Yo tomé mi camino para Madrid y
él se despidió de mí por ir diferente jornada. Y ya que
estaba apartado, volvió con gran prisa, y llamándome a voces,
estando en el campo donde no nos oía nadie, me dijo al oído:
-Por vida de V. Md., que no diga nada de
todos los altísimos secretos que le he comunicado en materia de
destreza, y guárdelo para sí, pues tiene buen entendimiento.
Yo le prometí de hacerlo,
tornóse a partir de mí, y yo empecé a reírme del
secreto tan gracioso.
Con esto caminé más de una
legua que no topé persona. Iba yo entre mí pensando en las muchas
dificultades que tenía para profesar honra y virtud, pues había
menester tapar primero la poca de mis padres, y luego tener tanta que me
desconociesen por ella. Y parecíanme a mí tan bien estos
pensamientos honrados, que yo me los agradecía a mí mismo.
Decía a solas: «Más se me ha de agradecer a mí, que
no he tenido de quien aprender virtud ni a quien parecer en ella, que al que la
hereda de sus abuelos».
En estas razones y discursos iba, cuando
topé un clérigo muy viejo en una mula, que iba camino de Madrid.
Trabamos plática y luego me preguntó que de dónde
venía; yo le dije que de Alcalá.
-Maldiga Dios -dijo él- tan mala
gente como hay en ese pueblo, pues falta entre todos un hombre de discurso.
Preguntéle que cómo o por
qué se podía decir tal de lugar donde asistían tantos
doctos varones. Y él, muy enojado dijo:
-¿Doctos? Yo le diré a V.
Md. qué tan doctos, que habiendo más de catorce años que
hago yo en Majalahonda, donde he sido sacristán, las chanzonetas al
Corpus y al Nacimiento, no me premiaron en el cartel unos cantarcicos, y porque
vea V. Md. la sinrazón, se los he de leer, que yo sé que se
holgará.
Y diciendo y haciendo, desenvainó
una retahíla de copias pestilenciales, y por la primera, que era
ésta, se conocerán las demás:
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Pastores, ¿no es lindo chiste, |
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que es hoy el señor san Corpus Criste? |
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Hoy es el día de las danzas |
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en que el Cordero sin mancilla |
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tanto se humilla, |
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que visita nuestras panzas, |
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y entre estas bienaventuranzas |
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entra en el humano buche. |
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Suene el lindo sacabuche, |
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pues nuestro bien consiste. |
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Pastores, ¿no es lindo chiste? |
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-¿Qué pudiera decir
más -me dijo- el mismo inventor de los chistes? Mire qué
misterios encierra aquella palabra
pastores: más me costó de un
mes de estudio.
Yo no pude con esto tener la risa, que a
borbollones se me salía por los ojos y narices, y dando una gran
carcajada, dije:
-¡Cosa admirable! Pero sólo
reparo en que llama V. Md.
señor san Corpus Criste, y Corpus
Christi no es santo sino el día de la institución del
Sacramento.
-¡Qué lindo es eso! -me
respondió haciendo burla-; yo le daré en el calendario, y
está canonizado y apostaré a ello la cabeza.
No pude porfiar, perdido de risa de ver
la suma ignorancia; antes le dije cierto que eran dignas de cualquier premio y
que no había oído cosa tan graciosa en mi vida.
-¿No? -dijo al mismo punto-; pues
oya V. Md. un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil
vírgenes adonde a cada una he compuesto cincuenta octavas, cosa
rica.
Yo, por excusarme de oír tanto
millón de octavas, le supliqué que no me dijese cosa a lo divino.
Y así, me comenzó a recitar una comedia que tenía
más jornadas que el camino de Jerusalén. Decíame:
-Hícela en dos días, y
este es el borrador.
Y sería hasta cinco manos de
papel. El título era
El arca de Noé. Hacíase toda
entre gallos y ratones, jumentos, raposas, lobos y jabalíes, como
fábulas de Isopo [Esopo]. Yo le alabé la traza y la
invención, a lo cual me respondió:
-Ello cosa mía es, pero no se ha
hecho otra tal en el mundo y la novedad es más que todo; y si yo salgo
con hacerla representar, será cosa famosa.
-¿Cómo se podrá
representar -le dije yo-, si han de entrar los mismos animales y ellos no
hablan?
-Esa es la dificultad, que a no haber
esa, ¿había cosa más alta? Pero yo tengo pensado de
hacerla toda de papagayos, tordos y picazas, que hablan, y meter para el
entremés monas.
-Por cierto, alta cosa es esa.
-Otras más altas he hecho yo
-dijo- por una mujer a quien amo. Y vea aquí novecientos y un sonetos y
doce redondillas (que parecía que contaba escudos por maravedís)
hechos a las piernas de mi dama.
