Roma
Domiciano
(81-96) había sido asociado al trono por Vespasiano,
pero apenas tuvo papel público durante los reinados de
éste y de Tito, al que sucedió. Sus más significativas
actuaciones fueron la continuación de la política de
romanización e integración provincial, la revitalización
de Italia, que sufría difícilmente la competencia
agrícola e industrial de las provincias, y el
aseguramiento de los límites del Imperio, fortificando
la frontera renana y poniendo las bases del limes
amurallado que luego difundirían sus sucesores a otras
regiones. Domiciano también se enfrentó a los pueblos
dacios
que amenazaban las regiones fronterizas del Bajo Danubio.
Esta
política de activo envolvimiento en Italia, en las
provincias y en las fronteras le ganó popularidad y el
respaldo del ejército, pero no pudo disipar la inquina
del Senado y de los nobles romanos, que no toleraban el
absolutismo imperial. Lo que inicialmente fue
desconfianza por ambas partes, tras el fracaso de una
conjura contra Domiciano, acabó en abierta persecución
de los nobles y el Senado se convirtió en el centro de
las conjuras, que acabaron triunfando en el 96.
Dado el
protagonismo del Senado en el complot, el nuevo
candidato fue lógicamente uno de los suyos,
Nerva
(96-98), que tenía 70 años al acceder al trono, carecía
de descendientes y se encontró con la oposición frontal
de los pretorianos y el ejército: la primera fue
superada con concesiones, entre ellas la ejecución de
los implicados en el magnicidio; la segunda, adoptando
como hijo y sucesor al más prestigioso de los generales
del momento, Trajano.
Trajano
(98-117), a la sazón comandante de la Germania,
representa el triunfo de los provinciales, pues provenía
de una antigua familia itálica asentada en
Itálica.
De acuerdo con la actitud de su antecesor, Trajano
mantuvo un exquisito respeto a los privilegios y
competencias del Senado, lo que no resultó especialmente
difícil porque este cuerpo cada vez tenía menos poder y
el gobierno se identificaba progresivamente con la
voluntad imperial y la del estrecho círculo de sus
íntimos.
Lo más
característico del reinado de Trajano es que, por última
vez, Roma practicó una política esencialmente agresiva e
incrementó su soberanía con la incorporación de nuevos
territorios, singularmente la
Dacia.
El enorme botín conseguido le permitió a Trajano una
política de obsequios y gratuidades y grandes obras
públicas que contribuyeron a su popularidad. En Oriente,
Roma conquistó el reino de los
nabateos,
lo que permitía unir por tierra Egipto y Palestina;
también se aseguró la influencia en el mar Negro con la
conquista del Bósforo. Pero el mayor esfuerzo fue el
sometimiento del enemigo tradicional, Partia.
El pretexto
fue el intento parto de colocar un candidato favorable
en el trono de Armenia. En el 114, bajo la dirección
personal del propio Trajano, las legiones cruzaron el
Eúfrates y conquistaron las tierras entre ese río y el
Tigris, constituyendo dos nuevas provincias, Armenia y
Mesopotamia.
Una segunda campaña dos años después permitió llegar a
la capital parta, asaltarla y alcanzar el golfo Pérsico.
Estas conquistas, sin embargo, fueron poco duraderas
porque la ofensiva se vio coartada por la rebelión de
los judíos en diversos lugares de Oriente. Trajano,
enfermo y cansado, dejó el cuidado de la situación en
manos del gobernador de Siria y pariente suyo, Adriano,
y emprendió el regreso. Murió en Asia Menor sin haber
dejado resuelta la sucesión.
Aún así, la
intervención de la emperatriz y del prefecto del
Pretorio consiguieron, o amañaron, la adopción de
Adriano
(117-138) y el respaldo del fuerte ejército oriental
obligó al Senado, no sin dificultades, a sancionar la
decisión. Adriano fue el auténtico organizador del
Imperio y a él se deben las primeras compilaciones de
derecho y la formalización funcional del consejo del
Príncipe, un órgano formado por senadores y caballeros,
que se reunía con periodicidad para asistir al emperador
en cuestiones jurídicas.
En Italia,
en grave decadencia económica y demográfica, Adriano
estableció cuatro distritos con sendos gobernadores, los
consulares. De este modo, Italia perdía su privilegio y
se asimilaba al gobierno de las provincias, a las que el
emperador dedicó gran atención y tiempo realizando
continuos viajes por ellas. En contraste con la política
agresiva de Trajano, su sucesor propuso como ideal de
gobierno el mantenimiento de la paz.
A este fin,
la actividad diplomática logró resolver la disputa con
Partia, evacuando los romanos de Mesopotamia y
neutralizando Armenia. En otras regiones, la política
fue la creación o reforzamiento de estados clientes más
allá de las fronteras y la organización estática de
éstas, completando lo empezado por Domiciano. La
fijación de las fronteras exigió la construcción de
largas fortificaciones lineales (de las cuales la más
completa era la que protegía la frontera norte de
Britania, el famoso
Muro de Adriano,
pero también las hubo similares en África, en el bajo
Danubio y en Siria) y un ejército bien equipado y
disciplinado y cada vez más ligado a la región que
defendía.
Adriano no
tuvo hijos y su grave enfermedad en el 135 puso en
primer plano el problema sucesorio; tras una designación
fallida, por muerte prematura del candidato, se eligió
sucesor a Antonino Pío, un senador rico y distinguido.
