La verdad -observé
dejando el Daily Newsmonger a un lado- tiene más
fuerza que la ficción. La observación no era
original, pero pareció gustar a mi amigo, que,
ladeando la cabeza de nuevo, se quitó una mota
imaginaria de polvo de los bien planchados
pantalones y observó:
-¡Qué idea tan
profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!
Sin enojarme
por la evidente ironía, di un golpecito sobre el
periódico que acababa de soltar de la mano.
-¿Lo ha leído
ya? -pregunté.
-Sí. Y después
de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente.
No lo he tirado al suelo como acaba usted de
hacer, con una lamentable falta de orden y de
método.
(Esto es lo
peor de Poirot. El Orden y el Método son sus
dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)
-¿Entonces ha
leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el
empresario? Él ha originado mi reciente
observación. Porque es cierto que no sólo la
verdad es más fuerte que la ficción, sino,
asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo
esa sólida familia de la clase media, los
Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija
son típicos, como tantos cientos de familias de
este país. Los hombres van al centro de la
ciudad todos los días; las mujeres se ocupan de
la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas
incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón
de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando
al bridge. De improviso, se abre una puerta de
cristales y entra en la habitación una mujer
tambaleándose. Lleva manchado de sangre el
vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al
suelo dice una sola palabra: «asesinado». La
familia la reconoce al punto. Es Valerie
Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo
Londres.
-¿Habla usted
por sí mismo o está refiriendo lo que dice el
Daily Newmonger? -interrogó Poirot con ánimo de
puntualizar.
-El periódico
entró a último momento en prensa y se contentó
con narrar hechos escuetos. A mí me han
impresionado enseguida las posibilidades
dramáticas del suceso.
Poirot aprobó
pensativo mis palabras.
-Dondequiera
que exista la naturaleza humana existe el drama.
Sólo que no siempre es como uno se lo imagina.
Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso
porque es posible que me vea relacionado con él.
-¿De verdad?
-Sí. Esta
mañana me llamó por teléfono un caballero para
solicitar una entrevista en nombre del príncipe
Paul de Mauritania.
-Pero ¿qué
tiene eso que ver con lo ocurrido?
-Usted no lee
todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que
relatan acontecimientos escandalosos y que
comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A
un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.
Yo seguí el
párrafo que me señalaba con el grueso índice.
-...desearíamos
saber si el príncipe extranjero y la famosa
bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a
la dama le gustaba la nueva sortija de
diamantes!
-Bueno,
continúe su historia. Quedamos en que
mademoiselle Sinclair se desmayó en Daisymead
sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?
Yo me encogí de
hombros.
-Como resultado
de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno
en busca de un médico que asistiera a la dama,
que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el
otro a la Jefatura de policía, desde donde, tras
contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la
magnífica villa del señor Reedburn, que se halla
a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron
al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de
mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca
con la cabeza abierta.
-Yo he
criticado su estilo -dijo Poirot con afecto-.
Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al
príncipe!
Nos anunciaron
al distinguido visitante con el nombre de conde
Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla
débil, con la famosa boca de los Mauranberg y
los ojos ardientes y oscuros de un fanático.
-¿Monsieur
Poirot?
Mí amigo se
inclinó.
-Monsieur, me
encuentro en un apuro tan grande que no puede
expresarse con palabras...
Poirot hizo un
ademán de inteligencia.
-Comprendo su
ansiedad. Mademoiselle Sinclair es una amiga
querida, ¿no es cierto?
El príncipe
repuso sencillamente:
-Confío en que
será mi mujer.
Poirot se
incorporó con los ojos muy abiertos.
El príncipe
continuó:
-No seré yo el
primero de la familia que contraiga matrimonio
morganático. Mi hermano Alejandro ha desafiado
también las iras del Emperador. Hoy vivimos en
otros tiempos, más adelantados, libres de
prejuicios de casta. Además, mademoiselle
Sinclair es igual a mí, posee rango. Supongo que
conocerá su historia, o por lo menos una parte
de ella.
-Corren por ahí,
en efecto, muchas románticas versiones de su
origen. Dicen unos que es hija de una irlandesa
gitana; otros, que su madre es una aristócrata,
una archiduquesa rusa.
-La primera
versión es una tontería, desde luego -repuso el
príncipe-. Pero la segunda es verdadera. Aunque
está obligada a guardar el secreto, Valerie me
ha dado a entender eso. Además, lo demuestra,
sin darse cuenta, y yo creo en la ley de
herencia, monsieur Poirot.
