L a G r a n E n c i c l o p e d i a
I l u s t r a d a d e l P r o y e c t
o S a l ó n H o g a r
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CAPITULO
XIX
Donde
se narran los elogios que el Príncipe Cluzir hizo del Hombre que Calculaba.
Beremiz resuelve el problema de los tres marineros y descubre el secreto de
una medalla. La generosidad del maharajá de Lahore.
El elogio que hizo Beremiz de la ciencia hindú, recordando una página
de la Historia de las Matemáticas, causó óptima impresión en el espíritu del
príncipe Cluzir Schá. El joven soberano, impresionado por la disertación, declaró
que consideraba al Calculador como un gran sabio, capaz de enseñar el Algebra
de Bhaskhara a un centenar de brahmanes.
—He quedado encantado, añadió, al oír esa leyenda de la infeliz Lilavati
que perdió su novio por culpa de una perla del vestido. Los problemas de Bhaskhara
citados por el elocuente Calculador son realmente interesantes y presentan,
en sus enunciados, ese “espíritu poético” que tan raramente se encuentra en
las obras de Matemáticas. Lamento solo que el ilustre matemático no haya hecho
la menor referencia al famoso problema de los tres marineros, incluido en muchos
libros y que se encuentra hasta ahora sin solución.
—Príncipe magnánimo, respondió Beremiz. Entre los problemas de Bhaskhara
por mí citados no figura en verdad el viejo problema de los tres marineros.
No cité ese problema por la simple razón de que solo lo conozco por una cita
vaga, incierta y dudosa, e ignoro su enunciado riguroso.
—Yo lo conozco perfectamente, repuso el príncipe, y tendrás un gran
placer en recordar ahora esta cuestión matemática que tanto ha preocupado a
los algebristas.
Y el príncipe Cluzir Schá narró lo siguiente:
—Un navío que volvía de Serendib con un cargamento de especias, se
vio sorprendido por una violenta tempestad.
La embarcación habría sido destruida por la furia de las olas si no
hubiera sido por la bravura y el esfuerzo de tres marineros que, en medio de
la tempestad, manejaron las velas con pericia extremada.
El capitán queriendo recompensar a los denodados marineros, les dio
cierto número de catils. Este número, superior a doscientos, no llegaba
a trescientos. Las monedas fueron colocadas en una caja para que al día siguiente,
al desembarcar, el almojarife las repartiera entre los tres valerosos marineros.
Aconteció
sin embargo que durante la noche uno de los marineros despertó, se acordó de
las monedas y pensó: “Será mejor que quite mi parte. Así no tendré que discutir
y pelearme con mis compañeros”. Se levantó sin decir nada a sus compañeros y
fue donde se hallaba el dinero. Lo dividió en tres partes iguales, más notó
que la división no era exacta y que sobraba un catil. “Por culpa de esta
miserable moneda pensó, habrá mañana una discusión entre nosotros. Es mejor
tirarla”. El marinero tiró la moneda al mar y volvió cauteloso a su camastro.
Se
llevaba su parte y dejaba en el mismo lugar la que correspondía a sus compañeros.
Horas
después, el segundo marinero tuvo la misma idea. Fue al arca en que se había
depositado el premio colectivo e ignorando que otro de sus compañeros había
retirado su parte, dividió ésta en tres partes iguales. Sobraba también una
moneda. El marinero, para evitar futuras discusiones, pensó de igual modo que
lo mejor era echarla al mar, y así lo hizo. Luego regresó a su litera llevándose
la parte a que se creía con derecho.
El
tercer marinero, ¡Oh casualidad! tuvo también la misma idea. De igual modo,
ignorando por completo que se le habían anticipado sus dos compañeros, se levantó
de madrugada y fue a la caja de las monedas. Dividió las que hallara en tres
partes iguales, mas el reparto también resultaba inexacto. Sobraba una moneda
y, para no complicar el caso, el marinero optó también por tirarla al mar. Retiró
su tercera parte y volvió tranquilo a su lecho.
Al
día siguiente, llegada la hora de desembarcar, el almojarife del navío encontró
un puñado de monedas en la caja. Las dividió en tres partes iguales y dio luego
a cada uno de los marineros una de estas partes. Pero tampoco esta vez fue exacta
la división. Sobraba una moneda que el almojarife se guardó como paga de su
trabajo y de su habilidad. Desde luego, ninguno de los marineros reclamó pues
cada uno de ellos estaba convencido de que ya había retirado de la caja la parte
de dinero que le correspondía.
Pregunta
final: ¿Cuántas monedas había al principio? ¿Cuánto recibió cada uno de los
marineros?