Antonino Pío
(138-161) tuvo la oportunidad de reinar en un momento de
madurez el imperio y lo hizo con dignidad, humanidad y
justicia. Su política interna consistió en desarrollar,
con pocas modificaciones, el esquema organizativo del
Imperio concebido por Adriano. También se dio la
continuidad en la actividad externa, pues Antonino optó
por continuar la política de diplomacia y eficaz
vigilancia de las fronteras; los incidentes bélicos
fueron mínimos y se limitaron a algunas rebeliones en
Britania, Judea, Egipto y Grecia y al reforzamiento
militar de África para contrarrestar la presión de los
nómadas. La estabilidad del reinado se vio incrementada
porque el problema sucesorio estuvo resuelto desde el
principio gracias a los dos hijos que Adriano le hizo
adoptar: el mayor de ellos, Marco Aurelio, sucedió
pacíficamente a su padre.
La primera
petición de
Marco Aurelio
(161-180) al Senado fue que se asociase al trono como
co-regente a su hermano adoptivo,
Lucio Vero,
un personaje gris y de carácter débil, pero que no causó
divisiones. La reforma administrativa iniciada por
Adriano dio ahora sus frutos y el Imperio se convirtió
cada vez más en un sistema administrativo regido por una
burocracia anónima, lenta y rutinaria.
No deja de
ser paradójico que el emperador cuyas convicciones
morales le hacían pacifista se encontrase envuelto en
una dramática situación bélica que amenazaba varios
frentes. Primero, la eterna cuestión armenia y la guerra
resultante cuando Partia intervino de nuevo en la
sucesión armenia; luego, la avalancha de algunos pueblos
germanos que cruzaron el Danubio buscando tierras y
llegaron hasta el Norte de Italia. Ambos conflictos se
vieron agravados por la sublevación en Oriente del
general encargado del frente parto,
Avidio Casio,
y por la epidemia de
peste
que afectó al Imperio en esos años, de la que el propio
emperador murió cuando se preparaba a rechazar tras el
Danubio a los invasores bárbaros.
Rompiendo
con el principio de sucesión electiva, Marco Aurelio
transmitió el poder a su único hijo varón, Cómodo.
Cómodo
(180-192) ha pasado a la historia como el prototipo del
tirano cruel y violento. Las causas de esta visión
arrancan del 182, cuando se descubrió una conjura
palaciega contra él en la que participaba una de sus
hermanas. La sombra de traición provocó una oleada de
ataques y persecuciones contra los demás miembros de la
familia imperial y contra el Senado que alienaron las
simpatías de todos. Además, confió la tarea cotidiana
del gobierno a varios favoritos y la crisis financiera
del Estado y el empeoramiento general de las condiciones
económicas agravaron aún más los problemas internos.
Cómodo fue víctima de varios complots, imaginarios o
reales, a los que contestó con durísimas represiones;
finalmente, como no cabía esperar, Cómodo fue asesinado
por sus más íntimos.
Tras un
breve paréntesis en el que los conjurados ofrecieron el
trono a un senador que apenas duró tres meses,
Pertinax,
y su sucesor,
Didio Juliano,
ganó el imperio pujándoselo a los pretorianos, los
ejércitos de Britania, Panonia y Siria se sublevaron y
proclamaron emperadores a sus respectivos comandantes.
En la consiguiente guerra civil se impuso
Septimio Severo
(193-211), un africano casado con una rica siria,
Julia Domna.
La
ilegitimidad de Severo le obligó a proclamarse
ficticiamente hijo de Marco Aurelio y hermano de Cómodo
para afirmar el principio dinástico. Aún así, no olvidó
cómo había obtenido el Imperio y el ejército obtuvo una
situación de privilegio. La moral de los soldados se
elevó con mejoras de la paga, derecho de matrimonio y
otros privilegios que facilitaban su promoción; además,
Severo reclutó nuevas legiones y estableció en Italia
una fuerte guarnición a disposición del emperador que le
servía para disuadir futuros pronunciamientos y como
reserva móvil en situaciones de emergencia.
A Septimio
Severo le sucedieron varios parientes suyos que cubren
el primer tercio del siglo II y que fueron designados en
gran medida por las conjuras e intrigas de la familia de
Julia Domna. Mientras se acumulaban graves problemas que
estallaron simultáneamente a la muerte de
Alejandro Severo
(235) y que hasta la llegada al trono de
Diocleciano
(284) sumieron a Roma en una grave crisis que conmocionó
la estabilidad y la propia integridad del Imperio.
Por un lado,
las fronteras se vieron amenazadas simultáneamente por
los
persas
en el Éufrates y por los germanos en el Danubio; por
otro, la ausencia de un poder central fuerte convirtió
al ejército en dueño de la situación, poniendo y
quitando emperadores al gusto de los soldados. De esta
manera, una veintena de emperadores legítimos y más de
medio centenar de usurpadores ocuparon este medio siglo
trágico. La situación empezó a cambiar cuando subió al
trono un enérgico soldado de origen dálmata,
Claudio II
(268-270), que dedicó sus esfuerzos a contener con éxito
la presión sobre el Danubio (véanse
Invasiones germánicas).