-También yo
creo en ella -repuso Poirot, pensativo-. Yo,
moi qui vous parle, he presenciado cosas muy
raras... Pero vamos a lo que importa, monsieur
le Prince. ¿Qué quiere de mí? ¿Qué es lo que
teme? Puedo hablar con franqueza, ¿verdad? ¿Se
hallaba relacionada mademoiselle de algún modo
con ese crimen? Porque conocía al señor Reedburn,
naturalmente...
-Sí. Él
confesaba su amor por ella.
-¿Y ella?
-Ella no tenía
nada que decirle.
Poirot le
dirigió una mirada penetrante.
-Pero, ¿le
temía? ¿Tenía motivos?
El joven
titubeó.
-Le diré... ¿Conoce
a Zara, la vidente?
-No.
-Es maravillosa.
Consúltela cuando tenga tiempo. Valerie y yo
fuimos a verla la semana pasada. Y nos echó las
cartas. Habló a Valerie de unas nubes que
asomaban en el horizonte y le predijo males
inminentes; luego volvió la última carta. Era el
rey de trébol. Dijo a Valerie: «Tenga mucho
cuidado. Existe un hombre que la tiene en su
poder. Usted le teme, se expone a un gran
peligro. ¿Sabe de quién le hablo?». Valerie
estaba blanca hasta los labios. Hizo un gesto
afirmativo y contestó: «Sí, sí, lo sé». Las
últimas palabras de Zara a Valerie fueron: «Cuidado
con el rey de trébol. ¡Le amenaza un peligro!».
Entonces la interrogué. Me aseguró que todo iba
bien y no quiso confiarme nada. Pero ahora,
después de lo ocurrido la noche pasada, estoy
seguro de que Valerie vio a Reedburn en el rey
de trébol y de que él era el hombre a quien
temía.
El príncipe
guardó brusco silencio.
-Ahora
comprenderá mi agitación cuando abrí el
periódico esta mañana. Suponiendo que en un
ataque de locura, Valerie... pero no, ¡es
imposible...!, ¡no puedo concebirlo, ni en
sueños!
Poirot se
levantó del sillón y dio unas palmaditas
afectuosas en el hombro del joven.
-No se aflija,
se lo ruego. Déjelo todo en mis manos.
-¿Irá a
Streatham? Sé que está en Daisymead, postrada
por la conmoción sufrida.
-Iré en seguida.
-Ya lo he
arreglado todo por medio de la Embajada. Tendrá
usted acceso a todas partes.
-Marchemos
entonces. Hastings, ¿quiere acompañarme? Au
revoir, monsieur le Prince.
Mon Désir era
una preciosa villa moderna y cómoda. Una calzada
para coches conducía a ella y detrás de la casa
tenía un terreno de varias hectáreas de
magníficos jardines.
En cuanto
mencionamos al príncipe Paul, el mayordomo que
nos abrió la puerta nos llevó al instante al
lugar de la tragedia. La biblioteca era una
habitación magnífica que ocupaba toda la fachada
del edificio con una ventana a cada extremo, de
las cuales una daba a la calzada y otra a los
jardines. El cadáver yacía junto a esta última.
No hacía mucho que se lo habían llevado después
de concluir su examen la policía.
-¡Qué lástima!
-murmuré al oído de Poirot-. La de pruebas que
habrán destruido.
Mi amigo sonrió.
-¡Eh, eh! ¿Cuántas
veces habré de decirle que las pruebas vienen de
dentro?. En las pequeñas células grises del
cerebro es donde se halla la solución de cada
misterio.
Se volvió al
mayordomo y preguntó:
-Supongo que a
excepción del levantamiento del cadáver no se
habrá tocado la habitación.
-No, señor. Se
halla en el mismo estado que cuando llegó la
policía anoche.
-Veamos. Veo
que esas cortinas pueden correrse y que ocultan
el alféizar de la ventana. Lo mismo sucede con
las cortinas de la ventana opuesta. ¿Estaban
corridas anoche también?
-Sí, señor. Yo
verifico la operación todas las noches.
-Entonces, ¿debió
descorrerlas el propio Reedburn?
-Así parece,
señor.
-¿Sabía usted
que esperaba visita?
-No me lo dijo,
señor. Pero dio orden de que no se le molestase
después de la cena. Ve, señor, por esa puerta se
sale de la biblioteca a una terraza lateral.
Quizá dio entrada a alguien por ella.