Yo le dije que si se las había
visto él, y díjome que no había hecho tal por las
órdenes que tenía, pero que iban en profecía los
conceptos. Yo confieso la verdad, que aunque me holgaba de oírle, tuve
miedo a tantos versos malos, y así, comencé a echar la
plática a otras cosas. Decíale que veía liebres, y
él saltaba:
-Pues empezaré por uno donde la
comparo a ese animal.
Y empezaba luego; y yo, por divertirle,
decía:
-¿No ve V. Md. aquella estrella
que se ve de día?
A lo cual, dijo:
-En acabando éste, le diré
el soneto treinta, en que la llamo estrella, que no parece sino que sabe los
intentos de ellos.
Afligíme tanto con ver que no
podía nombrar cosa a que él no hubiese hecho algún
disparate, que cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía de
contento, entendiendo que de vergüenza callaría; pero fue al
revés, porque por mostrar lo que era, alzó la voz entrando por la
calle. Yo le supliqué que lo dejase, poniéndole por delante que
si los niños olían poeta no quedaría troncho que no se
viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados por locos en una
premática [pragmática] que había salido contra ellos, de
uno que lo fue y se recogió a buen vivir. Pidióme que se la
leyese si la tenía, muy congojado. Prometí de hacerlo en la
posada. Fuímonos a una, donde él se acostumbraba apear, y
hallamos a la puerta más de doce ciegos. Unos le conocieron por el olor
y otros por la voz. Diéronle una barahúnda de bienvenido;
abrazólos a todos, y luego empezaron unos a pedirle oración para
el Justo Juez en verso grave y sonoro, tal que provocase a gestos; otros
pidieron de las ánimas; y por aquí discurrió, recibiendo
ocho reales de señal de cada uno. Despidiólos, y
díjome:
-Más me han de valer de
trescientos reales los ciegos; y así, con licencia de V. Md., me
recogeré agora un poco, para hacer algunas de ellas, y en acabando de
comer oiremos la premática.
¡Oh vida miserable! Pues ninguna
lo es más que la de los locos que ganan de comer con los que lo son.
Capítulo III
De lo que hizo en Madrid, y lo que le sucedió
hasta llegar a Cercedilla, donde durmió
Recogióse un rato a estudiar
herejías y necedades para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de
comer; comimos, y luego pidióme que le leyese la premática. Yo,
por no haber otra cosa que hacer, la saqué y se la leí. La cual
pongo aquí, por haberme parecido aguda y conveniente a lo que se quiso
reprehender en ella. Decía en este tenor:
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Premática del
desengaño contra |
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los poetas güeros, chirles y hebenes
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Diole al sacristán la mayor risa
del mundo, y dijo:
-¡Hablara yo para mañana!
Por Dios, que entendí que hablaba conmigo, y es sólo contra los
poetas hebenes:
Cayóme a mí muy en gracia
oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel.
Dejé el prólogo y comencé el primer capítulo que
decía:
«Atendiendo a que este
género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos, y
cristianos aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes,
listones y zapatillas, haciendo otros pecados más enormes, mandamos que
la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a
malas mujeres, y que los prediquen sacando Cristos para convertirlos. Y para
esto señalamos casas de arrepentidos.
»Ítem, advirtiendo los
grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los
poetas de sol, como pasas, a fuerza de los soles y estrellas que gastan en
hacerlas, les ponemos perpetuo silencio en las cosas del cielo,
señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, porque no
se agoten con la prisa que las dan.
»Ítem, habiendo considerado
que esta secta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto,
despedazadores del vocablo y volteadores de razones, han pegado el dicho
achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por
desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron en la
manzana. Y por cuanto el siglo está pobre y necesitado, mandamos quemar
las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y
perlas, pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como
estatuas de Nabuco».
Aquí no lo pudo sufrir el
sacristán y levantándose en pie, dijo:
-¡Mas no, sino quitarnos las
haciendas! No pase V. Md. adelante, que sobre eso pienso ir al Papa y gastar lo
que tengo. Bueno es que yo, que soy eclesiástico, había de
padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas del poeta clérigo
no están sujetas a tal premática y luego quiero irlo a averiguar
ante la justicia.
En parte me dio gana de reír,
pero por no detenerme, que se me hacía tarde, le dije:
-Señor, esta premática es
hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de
autoridad.
-¡Pecador de mí! -dijo muy
alborotado-, avisara V. Md. y hubiérame ahorrado la mayor pesadumbre del
mundo. ¿Sabe V. Md. lo que es hallarse un hombre con ochocientas mil
coplas de contado y oír eso? Prosiga V. Md., y Dios le perdone el susto
que me dio.
