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El Imperio romano fue una
organización política que heredera directa de la
República romana
por medio de las reformas de
Octaviano,
el cual creó el Principado en el año 27 a.C., extendió
su gobierno y cultura por todos los pueblos ribereños
del
Mediterráneo,
por los
Balcanes,
Anatolia,
Oriente Próximo,
la
Galia,
Hispania
, el interior del continente europeo y
Britania,
principalmente. Como tal entidad perduró hasta el año
476 d.C., fecha en la que el emperador
Rómulo Augústulo
fue depuesto por el rey de los
hérulos,
Odoacro.
Gran parte del éxito de
la reforma se debe a que el gobierno de Augusto duró
casi medio siglo, casi dos generaciones, y hubo tiempo
de modificar esencialmente los papeles y cometidos del
Senado, de las magistraturas, del ejército y de las
provincias.
La transformación del
Senado vino favorecida por las propias circunstancias.
La oligarquía había sido la lógica víctima de las
guerras civiles y las familias nobles apenas podían
cubrir las vacantes senatoriales. El nuevo Senado era
ahora más grande y, en las tres revisiones que Augusto
llevó a cabo, sus 600 miembros se reclutaron entre las
grandes familias, entre los partidarios del Principado
y entre miembros destacados de las oligarquías
italianas y provinciales. Además, se reguló el acceso
a la dignidad (el llamado ?orden senatorial?) y se
hizo hereditaria, de modo que sólo los hijos de
senadores eran elegibles para suceder a sus padres. El
Senado siguió constituyendo el órgano consultorio del
Príncipe y, con el tiempo, sustituyó a la asamblea
popular en la elección de los magistrados. Como se ha
dicho antes, el ideal constitucional de muchos
emperadores habría sido un gobierno compartido con el
Senado, que debía ratificar las decisiones imperiales,
pero la autocracia creciente hacía difícil distinguir
las críticas de la oposición y los senadores eran
conscientes de que, en última instancia, sus vidas,
sus fortunas y sus familias estaban en manos del
príncipe. En consecuencia, el Senado perdió su
anterior papel para convertirse en una mero títere en
manos del emperador por su excesiva complacencia y
servilismo.
Las magistraturas
republicanas no se modificaron y, al menos en teoría,
continuaron siendo agentes y detentadores de la
soberanía popular. En la práctica, el control
imperial sobre los comicios populares primero y
luego sobre el Senado les restaba independencia
política y convirtió a los magistrados en meros
administradores imperiales.
El paradigma de la
transformación lo ofrece el consulado, la cúspide de
la autoridad republicana, que se banalizó hasta el
extremo de que una medida de urgencia como era la
sustitución del
cónsul
ordinario por un suplente en caso de incapacidad o
inhabilitación del primero, se convirtió durante el
Imperio en práctica habitual. Cada año se elegía la
pareja ordinaria de cónsules, que luego dimitían
para ser sustituidos por otros
sufectos,
que renunciaban a los pocos días para que el proceso
se repitiese cuantas veces fuera preciso. El sistema
beneficiaba a todos: el Estado ganaba
administradores de la más alta experiencia y
cualificación y los nobles podían acceder más
fácilmente a los honores máximos.
La imperiosa necesidad
de administradores fue la causa de que se
constituyese un segundo estamento u orden, el
ecuestre o de los caballeros, en quienes el Príncipe
delegó primero la gestión de su patrimonio y luego
la de algunas de las funciones públicas que él no
podía desempeñar en persona. A diferencia de los
cargos senatoriales, los ecuestres no tuvieron nunca
apariencia de función política sino sólo
administrativa y por ello recibían un salario. De
este modo los procuradores, así se designaban estos
puestos, pasaron de asalariados del emperador a
funcionarios públicos, regulándose estrictamente su
carrera y estableciendo una preparación previa en el
ejército.
