L a G r a n E n c i c l o p e d i a I l u s t r a d
a d e l P r o y e c t o S a l ó n H o g a r
|
|

CAPITULO
XI

De cómo inició
Beremiz sus lecciones de Matemáticas. Una frase de Platón. La Unidad es Dios.
¿Qué es medir? Las partes de la Matemática. La Aritmética y los Números. El
Álgebra y las relaciones. La Geometría y las formas. La Mecánica y la Astronomía.
Un sueño del rey Asad-Abu-Carib. La “alumna invisible” eleva una oración a Allah.
El
aposento donde Beremiz había de dar sus clases era muy espacioso. Estaba dividido
por un amplio y pesado cortinaje de terciopelo rojo que colgaba desde el techo
hasta llegar al suelo. El techo estaba coloreado y las columnas eran doradas.
Sobre las alfombras se hallaban extendidos grandes cojines de seda, bordados
con textos del Corán.
Las
paredes estaban adornadas con caprichosos arabescos azules entrelazados con
bellos poemas de Antar, el poeta del desierto. En el centro, entre dos columnas,
se leía en letras de oro sobre fondo azul este dístico, procedente de la moalakat
de Antar:
Cuando Allah ama
a uno de sus siervos, le abre las puertas de la inspiración.
Se
notaba un perfume suave de incienso y rosas. Declinaba la tarde.
Las
ventanas de mármol pulido estaban abiertas y dejaban ver el jardín y los frondosos
manzanos que se extendían hasta el río de aguas turbias y tristes.
Una
esclava negra se mantenía en pie, con el rostro descubierto, junto a la puerta.
Sus uñas estaban pintadas con henna.
—¿Se
encuentra ya presente tu hija?, preguntó Beremiz a jeque.
—Desde
luego, respondió Iezid. Le dije que se colocara al otro lado del aposento, detrás
del tapiz, desde donde podrá ver y oír. Estará invisible, sin embargo, para
todos los que aquí se encuentran.
Realmente
las cosas estaban dispuestas de tal modo que ni siquiera se notaba la silueta
de la joven que iba a ser discípula de Beremiz. Posiblemente ella nos observara
desde algún minúsculo orificio hecho en la pieza de terciopelo, imperceptible
para nosotros.
—Creo
que ya podemos empezar, dijo el jeque.
y
dijo con voz cariñosa:
—Procura
estar atenta, Telassim, hija mía…
—Sí,
padre, respondió una bien timbrada voz femenina al otro lado del aposento.
Beremiz
se dispuso entonces a comenzar sus lecciones; cruzó las piernas y se sentó en
un cojín en el centro de la sala. Yo me coloqué discretamente en un rincón y
me acomodé como pude. A mi lado se sentó el jeque Iezid.
Toda
ciencia va precedida por la plegaria. Fue, pues, con una plegaria como Beremiz
inició sus clases.
—¡En
nombre de Allah, Clemente y Misericordioso! ¡Loado sea el Omnipotente Creador
de todos los mundos! ¡La misericordia de Dios es nuestro atributo supremo! ¡Te
adoramos, Señor, e imploramos Tu asistencia! ¡Condúcenos por el camino cierto!
¡Por el camino de los iluminados y bendecidos por Ti!
Terminada
la plegaria, Beremiz habló así:
—Cuando
miramos, señora, hacia el cielo en una noche en calma y límpida, sentimos que
nuestra inteligencia es incapaz para comprender la obra maravillosa del Creador.
Ante nuestros ojos pasmados, las estrellas forman una caravana luminosa que
desfila por el desierto insondable del infinito, ruedan las nebulosas inmensas
y los planetas, siguiendo leyes eternas, por los abismos del espacio, y surge
ante nosotros una idea muy nítida: la noción de “número”.
Vivió
antaño en Grecia, cuando aquel país estaba dominado por el paganismo, un filósofo
notable llamado Pitágoras —¡Más sabio es Allah!—. Consultado por un discípulo
sobre las fuerzas dominantes de los destinos de los hombres, el sabio respondió:
“Los números gobiernan el mundo”.
Realmente.
