L a G r a n E n c i c l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t
o S a l ó n H o g a r
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CAPITULO XX

Cómo
Beremiz da su segunda clase de Matemáticas. Número y sentido del número. Las
cifras. Sistema de numeración. Numeración decimal. El cero. Oímos nuevamente
la delicada voz de la invisible alumna. El gramático Doreid cita un poema.
Terminada
la comida a una señal del jeque Iezid, se levantó el calculador. Había llegado
la hora señalada para la segunda clase de Matemáticas. La alumna invisible ya
se hallaba a la espera del profesor.
Después
de saludar al príncipe y a los jeques que charlaban en el salón, Beremiz, acompañado
de una esclava, se encaminó hacia el aposento ya preparado para la lección.
Me
levanté también y acompañé al calculador, pues pretendía aprovechar la autorización
que me había sido concedida y asistir a las lecciones dadas a la joven Telassim.
Uno
de los presentes, el gramático Doreid, amigo del dueño de la casa, mostró también
deseos de oír las lecciones de Beremiz y nos siguió, dejando la compañía del
príncipe Cluzir Schá. Era Doreid hombre de mediana edad, muy risueño, de rostro
anguloso y expresivo.
Atravesamos
una riquísima galería cubierta de bellas alfombras persas y, guiados por una
esclava circasiana de asombrosa belleza, llegamos finalmente a la sala donde
Beremiz tenía que dar la clase de Matemáticas. El tapiz rojo que ocultaba a
Telassim días atrás había sido sustituido por otro azul que presentaba en el
centro un gran heptágono estrellado.
El
gramático Doreid y yo nos sentamos en un rincón de la sala, cerca de la ventana
que se abría al jardín, Beremiz se acomodó como la primera vez, en el centro
de la sala, sobre un amplio cojín de seda. A su lado, en una mesita de ébano,
había un ejemplar de el Corán. La esclava circasiana y otra persa de ojos dulces
y sonrientes se colocaron junto a la puerta. El egipcio encargado de la puerta
personal de Telassim se apoyó en una columna.
Después
de la oración, Beremiz habló así:
—Ignoramos
cuando la atención del hombre despertó a la idea del “número”. Las investigaciones
realizadas por los filósofos se remontan a tiempos que ya no se perciben, ocultos
por la niebla del pasado.
Los
que estudian la evolución del número demuestran que incluso entre los hombres
primitivos ya estaba la inteligencia humana dotada de una facultad especial
que llamaremos “sentido del número”. Esa facultad permite reconocer de forma
puramente visual si una reunión de objetos fue aumentada o disminuida, esto
es, si sufrió modificaciones numéricas.
No
se debe confundir el “sentido del número” con la facultad de contar. Sólo la
inteligencia humana puede alcanzar el grado de abstracción capaz de permitir
el acto de contar, aunque el sentido del número se observa ya en muchos animales.
Algunos
pájaros, por ejemplo, pueden contar los huevos que dejan en el nido, distinguiendo
“dos” de “tres”. Algunas avispas llegan a distinguir “cinco” y “diez”.
Los
salvajes de una tribu del norte de Africa conocían todos los colores del arco
iris y daban a cada color un nombre. Pues bien, dicha tribu, no conocía la palabra
“color”. De la misma forma, muchos lenguajes primitivos presentan palabras para
designar “uno”, “dos”, “tres”, etc. y no encontramos en esos idiomas un vocablo
especial para designar de manera general al “número”.
¿Pero
cuál es el origen del número?
No
sabemos, señora, responder a esta pregunta.
Caminando
por el desierto el beduino avista a lo lejos una caravana.
La
caravana pasa lentamente. Los camellos avanzan transportando hombres y mercancías.
¿Cuántos
camellos hay? Para responder a esta pregunta hay que emplear el “número”.
¿Serán
cuarenta? ¿Serán cien?
Para
llegar al resultado el beduino precisa poner en práctica cierta actividad. El
beduino necesita “contar”.
Para
contar, el beduino relaciona cada objeto de la serie con cierto símbolo: “uno”,
“dos”, “tres”, “cuatro”…
Para
dar el resultado de la “cuenta”, o mejor el “número”, el beduino precisa inventar
un “sistema de numeración”.
El
más antiguo sistema de numeración en el “quinario”, esto es el sistema en el
que las unidades se agrupan de cinco en cinco.
Una
vez contadas cinco unidades se obtiene una serie llamada “quina”. Como unidades
serían así 1 “quina” más 3 y se escribiría 13. Conviene aclarar que, en este
sistema, la segunda cifra de la izquierda vale cinco veces más que si estuviese
a la derecha. El matemático dice entonces que la base de dicho sistema de numeración
es 5.