-¿Tenía por
costumbre hacerlo así?
El mayordomo
tosió discretamente.
-Creo que sí,
señor.
Poirot se
dirigió a aquella puerta. No estaba cerrada con
llave. En vista de ello salió a la terraza que
iba a parar a la calzada sita a su derecha; a la
izquierda se levantaba una pared de ladrillo
rojo.
-Al otro lado
está el huerto, señor. Más allá hay otra puerta
que conduce a él, pero permanece cerrada desde
las seis de la tarde.
Poirot entró en
la biblioteca seguido del mayordomo.
-¿Oyó algo de
los acontecimientos de anoche? -preguntó Poirot.
-Oímos, señor,
voces, una de ellas de mujer, en la biblioteca,
poco antes de dar las nueve. Pero no era un
hecho extraordinario. Luego, cuando nos
retiramos al vestíbulo de servicio que está a la
derecha del edificio, ya no oímos nada,
naturalmente. Y la policía llegó a las once en
punto.
-¿Cuántas voces
oyeron?
-No sabría
decírselo, señor. Sólo reparé en la voz de mujer.
-¡Ah!
-Perdón, señor.
Si desea ver al doctor Ryan está aquí todavía.
La idea nos
pareció de perlas y poco después se reunió con
nosotros el doctor, hombre de edad madura, muy
jovial, que proporcionó a Poirot los informes
que solicitaba. Se encontró a Reedburn tendido
cerca de la ventana con la cabeza apoyada en el
asiento de mármol adosado a aquélla. Tenía dos
heridas: una entre ambos ojos; otra, la fatal,
en la nuca.
-¿Yacía de
espaldas?
-Sí. Ahí está
la prueba.
El doctor nos
indicó una pequeña mancha negra en el suelo.
-¿Y no pudo
ocasionarle la caída el golpe que recibió en la
cabeza?
-Imposible.
Porque el arma, sea cualquiera que fuese,
penetró en el cráneo.
Poirot miró
pensativo el vacío. En el vano de cada ventana
había un asiento, esculpido, de mármol, cuyas
armas representaban la cabeza de un león. Los
ojos de Poirot se iluminaron.
-Suponiendo que
cayera de espaldas sobre esta cabeza saliente de
león y que de ella resbalase hasta el suelo, ¿podría
haberse abierto una herida como la que usted
describe?
-Sí, es posible.
Pero el ángulo en que yacía nos obliga a
considerar esa teoría imposible. Además, hubiera
dejado huellas de sangre en el asiento de mármol.
-Sí, contando
con que no se hayan borrado.
El doctor se
encogió de hombros.
-Es improbable.
Sobre todo porque no veo qué ventaja puede
aportar convertir un accidente en crimen.
-No, claro
está. ¿Qué le parece? ¿Pudo asestar una mujer
uno de los dos golpes?
-Oh, no, señor.
Supongo que está pensando en mademoiselle
Sinclair.
-No pienso en
ninguna persona determinada -repuso con acento
suave Poirot.
Concentró su
atención en la ventaba abierta mientras decía el
doctor:
-Mademoiselle
Sinclair huyó por allí. Vean cómo se divisa
Daisymead por entre los árboles. Naturalmente,
que hay muchas otras casas en la carretera,
frente a ésta, pero Daisymead es la única
visible por este lado.
-Gracias por
sus informes, doctor -dijo Poirot-. Venga,
Hastings. Vamos a seguir los pasos de
mademoiselle.
Echó a andar
delante de mí y en este orden pasamos por el
jardín, dejando atrás la verja de hierro y
llegamos, también por la puerta del jardín, a
Daisymead, finca poco ostentosa, que poseía
media hectárea de terreno. Un pequeño tramo de
escalera conducía a la puerta de cristales a la
francesa. Poirot me la indicó con el gesto.
-Por ahí entró
anoche mademoiselle Sinclair. Nosotros no
tenemos ninguna prisa y lo haremos por la puerta
principal.
La doncella que
nos abrió la puerta nos llevó al salón, donde
nos dejó para ir en busca de la señora Ogiander.
Era evidente que no se había limpiado la
habitación desde el día anterior, porque el
hogar estaba todavía lleno de cenizas y la mesa
de bridge colocada en el centro con una jota
boca arriba y varias manos de naipes puestas aún
sobre el tablero. Vimos a nuestro alrededor
innumerables objetos de adorno y unos cuantos
retratos de familia de una fealdad sorprendente,
colgados de las paredes.