Augusto era consciente
de que su imperium podía haber sido
ratificado por el pueblo y el Senado pero que, en
última instancia, procedía de la lealtad del
ejército.
El idóneo manejo de los cuerpos armados se convirtió,
pues, en la máxima preocupación de sus sucesores,
que eran conscientes de estar en manos de sus
legionarios, como se demostró por primera vez en el
caso de
Claudio
y luego con creciente fuerza cada vez que se
cambiaba de emperador.
El ejército imperial
siguió el modelo ?profesional? y sólo en épocas de
singular emergencia se recurrió a la
leva
obligatoria. La carrera militar, que duraba entre 20
y 30 años, estaba abierta a todos los habitantes
libres del Imperio, con la salvedad de que sólo los
ciudadanos romanos podían acceder a las legiones y
cohortes pretorianas, la guardia imperial, y urbanas,
la policía de Roma y otras ciudades importantes.
Las tropas auxiliares,
formadas por cohortes de infantería y alae
montadas, estaban abiertas a quienes carecían de la
ciudadanía, aunque fue habitual que ésta se
concediese tras la terminación del servicio. En un
nivel inferior estuvo la marina, con dos grandes
flotas en el
Mediterráneo
y diversas flotillas regionales.
Como media, el ejército
contó con unos 300.000 hombres, repartidos
desigualmente a lo largo y ancho del Imperio: había
provincias desmilitarizadas, la
Narbonense,
Asia,
la
Bética;
y otras situadas en la periferia que eran
propiamente distritos militares:
Germania,
Siria,
Moesia,
etc.
Además de su papel
político ya mencionado, las misiones del ejército en
época imperial fueron fundamentalmente defensivas.
Una vez que se alcanzaron los límites naturales del
Imperio, y esto vino a suceder a fines del siglo I,
la misión básica del ejército fue la de fortificar y
salvaguardar los límites del Imperio. La
cristalización de esta política llevó primero a la
creación de guarniciones permanentes, donde las
unidades fueron adquiriendo idiosincrasia propia, en
ocasiones en íntima relación con la provincia de
destino; y luego a la construcción de fronteras
fortificadas en aquellos lugares donde la situación
militar y el terreno lo permitían. Con frecuencia,
el emperador empleó los soldados para ejecutar sus
munificencias y muchas ciudades y provincias se
vieron favorecidas por carreteras y otras obras
públicas ejecutadas por mano de obra militar.
Otra pieza básica del
nuevo orden fueron las provincias. Durante la
República, las relaciones de Roma con su periferia
eran, lisa y llanamente, de explotación. Aunque esta
situación hubo de cambiar por fuerza cuando los
itálicos recibieron plenos derechos civiles y los
ciudadanos romanos empezaron a propagarse por las
provincias, no es de extrañar que estos dos grupos
se convirtieran en apoyos fundamentales del Príncipe
con la esperanza de que la nueva situación
repartiera de forma más equitativa los respectivos
derechos y deberes.
El especial vínculo del
emperador y las provincias se reforzó por el masivo
plan de colonización puesto en práctica por Augusto,
que inicialmente pretendía desmovilizar del mejor
modo posible las tropas empleadas en la guerra civil
y asegurar su lealtad. A este fin, Augusto, de su
propio peculio, repartió tierras en todas las
provincias, levantó ciudades y les otorgó subsidios
para que se dotasen de las amenidades urbanas que
las hacían atractivas a sus habitantes y aseguraban
su éxito y pervivencia. A la larga, la colonización
aseguró la existencia en cada territorio del Imperio
de núcleos fieramente partidarios de Roma, que
podían servir de reserva militar y de difusores de
los modos de vida de la metrópoli (véase
romanización).
Durante el Imperio,
Italia, dividida en 11 regiones a efectos
administrativos, conservó la autonomía municipal, se
mantuvo bajo la dependencia del
Senado
y el emperador siempre tuvo especial cuidado del
bienestar económico y social de la región,
encargando a senadores la curatela de los caminos y
nombrando magistrados extraordinarios cuando las
necesidades así lo requerían.