Proseguí diciendo:
»Ítem, advirtiendo que
después que dejaron de ser moros (aunque todavía conservan
algunas reliquias) se han metido a pastores, por lo cual andan los ganados
flacos de beber sus lágrimas, chamuscados con sus ánimas
encendidas, y tan embebecidos en su música que no pacen, mandamos que
dejen el tal oficio, señalando ermitas a los amigos de soledad. Y a los
demás, por ser oficio alegre y de pullas, que se acomoden en mozos de
mulas».
-¡Algún puto, cornudo,
bujarrón y judío -dijo en altas voces- ordenó tal cosa! Y
si supiera quién era yo le hiciera una sátira con tales coplas
que le pesara a él y a todos cuantos las vieran de verlas. ¡Miren
qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo la ermita!
¡O a un hombre vinajeroso y sacristando ser mozo de mulas! Ea,
señor, que son grandes pesadumbres esas.
-Ya le he dicho a V. Md.
-repliqué- que son burlas, y que las oiga como tales.
Proseguí diciendo: «Que por
estorbar los grandes hurtos, mandábamos que no se pasasen coplas de
Aragón a Castilla, ni de Italia a España, so pena de andar bien
vestido el poeta que tal hiciese, y, si reincidiese, de andar limpio un
hora».
Esto le cayó muy en gracia,
porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas
cazcarrias que para enterrarle no era menester más de
estregársela encima. El manteo, se podían estercolar con
él dos heredades.
Y así, medio riendo, le dije que
mandaban también tener entre los desesperados que se ahorcan y
despeñan, y que como a tales no las enterrasen en sagrado a las mujeres
que se enamoran de poeta a secas. Y que advirtiendo a la gran cosecha de
redondillas, canciones y sonetos que había habido en estos años
fértiles, mandaban que los legajos que por sus deméritos
escapaban de las especerías, fuesen a las necesarias sin
apelación.
Y, por acabar, llegué al postrer
capítulo, que decía así:
«Pero advirtiendo con ojos de
piedad a que hay tres géneros de gentes en la república tan
sumamente miserables que no pueden vivir sin los tales poetas, como son
farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales
públicos de esta arte, con tal que puedan tener carta de examen de los
caciques de los poetas que fueren en aquellas partes, limitando a los poetas de
farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en
casamientos, ni hagan las trazas con papeles o cintas, y a los de ciegos, que
no sucedan en Tetuán los casos, desterrándoles estos vocablos:
cristián, amada,
humanal y
pundonores; y mandándoles que, para
decir la
presente obra, no digan
zozobra, y a los de sacristanes, que no hagan
los villancicos con
Gil ni
Pascual, que no jueguen del vocablo, ni hagan
los pensamientos de tornillo, que mudándoles el nombre, se vuelvan a
cada fiesta. Y finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se
descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena de que los
tendrán por abogados a la hora de su muerte».
A todos los que oyeron la
premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron
traslado de ella. Sólo el sacristanejo empezó a jurar por vida de
las vísperas solemnes,
introibo y
Chiries, que era sátira contra
él, por lo que decía de los ciegos, y que él sabía
mejor lo que había de hacer que nadie. Y últimamente dijo:
-Hombre soy yo que he estado en un
aposento con Liñán, y he comido más de dos veces con
Espinel. Y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo
estaba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil
veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que
había comprado los gregüescos que dejó Padilla cuando se
metió fraile, y que hoy día los traía, y malos.
Enseñólos, y dioles esto a todos tanta risa, que no
querían salir de la posada.
Al fin, ya eran las dos, y como era
forzoso el camino, salimos de Madrid. Yo me despedí de él, aunque
me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que porque no
fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma, el
cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada
al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargatas, y medias de lienzo, sus
frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para
papeles. Luego trabamos plática; preguntóme si venía de la
Corte; dije que de paso había estado en ella.
-No está para más -dijo
luego- que es pueblo para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!,
estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que
sufriendo las supercherías que se hacen a un hombre de bien. Y en
llegando a ese lugarcito del diablo nos remiten a la sopa y al coche de los
pobres en San Felipe donde cada día en corrillos se hace consejo de
estado, y guerra en pie y desabrigada. Y en vida nos hacen soldados en pena por
los cementerios, y si pedimos entretenimiento nos envían a la comedia, y
si ventajas, a los jugadores. Y con esto, comidos de piojos y huéspedas,
nos volvemos en este pelo a rogar a los moros y herejes con nuestros
cuerpos.
A esto le dije yo que advirtiese que en
la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de
suerte.
-¿Qué estiman -dijo muy
enojado- si he estado yo ahí seis meses pretendiendo una bandera, tras
veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey,
como lo dicen estas heridas?