Le sucedió
en el trono
Aureliano
(270-275), que logró reunificar de nuevo el Imperio,
suprimiendo a los usurpadores y secesionistas y
comenzando las reformas políticas, administrativas e
ideológicas que devolvieron a Roma y sus provincias la
cohesión interna que se reafirmó con
Diocleciano
y la Tetrarquía. Aunque no pudo controlar todos los
problemas que acuciaban al Imperio, lo fortaleció,
superando en gran medida la crisis sufrida a lo largo
del siglo III. Para ello practicó una política unitaria,
de control absoluto, que empezaba por buscar una unidad
moral y religiosa, frente al
politeísmo
tradicional de un lado y frente al
cristianismo,
al que persiguió, de otro; actuó con rigor en la
administración de la Hacienda, con devaluaciones y
reajustes monetarios y nuevos ingresos procedentes de la
destrucción de
Palmira
y restauración del poder en Oriente, controló las
fronteras del Imperio frente a los avances de pueblos
germánicos, y los diferentes intentos de sublevación en
provincias tanto de Oriente como de Occidente.
Sin
embargo, una vez más se produjo el asesinato del
emperador y se nombró otro nuevo,
Tácito
(275-276), aunque esta vez fue el Senado quien lo
eligió, frente al ejército como venía siendo costumbre.
Éste hubo de controlar a los
godos
en
Cilicia,
pero fue asesinado, al igual que su sucesor
Floriano
(276), aclamado nuevamente por el ejército en Asia
Menor, mientras que
Probo
(276-282) lo era por el de Egipto y Siria. En el
enfrentamiento vencieron estos últimos y Floriano murió
a manos de sus propias tropas. Probo, un antiguo general
de Aureliano, que tras controlar los nuevos avances de
los bárbaros en Occidente afianzando las fronteras del
Danubio y el Rin, sofocar sublevaciones de la Galia y
otras insurrecciones en Oriente, intentó una política de
paz, distinta completamente de la tónica general del
siglo. Anhelaba un mundo sin armas o ejércitos e intentó
que sus soldados se dedicaran al cultivo de la tierra,
pero esto no parecía interesar a las tropas y, de hecho,
cayó asesinado en el 282.
La
violencia y la confusión continuaron en la sucesión de
los siguientes emperadores:
Caro
(282-283), vencedor de los persas en Mesopotamia y
Armenia, fue asesinado a su vez, por sus propios hijos
Numeriano
(283-284) y
Carino
(283-285), que le sucederían. En el 284 la situación
cambia completamente y un nuevo emperador estabilizó el
Imperio, retomando y superando los logros de Aureliano.
Con
Diocleciano
(284-305) el Imperio se restablece en su unidad política
y se recupera del clima de caos que ha sufrido durante
las décadas anteriores, salvo breves paréntesis. Pero, a
la vez, se transforma sustancialmente, modificando la
estructura del Estado con profundas reorganizaciones
políticas, administrativas y económicas. El vasto
Imperio, amenazado continuamente en las fronteras por
pueblos diversos como los
francos,
alamanes
o
sajones
y en el interior por sublevaciones y saqueos como los de
los
bagaudas
en la
Galia,
necesitaba de un control sistemático que difícilmente
podía llevar a cabo un solo hombre.
Por eso
Diocleciano asoció al poder a
Maximiano
(285-ca. 310), oficial del ejército de
Panonia,
le proclamó César y le encargó el control de
Occidente, mientras que él era Augusto y dominaba
en Oriente. Una estrecha justificación
ideológico-religiosa sustentaba esta fórmula de poder.
Diocleciano asumía el título de Jovius y
Maximiano el de Herculeus, en un intento de
emulación de las divinidades de
Júpiter
y
Hércules.
Esta situación no significaba una repartición del
Imperio, sino de funciones y de control de las zonas en
conflicto y de las complejas tareas de gobierno. Tras la
victoria de Maximiano en las Galias sobre los bagaudas,
fue nombrado también Augusto y continuó con su
mando en Occidente, donde hubo de controlar a los
germanos y la sublevación de Caurasio, proclamado
Augusto en el 286 por sus soldados en Britania.
Diocleciano,
amplió la diarquía creada cuando asoció al poder en el
293, en calidad de Césares, a
Galerio
(293-311) consigo mismo y a
Constancio Cloro
(293-306) con Maximiano: quedaba así establecido un
sistema de gobierno conocido como Tetrarquía, con dos
Augustos y dos Césares.
A pesar de
este aparente reparto de poder, el prestigio y carisma
personal de Diocleciano se mantenía por encima, por eso
precisamente la Tetrarquía, eficaz en el plano político,
ya que permitía el control militar del Imperio y su
fortalecimiento y aseguraba a su vez la unidad y la
sucesión entre los miembros de dicho gobierno, era un
sistema destinado a desaparecer cuando se produjera el
relevo del poder, dado el difícil equilibrio que suponía
mantenerlo alejado de avatares políticos y ambiciones
personales.
Se hacía
necesaria una reforma administrativa profunda del Estado,
que se completó con medidas fiscales y económicas de
gran trascendencia. El emperador, denominado ahora
Dominus noster, de ahí que este período se conozca
también como Dominado, era prácticamente un rey
absoluto, que potenció la corte imperial y guardó muchas
semejanzas con las cortes helenísticas. Los ciudadanos
eran, de facto, súbditos reales. La divinización
del poder era patente y ya no se abandonará, revestida
de unas u otras formas en los siguientes emperadores.