Ya se ha dicho que, en
el 27 a.C., el retorno al Senado de algunas
provincias fue parte del arreglo constitucional. A
partir de ese momento, hubo dos clases de provincias:
las senatoriales y las imperiales. La diferencia
entre ambas estaba en la presencia o no de fuerzas
militares permanentes: en las primeras,
desguarnecidas, el Senado designaba a los
gobernadores, que sólo conservaban de la época
republicana los nombres de
procónsules
y
propretores;
en las otras, con fuertes contingentes militares en
su suelo, el imperio correspondía al Príncipe que
las gobernaba mediante lugartenientes (legati
Augustipropraetore provinciarum).
El organigrama era el
mismo para las dos clases. El gobernador ya no tenía
los poderes absolutos, la autonomía o el fuero de
los promagistrados republicanos, sino que habían
sido limitados en lo administrativo y en lo
jurisdiccional. Cada territorio tenía siempre algún
consejo o asamblea, en ocasiones de tipo religioso o
festivo, que permitía al gobernador disponer de un
órgano consultivo y representativo de la provincia.
Finalmente, según los casos, había procuradores que
se encargaban por cuenta del emperador de la
percepción de determinados impuestos o de la
administración de recursos de especial importancia
(minas, fundiciones, almacenaje de granos y aceite,
etc.).
Las ciudades, sobre
todo si eran de ciudadanos romanos, disponían de una
amplia autonomía. La especial relación del emperador
con sus súbditos autorizaba que éstas, las
provincias o un particular pudieran apelar
directamente al emperador, cuyas decisiones,
expresadas normalmente en forma de carta (epistulae)
a los apelantes, eran ley.
La historia del Imperio
debe de ser esencialmente la de sus provincias, lo
que resulta una tarea difícil para los historiadores
modernos, dado el extenso ámbito geográfico y la
larga duración cronológica. Además, las fuentes
clásicas se preocuparon fundamentalmente de lo que
pasaba en el cerrado y corto ambiente cortesano,
olvidando lo que sucedía en las provincias, salvo
que se tratase de algún suceso especialmente
sangriento o afectase directamente al emperador y
sus adláteres. La impresión resultante es la de un
mundo uniformemente aburrido, donde nada sucedía o,
si se quiere poner en los términos de Emerson,
pueblos felices por carecer de Historia.
La realidad de las
provincias estuvo lejos de ser uniforme, pero a la
ausencia de datos significativos se une también la
dificultad de matizar algunos tópicos: estamos
acostumbrados, por ejemplo, a imaginar un mundo
unido por una lengua común o a lo sumo dos,
latín
en Occidente y
griego
en Oriente, cuando en la práctica esos dos idiomas
eran empleados por razones administrativas y como
lingua franca de lo que en realidad era una babel
lingüística.
La propia estructura
económica del Imperio parece contradictoria: se
calcula que un 90% de los quizá 50 millones de
habitantes que pudo haber tenido eran agricultores,
lo que plantea cómo pudo mantener un numerosísimo
ejército y haber permitido que sus dirigentes
construyeran ciudades, palacios y obras públicas que
son famosas por el lujo y la grandiosidad con que se
llevaron a cabo. La explicación hemos de buscarla,
por un lado, en la sociedad esclavista que había en
el imperio y, por otro, en la diferente economía y
producción que tenía cada provincia.
Sólo desde un punto de
vista muy general y esquemático se puede distinguir
lo que podía llamarse el núcleo central del Imperio,
integrado por las comarcas ribereñas del
Mediterráneo (las costas del Oriente helenístico,
Alejandría de Egipto, el litoral Africano, la Bética,
las costas levantinas españolas y de la Narbonense e
Italia), de las partes explotadas hasta la saciedad
por sus recursos naturales y, finalmente, de
aquellas otras regiones donde exigencias distintas a
las económicas obligaban a considerables dispendios,
como sucedía en el caso de las provincias
fronterizas.
