|
Abelardo Díaz Alfaro,
cuentista El más famoso cuentista criollista que ha producido la literatura
puertorriqueña nació en Caguas el 24 de julio de 1919. Estudió
el bachillerato en el Instituto Politécnico de San Germán
y prosiguió estudios de trabajo social en la Universidad de Puerto
Rico. Ejerció esta profesión en varias poblaciones de la
Isla y entró en contacto directo con la ruralía puertorriqueña
y los problemas de sus habitantes. Desde niño estuvo relacionado
con la creación literaria, ya que su padre tuvo a cargo la redacción
de la revista Puerto Rico Evangélico. Más adelante, Díaz
Alfaro ingresa al servicio del Departamento del Trabajo, en calidad de
investigador de leyes de menores y, en 1947, publica su primera colección
de cuentos y estampas de la zona rural que titula Terrazo, obra
que destacó a su autor como un consagrado narrador. Luego publica
Mi
isla soñada (1967), una colección de libretos radiofónicos
que dio a conocer en la Emisora del gobierno WIPR, que fue premiada por
la Sociedad de Periodistas Universitarios de Río Piedras. Sus colaboraciones
han aparecido en Puerto Rico Evangélico, Alma Latina, La Democracia
de Nueva York, El Mundo, la Revista del Instituto de Cultura y otras.
En 1997 Abelardo Díaz Alfaro obtiene el Galardón al Mérito
Intelectual del Premio Nacional de Cultura que otorga cada cinco años
el Instituto de Cultura Puertorriqueña. Esta prestigiosa distinción
la compartió con Myrna Báez, Justino Díaz, José
"Pepito" Figueroa y Raúl García Rinaldi.
Muere en Guaynabo el 22 de julio de 1999. Sus restos se transportaron
?tal como él lo había pedido? en una carreta tirada de bueyes,
simbolizando así su querido "Josco". El cortejo fúnebre,
que partió desde el Instituto de Cultura, se dirigió al camposanto
del Viejo San Juan, en donde reposa. Su despedida se convirtió en
un acontecimiento histórico-cultural.
Por Abelardo Diaz Alfaro
SOMBRA IMBORRABLE DEL JOSCO sobre la loma que domina el valle del Toa.
La cabeza erguida, las aspas filosas estoqueando
el capote en sangre de un atardecer luminoso.
Aindiado, moreno, la carrilluda en sombras,
el andar lento y rítmico. La baba gelatinosa
le caía de los belfos negros y gomosos, dejando
en el verde enjoyado estela plateada de caracol.
Era hosco por el color y por su carácter
reconcentrado, huraño, fobioso, de peleador
incansable. Cuando sobre el lomo negro del
cerro Farallón las estrellas clavaban sus
banderillas de luz, lo veía descender la
loma, majestuoso, doblar la recia cerviz,
resoplar su aliento de toro macho sobre la
tierra virgen y tirar un mugido largo y potente
para las rejoyas del San Lorenzo.
--Toro macho, padrote como ése, denguno;
no nació pa yugo- me decía el jincho Marcelo,
quien una noche negra y hosca le parteó a
la luz temblona de un jacho. Lo había criado
y lo quería como a un hijo. Su único hijo.
Hombre solitario, hecho a la reyerta de la
alborada, veía en aquel toro la encarnación
de algo de su hombría, de su descontento,
de su espíritu recio y primitivo. Y toro
y hombre se fundían en un mismo paisaje y
en un mismo dolor.
No había toro de las fincas lindantes que
cruzase la guardarraya, que el Josco no le
grabase en rojo sobre el costado, de una
cornada certera, su rúbrica de toro padrote.
Cuando el cuerno plateado de la luna rasgaba
el telón en sombras de la noche, oí al tío Leopo decir al jincho:
--Marcelo, mañana me traes el toro americano
que le compré a los Velilla para padrote;
lo quiero para el cruce; hay que mejorar
la crianza.
Y vi al jincho luchar en su mente estrecha,
recia y primitiva con una idea demasiado
sangrante, demasiado dolorosa para ser realidad.
Y tras una corta pausa musitó débilmente;
como si la voz se le quebrase en suspiros:
--Don Leopo, ¿y qué jacemos con el Josco?
--Pues lo enyugaremos para arrastre de caña,
la zafra se mete fuerte este año, y ese toro
es duro y resistente.
--Usté dispense, don Leopo, pero ese toro
es padrote de nación, es alebrestao, no sirve pa yugo.
Y descendió la escalera de caracol y por
la enlunada veredita se hundió en el mar
de sombras del cañaveral. Sangrante, como
si le hubieran clavado un estoque en mitad
del corazón.