Y quiso desatacarse. Y dije:
-Señor mío, desatacarse
más es brindar a puto que enseñar heridas.
Creo que pretendía introducir en
picazos algunas almorranas. Luego, en los calcañares, me
enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas, y yo
saqué por otras dos mías que tengo que habían sido
sabañones. Y las balas pocas veces se andan a roer zancajos. Estaba
derrengado de algún palo que le dieron porque se dormía haciendo
guarda y decía que era de un astillazo. Quitóse el sombrero y
mostróme el rostro; calzaba dieciséis puntos de cara, que tantos
tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía
otros tres chirlos que se la volvían mapa a puras líneas.
-Estas me dieron -dijo- defendiendo a
París, en servicio de Dios y del Rey, por quien veo trinchado mi gesto,
y no he recibido sino buenas palabras, que agora tienen lugar de malas obras.
Lea estos papeles -me dijo-, por vida del licenciado, que no ha salido en
campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Dios!, tan
señalado.
Y decía verdad, porque lo estaba
a puros golpes. Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a
enseñarme papeles, que debían de ser de otro a quien había
tomado el nombre. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que el
Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él. Saltó en esto y
dijo:
-¿Cómo lo que yo?
¡Voto a Dios!, ni lo que García de Paredes, Julián Romero y
otros hombres de bien, ¡pese al diablo! Sé que entonces no
había artillería, ¡voto a Dios!, que no hubiera Bernardo
para un hora en este tiempo. Pregunte V. Md. en Flandes por la hazaña
del Mellado, y verá lo que le dicen.
-¿Es V. Md. acaso? -le dije
yo.
Y él respondió:
-¿Pues qué otro?
¿No me ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos de esto, que
parece mal alabarse el hombre.
Yendo en estas conversaciones, topamos
en un borrico un ermitaño, con una barba tan larga que hacía
lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludamos con el
Deo gracias acostumbrado y empezó a
alabar los trigos y en ellos la misericordia del Señor. Saltó el
soldado, y dijo:
-¡Ah, padre!, más espesas
he visto yo las picas sobre mí, y, ¡voto a Cristo!, que hice en el
saco de Amberes lo que pude; sí, ¡juro a Dios!
El ermitaño le reprehendió
que no jurase tanto, a lo cual dijo:
-Padre, bien se echa de ver que no es
soldado, pues me reprehende mi propio oficio.
Diome a mí gran risa de ver en lo
que ponía la soldadesca, y eché de ver que era algún
picarón gallina, porque ya entre soldados no hay costumbre más
aborrecida de los de más importancia, cuando no de todos. El
ermitaño le dijo:
-Y ¿dónde dejó V.
Md. el saco de Amberes, que ese me parece de las Navas-, y que sería de
más abrigo el de Amberes.
Rióse mucho el soldado de la
pregunta, y el ermitaño de su desnudez, y con tanto llegamos a la falda
del puerto, el ermitaño rezando el rosario de una carga de leña
hecha bolas, de manera que a cada avemaría sonaba un cabe; el soldado
iba comparando las peñas a los castillos que había visto, y
mirando cuál lugar era fuerte y a dónde se había de
plantar la artillería. Yo iba mirando tanto el rosariazo del
ermitaño, con las cuentas frisonas, como la espada del soldado.
-¡Oh, cómo volaría
yo con pólvora gran parte de este puerto -decía-, y hiciera buena
obra a los caminantes!
-No hay tal como hacer buenas obras
-decía el santero. Y pujaba un suspiro por remate. Iba entre sí
rezando a silbos oraciones de culebra.
En estas cosas divertidos, llegamos a
Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos, ya anochecido; mandamos
aderezar la cena -era viernes-, y entre tanto, el ermitaño dijo:
-Entretengámonos un rato, que la
ociosidad es madre de los vicios; juguemos avemarías.
Y dejó caer de la manga el
descuadernado. Diome a mí gran risa al ver aquello, considerando en las
cuentas. El soldado dijo:
-No, sino juguemos hasta cien reales que
yo traigo, en amistad.
Yo, codicioso, dije que jugaría
otros tantos, y el ermitaño, por no hacer mal tercio, aceptó, y
dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que eran hasta
doscientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza y
bebérsele, pero ansí le sucedan todos sus intentos al turco.
Fue el juego al parar, y lo bueno fue
que dijo que no sabía el juego y hizo que se le
enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y
luego nos la dio tal que no dejó blanca en la mesa. Heredónos en
vida; retiraba el ladrón con las ancas de la mano que era
lástima. Perdía una sencilla y acertaba doce maliciosas. El
soldado echaba a cada suerte doce votos y otros tantos
peses, aforrados en
por vidas. Yo me comí las uñas
y el fraile ocupaba las suyas en mi moneda. No dejaba santo que no llamaba;
nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las
aguardábamos siempre.