La riqueza y la fama de
las provincias dependían del agregado de ciudades
que las componían: cada una era autónoma y sus
ciudadanos, es decir, los individuos libres y
nacidos en el lugar de padres libres elegían
anualmente a magistrados con poderes capitales en el
ámbito de su jurisdicción. La ciudad, constituida
por uno o varios núcleos urbanos y un territorio más
o menos grande sobre el que tenía jurisdicción y que
le proporcionaba, al menos en teoría, la
autosuficiencia económica, era el centro de la vida
social, representaba el ideal de prosperidad,
comodidad y diversión y, con las lógicas variantes y
limitaciones, tendió a modelarse a ejemplo de Roma,
donde el cuidado imperial garantizaba el
abastecimiento, el recreo en lujosos edificios y los
espectáculos gratis.
Como se ve, pues, las
reformas iniciadas por Augusto tuvieron profundas
consecuencias. Pero los problemas internos no podían
hacer olvidar las relaciones de Roma con sus vecinos
por dos razones: porque había cuestiones previas sin
resolver y porque, en Roma, las cosas de casa se
resolvían en ocasiones a muchos kilómetros de
distancia. Así, una campaña contra enemigos externos
o, mucho mejor, un sonado y brillante triunfo hacían
olvidar dificultades y suavizaban las oposiciones.
Tras trece años de
guerra civil, el ansia mayor de la sociedad romana
era la paz, por lo que el nuevo régimen hizo amplio
alarde de su consecución y de la implantación
universal del dominio romano. Sin embargo, ello era
más un lema de propaganda que una realidad (véase
Pax romana).
La amenaza más
complicada y peligrosa era la oriental, donde el
reino parto
equiparaba en extensión, recursos y fuerza a Roma.
Debe recordarse que la venganza contra Partia por la
derrota de
Craso
(53 a.C.) era un deber que Roma no había podido
llevar a cabo por sus dificultades internas, pero
que
César
puso en su lista de prioridades y Augusto heredó. A
la hora de la verdad, el conflicto se disputó sin
enfrentamientos directos entre ambos contendientes
porque Partia era un enemigo de consideración cuya
situación periférica le restaba peligro. Los romanos
emplearon en cambio a los pequeños estados vecinos
de la frontera oriental como colchón frente a los
partos y sólo en Armenia, cuya situación geográfica
la colocaba en medio del conflicto, hubo disputas
cruentas que concluyeron otorgando a Roma la
soberanía sobre parte del territorio.
Esta complicada
situación aumentó la importancia estratégica de la
provincia de Siria; allí se estacionaron cuatro
legiones y el gobierno de la región era un puesto
delicado que Augusto y sus sucesores siempre
confiaron a personajes de la mayor confianza, pues
no sólo tenían que estar preparados frente a la
amenaza partia, sino vigilar, controlar y dirigir la
situación de los estados vecinos que, como en el
caso de
Judea,
podía ser tortuosa y amenazante.
Distinta por completo
es la situación de las fronteras africanas y
europeas. En África, la inexistencia de poderes
organizados y la barrera del desierto permitieron
que el aseguramiento se realizase pasivamente
mediante el despliegue de sendas legiones, una en
Egipto y otra en lo que hoy es el Magreb, y un
amplio reparto de tierras entre colonos.
En Europa no había
ningún enemigo poderoso y compacto como Partia pero
sí multitud de pequeños peligros que amenazaban
directamente a Italia. El interés por asegurarla
firmemente justifica las campañas en las regiones
alpinas occidentales, las regiones hoy fronterizas
entre Italia, Francia y Suiza; y en Raecia y el
Nórico (Alemania del Sur y Austria, respectivamente).