Las
instituciones tradicionales romanas como el senado
tendrán un poder poco más que nominal y todo el aparato
legislativo y la administración de la justicia se
llevará a cabo por los emperadores y sus consejos.
El imperio
se reestructura: las provincias pasan a ser ciento una,
al mando de las cuales están los gobernadores, con rango
senatorial (consulares) o equestre (praesides);
éstas, a su vez, dependen de unidades administrativas
superiores, las diócesis, gobernadas por
vicarios y dependientes de las prefecturas,
controladas por los prefectos. Los gobernadores
de las provincias dejaban de tener mando militar y sólo
conservaban atribuciones civiles. El mando militar
estaba al cargo de los generales (duces)
y se amplía el ejército con nuevas legiones y tropas
auxiliares y fronterizas. Todo este sistema exigía un
fuerte aparato burocrático bien incardinado que
controlase todos los aspectos y parcelas de la
administración imperial, al frente del cual estaban los
emperadores.
La
financiación del Estado y su ingente gasto público
exigían nuevos sistemas de fiscalidad, para lo que se
realiza un censo general de la población y se
establecieronn impuestos con unidades básicas en la
persona y la tierra. Se acometió también una gran
reforma monetaria, que ya intentó Aureliano sin éxito y
que tampoco consigió triunfar ahora, a pesar del famoso
Edictum de pretiis rerum venalium (edicto de
precios sobre mercancías), promulgado en el 301, para
intentar controlar la subida de precios.
La
concepción del poder articulada por Diocleciano y la
búsqueda de una unidad política sustentada en la unidad
religiosa chocaron frontalmente con la expansión del
cristianismo.
Éste, a raíz de un edicto de Galieno, había vivido
momentos de tolerancia en el seno del Imperio que habían
favorecido su difusión y permitido la presencia de
cristianos en puestos importantes de la administración.
Diocleciano
comenzó por perseguir a los
maniqueos
con un edicto en el 296. Después obligó a los miembros
del ejército que profesaban esta religión a abandonarlo
si no renegaban de ella en el 302 y, finalmente,
mediante sucesivos edictos, persiguió sistemáticamente a
toda la población cristiana, conculcándole todo tipo de
derechos, posibilidades de trabajo, destrucción de
lugares de culto, prácticas del mismo, encarcelando a
muchos, torturándolos y ejecutándolos. Sin embargo, no
se aplicaron por igual estos edictos, de hecho, apenas
hubo mártires en Galia y Britania, bajo el mando de
Constancio Cloro; por otra parte, a pesar de ello, ni el
cristianismo ni la Iglesia sucumbieron y la política
imperial de sus continuadores dio un giro absoluto a la
situación. Galieno en el 311 promulgó un edicto de
tolerancia y en el 313, sólo diez años después de la
Gran Persecución, Constantino concedió la libertad
absoluta de religión, devolvió los bienes incautados a
la Iglesia y a los cristianos mediante el
Edicto de Milán.
En el año
305, Diocleciano decidió retirarse del poder en
Nicomedia y obligó a Maximiano a hacer lo mismo en Milán.
De esta forma Galerio y Constancio Cloro pasaban a ser
los nuevos Augustos, mientras que se nombraba
Césares a
Severo
(305-307) en Occidente y a
Maximino Daia
(305-313) en Oriente. Pero el conflicto estaba asegurado,
había otros dos aspirantes que se veían excluidos:
Constantino, hijo ilegítimo de Constancio Cloro, y
Majencio, hijo de Maximiano. A los pocos meses falleció
Constancio Cloro, y Severo, sin grandes apoyos ni
prestigio, pasa a ser Augusto, controlando
probablemente Occidente, a excepción de las Galias y
Britania, que quedarían bajo
Constantino
(306-337) nombrado nuevo César. Sin embargo, la
ambición de éste y la de Majencio, excluido del reparto,
dieron al traste definitivo con la Tetrarquía.
Majencio
(306-312) fue proclamado Augusto en el 306
por la guardia pretoriana en Roma, tras asesinar a
Severo. El nuevo Augusto asumía así el control de
Italia y África. Por otra parte, en el 308, se nombró a
Licinio
(308-324) nuevo Augusto de Occidente, a raíz
de la conferencia de Carnutum. Se llegó así a una
situación caótica de siete emperadores (incluyendo al
usurpador Domicio Alejandro en África) que pretendían
gobernar el Imperio. Pero la situación terminó por
simplificarse a base de la eliminación de contrincantes:
en el 310 Maximiano fue asesinado por Constantino,
Alejandro cayó a manos de un prefecto de Majencio en el
311, fecha en la que murió de enfermedad Galerio. En el
312 Majencio fue derrotado en Saxa Rubra y
Licinio neutralizado, al menos de momento, como rival,
ya que se asoció al poder con Constantino, además de
casarse con una hermana de éste. Licinio venció en
Adrianópolis
a Maximino Daia, que falleció en el 313.
Nuevamente
la situación se estabilizó: había dos Augustos,
Constantino y Licinio, pero surgió la rivalidad, que
trataron de resolver nombrando Césares a dos
hijos de Constantino y uno de Licinio. Pero, finalmente,
la guerra volvió a estallar en el 324 y Licinio y su
hijo fueron derrotados en Adrianópolis y ejecutados. La
Tetrarquía se había disuelto. Constantino volvió a ser
emperador único y sus hijos los futuros herederos.