Poirot los
examinó con más indulgencia que la que mostré yo,
enderezando uno o dos que se habían ladeado.
-¡Qué lazo tan
fuerte el de la famille! El sentimiento
ocupa en ella el lugar de la estética.
Yo asentí a
estas palabras sin separar la vista de un grupo
fotográfico compuesto de un caballero con
patillas, de una señora de moño alto, de un
muchacho fornido y de dos muchachas adornadas
con una multitud de lazos innecesarios.
Suponiendo que era la familia Ogiander de los
tiempos pasados la contemplé con interés.
En este momento
se abrió la puerta del salón y entró una mujer
joven. Llevaba bien peinado el cabello oscuro y
vestía un jersey y una falda a cuadros.
Poirot avanzó
unos pasos como respuesta a una mirada de
interrogación de la recién llegada.
-¿Señora
Ogiander? –dijo-. Lamento tener que molestarla...
sobre todo después de lo ocurrido. ¡Ha sido
espantoso!
-Sí, y nos
tiene a todos muy trastornados -confesó la
muchacha sin demostrar emoción.
Yo empezaba a
creer que los elementos del drama pasaban
inadvertidos para la señora Ogiander, que su
falta de imaginación era superior a cualquier
tragedia y me confirmó en esta creencia su
actitud, cuando continuó diciendo:
-Disculpen el
desorden de la habitación. Los sirvientes están
muy excitados.
-¿Es aquí donde
pasaron ustedes la velada anoche, n 'est-ce
pas?
-Sí, jugábamos
al bridge después de cenar cuando...
-Perdón. ¿Cuánto
hacía que jugaban ustedes?
-Pues... -la
señora Ogiander reflexionó- la verdad es que no
lo recuerdo. Supongo que comenzamos a las diez.
-¿Dónde estaba
usted sentada?
-Frente a la
puerta de cristales. Jugaba con mi madre y
acababa de echar una carta. De súbito, sin
previo aviso, se abrió la puerta y entró la
señorita Sinclair tambaleándose en el salón.
-¿La reconoció?
-Me di vaga
cuenta de que su rostro me era familiar.
-Sigue aquí, ¿verdad?
-Sí, pero está
postrada y no quiere ver a nadie.
-Creo que me
recibirá. Dígale que vengo a petición del
príncipe Paul de Mauritania.
Me pareció que
el nombre del príncipe alteraba la calma
imperturbable de la señora Ogiander. Pero salió
sin hacer comentarios del salón y volvió casi en
seguida para comunicarnos que mademoiselle nos
esperaba en su dormitorio.
La seguimos y
por la escalera llegamos a una bonita
habitación, bien iluminada, empapelada de color
claro. En un diván, junto a la ventana, vimos a
una señorita que volvió la cabeza al hacer
nuestra entrada. El contraste que ella y la
señora Ogiander ofrecían me llamó en seguida la
atención, pues si bien en las facciones y en el
color del cabello se parecían, ¡qué diferencia
tan notable existía entre las dos! La palabra,
el gesto de Valerie Sinclair constituían un
poema. De ella se desprendía un aura romántica.
Vestía una prenda muy casera, una bata de
franela encarnada que le llegaba a los pies,
pero el encanto de su personalidad le daba un
sabor exótico y semejaba una vestidura oriental
de encendido color. En cuanto entró Poirot, fijó
sus grandes ojos en él.
-¿Vienen de
parte de Paul? -su voz armonizaba con su
aspecto, era lánguida y llena.
-Sí,
mademoiselle. Estoy aquí para servir a él... y a
usted.
-¿Qué es lo que
desea saber?
-Todo lo que
sucedió anoche, ¡absolutamente todo!
La bailarina
sonrió con visible expresión de cansancio.
-¿Supone que
voy a mentir? No soy tan estúpida. Veo con
claridad que no debo ocultarle nada. Ese hombre,
me refiero al que ha muerto, poseía un secreto
mío y me amenazaba con él. En bien de Paul traté
de llegar a un acuerdo con él. No podía
arriesgarme a perder al príncipe. Ahora que ha
muerto me siento segura, pero no lo maté.
Poirot meneó la
cabeza, sonriendo.
-No es
necesario que lo afirme, mademoiselle –dijo-.
Cuénteme lo que sucedió la noche pasada.
-Parecía
dispuesto a hacer un trato conmigo y le ofrecí
dinero. Me citó en su casa a las nueve en punto.