Acabó de pelarnos;
quisímosle jugar sobre prendas, y él, tras haberme ganado a
mí seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento,
dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos prójimos, y
que no había de tratar de otra cosa.
-No juren -decía-, que a
mí, porque me encomendaba a Dios, me ha sucedido bien.
Y como nosotros no sabíamos la
habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo, y
el soldado juró de no jurar más, y yo de la misma suerte.
-¡Pesia tal! -decía el
pobre alférez (que él me dijo entonces que lo era)-, entre
luteranos y moros me he visto, pero no he padecido tal despojo.
Él se reía a todo esto.
Tornó a sacar el rosario para rezar. Yo, que no tenía ya blanca,
pedíle que me diese de cenar, y que pagase hasta Segovia la posada por
los dos, que íbamos in puribus. Prometió hacerlo.
Metióse sesenta huevos, ¡no vi tal en mi vida! Dijo que se iba a
acostar.
Dormimos todos en una sala con otra
gente que estaba allí porque los aposentos estaban tomados para otros.
Yo me acosté con harta tristeza, y el soldado llamó al
huésped y le encomendó sus papeles en las cajas de lata que los
traía, y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos; el
padre se persinó, y nosotros nos santiguamos de él.
Durmió; yo estuve desvelado trazando cómo quitarle el dinero. El
soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran
sin remedio.
Hízose hora de levantar.
Pedí yo luz muy aprisa; trujéronla, y el huésped el
envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre
alférez hundió la casa a gritos pidiendo que le diese los
servicios. El huésped se turbó, y como todos decíamos que
se los diese, fue corriendo y trujo tres bacines, diciendo:
-He ahí para cada uno el suyo.
¿Quieren más servicios?
Que él entendió que nos
habían dado cámaras [diarrea]. Aquí fue ella, que se
levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa,
jurando que le había de matar porque hacía burla de él,
que se había hallado en la Naval San Quintín y otras, trayendo
servicios en lugar de papeles que le había dado. Todos salimos tras
él a tenerle, y aun no podíamos. Decía el
huésped:
-Señor, su merced pidió
servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldada se llaman
así los papeles de las hazañas.
Apaciguámoslos, y tornamos al
aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo
que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros y
salímonos del pueblo para el puerto, enfadados del término del
ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero.
Topamos con un genovés, digo con
uno de estos antecristos de las monedas de España, que subía el
puerto con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo
dineroso. Trabamos conversación con él; todo lo llevaba a materia
de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas.
Comenzó a nombrar a Visanzón, y si era bien dar dineros o no a
Visanzón, tanto que el soldado y yo le preguntamos que quién era
aquel caballero. A lo cual respondió, riéndose:
-Es un pueblo de Italia, donde se juntan
los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los
precios por donde se gobierna la moneda.
De lo cual sacamos que en
Visanzón se lleva el compás a los músicos de uña.
Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había
quebrado un cambio, que le tenía más de sesenta mil escudos. Y
todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercader
es como virgo en cantonera, que se vende sin haberle. Nadie, casi, tiene
conciencia, de todos los de este trato; porque, como oyen decir que muerde por
muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo.
En estas pláticas vimos los muros
de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria, que
con los sucesos de Cabra me contradecía el contento. Llegué al
pueblo, y a la entrada vi a mi padre en el camino, aguardando ir en bolsas,
hechos cuartos, a Josafad. Enternecíme, y entré algo desconocido
de como salí, con punta de barba, bien vestido.
Dejé la compañía, y
considerando en quién conocería a mi tío -fuera del rollo-
mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano. Lleguéme
a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón y nadie me daba
razón de él, diciendo que no le conocían. Holgué
mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto,
oí al precursor de la penca hacer de garganta y a mi tío de las
suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados,
delante de mi tío, y él, muy haciéndose de pencas, con una
en la mano tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco
laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas. Yo, que estaba notando esto
con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era yo
un gran caballero, veo a mi buen tío que echando en mí los ojos
(por pasar cerca), arremetió a abrazarme, llamándome sobrino.
Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel
con quien estaba. Fuime con él, y díjome:
-Aquí te podrás ir
mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta y hoy comerás
conmigo.
Yo, que me vi a caballo, y que en
aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le
aguardaría allí; y así, me aparté tan avergonzado,
que a no depender de él la cobranza de mi hacienda, no lo hablara
más en mi vida ni pareciera entre gentes. Acabó de repasarles las
espaldas, volvió y llevóme a su casa, donde me apeé y
comimos.