La figura
de Constantino I se convirtió en el eje fundamental de
la historia del Imperio en el siglo IV. El poder
absoluto en manos de una única persona y la divinización
del poder que había conseguido Diocleaciano tuvieron su
máximo desarrollo con Constantino. Su gobierno estuvo
indudablemente ligado a su propia trayectoria espiritual
y personal.
Pagano al
principio, devoto de una divinidad solar, y convertido
al cristianismo después, legalizó esta religión con el
citado Edicto de Milán en el 313 y, a partir
del 320, la convirtió en la religión oficial del
Estado. Constantino favoreció siempre el monoteísmo
religioso, ya que éste servía de base ideológica para
su forma de gobierno, igual que el politeísmo había
servido a la Tetrarquía.
El
emperador lo era por la gracia de Dios y de esta forma
la corte imperial podía emular y ser un reflejo de la
corte celestial. Probablemente, Constantino no terminó
de entender el cristianismo, pero esta religión y la
fuerza de su expansión convenían de forma
extraordinaria a sus propósitos y a su búsqueda de la
unidad y fortaleza del Imperio. Por eso intervino
también en la actuación de la propia Iglesia ante los
cismas
donatista
y
arriano.
Convocó
el
Concilio de Nicea
del 325 para intentar resolver el problema creado por
la extensa difusión, sobre todo en Oriente, de la
doctrina de
Arrio,
acerca de la naturaleza distinta de las personas de la
Trinidad.
Condenada esta doctrina, así como la donatista,
Constantino apoyó cada vez más a los
cristianos católicos,
aunque en el 327 restableció en su sede episcopal al
obispo arriano
Eusebio de Nicomedia.
En los últimos años de su vida, parece que el
emperador suavizó sus posturas e incluso se aproximó
al arrianismo.
Muchas de
las reformas emprendidas por Constantino tenían su
precedente en las de Diocleciano. Entre ellas, el gran
desarrollo de la corte y del consejo de la corona, con
la creación de altos funcionarios: gran chambelán,
tesorero, ministro de finanzas, de justicia, canciller
y dos comandantes de las tropas del palacio. Las
prefecturas del Imperio siguen siendo las unidades
administrativas superiores y los prefectos, que sólo
tienen poder civil, se convierten en jueces. Al igual
que con Diocleciano, las diócesis (catorce) dependían
de las prefecturas y las provincias, ahora ciento
diecisiete, de las diócesis. El aparato burocrático y
administrativo se multiplicó para poder ejercer un
control exhaustivo y jerarquizado de la vida del
Imperio. El ejército se potenció, llegó a tener
setenta y cinco legiones y unos novecientos mil
hombres. Un hecho fundamental para el futuro lo
constituyó el que las tropas auxiliares se nutrieran,
de forma mucho mayor y más sistemática, de poblaciones
bárbaras, contratadas con el fin de garantizar las
fronteras. Fue éste el camino de penetración en el
Imperio empleado por estos pueblos, así como de merma
de esas mismas fronteras.
Para
hacer frente al considerable aumento de gasto público
y a los problemas económicos, practicó una política
monetaria que trajo graves consecuencias: en vez de
defender y revalorizar el denario de plata, acuña
monedas de oro, el solidus. Pero la relación
entre éste y la moneda divisoria hizo que el valor del
denario se hundiera y con él el poder adquisitivo de
las clases más bajas.
El
gobierno de Constantino cambió en muchos aspectos el
mundo romano, ya profundamente transformado desde
Diocleciano y el comienzo del denominado Bajo
Imperio. Probablemente uno de los símbolos más
característicos de estos cambios fue que Roma había
dejado de ser el centro neurálgico del Imperio. Ya
en el siglo III, los emperadores residían en
distintas ciudades, según la situación militar y
cada uno de los tetrarcas había vivido en otras
tantas ciudades, pero en estos momentos Constantino
creó una nueva ciudad que desplazó a Roma y se
erigió en símbolo del nuevo emperador:
Constantinopla.
Nominalmente Roma continuó siendo la Urbe por
excelencia, su gobernador fue un prefecto y no un
procónsul como en la nueva ciudad, pero la
administración del Imperio se gestionó desde la
nueva residencia del emperador, situada en un lugar
más estratégico, dadas las dimensiones del Imperio y
la conflictividad de las distintas zonas. Roma
perdió poco a poco su posición de primera ciudad del
orbe.
Al
morir Constantino en el 337, el Imperio quedó en
manos de sus hijos, no sin antes haber procedido
éstos a eliminar a todos los miembros de las
familias colaterales que pudieran haber aspirado al
trono. Sólo se salvó Galo y Juliano, sobrinos del
emperador, pues aún eran niños, aunque permanecieron
en cautividad y sufrieron exilios diversos.
El
reparto de poder se hizo en Viminacium:
Constantino II
(337-340), las Galias, a la vez que ejerció la
tutela de su hermano menor
Constante
(337-350), que heredaba Italia, África y la diócesis
de Macedonia. El otro hijo,
Constancio II
(337-361), asumió el mando de Oriente y la diócesis
de Tracia. En el 340, Constantino II atacó a
Constante pero al ser derrotado sólo quedaron dos
Augustos, Constante en Occidente y Constancio II
en Oriente. Diez años después Constante fue víctima
de una conspiración, con lo que a partir del 350
volvió a gobernar un solo emperador: Constancio II.