Yo conocía ya Mon Désir, había estado en ella.
Debía entrar en la biblioteca por la puerta
falsa para que no me vieran los criados.
-Perdón,
mademoiselle, pero ¿no tuvo miedo de ir allí
sola y por la noche?
¿Lo imaginé o
Valerie hizo una pausa antes de contestar?
-Sí, es posible.
Pero no podía pedir a nadie que me acompañara y
estaba desesperada. Reedburn me recibió en la
biblioteca. ¡Celebro que haya muerto! ¡Oh, qué
hombre! Jugó conmigo como el gato y el ratón. Me
puso los nervios en tensión. Yo le rogué, le
supliqué de rodillas, le ofrecí todas mis joyas.
¡Todo en vano! Luego me dictó sus condiciones.
Ya adivinará las que fueron. Me negué a
complacerle. Le dije lo que pensaba de él, rabié,
me encolericé. Él sonreía sin perder la calma. Y
de pronto, en un momento de silencio, sonó algo
en la ventana, tras la cortina corrida. Reedburn
lo oyó también. Se acercó a ella y la descorrió
rápidamente. Detrás había un hombre escondido,
era un vagabundo de feo aspecto. Atacó al señor
Reedburn, al que dio primero un golpe... luego
otro. Reedburn cayó al suelo. El vagabundo me
asió entonces con la mano cubierta de sangre,
pero yo me solté, me deslicé al exterior por la
ventana y corrí para salvar la vida. En aquel
momento distinguí las luces de esta casa y a
ella me encaminé. Los visillos estaban
descorridos y vi que los habitantes de la casa
jugaban al bridge. Yo entré, tropezando, en el
salón. Recuerdo que pude gritar: «asesinado», y
luego caí al suelo y ya no vi nada...
-Gracias,
mademoiselle. El espectáculo debió constituir un
gran choque para su sistema nervioso. ¿Podría
describirme al vagabundo? ¿Recuerda lo que
llevaba puesto?
-No. Fue todo
tan rápido... Pero su rostro está grabado en mi
pensamiento y estoy segura de poder conocerlo en
cuanto lo vea.
-Una pregunta
todavía, mademoiselle. ¿Estaban corridas las
cortinas de la otra ventana, de la que mira a la
calzada?
En el rostro de
la bailarina se pintó por vez primera una
expresión de perplejidad. Pero trató de recordar
con precisión.
-¿Eh, bien
mademoiselle?
-Creo... casi
estoy segura... ¡sí, segurísima!, de que no
estaban corridas.
-Es curioso,
sobre todo estando corridas las primeras. No
importa, la cosa tiene poca importancia. ¿Permanecerá
todavía aquí mucho tiempo, mademoiselle?
-El doctor cree
que mañana podré volver a la ciudad.
Valerie miró a
su alrededor. La señora Ogiander había salido.
-Estas gentes
son muy amables, pero... no pertenecen a mi
esfera. Yo las escandalizo... bien, no simpatizo
con la bourgeoisie.
Sus palabras
tenían un matiz de amargura.
Poirot repuso:
-Comprendo y
confío en que no la habré fatigado con mis
preguntas.
-Nada de eso,
monsieur. No deseo más sino que Paul lo sepa
todo lo antes posible.
-Entonces, ¡muy
buenos días, mademoiselle!
Antes de salir
Poirot de la habitación se paró y preguntó
señalando un par de zapatos de piel.
-¿Son suyos,
mademoiselle?
-Sí. Ya están
limpios. Me los acaban de traer.
-¡Ah! -exclamó
Poirot mientras bajábamos la escalera-. Los
criados estaban muy excitados, pero por lo visto
no lo están para limpiar un par de zapatos.
Bien, mon ami, el caso me pareció
interesante, de momento, pero se me figura que
se está concluyendo.
-Pero ¿y el
asesino?
-¿Cree que
Hércules Poirot se dedica a la caza de
vagabundos? -replicó con acento grandilocuente
el detective.
Al llegar al
vestíbulo nos tropezamos con la señora Ogiander
que salía a nuestro encuentro.
-Háganme el
favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar
con ustedes -nos dijo.
La habitación
seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y
comenzó a barajar los naipes al azar con sus
manos pequeñas y bien cuidadas.
-¿Sabe lo que
pienso, amigo mío?
-¡No! -repuse
ansiosamente.
-Pues que la
señora Ogiander hizo mal en no echar un triunfo.
Debió poner sobre la mesa el tres de picas.
