubo dos personas charlando... y también un
pedacito de esmalte de un gemelo que encuentra en el suelo. Es un hallazgo
afortunado y espera que le aten cabos. Luego cierra la ventana y la puerta.
No debe haber la menor sospecha de que usted ha estado en la habitación. La
policía debe verla tal como está... de modo que no pide ayuda entre el
vecindario, sino que llama directamente a la policía.
»Y continúa la farsa.
Usted representa su papel con precisión y sangre fría. Al principio se niega
a decir nada, pero luego expresa sus dudas acerca del suicidio. Más tarde se
muestra dispuesta a ponernos sobre la pista del mayor Eustace.
»Sí, mademoiselle,
muy, muy lista..., un asesinato muy inteligente... porque esto es lo que es
el supuesto asesinato del mayor Eustace... Jane Plenderleith se puso en pie.
-No era un
asesinato..., sino justicia. ¡Ese hombre llevó a la pobre Bárbara a la
muerte! ¡Era tan dulce y tan ingenua! La pobre se vio engañada por un hombre
la primera vez que fue a la India. Ella sólo tenía diecisiete años, y él era
casado. Tuvo una niña. Pudo haberla dejado en una casa cuna, pero no quiso
ni oía hablar de ello. Se marchó de aquel lugar y regresó haciéndose llamar
señora Alien. Más tarde la niña murió. Vino aquí y se enamoró de Carlos...
ese mochuelo orgulloso y presumido. Ella le adoraba... y él se dejaba
adorar. De haber sido otra clase de hombre le hubiese aconsejado que se lo
contara todo, pero siendo como es, le dije que callara. Después de todo,
nadie sabía nada, excepto yo. ¡Y entonces apareció ese demonio de Eustace!
Ya conocen ustedes el resto. Empezó a atacarla sistemáticamente, pero no fue
hasta la noche pasada cuando comprendió que estaba exponiendo también a
Carlos al escándalo. Una vez casada con Carlos, Eustace la tendría donde él
quería... ¡casada con un hombre rico al que le horrorizaba el escándalo!
Cuando Eustace se fue con el dinero que ella le había preparado, sentóse a
reflexionar. Luego tomó una determinación y me escribió una nota, diciéndome
que amaba a Carlos y que le era imposible vivir sin él, pero que por su
propio bien no podían casarse, y que por ello iba a tomar la mejor salida.
Jane echó la cabeza
hacia atrás.
- ¿Le extraña que yo
hiciera lo que hice? iY usted lo llama asesinato!
- Porque lo es -dijo
Poirot con voz dura-. Un asesinato puede ser que a veces esté justificado,
pero sigue siendo asesinato. Usted es sincera y posee una amplia
mentalidad... ¡enfréntese con la verdad, mademoiselle! Su amiga murió porque
no tuvo valor para vivir. Podemos lamentarlo... o comprenderla... Pero el
hecho no varía... Fue por un acto suyo... no de otra persona.
Hizo una pausa.
- ¿Y usted? Ese
hombre está ahora en la cárcel, donde cumplirá una larga condena por otras
cosas. ¿Desea usted realmente, por su propia voluntad, destrozar la vida...
fíjese bien, la vida... de un ser humano? Ella le miró con ojos sombríos. De
pronto musitó:
- No. Tiene razón. No
lo deseo.
Y dando media vuelta
salió de la habitación y oyeron cerrar la puerta de la calle...
Japp lanzó un silbido
prolongado.
- ¡Bueno, que me
aspen! -dijo.
Poirot tomó asiento,
mirándole con simpatía. Transcurrió un buen rato antes de que rompieran el
silencio, y fue Japp quien dijo:
- ¡No se trataba de
un asesinato disfrazado de suicidio, sino de un suicidio preparado para que
pareciera un crimen!
- Sí, realizado con
gran inteligencia, sin exageraciones.
Japp dijo de pronto:
- Pero ¿y el neceser?
¿Qué relación tiene con todo esto?
- Pues, amigo mío, ya
le he dicho que ninguna.
- Entonces, ¿por
qué...?
- Los palos de golf.
Los palos de golf, Japp. Eran los de una persona zurda. Jane Plenderleith
guardaba los suyos en Wentworth. Aquéllos eran los de Bárbara Alien. No es
de extrañar que la muchacha se sobresaltara cuando usted abrió el armario.
Todo su plan pudiera haberse venido abajo. Pero es muy rápida, y comprendió
que por espacio de un breve segundo se había delatado. Vio que la
observábamos e hizo lo mejor que se le ocurrió en aquel momento: tratar de
fijar nuestra atención en un objeto equivocado. Y nos dijo, refiriéndose al
neceser: «Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana... de modo que no puede
haber nada.» Y, como ella esperaba, usted siguió la pista falsa. Por la
misma razón, cuando a la mañana siguiente se dispone a deshacerse de los
palos de golf, continúa utilizando el neceser como... ¿cómo diría yo?, como
espejuelo.
- ¿Quiere decir que
su verdadero objeto era...?
- Reflexione, amigo
mío. ¿Cuál es el mejor lugar para deshacerse de un saco de palos de golf? No
es posible quemarlos, ni arrojarlos al cubo de la basura. Si se dejan
abandonados en algún sitio es probable que alguien los devuelva. La señorita
Plenderleith se los llevó a un campo de golf. Los deja en la caseta del
club, y cogiendo un par de bastones de su propio saco, se va a jugar sin
chico que la acompañase. Sin duda, a intervalos prudentes rompe un palo por
la mitad y lo esconde entre la maleza... y termina por arrojar el saco. Si
alguien encuentra un bastón roto en el club de golf no es de extrañar. Es
sabido que existen personas que arrojan y rompen todos sus palos cuando se
exasperan durante el transcurso del juego. ¡En resumen, es cosa propia del
mismo juego! Pero puesto que comprende que sus actos pueden ser objeto de
interés, arroja el cebo inútil... el neceser... de un modo algo espectacular
al lago... Esta, amigo mío, es la verdad acerca del «Misterio del Neceser».
Japp contempló a su
amigo en silencio durante unos instantes. Al fin, puesto en pie, echóse a
reír dándole unas palmaditas en el hombro.
- ¡No está mal,
viejo! ¡Le doy mi palabra de que usted se llevará la gloria! ¿Nos vamos a
comer?
- Con mucho gusto,
amigo mío, pero el menú tendrá que ser Omelette aux Champignons, Blanquette
de Veau, Petits pois á la France, y...
para terminar,
Baba au Rhum.
- ¡A por ello! -exclamó
Japp.
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