Con él se
impuso el arrianismo como religión principal en la
parte oriental del Imperio. Las luchas de poder
alentaron una vez más a los usurpadores. Así,
Magnencio,
soldado de origen germano, se proclamó Augusto,
aunque fue derrotado en 353. En Oriente, el emperador
había nombrado César a su primo
Galo,
superviviente junto con su hermano Juliano de la
matanza habida en la familia de Constantino a su
muerte. Dada la crueldad y terror desplegado por Galo
en su gobierno y la poca fiabilidad que le inspiraba,
el emperador lo asesinó; en cambio, nombró César
en Occidente a su otro primo,
Juliano
(361-363), probablemente por la difícil situación en
Occidente y a instancias de su propia mujer,
Eusebia.
Juliano
era un joven que había vivido dedicado al estudio y a
la formación intelectual, sobre todo, del mundo
griego. Sin experiencia y con tropas limitadas, partió
para las Galias, donde pronto se reveló como un
militar de grandes dotes. El recelo apareció en
Constancio II, que le reclamó sus mejores tropas. El
ejército se negó a volver y lo proclamó Augusto
en el 360. En el 361, murió Constancio II rendido a la
evidencia de que Juliano era el heredero único de la
dinastía constantiniana. Su breve gobierno fue uno de
los más intensos, carismáticos y apasionantes del
siglo IV: la antítesis de Constantino.
Su
formación intelectual y su odio personal contra la
familia de éste, le llevan a intentar restaurar la
religión pagana tradicional de Roma y volvió a
concebir un Estado como el que consolidaran los
antiguos emperadores como Augusto o Marco Aurelio. Los
historiadores reconocen sus logros económicos,
administrativos y sus cambios dirigidos a una política
más social y menos burocratizada, si bien la historia
cristiana ha transmitido una imagen muy negativa por
su paganismo, llamándolo
Juliano el Apóstata.
Al
principio trató con tolerancia la religión cristiana,
pero en su proceso de paganización decidió que los
maestros fueran paganos y los cristianos o no
acudieran a las escuelas o fuesen a las paganas. La
sociedad ya estaba profundamente cristianizada y este
retorno al viejo mundo no llegó a cuajar.
Acometió
el último sueño del Imperio, conseguir dominar a los
persas, pero en el 363 cayó asesinado durante esta
campaña, tal vez por uno de sus soldados cristianos. A
su muerte las tropas eligen a
Joviano
(363-364), que firmó la paz con los persas en
condiciones penosas y regresó a Antioquía donde
restableció el cristianismo.
Joviano
murió de forma inesperada en el 364 y el ilirio
Valentiniano
(364-375) y su hermano
Valente
(364-378), fueron proclamados nuevos emperadores.
Volvió a separarse el mando del Imperio en Oriente y
Occidente, pero esta vez de una forma más efectiva y
clara: división militar, administrativa y económica.
Con el
nombramiento de Graciano (367-383), hijo de
Valentiniano, como su sucesor, la fractura fue mayor
aún. El problema más acuciante era, sin duda, el
control de las fronteras. Aunque Valentiniano marcó
una política de cierta preocupación social, nombró un
defensor de la plebe, y tolerancia, se vio abocado a
una creciente militarización y jerarquización de la
vida pública ante los problemas. Murió víctima de una
conspiración y le sucedió
Graciano
en el 375. Pero en la Galia, a instancias de algunos
nobles como Petronio Probo, fue nombrado emperador su
hermanastro
Valentiniano II
(375-392) de sólo cuatro años, al que tuvo que
aceptar.
Paralelamente
Valente
gobernaba en Oriente con una notoria crueldad y con
una política desastrosa con respecto al control de las
fronteras. Los pueblos
godos,
presionados por los
hunos,
fueron situándose en las fronteras y avanzando cada
vez más. Una situación que ya no desaparecerá y
conducirá a la extinción del Imperio, a pesar de los
pactos sucesivos que se establecieron, sobre todo, con
Teodosio. En uno de estos enfrentamientos, Valente
perdió la vida en
Adrianópolis
en el 378. Graciano, por su parte, intentó una
política distinta a la de su padre de cara al Senado y
en otros aspectos militares y políticos, pero su poca
capacidad militar y su notable debilidad de carácter
le situaron en una difícil posición, por lo que llamó
al general hispano
Teodosio
(378-395) (futuro emperador e hijo de Teodosio el
Mayor, general destacado a las órdenes de
Valentiniano) y le nombró Augusto de Oriente en
el 379.
Mientras
tanto Valentiniano II fue prácticamente un emperador
ficticio, que controlaba Iliria, bajo la tutela de su
madre y del general Merobaudes. En el 383 Graciano
sucumbió ante la sublevación del hispano
Magno Máximo,
nombrado Augusto por el ejército de Britania.
Trató de ganarse a Valentiniano II, en realidad
buscando apoderarse de la mayor parte del Imperio y
entrar en Italia; así convenció al joven emperador
para enviarle sus ejércitos como apoyo para combatir a
los bárbaros en Panonia en el 387. Valentiniano II y
su familia se refugiaron en Tesalónica y Teodosio
logró vencer a Máximo en el 388. Teodosio se convirtió
así en nuevo emperador único, ya que Valentiniano II
nunca fue restablecido y vivió desde entonces recluido
en las Galias hasta que se suicidó.