Al otro día por el portalón blanco que une
los caminos de las fincas lindantes, vi al
jincho traer atado a una soga un enorme toro
blanco. Los cuernos cortos, la poderosa testa mapeada en sepia. La dilatada y espaciosa
nariz taladrada por una argolla de hierro.
El jincho venía como empujado, lentamente,
como con ganas de nunca llegar, por la veredita
de los guayabales.
Y de súbito se oyó un mugido potente y agudo
por las mayas de la colindancia de los Cocos,
que hizo retumbar las rejoyas del San Lorenzo
y los riscos del Farallón. Un relámpago cárdeno
de alegría iluminó la faz macilenta del jincho.
Era el grito de guerra del Josco, el reto
para jugarse en puñales de cuernos la supremacía
del padronazgo. Empezó a mover la testa en
forma pendular. Tiró furiosas cornadas al
suelo, trayéndose en el filo de las astas
tierra y pasto. Alucinado, lanzó cabezadas
frontales al aire, como luchando con una
sombra.
El jincho en la loma, junto a la casa, aguantó
al toro blanco. El Josco ensayó un tranco
ligero, hasta penetrar en la veredita. Se
detuvo un momento. Remolineó ágil y comenzó
a estoquear los pequeños guayabos que bordean
la veredita. La testa coronada se le enguirnaldó
de ramas, flores silvestres y bejucales.
Venía lento, taimado, con un bramar repetido
y monótono. Alargaba la cabeza, y el bramar
culminaba en un mugido largo y de clarinada.
Raspó la tierra con las bifurcadas pezuñas
hasta levantar al cielo polvaredas de oro.
Avanzó un poco. Luego quedó inmóvil, hierático,
tenso. En los belfos negros y gomosos la
baba se le espumaba en burbujas de plata.
Así permaneció un rato. Dobló la cerviz,
el hocico pegado al ras del suelo, resoplando
violentamente, como husmeando una huella
misteriosa.
En la vieja casona la gente se fue asomando
al balcón. Los agregados salían de sus bohíos.
Los chiquillos de vientres abultados perforaban
el aire con sus chillidos:
--El Josco pelea con el americano de los
Velilla.
En el redondel de los cerros circunvecinos
las voces se hicieron ecos.
Los chiquillos azuzaban al Josco. --Dale,
Josco, que tú le puedes.
El Josco seguía avanzando, la cabeza baja,
el andar lento y grave. Y el jincho no pudo
contenerse y soltó el toro blanco. Este se
cuadró receloso, empezó a escarbar la tierra
con las anchas pezuñas y lanzó un bronco
mugido.
Jey... Jey... Oiseee... Josco-gritaba la
peonada.
--Palante, mi Josco- vibró el jincho.
Y se oyó el seco y violento chocar de las
cornamentas. Acreció el grito ensordecedor
de la peonada. --Dale, jey. . . Josco.
Las cabezas pegadas, los ojos negros y refulgentes
inyectados de sangre, los belfos dilatados,
las pezuñas firmemente adheridas a la tierra,
las patas traseras abiertas, los rabos leoninos
erguidos, la trabazón rebullente de los músculos
ondulando sobre las carnes macisas.
Colisión de fuerzas que por lo potentes se
inmovilizaban. Ninguno cejaba; parecían como
estampados en la fiesta de colores del paisaje.
La baba se espesaba. Los belfos ardorosos
resonaban como fuelles.
Separaron súbitamente las cornamentas y empezaron
a tirarse cornadas ladeadas, tratando de
herirse en las frentes. Los cuernos sonaban
como repiquetear de castañuelas. Y volvieron
a unir las testas florecidas de puñales.
Un agregado exclamó:
--El blanco es más grande y tiene más arrobas.
Y el jincho con rabia le ripostó:
--Pero el Josco tiene más maña y más cría.
El toro blanco, haciendo un supremo esfuerzo,
se retiró un poco y avanzó egregio, imprimiéndole
a la escultura imponente de su cuerpo toda
la fuerza de sus arrobas. Y se vio al Josco
recular arrollado por aquella avalancha incontenible.
--Aguante mi Josco- gritaba desesperado el jincho.
--No joya; usté eh de raza.
El Josco hincaba las patas traseras en la
tierra buscando un apoyo para resistir, pero
el blanco lo arrastraba. Dobló los corvejones
tratando de detener el empuje, se irguió
nuevamente y "rebuleó" rápido hacia
atrás amortiguando la embestida del blanco.
--Lo ve; es mah grande- añadió con pena un
agregado.
--Pero no juye- le escupió el jincho.