De
tal sistema se encuentran aún vestigios en los poemas antiguos.
Los
caldeos tenían un sistema de numeración cuya base era el número 60.
Y
así, en la antigua Babilonia el símbolo:
1.5
indicaría
el número 65.
El
sistema de base veinte se empleó también en varios pueblos.
En
el sistema de base veinte nuestro número 90 vendría indicado por la notación:
4.1
que
se leería: cuatro veinte más diez.
Surgió
después, señora, el sistema de base 10, que resulta más ventajoso para la representación
de grandes números. El origen de dicho sistema se explica por el número total
de dedos de las dos manos. En ciertos tipos de mercaderes encontramos decidida
preferencia por la base “doce”; en esto consiste el contar por docenas, medias
docenas, cuartos de docena, etc.
La
docena presenta sobre la decena ventaja considerable: el número 12 tiene más
divisores que el número 10.
El
sistema decimal ha sido universalmente adoptado. Desde el tuareg que
cuenta con los dedos hasta el matemático que maneja instrumentos de cálculo,
todos contamos de diez en diez. Dadas las divergencias profundas entre los pueblos,
semejante universalidad es sorprendente: no se puede jactar de algo semejante
ninguna religión, código moral, forma de gobierno, sistema económico, principio
filosófico, ni el lenguaje, ni siquiera ningún alfabeto. Contar es uno de los
pocos asuntos en torno al cual los hombres no divergen pues lo consideran la
cosa más sencilla y natural.
Observando,
señora, a las tribus salvajes y la forma de actuar de los niños, es obvio que
los dedos son la base de nuestro sistema numérico. Por ser 10 los dedos de ambas
manos, comenzamos a contar con dicho número y basamos todo nuestro sistema en
grupos de 10.
Posiblemente
el pastor que al anochecer necesitaba estar seguro de que todas sus ovejas habían
entrado al redil, tuvo que pasar, al contarlas, de la primera docena. Numeraba
las orejas que desfilaban ante él doblando por cada una un dedo, y cuando ya
había doblado los diez dedos, cogía una piedra del suelo. Terminada la tarea,
las piedrecillas representaban el número de “manos completas” —decenas— de ovejas
del rebaño. Al día siguiente podía rehacer la cuenta contando los montoncitos
de piedras. Luego ocurrió que algún cerebro con facilidad para la abstracción
descubrió que se podía aplicar aquel proceso de otras cosas útiles como las
frutas, el trigo, los días, las distancias y las estrellas. Y si en vez de apartar
piedrecillas se hacían marcas diferentes y duraderas, entonces se dispondría
ya un sistema de “numeración escrita”.
Todos
los pueblos adoptaron en su lenguaje oral el sistema decimal. Los otros sistemas
fueron quedando olvidados. Pero la adaptación de tal sistema a la numeración
escrita se hizo muy lentamente.
Fue
necesario un esfuerzo de varios siglos para que la humanidad descubriera una
solución perfecta para el problema de la representación gráfica de los números.
Para
representarlos imaginó el hombre caracteres especiales llamados guarismos o
cifras, cada una de las cuales representaba uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,
siete, ocho, nueve. Otros signos auxiliares como d, c, m,
indicaban que la cifra que la acompañaba representaba decena, centenar, milla,
etc. Así, un matemático antiguo representaba el número 9.765 por la notación
9m7c6d5. Los fenicios, que fueron los más destacados mercaderes de la Antigüedad,
usaban acentos en vez de letras: 9'' '7' '6'5.
Los
griegos al principio no adoptaron este sistema. A cada letra del alfabeto, aumentada
mediante un acento, la atribuían un valor. Así, la primera letra —alfa— era
1; la segunda letra —beta— era 2; la tercera —gamma— era 3, y así sucesivamente
hasta el número 19. El 6 constituía una excepción y tenía signo propio.
Este
número se representaba mediante un signo especial —estigma—.
Combinando
después las letras: dos a dos, representaba el 20, 21, 22, etc.
El
número 4004 era representado en el sistema griego por dos cifras, el número
2022, por tres cifras diferentes; el número 3333 era representado por 4 cifras
que diferían por completo una de otras.
Menor
prueba de imaginación dieron los romanos, que se conformaron con tres caracteres,
I, V y X para formar los diez primeros números y con los caracteres L —cincuenca—,
C —cien—, D —quinientos—, M —mil— que combinaban con los primeros.