Teodosio
vivía retirado en sus posesiones de Hispania, tras la
muerte de su padre, general a las órdenes de
Valentiniano I, que había sido ejecutado por causas no
determinadas. Pero, ante el desastre de Adrianópolis
en el 378 y la amenaza bárbara que casi da al traste
con Constantinopla, fue mandado llamar por Graciano.
Se inició así su ascensión al poder que culminó en el
388, según se ha indicado, al vencer al usurpador
Máximo.
Teodosio
consolidó definitivamente la capital del Imperio en
Constantinopla, convirtiendo así la ciudad creada por
Constantino en el 325 en el eje del mismo, sobre todo
de su parte oriental, y luego, a la caída definitiva
de Roma, en su única heredera. La corte se estableció
allí y se sentaron las bases de lo que sería el
Imperio bizantino.
Su visión
de Estado le llevó a imponer de forma definitiva el
catolicismo, derivado de la ortodoxia del concilio de
Nicea, como única forma religiosa, acabando así con
las divisiones religiosas, arrianas, donatistas,
priscilianistas,
reacciones paganas, etc., que se habían producido a lo
largo del siglo IV. La cristianización del poder se
convirtió en un arma política. La religión católica no
sólo se convirtió en la única oficial, sino que se
invirtieron los términos de la intolerancia y ahora
los herejes y los paganos eran los enemigos del Estado
y los perseguidos. En el 392 se prohibió
definitivamente toda manifestación de culto no
católico ortodoxo.
A esta
situación se había llegado después de unos primeros
momentos de lucha de poder, o mejor, de acotación de
poderes entre la Iglesia y el Estado. La primera había
permanecido a la expectativa de la consolidación del
poder político. El inicio de las relaciones
Iglesia-Estado entre el nuevo emperador y el obispo de
Milán,
Ambrosio,
fueron conflictivas. Teodosio encontró en éste a un
rival poderoso y carismático, que había conseguido
hacer de Milán la capital espiritual y política de
Occidente. Al vencer a Máximo, Teodosio permaneció
tres años en Milán, tratando de consolidar su
autoridad político-religiosa, pero Ambrosio logró
afianzar el poder religioso al imponerle la excomunión
a consecuencia de una masacre organizada en un circo
contra la población civil por una revuelta popular
contra las severas leyes sobre la homosexualidad
(posiblemente inspiradas por el propio Ambrosio). El
obispo le excomulgó hasta que hiciera penitencia
pública. Este acontecimiento, que podría parecer
anecdótico, tuvo consecuencias extraordinarias en el
devenir histórico siguiente, ya que se consolidó la
separación de leyes civiles y eclesiásticas y
estableció el predominio absoluto de la religión
oficial.
No
obstante, la aristocracia pagana no había desaparecido
y, de hecho, apoyó una nueva usurpación en el 392, a
manos de Argobasto, probablemente responsable de la
muerte de Valentiniano II, que buscó a Eugenio para
ocupar el trono. Teodosio concentró un ejército
numeroso al mando de
Estilicón
que salió desde Constantinopla a lo largo del Danubio
para vencer a los sublevados. Conseguida la victoria
Teodosio regresó a Milán, donde nuevamente Ambrosio le
humilló, no dejándole comulgar hasta que pida
clemencia por los vencidos.
Al poco
tiempo Teodosio enfermó y murió el 19 de enero del 395
en Milán. Ambrosio leería su elogio fúnebre. Dos años
después murió Ambrosio. Estas dos muertes representan,
sin duda alguna, el final del mundo antiguo en muchos
aspectos. El Imperio, unificado por última vez con
Teodosio se dividió para siempre.
Roma
había pasado a ser una ciudad más, aunque nominalmente
continuara ostentando su aura de Ciudad Eterna y
siguiese siendo la Urbe por excelencia. En la centuria
siguiente, el Imperio de Occidente desapareció
fragmentado en los múltiples reinos bárbaros y el de
Oriente se consolidó como Imperio bizantino comenzando
su andadura ya en solitario y alcanzando épocas de
esplendor como con Justiniano, hasta su extinción mil
años después.
El final del Imperio de Occidente. La
transformación del mundo antiguo
Teodosio
ya estaba casado en Hispania con Aelia Flavia
Flacilla, cuando fue llamado a Oriente por Graciano.
Su nombramiento como emperador situaba a sus hijos,
Arcadio
y
Honorio,
en la línea dinástica, a pesar de que no había
vínculos familiares claros con las familias imperiales
anteriores. Tal vez por esta razón, el propio Teodosio
se preocupó de consolidar las bases de su nueva
dinastía: no faltaron los panegíricos y elogios de
importantes autores literarios, como Pacato o
Claudiano. La imagen de su mujer, de origen
aristocrático, fue potenciada. Católica ferviente,
influyó en la política religiosa del emperador, fue
designada como Augusta y, en calidad de madre
de futuros emperadores, su figura contribuyó
decisivamente a la creación de una favorable
propaganda imperial de la familia.