El mismo principio, la limpieza de los riesgos que
amenazaban otras provincias, explica la extensión de
las fronteras romanas hasta el Danubio, lo que libró
a
Macedonia
del peligro tracio; la conquista de
Dalmacia
aseguró la tranquilidad de la franja litoral iliria,
controlada por Roma desde época republicana, y en la
Península Ibérica, las
Guerras Cántabras
resolvieron la seguridad de la región aurífera
vecina de algunas tribus no sometidas.
El mayor esfuerzo en
energías y en tiempo, sin embargo, lo consumió la
inestable Germania, que amenazaba por igual a las
Galias y a Italia. La búsqueda de una frontera
segura se intentó en un principio (12-9 a.C.)
limpiando militarmente el territorio hasta el Elba,
pero la muerte del general encargado de la tarea,
Druso,
puso fin a lo que quizá era un plan coherente de
actuación.
En años posteriores,
las ambiguas relaciones entre Augusto y
Tiberio
repercutieron en la vacilante
disposición romana: primero, acuerdos diplomáticos
con las tribus situadas entre el Rin y el Elba;
luego, otra etapa de expansión a la fuerza casi
consiguió el sometimiento total de esas regiones,
que se vio truncado por el gran desastre del bosque
de Teotoburgo, donde todo un ejército consular fue
masacrado en una emboscada en el año 8 a.C.. Ante la
magnitud de las pérdidas, Augusto decidió retirarse
a la línea del Rin, que terminó convertida en la
frontera definitiva del Imperio
La nueva constitución
impuesta por Augusto era una autocracia disfrazada
con los ropajes institucionales de la vieja
República. La medida podía haber sido prudente
políticamente y resultar adecuada para las
circunstancias del momento, pero sus términos
resultaban ambiguos, ya que los poderes del
emperador eran una cesión vitalicia de la soberanía
popular que sancionaba el Senado y, a la muerte del
emperador, éstos debían retornar a sus legítimos
detentadores antes de ser conferidos de nuevo. Esta
ambigüedad, nunca resuelta definitivamente,
convirtió la sucesión imperial en un problema
recurrente y delicado, al que los romanos fueron
dando soluciones de compromiso.
A partir del 14,
durante los cincuenta años siguientes, el carisma de
Augusto fue suficiente para que sólo sus
descendientes directos pudieran ser considerados
dignos del trono y los miembros de la dinastía
julio-claudia (Tiberio,
Calígula,
Claudio
y
Nerón)
se fueron sucediendo unos a otros invocando su
parentesco. El principio aguantó bien el golpe de
estado contra Calígula pero se hundió
estrepitosamente con Nerón y, durante casi dos años,
el Imperio estuvo en manos del general que
controlaba mayor número de soldados.
La normalidad se
restableció con
Vespasiano
(69), aunque en realidad lo
conquistó por derecho de vencedor; sin embargo, el
Senado se avino a cooperar con él cediéndole
formalmente la soberanía del pueblo romano.
Vespasiano aseguró la transmisión dinástica del
trono a sus dos hijos,
Tito
y
Domiciano,
pero la inquina del Senado hacia este último acabó
en un nuevo golpe de estado en el 96 y los senadores
eligieron entre ellos a un nuevo emperador,
Nerva,
que inauguró un largo período en el que la sucesión
se llevaba a cabo tras un largo y complejo proceso
selectivo en el que participaban Príncipe y Senado.
Una vez alcanzado el consenso, el candidato pasaba a
formar parte de la familia imperial por matrimonio o
adopción y era hecho partícipe de los poderes de su
ficticio padre imperial.
El sistema funcionó
bien durante más de un siglo debido a la longevidad
de los emperadores (Trajano,
Adriano,
Antonino Pío
y
Marco Aurelio),
a su calidad humana y a que Roma estaba entonces
recibiendo los réditos de la fortísima inversión
hecha en épocas anteriores, no sólo en términos
económicos, sino también humanos: los cuatro
príncipes nombrados eran descendientes de colonos
establecidos en la Bética y en la Narbonense y de
esos mismos lugares procedían la mayor parte de los
senadores que formaban el círculo de amigos y
consejeros imperiales.