Y las patas traseras del Josco toparon con
una eminencia en el terreno, la cual le servió
de sostén. Afirmado, sesgó a un lado, zafando
el cuerpo a la embestida del blanco, que
se perdió en el vacío. A éste faltó el equilibrio,
y el Josco, aprovechándose del desbalance
del contrario, volteó rápido y le asestó
una cornada certera, trazándole en rojo sobre
el albo costado una grieta de sangre. El
blanco lanzó un bufido quejumbroso, huyendo
despavorido entre la algarabía jubilosa del
peonaje. El jincho vibrante de emoción gritaba
a voz en cuello:
--Toro jaiba, toro mañoso, toro de cría.
Y el Josco alargó el cuerpo estilizado, levantó
la testa triunfal, las astas filosas doradas
de sol, apuñaleando el mantón azul de un
cielo sin nubes.
El blanco siempre se quedó de padrote. Orondo
se paseaba por el cercao de las vacas.
Al Josco trataton de uncirlo al yugo con
un buey viejo que lo amaestrara, pero se
revolvió violento poniendo peligro la vida
del peonaje. Andaba mohino, huraño, y se
le escuchaba bramar quejoso, como agobiado
por una pena conmensurable.
Tranqueaba hacia el cercao de los bueyes
de arrastres, de cogotes pelados y de pastar
apacibles. Levantando la cabeza sobre la
alambrada, dejaba escapar un triste mugido.
Se veía buey rabisero, buey soroco, buey
manco, buey toruno, castrao.
Aquel atardecer lo contemplé al trasluz de
un crepúsculo tinto en sangre de toros, sobre
la loma verdeante que domina el valle del
Toa. No tenía la arrogancia de antes, no
levantaba al cielo airosamente la testa coronada;
lo veía desfalleciente como estrujado por
una inmensa congoja. Babeó un rato, alargó
la cabeza y suspendió un débil mugido, descendió
la loma y su sombra se fundió en el misterio
de una noche sin estrellas.
A eso de la media noche me pareció escuchar
un mugir dolorido. El sueño se hizo sobre
mis párpados.
Al otro día el Josco no aparecía. Se le buscó
por todas las lindancias. No podía haberse
pasado a las otras fincas, no había boquetes
en los mayales, ni en las alambradas de las
guardarrayas. El Jincho iba y venía desesperado.
El tío Leopo apuntó:
--Tal vez se fué por el camino del Farallón
a las malojillas del río.
El Jincho hacia allá se encaminó. Regresó
decepcionado. Luego se dirigió hacia una rejoya entre árboles en la colindancia de
los Cocos, donde el Josco solía sestear.
Lo vimos levantar la manos y con la voz transida
de angustia gritó:
--Don Leopo, aquí está el Josco. Corrimos
presurosos donde el Jincho estaba, la cabeza
baja, los ojos turbios de lágrimas. Señaló
hacia un declive entre raíces, bejucales
y flores silvestres. Y vimos al Josco inerte,
las patas traseras abiertas y rígidas; la
cabeza sepultada bajo el peso del cuerpo
musculoso.
Y el Jincho con la voz temblorosa y llena
de reconvenciones exclamó:
--Mi pobre Josco, se esnucó de rabia. Don Leopo se lo dije. Ese toro era padrote de
nación; no nació pa yugo".
Santa Cló va a la Cuchilla
Por Abelardo
Diaz Alfaro
-
Tremolando sobre una bambúa señalaba la
escuelita de Peyo Mercé. La escuelita tenía
dos salones separados por un largo tabique.
En uno de esos salones enseñaba ahora un
nuevo maestro: Mister Johnny Rosas.
Desde el lamentable incidente en que Peyo
Mercé lo hizo quedar mal ante Mr. Juan Gymns,
el supervisor creyó prudente nombrar otro
maestro para el barrio La Cuchilla que enseñara
a Peyo los nuevos métodos pedagógicos y llevara
la luz del progreso al barrio en sombras.
Llamó a su oficina al joven y aprovechado
maestro Johnny Rosas, recién graduado y que
había pasado su temporadita en los Estados
Unidos, y solemnemente le dijo:
"Oye, Johnny, te voy a mandar al barrio
La Cuchilla para que lleves lo ultimo que
aprendiste en pedagogía. Ese Peyo no sabe
ni jota de eso; está como cuarenta años atrasado
en esa materia. Trata de cambiar las costumbres
y, sobre todo, debes enseñar mucho ingles,
mucho inglés."
...Y el supervisor Johnny Rosas sacó al maestro Peyo Mercé de su ensoñación con estas palabras:
"Este año hará su debut en La Cuchilla
Santa Claus. Eso de los Reyes está pasando
de moda. Eso ya no se ve mucho por San Juan.
Eso pertenece al pasado. Invitaré a Mr. Rogelio
Escalera para la fiesta; eso le halagará
mucho." Peyo se rascó la cabeza, y sin
apasionamiento respondió:
"Allá tu como Juana con sus pollos.