Muerta
Flacilla, Teodosio buscó emparentarse con la antigua
familia imperial y se casó con Gala, hermana de
Valentiniano II, de quien nacería
Gala Placidia
una de las mujeres claves en el final de la historia
de Roma. Ambrosio de Milán, por su parte, a pesar de
las comentadas difíciles relaciones con Teodosio, ya
en la oración fúnebre por el emperador sentó bases
suficientes para que se aceptase la continuidad de la
nueva familia imperial.
De esta
forma al morir Teodosio en el 395,
Arcadio
(395-408) heredó Oriente y
Honorio
(395-423), Occidente. Con ello, se consumaría
finalmente la división total del Imperio.Sin embargo,
ambos hermanos eran muy jóvenes y gobernaron bajo
tutelas y consejeros, lo que hacía de su gobierno, así
como el de sus sucesores, poco más que un gobierno
nominal.
En
Oriente, Arcadio fue el primer monarca bizantino, pero
el poder lo ejercieron diversos personajes, entre
ellos
Eutropio.
A la muerte de Arcadio en el 408, quedó como regente
Antemio. El sucesor fue
Teodosio II
(408-450), cuya importancia estriba especialmente en
la publicación del Codex Theodosianus, el más
fundamental cuerpo legislativo hasta el Código de
Justiniano, y la construcción de la muralla de
Constantinopla. Se sucedieron diversos emperadores, en
medio de luchas de poder también, hasta que, en el
518, ocupó el trono Justiniano, el gran monarca
bizantino.
En
Occidente, el verdadero hombre fuerte era el general
Estilicón,
casado con Serena, la sobrina predilecta de Teodosio.
Sin embargo, murió ejecutado junto con ella y su hijo
en el 408. La ambición de Estilicón ocasionó graves
enfrentamientos relativos al propio reparto de Oriente
y Occidente, aunque los hechos más conflictivos se
produjeron con el avance de los
visigodos.
El rey
visigodo
Alarico,
con sus tropas federadas en Tracia y nombrado
magister militum por Eutropio, sitió Milán en el
401, aunque fue rechazado. En el 406 grupos de pueblos
bárbaros penetraron en las Galias e Hispania. Se
cernía ya sobre el Imperio de Occidente su final
(véase
Invasiones germánicas).
De hecho, en el 410, Alarico logró llegar a Roma y la
saquó; aunque, al morir, su hermano
Ataulfo
se retiró de Roma hacia las Galias. Sin embargo,
Ataulfo, en el 413, reconoció a un usurpador,
Atalo,
frente a
Honorio,
violando el foedus establecido, además tomó
como rehén a la hermana del emperador, Gala Placidia,
y se casó con ella en Narbona, en una verdadera
demostración de poder. Pero en el 411, entró en escena
un personaje clave,
Constancio,
magister militum per ilyricum del 411 al 421,
que logró vencer a Ataulfo y se casó con Gala
Placidia. Éste fue nombrado Augusto en el 421.
El hijo
de ambos, de seis años,
Valentiniano III
(423-455), fue proclamado nuevo emperador a la muerte
de Honorio en el 423. Controlado el poder por
consejeros, entre los que destacó el general
Aecio,
huvo de enfrentarse al avance de los hunos de
Atila,
derrotado en la
batalla de los Campos
Cataláunicos por el
ya nombrado Aecio en el 451, y al asentamiento de
visigodos en Hispania y de
vándalos
en África. En definitiva, asistió a la desmembración
del Imperio. Con su asesinato en el 455, desapareció
la dinastía de Teodosio.
El
Imperio de Occidente estaba a punto de desaparecer:
visigodos,
francos
y
ostrogodos
habían ido introduciéndose en el Imperio, ayudando
unas veces a los emperadores nominales, otras a los
usurpadores, pero siempre ganando tierras y
asentamientos. Hispania y África, la Galia, y Dalmacia
estaban controladas por estos pueblos que trataban de
asimilarse a los romanos en un proceso de aculturación
ante el prestigio secular del Imperio, de su cultura y
tradición, pero cuyos jefes, revestidos de poder más o
menos asimilable a cargos romanos, nombrados generales
del ejército para defender al Imperio teóricamente,
pero con mando sobre un ejército que cada vez tenía
menos de romano, formado en buena parte por esos
mismos pueblos bárbaros; poco a poco se independizaron
y pasaron a controlar tierras y personas de las
antiguas provincias. El Imperio de Occidente lo era ya
sólo de nombre.
Se
sucedieron una serie de nueve emperadores más, en un
intento desesperado de controlar la situación hasta
que en el 476 el último de ellos,
Rómulo Augústulo
(475-476), casualmente llamado como el legendario
fundador de Roma, fue depuesto por
Odoacro,
caudillo de los
hérulos,
a quien asesinó el ostrogodo
Teodorico.
Éste se convirtió en el nuevo rey de Italia, su corte
se estableció en Rávena, dando lugar a un período de
esplendor gracias a su romanización. A pesar de su
arrianismo, fue tolerante con los católicos. Roma se
vio en cierta medida revitalizada, pero ya había
dejado de ser el centro del mundo hacía mucho tiempo.
Aunque
había una teórica dependencia de los primeros reyes
bárbaros al Imperio de Oriente, la autonomía era total
de facto y se abrió a partir de entonces una
transformación profunda de este mundo. No era sólo la
caída del Imperio romano, que había surgido de Roma,
era la transformación sustancial de un mundo que
conducía a una nueva realidad en Occidente.
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Fundación Educativa
Héctor A. García |