La época que siempre se
ha tenido como el momento dorado del Imperio terminó
a partir de Marco Aurelio, cuando las circunstancias
favorables empezaron a remitir: la situación
económica se deterioró, la población del Imperio fue
afectada seriamente por un ciclo de epidemias y se
incrementó la presión externa sobre las fronteras,
tanto en Europa como en Oriente y África. Marco
Aurelio, rompiendo la regla de sus predecesores,
transmitió el poder a su hijo
Cómodo,
que no supo reconducir la situación y fue víctima de
su propia locura, del descontento generalizado y de
una conjura de cortesanos y familiares, que le
mataron y proclamaron emperador a
Pertinax,
el cual a su vez también fue asesinado. Tras el
asesinato de Pertinax el ejército proclamó emperador
a
Didio Juliano.
Tras unos años de
guerra civil, se proclamó emperador
Septimio Severo
(193), quien había sabido ganarse al mayor número de
legiones. Por este motivo, el nuevo Príncipe no se
hacía ilusiones sobre el fundamento de su
legitimidad: estaba en el trono por la fuerza del
ejército y mimar esa relación fue el único consejo
que dio al morir a sus hijos. La preocupación
creciente por la situación militar y por tener
contento a los soldados explica que la mayor parte
de las energías del Imperio se consumiesen durante
el siglo III en los campos de batalla y que mientras
cuatro emperadores se repartiesen la centuria previa,
en esta otra, el período medio de reinado apenas
supere los cinco años, siendo corrientes las
usurpaciones y los territorios que se proclamaron
independientes del poder central.
Calígula
(37-41) fue investido
emperador gracias a la fidelidad de la guardia
imperial que forzó la sanción del Senado. La mala
fama de Tiberio envolvió su primer año de gobierno
en un aura de esperanza y renovación que desapareció
cuando Calígula, quizá por una enfermedad mental,
empezó a mostrar actitudes despóticas. En este
ambiente, cortesanos, familiares y senadores fueron
obligados a un abyecto servilismo bajo pena de
muerte y el emperador no tuvo reparos en
autodeificarse, modificando profundamente las bases
del culto imperial establecido en época de Augusto.
Preocupado por sí mismo,
Calígula prestó escasa atención a lo que sucedía
fuera de la corte. Los sucesos de Oriente (autonomía
de Comagene) y de Germania (campaña del 39) apenas
tienen interés, aunque merecen destacarse sus planes
de conquistar
Britania
y la rebelión de los judíos cuando se les obligó a
dar culto al emperador. El despotismo imperial
lógicamente despertó reacciones: una primera conjura
cortesana acabó en el 39 con una masacre de los
sospechosos y sus familias, pero dos años más tarde,
un complot aún más amplio logró el propósito de
asesinar al emperador.
Aunque Calígula murió
sin sucesor, la República era ya una opción inviable
y la aclamación de
Claudio
(41-54) por los pretorianos decidió el curso del
Senado. Claudio era hermano del padre de Calígula y
subió al trono con 52 años. Hasta entonces había
vivido en palacio ignorado de todos, dedicado a sus
aficiones eruditas y con fama de imbécil. Su falta
de experiencia fue posiblemente una de las causas
por las que los pretorianos lo eligieron, pues
pensaron que estaría por completo en sus manos.
Claudio se enfrentó honradamente con la tarea
imperial y a él se le debe la consolidación de la
soberanía del príncipe y de su papel como cabeza del
ejército y de la administración y protector del
Imperio.
