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También fue éste el encargado de
proscribir la figura de Hatshepsut, pues la consideró
enemiga del imperio a su muerte por varias de las decisiones
que había tomado cuando él era menor de edad. Una época de
cierta recesión en la expansión territorial se vivió bajo el
gobierno de su hijo,
Amenofis II
(1450-1405 a.C.), aunque el arte funerario egipcio vivió,
por contra, su período de máximo apogeo. De hecho, Amenofis
II comenzó la construcción de la famosa necrópolis del Valle
de los Reyes, con las tumbas denominadas hipogeos como
máxima expresión artística. Durante el gobierno de su hijo,
Amenofis III
(1405-1370 a.C.), las tropas del faraón fueron derrotadas
por el imperio hitita en Siria, el primer gran revés de la
expansión egipcia por Oriente. Con ello se dio paso a un
período de inestabilidad, agravado por el hecho de que los
sumos sacerdotes del dios Amón acaparaban gran parte de los
cargos públicos y políticos, lo que restaba poder al
emperador en beneficio de la clase sacerdotal egipcia.
Los historiadores han llamado,
un tanto maliciosamente, revolución amarniense a
los proyectos de reforma efectuados por el sucesor de
Amenofis III, su hijo
Akhenatón
(Amenofis IV) (1370-1350 a.C.), en un intento de recuperar
el poder para los faraones en detrimento de los
todopoderosos sacerdotes de
Amón.
Sus primeras medidas fueron totalmente novedosas:
sustituyó el culto de Amón por el de
Atón
(el disco solar), como medio de acabar con los sacerdotes
del primero, y trasladó la capital del imperio al
interior, a la ciudad de Tell El-Amarna, lejos de los
vicios de la corte tebana. El propio faraón se declaró
único sumo sacerdote de Egipto y cambió su nombre por el
de Akenaton (´Horizonte Solar´). Estos
acontecimientos, sin precedentes en el imperio, supusieron
la vuelta del estado centralista a sus inicios, acercando
más al pueblo a sus soberanos y logrando un gran apoyo
popular. Sin embargo, su hermano y yerno Tutankaton (que
tras el triunfo de su acción cambió su nombre por
Tutankamon),
famoso por su sepultura intacta hallada en el Valle de los
Reyes, traicionó al faraón y regresó de nuevo a Tebas y al
culto de Amón, ayudado por los desprestigiados sacerdotes.
En cualquier caso, la reforma amarniense no logró los
objetivos deseados y la situación de inestabilidad
continuó hasta el fin de los días de Tutankamon.
Inmediatamente después del
triunfo de Tutankamon, Palestina se sublevó contra Egipto
y para evitar la sedición tuvo que ser necesaria la
intervención del general Homenheb, casado con una hija de
Akenatón y que llegó, como consecuencia de su prestigio, a
ser faraón a la muerte de Tutankamon. El hijo del general,
Seti I (1318-1312 a.C.) fue uno de los más destacados
faraones del imperio, pues logró contener la alianza entre
hititas y palestinos en contra del poder tebano y, en un
acto de absoluto dominio, logró que las provincias sirias
le pagasen un elevado tributo. Durante el gobierno de
Ramsés II (1312-1233 a.C.) y de su hijo Meneptah
(1233-1223 a.C.) tuvo lugar la famosa diáspora bíblica de
los judíos, que huyeron de Egipto tras ser expulsados en
diferentes oleadas. A pesar de ello, los lazos económicos
con Palestina eran importantísimos para el sustento del
comercio exterior, por lo que se les permitió establecerse
en dicho territorio donde ya se concentraba la mayor parte
de la población semita del imperio. El propio Meneptah
tuvo que luchar de nuevo contra los hititas y les venció
en la batalla de Cadés, para pasar posteriormente a luchar
contra los pueblos del mar (pobladores indoeuropeos
procedentes del Mar Egeo, especialmente libios), que ya
habían hecho varias incursiones a las ricas ciudades de la
costa mediterránea egipcia. Tras su muerte y durante todo
la época de la XX dinastía, las luchas internas y la
inestabilidad política fueron una rémora para el imperio,
que vio cómo muchos extranjeros, sobre todo jefes
militares libios, usurpaban el poder y se convertían en
sacerdotes religiosos, lo cual era casi como detentar el
poder político.