Capítulo IV
-No es alcázar la posada, pero yo
os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis
negocios.
Subimos por una escalera, que
sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto, para si
se diferenciaba en algo de la horca. Entramos en un aposento tan bajo que
andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas
bajas. Colgó la penca en un clavo, que estaba con otros de que colgaban
cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio.
Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le
dije que no lo tenía de costumbre. Dios sabe cuál estaba de ver
la infamia de mi tío, el cual me dijo que había tenido ventura en
topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien,
que tenía convidados unos amigos.
En esto entró por la puerta, con
una ropa hasta los pies morada, uno de los que piden para las ánimas, y
haciendo son con la cajita, dijo:
-Tanto me han valido a mí las
ánimas hoy como a ti los azotados: encaja.
Hiciéronse la mamona el uno al
otro. Arremangóse el desalmado animero el sayazo, y quedó con
unas piernas zambas en gregüescos de lienzo, y empezó a bailar y
decir que si había venido Clemente. Dijo mi tío que no, cuando,
Dios y enhorabuena, devanado en un trapo y con unos zuecos, entró un
chirimía de la bellota, digo, un porquero. Conocíle por el
(hablando con perdón) cuerno que traía en la mano.
Saludónos a su manera, y tras él entró un mulato zurdo y
bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un
nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de
ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía
toda hilvanada.
Entró y sentóse, saludando
a los de casa, y a mi tío le dijo:
-A fe, Alonso, que lo han pagado bien el
Romo y el Garroso.
Saltó el de las ánimas, y
dijo:
-Cuatro ducados di yo a Flechilla,
verdugo de Ocaña, porque aguijase el burro, y porque no llevase la penca
de tres suelas cuando me palmearon.
-¡Vive Dios! -dijo el corchete-,
que se lo pagué yo sobrado a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico
con un paseo de pato y el bellaco me los asentó de manera que no se
levantaron sino ronchas.
Y el porquero, concomiéndose,
dijo:
-Con virgo están mis
espaldas.
-A cada puerco le viene su San
Martín -dijo el demandador.
-De eso me puedo alabar yo -dijo mi buen
tío- entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago
lo que debo. Sesenta me dieron los de hoy y llevaron unos azotes de amigo, con
penca sencilla.
Yo, que vi cuán honrada gente era
la que hablaba mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no
pude disimular la vergüenza. Echómelo de ver el corchete, y
dijo:
-¿Es el padre el que
padeció el otro día, a quien se dieron ciertos empujones en el
envés?
Yo respondí que no era hombre que
padecía como ellos. En esto, se levantó mi tío y dijo:
-Es mi sobrino, maeso en Alcalá,
gran supuesto.
Pidiéronme perdón y
ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi
hacienda y huir de mi tío. Pusieron las mesas, y por una soguilla, en un
sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subían la
comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos
mendrugos de platos y retacillos de cántaros y tinajas. No podrá
nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer; en
cabecera el demandador, diciendo: «La Iglesia en mejor lugar;
siéntese, padre». Echó la bendición mi tío y,
como estaba hecho a santiguar espaldas, parecían más amagos de
azotes que de cruces. Y los demás nos sentamos sin orden. No quiero
decir lo que comimos; sólo que eran todas cosas para beber.
Sorbióse el corchete tres de puro tinto. Brindóme a mí el
porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que
decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de
ella.
Parecieron en la mesa cinco pasteles de
a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres,
dijeron un responso todos, con su
requiem aeternam, por el ánima
del difunto cuyas eran aquellas carnes. Dijo mi tío:
-Ya os acordáis, sobrino, lo que
os escribí de vuestro padre.
Vínoseme a la memoria; ellos
comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedéme con la
costumbre, y así, siempre que como pasteles, rezo una avemaría
por el que Dios haya.
Menudeóse sobre dos jarros, y era
de suerte lo que hicieron el corchete y el de las ánimas, que se
pusieron las suyas tales, que trayendo un plato de salchichas que
parecía de dedos de negro, dijo uno:
-¡Qué mulata está la
olla!
Ya mi tío estaba tal, que
alargando la mano y asiendo una, dijo con la voz algo áspera y ronca, el
un ojo medio acostado y el otro nadando en mosto:
-Sobrino, por este pan de Dios que
crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne
tinta.
Yo que vi al corchete que, alargando la
mano, tomó el salero y dijo: «Caliente está este
caldo», y que el porquero se llevó el puño de sal,
diciendo: «Es bueno el avisillo para beber», y se lo chocló
en la boca, comencé a reír por una parte y a rabiar por otra.