El
Hombre que Calculaba, notando que la historia narrada por el príncipe había
despertado gran curiosidad entre los nobles presentes, encontró que debía dar
solución completa al problema. Y habló así:
—Las
monedas, que eran, según se dijo, más de 200 y menos de 300, debían ser, en
principio, 241.
El
primer marinero las dividió en tres partes iguales, sobrándole una que tiró
al mar.
241
: 3 = 80 cociente 1 resto
Retiró
una parte y se acostó de nuevo.
En
la caja quedaron pues:
241
— (80 + 1) = 160 monedas
El
segundo marinero procedió a repartir entre las 160 monedas dejadas por su compañero.
Mas al efectuar la división, resultó que le sobraba una, optando también por
arrojarla al mar.
160
: 3 = 53 cociente 1 resto
Embolsó
una parte y regresó a su lecho. En este momento, en la caja solo quedaron:
160
— (53 + 1 ) = 106 monedas
A
su vez el tercer marinero repartió las 106 monedas entre tres iguales, comprobando
que le sobraba una moneda. Por las razones indicadas decidió tirarla al mar.
106
: 3 = 35 cociente 1 resto
Seguidamente,
retiró una parte y se acostó.
Dejaba
en la caja:
106
— (35 + 1 ) = 70 monedas
Estas
fueron halladas a la hora del desembarque por el almojarife, quien obedeciendo
las órdenes del capitán procedió a un reparto equitativo entre los tres marineros.
Mas al efectuar la división observó que después de obtener tres partes de 23
monedas, le sobra una.
70
: 3 = 23 cociente 1 resto
Entrega
pues veintitrés monedas a cada marinero y opta por quedarse la moneda sobrante.
En
definitiva, el reparto de los 241 monedas se efectuó de la manera siguiente:
1°
marinero 80 + 23 =103
2°
marinero 53 + 23 = 76
3°
marinero 35 + 23 = 58
Almojarife
1
Arrojadas
al mar 3
Total 241
Y
enunciada la parte final del problema, Beremiz se calló.
El
príncipe de Lahore sacó de su bolsa una medalla de plata y dirigiéndose al Calculador
habló así:
—Por
la interesante solución dada al problema de los tres marineros veo que eres
capaz de dar explicación a los enigmas más intrincados de los números y del
cálculo. Quiero pues que me aclares el significado de esta moneda.
Esta
pieza, continuó el príncipe, fue grabada por un artista religioso que vivió
varios años en la corte de mi abuelo. Debe de encerrar algún enigma que hasta
ahora no consiguieron descifrar ni los magos ni los astrólogos. En una de las
caras aparece el número 128 rodeado de siete pequeños rubíes. En la otra —dividida
en cuatro partes— aparecen cuatro números:
7,
21, 2, 98
Conviene
señalar que la suma de estos cuatro números es igual a 128. ¿Pero cuál es en
verdad la significación de esas cuatro partes en que fue dividido el número
128?
Beremiz
recibió la extraña medalla de manos del príncipe. La examinó en silencio durante
un tiempo, y después habló así:
—Esta
medalla, ¡oh príncipe! Fue grabada por un profundo conocedor del misticismo
numérico. Los antiguos creían que ciertos números tenían un poder mágico. El
“tres” era divino, el “siete” era el número sagrado. Los siete rubíes que vemos
aquí revelan la preocupación del artista en relacionar el número 128 con el
número 7. El número 128 es, como sabemos, susceptible de descomposición en un
producto de 7 factores iguales a 2:
2
x 2 x 2 x 2 x 2 x 2 x 2
Ese
número 128 puede ser descompuesto en cuatro partes:
7,
21, 2 y 98
que
presentan la siguiente propiedad:
La
primera, aumentada en 7, la segunda disminuida en 7, la tercera multiplicada
por 7 y la cuarta dividida por 7 darán el mismo resultado; vean:
7
+ 7 = 14
21
— 7 = 14
2
x 7 = 14
98
: 7 = 14
Esta
medalla debe de haber sido usada como talismán, pues contiene relaciones que
se refieren todas al número 7, que para los antiguos era un número sagrado.
Se
mostró el príncipe de Lahore encantado con la solución presentada por Beremiz,
y le ofreció, como regalo, no solo la medalla de los siete rubíes, sino también
una bolsa de monedas de oro.
El
príncipe era generoso y bueno.
Pasamos
seguidamente a una gran sala donde el poeta Iezid iba a ofrecer un espléndido
banquete a sus convidados.
El
prestigio de Beremiz poco a poco iba en aumento; buena prueba de ello fue que
le destinaron un sitio más distinguido del que puede esperarse de su condición.
Algunos
de los invitados no supieron disimular la contrariedad. En cuanto a mí me relegaron
al último lugar.

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