El pensamiento más simple no puede ser formulado sin encerrar en él bajo múltiples
aspectos, el concepto fundamental de número. El beduino que en medio del desierto,
en el momento de la plegaria, murmura el nombre de Dios, tiene su espíritu dominado
por un número: ¡la “Unidad”! ¡Sí, Dios, según la verdad expresada en las páginas
del Libro Santo y repetida por los labios del Profeta, es Uno, Eterno e Inmutable!
Luego, el número aparece en el marco de nuestra inteligencia como símbolo del
Creador.
Del
número, señora, que es base de su razón y del entendimiento, surge otra noción
de indiscutible importancia: la noción de “medida”.
Medir,
señora, es comparar. Sólo son, sin embargo, susceptibles de medida las magnitudes
que admiten un elemento como base de comparación. ¿Será posible medir la extensión
del espacio? De ninguna maneta. El espacio es infinito, y siendo así, no admite
término de comparación. ¿Será posible medir la Eternidad? De ninguna manera.
Dentro de las posibilidades humanas, el tiempo es siempre infinito y en el cálculo
de la Eternidad no puede lo efímero servir de unidad de medida.
En
muchos casos, sin embargo, nos será posible representar una dimensión que no
se adapta a los sistemas de medidas por otra que puede ser estimada con seguridad.
Esa permuta de dimensiones, con vistas a simplificar los procesos de medida,
constituye el objeto principal de una ciencia que los hombres llaman Matemáticas.
Para
alcanzar nuestro objetivo, la Matemática tiene que estudiar los números, sus
propiedades y transformaciones. Esta parte toma el nombre de Aritmética. Conocidos
los números, es posible aplicarlos a la evaluación de dimensiones que varían
o que son desconocidas, pero que se pueden representar por medio de relaciones
y fórmulas. Tenemos así el Álgebra. Los valores que medimos en el campo de la
realidad son representados por cuerpos materiales o por símbolos; en cualquier
caso, estos cuerpos o símbolos están dotados de tres atributos: forma, tamaño
y posición. Es importante, ues, estudiar tales atributos. Eso constituirá el
objeto de la Geometría.
También
se interesa la Matemática por las leyes que rigen los movimientos y las fuerzas,
leyes que aparecen en la admirable ciencia que se llama Mecánica.
La
Matemática pone todos sus preciosos recursos al servicio de una ciencia que
eleva el alma y engrandece al hombre. Esa ciencia es la Astronomía.
Suponer
algunos que, dentro de los Matemáticas, la Aritmética, el Álgebra y la Geometría
constituyen partes enteramente distintas; es un grave error. Todas se auxilian
mutuamente, se apoyan las unas en las otras, y, en algunos casos, incluso se
confunden.
Las
Matemáticas, señora, que enseñan al hombre a ser sencillo y modesto, son la
base de todas las ciencias y artes.
Un
episodio ocurrido con un famoso monarca yemenita es bastante expresivo y voy
a narrarlo:
Assad-Abu-Carib,
rey del Yemen, hallándose cierto día descansando en el amplio mirador de su
palacio, soñó que había encontrado a siete jóvenes que caminaban por una senda.
En cierto momento, vencidas por la fatiga y por la sed, las jóvenes se detuvieron
bajo el ardiente sol del desierto. Surgió en este momento una hermosa princesa
que se acercó a las peregrinas llevándoles un cántaro de agua pura y fresca.
La bondadosa princesa sació la sed que torturaba a las jóvenes y éstas reanimadas,
pudieron reanudar su jornada interrumpida.
Al
despertar, impresionado por ese inexplicable sueño, determinó Assad-Abu-Carib
llamar a un astrólogo famoso, llamado Sanib, y le consultó sobre la significación
de aquella escena a la que él —rey poderoso y justo— había asistido en el mundo
de las visiones y de las fantasías. Y dijo Sanib, el astrólogo: “¡Señor!, las
siete jóvenes que caminaban por la senda eran las artes divinas y las ciencias
humanas; la Pintura, la Música, la Escultura, la Arquitectura, la Retórica,
la Dialéctica y la Filosofía. La princesa caritativa que las socorrió era la
grande y prodigiosa Matemática”. “Sin el auxilio de la Matemática —prosiguió
el sabio— las artes no pueden avanzar, y todas las otras ciencias perecen”.