Trujeron caldo, y el de las
ánimas tomó con entrambas manos una escudilla, diciendo:
«Dios bendijo la limpieza», y alzándola para sorberla, por
llevarla a la boca, se la puso en el carrillo, y volcándola, se
asó en caldo y se puso todo de arriba abajo que era vergüenza.
Él, que se vio así, fuese a levantar, y como pesaba algo la
cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era de estas movedizas;
trastornóla, y manchó a los demás, y tras esto
decía que el porquero le había empujado. El porquero que vio que
el otro se le caía encima, levantóse, y alzando el instrumento de
hueso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños, y,
estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un
carrillo, con los vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto
había comido en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba
más en su juicio, decía que quién había
traído a su casa tantos clérigos. Yo que los vi que ya, en suma,
multiplicaban, metí en paz la brega, desasí a los dos, y
levanté del suelo al corchete, el cual estaba llorando con gran
tristeza, eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía
a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité
el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no
había hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno, porque no
había habido jamás quien supiese en él más tonadas
y que le quería tañer con el órgano. Al fin, yo no me
aparté de ellos hasta que vi que dormían.
Salíme de casa;
entretúveme a ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de
Cabra, tuve nueva de que ya era muerto, y no cuidé de preguntar de
qué sabiendo que hay hambre en el mundo. Torné a casa a la noche,
habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a
gatas por el aposento buscando la puerta, y diciendo que se les había
perdido la casa. Levantéle, y dejé dormir a los demás
hasta las once de la noche que despertaron; y esperezándose,
preguntó mi tío que qué hora era. Respondió el
porquero (que aún no la había desollado) que no era nada sino la
siesta y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que
le diesen su cajilla:
-«Mucho han holgado las
ánimas para tener a su cargo mi sustento»; y fuese, en lugar de ir
a la puerta, a la ventana, y como vio estrellas, comenzó a llamar a los
otros con grandes voces, diciendo que el cielo estaba estrellado a
mediodía, y que había un gran eclís [eclipse].
Santiguáronse todos y besaron la tierra.
Yo, que vi la bellaquería del
demandador, escandalicéme mucho, y propuse de guardarme de semejantes
hombres. Con estas vilezas y infamias que veía yo, ya me crecía
por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros.
Despachélos a todos uno por uno lo mejor que pude, acosté a mi
tío, que aunque no tenía zorra tenía raposa, y yo
acomodéme sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga que
estaban por allí.
Pasamos de esta manera la noche. A la
mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y
cobrarla. Despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de
qué. El aposento estaba, parte con las enjaguaduras de las monas, parte
con las aguas que habían hecho de no beberlas, hecho una taberna de
vinos de retorno. Levantóse, tratamos largo en mis cosas, y tuve harto
trabajo por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin, le reduje a que
me diera noticia de parte de mi hacienda, aunque no de toda, y así, me
la dio de unos trescientos ducados que mi buen padre había ganado por
sus puños, y dejádolos en confianza de una buena mujer a cuya
sombra se hurtaba diez leguas a la redonda.
Por no cansar a V. Md., vengo a decir
que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no
había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca
razón, porque pensaba que yo me graduaría con este, y que
estudiando, podría ser cardenal, que como estaba en su mano hacerlos, no
lo tenía por dificultoso. Díjome, en viendo que los
tenía:
-Hijo Pablos, mucha culpa tendrás
si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer. Dinero llevas,
yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero.
Agradecíle mucho la oferta.
Gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a
los personajes dichos. Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío, el
porquero, y demandador. Este jugaba misas como si fuera otra cosa. Era de ver
cómo se barajaban la taba: cogiéndola en el aire al que la
echaba, y meciéndola en la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban
de taba como de naipe para la fábrica de la sed, porque había
siempre un jarro en medio.
Vino la noche; ellos se fueron;
acostámonos mi tío y yo cada uno en su cama, que ya había
prevenido para mí un colchón. Amaneció y, antes que
él despertase, yo me levanté y me fui a una posada, sin que me
sintiese; torné a cerrar la puerta por de fuera y echéle la llave
por una gatera.
Como he dicho, me fui a un mesón
a esconder y aguardar comodidad para ir a la Corte. Dejéle en el
aposento una carta cerrada, que contenía mi ida y las causas,
avisándole que no me buscase, porque eternamente no lo había de
ver.
Capítulo V
Partía aquella mañana del
mesón un arriero con cargas a la Corte. Llevaba un jumento;
alquilómele, y salíme a aguardarle a la puerta fuera del lugar.