Yo como soy jíbaro y de aquí no he salido,
eso de los Reyes lo llevo en el alma. Es
que nosotros los jíbaros sabemos oler las
cosas como olemos el bacalao."
Y se dio Johnny a preparar mediante unos
proyectos el camino para la "Gala Premiere"
de Santa Claus en La Cuchilla. Johnny mostró
a sus discípulos una lámina en que aparecía
Santa Claus deslizándose en un trineo tirado
por unos renos. Y Peyo, que a la sazón se
había detenido en el umbral de la puerta
que dividía los salones, a su vez se imaginó
otro cuadro: un jibaro jincho y viejo montado
en una yagua arrastrada por unos cabros.
Y mister Rosas preguntó a los jibaritos:
"¿Quién es este personaje?" Y Benito,
"avispao" y "maleto"
como el solo, le respondió: "Mistel,
ese es año viejo colorao."
Y Johnny Rosas se admiró de la ignorancia
de aquellos muchachitos y a la vez se indignó
por el descuido de Peyo Mercé.
Llegó la noche de la Navidad. Se invitó a
los padres del barrio.
Peyo en su salón hizo una fiestecita típica
que quedó la mar de lucida. Unos jibaritos
cantaban coplas y aguinaldos con acompañamiento
de tiples y cuatros Y para finalizar aparecían
los Reyes Magos, mientras el viejo trovador
Simón versaba sobre "Ellos van y vienen,
y nosotros no." Repartió arroz con dulce
y bombones, y los muchachitos se intercambiaron
"engañitos".
Y Peyo indicó a sus muchachos que pasarían
al salón de Mr. Johnny Rosas, que les tenía
una sorpresa, y hasta había invitado al supervisor Mr. Rogelio Escalera.
En medio del salón se veía un arbolito artificial
de Navidad. De estante a estante colgaban
unos cordones rojos. De las paredes pendían
coronitas de hojas verdes y en el centro
un fruto encarnado. En letras cubiertas de
nieve se podía leer: "Merry Christmas".
Todo estaba cubierto de escarcha.
Los compadres miraban atónitos todo aquello
que no habían visto antes. Mister Rogelio
Escalera se veía muy complacido.
Unos niños subieron a la improvisada plataforma
y formaron un acróstico con el nombre de
Santa Claus. Uno relató la vida de Noel y
un coro de niños entonó "Jingle Bells",
haciendo sonar unas campanitas. Y los padres
se miraban unos a otros asombrados. Mister
Rosas se ausentó un momento. Y el supervisor
Rogelio Escalera habló a los padres y niños
felicitando al barrio por tan bella fiestecita
y por tener un maestro tan activo y progresista
como lo era Mister Rosas.
Y Mister Escalera requirió de los concurrentes
el más profundo silencio, porque pronto les
iba a presentar a un extraño y misterioso
personaje. Un corito inmediatamente rompió
a cantar:
Santa Claus viene ya ... ¡Qué lento caminar!
Tic, tac, tic, tac.
Y de pronto surgió en el umbral de la puerta
la rojiblanca figura de Santa Claus con un
enorme saco a cuestas, diciendo en voz cavernoso:
"Here is Santa, Merry Christmas to you,
all!"
Un grito de terror hizo estremecer el salón.
Unos campesinos se tiraban por las ventanas,
los niños más pequeños empezaron a llorar
y se pegaban a las faldas de las comadres,
que corrían en desbandada. Todos buscaban
un medio de escape. Y Mister Rosas corrió
tras ellos, para explicarles que él era quien
se había vestido de tan extraña forma; pero
entonces aumentaba el griterío y se hacía
más agudo el pánico. Una vieja se persignó
y dijo: "¡Conjurao sea! Si es el mesmo
demonio jablando en americano!"
El supervisor hacía inúltiles esfuerzos por
detener a la gente y clamaba desaforadamente:
"No corran; no sean puertorriqueños
batatitas. Santa Claus es un hombre humano
y bueno."
A lo lejos se escuchaba el griterío de la
gente en desbandada. Y mister Escalera, viendo
que Peyo Mercé había permanecido indiferente
y hiératico, vació todo su rencor en él y
le increpó a voz en cuello: "Usted, Peyo Mercé, tiene la culpa de que en pleno
siglo veinte se den en este barrio esas salvajadas."
Y Peyo, sin inmutarse, le contestó: "Mister
Escalera, yo no tengo la culpa de que ese
santito no esté en el santoral puertorriqueño." L a G r a n E n c ic l o
p e d i a I l u s t r a d a d e l P r o y e
c t o S a l ó n H o g a r |
|