Claudio centralizó la
administración estatal, librándola del poder
senatorial y estableciendo una estructura jerárquica
con varios departamentos a cuyo frente puso a
personas de toda su confianza, sus libertos. Esto,
unido al hecho de que el ejercicio era ya plenamente
consciente de las prerrogativas monárquicas, alienó
la lealtad del Senado, que se sentía postergado. En
la política exterior, Claudio conquistó e incorporó
Britania al Imperio, así como otros reinos-clientes
hasta entonces nominalmente autónomos: Mauritania
(véanse
Mauritania Cesariense
y
Mauritania Tingitana),
Licia,
Tracia
y Judea. En Oriente, mantuvo la práctica consagrada
de desunir la corte parta por medios diplomáticos;
pero la subida al trono de un rey enérgico,
Voloseges I,
supuso el fracaso de esos esfuerzos y la pérdida del
control romano en la vital Armenia. Claudio murió en
circunstancias oscuras y como consecuencia de las
intrigas de su entorno íntimo, protagonizadas por
sus sucesivas esposas y por sus todopoderosos
libertos. En el momento de su muerte había adoptado
al hijo de su última mujer, Nerón, y le había
nombrado tutor de su único descendiente,
Británico,
nacido de un matrimonio anterior.
Como en el caso de
Claudio,
Nerón
(54-68) subió al trono aclamado primero por los
pretorianos y luego reconocido por el Senado. A
diferencia de su padre adoptivo, sólo tenía
diecisiete años y cada soldado de la guardia recibió
en gratitud un copioso donativo. Durante los
primeros años de gobierno, bajo la influencia de
Séneca
y del prefecto del pretorio
Burro,
Nerón se atuvo escrupulosamente a la tradición
augústea de respetar la autonomía senatorial y no
entremeterse en ella como había hecho Claudio.
Sin embargo, el
principado caminaba ya hacia el absolutismo y el
control de la influencia sobre el monarca se
disputaba entre diversas facciones: primero, fue su
madre y sus partidarios quienes fueron alejados de
Palacio; luego, en el 57, la idea de colaboración
entre emperador y Senado se vino abajo cuando en
éste empezó a surgir una fuerte corriente de
oposición. Finalmente, en el 59,
Popea
se convirtió en amante de Nerón y poco a poco le
convenció de que se desembarazase de intermediarios
y desplegase directamente su poder. Las víctimas
fueron primero
Agripina,
en la que Popea encontró una opositora, y, más
tarde, la propia emperatriz
Octavia
y sus antiguos tutores, Séneca y Burro.
Ese fue el comienzo del
?neronismo?, una mezcla de ideología práctica y
política cultural diseñada por el propio emperador y
encaminada a hacerle un monarca helenístico con los
atributos del héroe homérico. Los principales
problemas externos estuvieron en Britania, donde las
arbitrariedades romanas provocaron una sublevación
general; en Judea, donde las tensiones sociales,
religiosas y nacionalistas provocaron una
violentísima sublevación que Nerón encargó a un
experimentado general,
Vespasiano,
reducir. Pero la mayor actividad estuvo en Armenia,
donde se optó por dar una respuesta militar a la
influencia parta: tras un primer asalto a favor de
los romanos, los partos contraatacaron, vencieron e
impusieron a Roma el reconocimiento del pretendiente
parto al trono armenio.
La caída de Nerón fue
propiciada por el desinterés imperial en los asuntos
de la frontera y de los ejércitos encargados de
custodiarla. Comenzó con la rebelión de un
gobernador de la Galia,
Vindex,
que convenció al de Hispania,
Galba,
de que se proclamase emperador. Cuando Nerón intentó
actuar contra ellos, se encontró abandonado por la
guardia y se suicidó el 9 de junio del 68.
A la muerte de Nerón
siguió un año (68-69) que es conocido como el de los
cuatro emperadores, porque, efectivamente, ese fue
el número de los que ocuparon el trono.
Primero fue
Galba
(junio 68-enero 69) que, junto a su prestigio
personal, contaba con la legitimidad de ser medio
descendiente de Augusto; sin embargo, sus apoyos se
vieron disminuidos al no conceder a los pretorianos
el donativo instituido por Nerón y al perseguir
duramente a los servidores y partidarios de éste.