Salió, espetéme en el dicho y empecé mi jornada. Iba entre
mí diciendo: «Allá quedarás, bellaco,
deshonrabuenos, jinete de gaznates». Consideraba yo que iba a la Corte,
adonde nadie me conocía, que era la cosa que más me consolaba, y
que había de valerme por mi habilidad allí. Propuse de colgar los
hábitos en llegando, y de sacar vestidos nuevos cortos al uso. Pero
volvamos a las cosas que el dicho de mi tío hacía, ofendido con
la carta que decía en esta forma:
«Señor Alonso
Ramplón: tras haberme Dios hecho tan señaladas mercedes como
quitarme de delante a mi buen padre y tener a mi madre en Toledo, donde, por lo
menos sé que hará humo, no me faltaba sino ver hacer en V. Md. lo
que en otros hace. Yo pretendo ser uno de mi linaje, que dos es imposible, si
no vengo a sus manos, y trinchándome, como hace a otros. No pregunte por
mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos. Sirva al
Rey y a Dios».
No hay que encarecer las blasfemias y
oprobios que diría contra mí. Volvamos a mi camino. Yo iba
caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando
desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada
ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello
abierto más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché
que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y ansí,
emparejando le saludé.
Miróme y dijo:
-Irá V. Md., señor
licenciado, en ese borrico con harto más descanso que yo con todo mi
aparato.
Yo, que entendí que lo
decía por coche y criados que dejaba atrás, dije:
-En verdad, señor, que lo tengo
por más apacible caminar que el del coche, porque aunque V. Md.
vendrá en el que trae detrás con regalo, aquellos vuelcos que da
inquietan.
-¿Cuál coche
detrás? -dijo él muy alborotado.
Y al volver atrás, como hizo
fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que
traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me
pidió una prestada. Yo, que vi que de la camisa no se veía sino
una ceja, y que traía tapado el rabo de medio ojo, le dije:
-Por Dios, señor, si V. Md. no
aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque vengo también
atacado únicamente.
-Si hace V. Md. burla -dijo él,
con las cachondas de la mano-, vaya, porque no entiendo eso de los criados.
Y aclaróseme tanto en materia de
ser pobre, que me confesó, a media legua que anduvimos, que si no le
hacía merced de dejarle subir en el borrico un rato no le era posible
pasar adelante, por ir cansado de caminar con las bragas en los puños; y
movido a compasión, me apeé, y como él no podía
soltar las calzas, húbele yo de subir. Y espantóme lo que
descubrí en el tocamiento, porque por la parte de atrás, que
cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga
pura. Él, que sintió lo que le había visto, como discreto,
se previno diciendo:
-Señor licenciado, no es oro todo
lo que reluce. Debióle parecer a V. Md., en viendo el cuello abierto y
mi presencia, que era un conde de Irlos. Como de estas hojaldres cubren en el
mundo lo que V. Md. ha tentado.
Yo le dije que le aseguraba de que me
había persuadido a muy diferentes cosas de las que veía.
-Pues aún no ha visto nada V. Md.
-replicó-, que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada
cubro. Veme aquí V. Md. un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar
montañés, que si como sustento la nobleza me sustentara, no
hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne
no se sustenta buena sangre, y por la misericordia de Dios, todos la tienen
colorada y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. Ya he caído
en la cuenta de las ejecutorias, después que hallándome en ayunas
un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas;
pues, ¡decir que no tiene letras de oro! Pero más valiera el oro
en las píldoras que en las letras, y de más provecho es. Y con
todo, hay muy pocas letras con oro. He vendido hasta mi sepultura, por no tener
sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio
Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero (que todos estos nombres
tenía) se perdió en una fianza. Sólo el
don me ha quedado por vender y soy tan
desgraciado que no hallo nadie con necesidad de él, pues quien no le
tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón,
pendón, blandón, bordón y otros así.
Confieso que, aunque iban mezcladas con
risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Preguntéle
cómo se llamaba y adónde iba y a qué. Dijo que todos los
nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de
Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque
acababa en
dan y empezaba en
don, como son de badajo. Tras esto dijo que
iba a la Corte, porque un mayorazgo roído como él en un pueblo
corto, olía mal a dos días, y no se podía sustentar, y que
por eso se iba a la patria común, adonde caben todos y adonde hay mesas
francas para estómagos aventureros.
-Y nunca, cuando entro en ella, me
faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque
la industria en la Corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto
toca.
Yo vi el cielo abierto, y en son de
entretenimiento para el camino, le rogué que me contase cómo y
con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no
tenían, como él, porque me parecía dificultoso en este
tiempo, que no solo se contenta cada uno con sus cosas, sino que aun solicitan
las ajenas.
-Muchos hay de esos -dijo-, y muchos de
estos otros. Es la lisonja llave maestra, que abre a todas voluntades en tales
pueblos. Y porque no se le haga dificultoso lo que digo, oiga mis sucesos y mis
trazas, y se asegurará de esa duda.
Capítulo VI