Hacia el año 1090 a.C., se
produjo una escisión en el imperio: el legítimo soberano,
Esmerdes, estableció un gobierno en Tanis, mientras que el
sumo sacerdote de Amón, Heribor, quedó en Tebas como
gobernante del imperio. Este acontecimiento marcó la
decadencia del imperio, además de mostrar los gravísimos
problemas existentes entre las dinastías dirigente y el cada
vez más creciente poder de la clase sacerdotal.
Paralelamente a estos sucesos, las sagas de militares libios
continuaban creciendo tanto como su influencia en la
política, especialmente exterior, gracias a su reputada fama
militar. Uno de ellos, Chechong, inauguró la XII dinastía
haciéndose con el poder tras una brillante campaña en
Palestina que acabó con el saqueo de Jerusalén (950 a.C.).
Desde este momento, Egipto se dividió en pequeños
principados independientes que no pudieron evitar que la
cada vez mayor presión fronteriza del imperio asirio acabase
por absorber, bien fuese como tributarios o bien fuese
totalmente, a muchos de ellos.
En el año 663 a.C. los
príncipes de Sais, cuyo primer representante fue
Nequés I
(o Necao) (663-609 a.C.), volvieron a retomar el control del
imperio, por lo que a los miembros de la XXVI dinastía se
les conoce también como príncipes saítas. Pese a ello, la
desconfianza ante los nuevos gobernantes fue cada vez más
acusada: no en vano, su principal arma, el ejército, estaba
formado por mercenarios procedentes de Grecia, con lo que la
inmigración de estos aumentó considerablemente. Un faraón
saíta, Psamético I, acabó con la dominación asiria del sur y
expulsó a todos los sacerdotes y militares libios de Egipto;
sin embargo, como quiera que los extranjeros fueron
sustituidos por otros, los problemas de convivencia internos
continuaron, sobre todo en la frontera oeste, donde el cada
vez más asentado reino independiente de Judá amenazaba con
despegarse de la decadencia egipcia. No obstante,
Nequés II
(609-594 a.C.) logró recuperar gran parte del territorio
sirio y palestino, pese a lo cual no pudo evitar la pérdida
de casi la totalidad de Palestina al ser derrotado por
Nabucodonosor II,
soberano caldeo, en la batalla de Karkemish, convirtiendo a
las gentes del Tigris en las dueñas de Siria y Palestina.
Por si fuese poco, el más hegemónico poder oriental de la
época, el Imperio Persa, ya había participado en varias
sublevaciones de palestinos y controlaba, de facto,
todas las tierras al Este del río Jordán. Los últimos
faraones egipcios, Psamético II (594-568 a.C.) y Ahmés II
(568-526 a.C.) intentaron en vano recuperar el prestigio
perdido. Finalmente, en el año 525, el soberano persa
Cambises II
derrocó y asesinó a Psamético III (568-525 a.C.),
incorporando Egipto como una satrapía más de su imperio y
acabando con el imperio egipcio clásico.
A pesar del alto grado
artístico y cultural que alcanzaron otras civilizaciones
contemporáneas, como la asiria, persa o babilónica, no cabe
duda de que el legado del Imperio egipcio influyó
sobremanera en todas y cada una de las culturas del
mediterráneo oriental, en sus tiempos de apogeo, y que formó
parte del sustento donde habrían de asentarse las brillantes
civilizaciones fenicia o helénica posteriores. La
particularidad de sus ritos y creencias religiosas, la
escritura cifrada, demótica y jeroglífica, sus brillantes
templos, pirámides y monumentos de todo tipo, así como una
fenomenal disposición para lo que hoy día se llamarían obras
públicas mostraron la capacidad de un pueblo para dominar
los elementos y expandirse por encima de ellos, formando la
más brillante civilización de la Antigüedad. |
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Fundación Educativa
Héctor A. García |