Los
números escritos en cifras romanas eran así de una complicación absurda y se
prestaban muy mal a las operaciones más elementales de la Aritmética, de tal
modo que una suma era un tormento. Con la escritura romana la suma podía en
verdad hacerse pero era preciso colocar los números uno debajo de otro, de tal
modo que las cifras con el mismo final quedaran en la misma columna, lo que
obligaba a mantener entre las cifras unos intervalos para mostrar en la línea
de cuenta la ausencia de cualquier orden que faltara.
Así
se hallaba la ciencia de los números hace cuatrocientos años cuando un hindú,
cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros, ideó un signo especial, el “cero”,
para señalar en un número escrito, la falta de toda unidad de orden decimal,
no efectivamente representada en cifras. Gracias a esta invención, todos los
signos especiales, las letras y los acentos resultaban inútiles. Quedaron solo
nueve cifras y el cero. La posibilidad de escribir un número cualquiera por
medio de diez caracteres solamente, fue el primer gran milagro del cero.
Los
geómetras árabes se apoderaron de la invención del hindú, y descubrieron que
añadiendo un cero a la derecha de un número se elevaba automáticamente al orden
decimal superior a que pertenecían sus diferentes cifras. Hicieron del cero
un operador que efectúa instantáneamente toda multiplicación por diez.
Y
al caminar por la larga y luminosa senda de la ciencia debemos tener siempre
ante nosotros el sabio consejo del poeta y astrónomo Omar Khayyam —¡a quien
Allah tenga en su gloria!—. He aquí lo que Omar Khayyam enseñaba:
Que
tu sabiduría no sea humillación para tu prójimo. Guarda el dominio de ti mismo
y nunca te abandones a la cólera. Si esperas la paz definitiva, sonríe al destino
que te hiere; no hieras a nadie.
Y
aquí termino, con la evocación de un famoso poeta, las pequeñas indicaciones
que pretendía desarrollar sobre el origen de los números y de las cifras. Veremos
en la próxima clase —¡si Allah quiere!— cuáles son las principales operaciones
que podemos efectuar con los números y las propiedades que éstos presentan.
Se
calló Beremiz. Había terminado la segunda clase de Matemáticas.
Oímos
entonces la voz cristalina de Telassim que recitaba estos apasionantes versos
:
Dame,
Oh Dios, fuerzas para hacer que mi amor sea fructífero y útil.
Dame
fuerzas para no despreciar jamás al pobre ni plegar mis rodillas ante el poder
insolente.
Dame
fuerzas para levantar el espíritu bien alto, por encima de las banalidades cotidianas.
Dame
fuerzas para que me humille, con amor ante ti.
No
soy más que un trozo de nube desgarrada que vaga inútil por el cielo, ¡oh sol
glorioso!
Si
es deseo o placer tuyo, toma mi nada, píntala de mil colores, irísala de oro,
hazla ondear al viento y extenderse por el cielo en múltiples maravillas…
Y
después, si fuera tu deseo terminar con la noche tal recreo, yo desapareceré
desvaneciéndome en las tinieblas, o tal vez en la sonrisa del alba, en el frescor
de la pureza transparente.
—¡Es
admirable! Balbuceó a mi lado el gramático Doreid.
—Sí,
le dije. La Geometría es admirable.
—¡Nada
dije de la Geometría!, protestó mi importuno compañero. No viene aquí para oír
esa historia infinita de números y cifras. Eso no me interesa. Lo que dije que
era admirable es la voz de Telassim…
Y
como yo lo mirara espantado ante aquella ruda franqueza añadió con aire de malicia:
—Esperaba
que durante la clase apareciera el rostro de la joven. Dicen que es hermosa
como la cuarta luna del mes de Ramadán. ¡Es una verdadera Flor del Islam!
Y
se levantó cantando en voz baja:
Si
estás ociosa o descuidada, dejando que el cántaro flote sobre el agua, ven,
ven a mi lado.
Verdean
las hierbas en la cuesta, y las flores silvestres se abren ya.
Tus
pensamientos volarán de tus ojos negros como los pájaros vuelan de sus nidos.
Y
se te caerá el velo a los pies.
Ven,
¡oh, ven hacia mí!
Dejamos
con plácida tristeza la sala llena de luz. Noté que Beremiz no llevaba ya en
el dedo el anillo que había ganado en la hostería el día de nuestra llegada.
¿Habría perdido tan hermosa joya?
La
esclava circasiana miraba vigilante como si temiera el sortilegio de algún djin
invisible.

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