Además a esto se sumó la sublevación protagonizada
por las legiones del Rin, que proclamaron emperador
a su general
Vitelio,
y el rencor de algunos de sus partidarios cuando
Galba relegó del trono a su lugarteniente Otón en
favor de un candidato senatorial.
Despechado,
Otón
(enero-abril 69) asesinó a Galba con la connivencia
de la guardia y consiguió la sanción senatorial,
mientras Vitelio se declaró en rebeldía y envió
hacia Italia el potente ejército del Rin. Otón, sin
aguardar la llegada de las legiones de Oriente, se
enfrentó a Vitelio, salió derrotado y se suicidó.
Vitelio
(abril-diciembre 69) se apoderó de Italia como si se
tratase de un país enemigo y se proclamó emperador
tras asaltar Roma. Pero su parcialidad hacia los
soldados del Rin, a quienes debía la victoria,
provocó el pronunciamiento de Vespasiano, al que se
le sumó el ejército del Danubio. Estas tropas
marcharon sobre Italia, vencieron a las de Vitelio y
se unieron en Roma a los sublevados por los agentes
de Vespasiano. Vitelio fue asesinado y Vespasiano
solemnemente proclamado emperador.
Los tres emperadores
anteriores subieron al trono apoyándose en intereses
o apoyos particulares.
Vespasiano
(69-79), por el contrario, era miembro de una
familia itálica y pronto concitó a su alrededor el
apoyo de la nueva clase dirigente que había
prosperado al servicio del Principado. Esto supuso
el triunfo definitivo de la reforma de Augusto.
Una de las primeras
medidas del nuevo emperador fue tratar de definir
con claridad el poder absoluto y eliminar la
ambigüedad de la apariencia republicana. El
instrumento fue la llamada lex de Imperio
Vespasiani Augusti, mediante la cual se
traspasaba la soberanía del pueblo al emperador.
Además, para resolver el difícil problema de la
sucesión, Vespasiano declaró herederos del trono a
sus dos hijos,
Tito
y
Domiciano,
aplicando explícitamente el principio dinástico.
La guerra civil ofreció
a Vespasiano la posibilidad de reconstruir y renovar
el Senado y asegurar la benevolencia de sus
miembros; igualmente, se convirtió el orden ecuestre
en la base de la administración del Imperio y se
inauguró la práctica de que el emperador podía, a
voluntad, premiar los servicios de los mejores
administradores acelerando su carrera en
determinados momentos.
Vespasiano prestó
especial interés a las provincias, porque no podía
olvidar que el ejército estaba lleno de
provinciales, a los que debía su subida al trono, y
porque algunas de ellas eran, en definitiva, el
ámbito de trabajo de las tropas. A los habitantes de
Hispania
se les concedió la ciudadanía romana en determinadas
circunstancias y África, Britania y las Galias
también se beneficiaron de las larguezas imperiales
en forma de colonias y obras públicas.
En las provincias
fronterizas, la política consistió en la
pacificación y aseguramiento de los límites, aunque
ello supusiera el aumento de los territorios
conquistados, como sucedió en Britania, donde se
llegó hasta Escocia. En Germania y las provincias
danubianas se procedió al fortalecimiento de las
líneas fronterizas y a nuevos despliegues de tropas.
Finalmente, las dificultades del reino parto
provocaron un decrecimiento de la tensión en el
frente oriental; la mayor actividad bélica se dio en
Judea a principios del reinado y acabó con el saqueo
de Jerusalén y la deportación de gran parte de la
población.
A la muerte de
Vespasiano, le sucedió su hijo
Tito
(79-81), quien había colaborado estrechamente con su
padre y participado de algunos de sus poderes. Su
corto reinado apenas supuso alteración de lo
anterior y lo más destacable es el vasto programa de
urbanización y obras públicas en Roma