Impresionado por estas palabras, determinó el rey que se organizaran en todas
las ciudades, oasis y aldeas del país centros de estudio de Matemáticas. Hábiles
y elocuentes ulemas, por orden del soberano, acudían a los bazares y a los paradores
de las caravanas a dar lecciones de Aritmética a los caravaneros y beduinos.
Al cabo de pocos meses se notó que el país despertaba en un prodigioso impulso
de prosperidad. Paralelamente al progreso de la ciencia crecían los recursos
materiales; las escuelas estaban llenas de alumnos, el comercio se desarrollaba
de manera prodigiosa; se multiplicaban las obras de arte; se alzaban monumentos;
las ciudades vivían repletas de ricos forasteros y curiosos. El país del Yemen
estaba abierto al progreso y a la riqueza, pero vino la fatalidad —¡Maktub!—
a poner término a aquel despliegue prodigioso, de trabajo y prosperidad. El
rey Assad-Abu-Carib cerró los ojos para el mundo y fue llevado por el impío
Asrail al cielo de Allah. La muerte del soberano hizo abrir dos
túmulos: uno de ellos acogió el cuerpo del glorioso monarca y el otro fue a
parar la cultura artística y científica de su pueblo. Subió al trono un príncipe
vanidoso, indolente y de escasas dotes intelectuales. Se preocupaba por las
vanas diversiones mucho más que por los problemas de la administración del país.
Pocos meses después, todos los servicios públicos estaban desorganizados; las
escuelas cerradas; los artistas y los ulemas, forzados a huir bajo las amenazas
de perversos y ladrones. El tesoro público fue criminalmente dilapidado en ociosos
festines y banquetes desenfrenados. El país fue llevado a la ruina por el desgobierno
y al fin cayó bajo el ataque de enemigos ambiciosos que lo sometieron fácilmente.
La
historia de Assad-Abu-Carib, señora, viene a demostrar que el progreso de un
pueblo se halla ligado al desarrollo de los estudios matemáticos. En todo el
universo, la Matemática es número y medida. La Unidad, símbolo del Creador,
es el principio de todas las cosas que no existen sino en virtud de las inmutables
proporciones y relaciones numéricas. Todos los grandes enigmas de la vida pueden
reducirse a simples combinaciones de elementos variables o constantes, conocidos
o incógnitos que nos permitan resolverlos.
Para
que podamos comprender la ciencia, precisamos tomar por base el número. Veamos
cómo estudiarlo, con ayuda de Allah, Clemente y Misericordioso.
¡Uassalan!
Con
estas palabras se calló el calculador dando por terminada su primera clase de
Matemáticas.
Oímos
entonces con agradable sorpresa la voz de la alumna, oculta e invisible tras
el cortinaje de terciopelo, que pronunciaba la siguiente oración:
—“¡Oh
Dios Omnipotente!, Creador del Cielo y de la Tierra, perdona la pobreza, la
pequeñez, la puerilidad de nuestros corazones. No escuches nuestras palabras
pero sí nuestros gemidos inexpresables; no atiendas nuestras peticiones, sino
el clamor de nuestras necesidades. ¡Cuántas veces soñamos con tener aquello
que nunca podrá ser nuestro!”
“¡Dios
es omnipotente!”
“¡Oh
Dios! Te agradecemos este mundo, nuestro gran hogar, su amplitud y riquezas,
la vida multiforme que en él se estudia y de la que todos nosotros formamos
parte. Te alabamos por el esplendor del cielo azul y por la brisa de la tarde
y por las nubes y por las constelaciones en las alturas. Te loamos, Señor, por
los océanos inmensos, por el agua que corre en los arroyos, por las montañas
eternas, por los árboles frondosos y por la hierba tupida en que nuestros pies
reposan.
“¡Dios
es misericordioso!”
Te
agradecemos, Señor, los múltiples encantos con que podemos sentir en nuestra
alma las bellezas de la Vida y del Amor…”
“¡Oh
Dios Clemente y Misericordioso! Perdona la pobreza, la pequeñez, la puerilidad
de nuestros corazones…”

|