-¡Poirot! Es
usted el colmo.
-¡Mon Dieu!
No voy a estar siempre hablando de rayos y de
sangre.
De repente
olfateó el aire y dijo:
-Hastings,
Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la
baraja.
-¡Zara! -exclamé.
-¿Cómo?
-De momento
Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente
guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su
rostro asumía una expresión grave.
-Hastings -dijo
por fin-. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto
de cometer un error, un gran error.
Lo miré
impresionado, pero sin comprender. Lo
interrumpió la entrada en el salón de una
hermosa señora de alguna edad que llevaba un
libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un
galante saludo. La dama le preguntó:
-Según tengo
entendido, es usted amigo de... la señorita
Sinclair.
-Precisamente
su amigo, no, señora. He venido de parte de un
amigo.
-Ah, comprendo.
Me pareció que...
Poirot señaló
bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:
-¿Anoche tenían
ustedes corridos los visillos?
-No, y supongo
que por eso vio luz la señorita Sinclair y se
orientó.
-Anoche estaba
la luna llena. ¿Vio usted a la señorita
Sinclair, sentada como estaba delante de la
ventana?
-No, porque me
abstraía el juego. Además porque, naturalmente,
nunca nos ha sucedido nada parecido a esto.
-Lo creo,
madame. Mademoiselle Sinclair proyecta marcharse
mañana.
-¡Oh! -el
rostro de la dama se iluminó.
-Le deseo muy
buenos días, madame.
Una criada
limpiaba la escalera cuando salimos por la
puerta principal de la casa. Poirot dijo:
-¿Fue usted la
que limpió los zapatos de la señora forastera?
La doncella
meneó la cabeza.
-No, señor. No
creo tampoco que haya que limpiarlos.
-¿Quién los
limpió entonces? -pregunté a Poirot mientras
bajábamos por la calzada.
-Nadie. No
estaban sucios.
-Concedo que
por bajar por el camino o por un sendero, en una
noche de luna, no se ensucien, pero después de
aplastar con ellos la hierba del jardín se
manchan y ensucian.
-Sí, estoy de
acuerdo -repuso Poirot con una sonrisa singular.
-Entonces...
-Tenga
paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.
El mayordomo
nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se
opuso a que volviéramos a entrar en la
biblioteca.
-Oiga, Poirot,
se equivoca de ventana -exclamé al ver que se
aproximaba a la que daba sobre la calzada de
coches.
-Me parece que
no. Vea -repuso indicándome la cabeza marmórea
del león en la que vi una mancha oscura.
Poirot levantó
un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.
-Alguien asestó
a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre
los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la
protuberante cabeza de mármol y a continuación
resbaló hasta el suelo. Luego lo arrastraron
hasta la otra ventana y allí lo dejaron, pero no
en el mismo ángulo como observó el doctor.
-Pero ¿por qué?
No parece que fuera necesario.
-Por el
contrario, era esencial. Y también es la clave
de la identidad del asesino aunque sepa usted
que no tuvo intención de matar a Reedburn y que
por ello no podemos tacharlo de criminal. ¡Debe
poseer mucha fuerza!
-¿Porque pudo
arrastrar a Reedburn por el suelo?
-No. Éste es un
caso muy interesante. Pero me he portado como un
imbécil.
-¿De manera que
se ha terminado, que ya sabe usted todo lo
sucedido?
-Sí.
-¡No! -exclamé
recordando algo de repente-. Todavía hay algo
que ignora.
-¿Qué?
-Ignora dónde
se halla el rey de trébol.
-¡Bah! Pero qué
tontería. ¡Qué tontería, mon ami!
-¿Por qué?
-Porque lo
tengo en el bolsillo.
Y, en efecto,
Poirot lo sacó y me lo mostró.
-¡Oh! -dije
alicaído-. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?
-No tiene nada
de sensacional. Estaba dentro de la caja de la
baraja. No la utilizaron.
-¡Hum! De todas
maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?
-Sí, amigo mío.
Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.
-Y ¡a madame
Zara!
-Ah, sí,
también a esa señora.
-Bueno, ¿qué
piensa hacer ahora?
-Volver a
Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle
dos palabras a una persona que vive en Daisymead.
La misma
doncella nos abrió la puerta.
-Están en el
comedor, señor. Si desea ver a la señorita
Sinclair se halla descansando.
-Deseo ver a la
señora Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es
cuestión de un instante.
Nos condujeron
al salón y allí esperamos. Al pasar por delante
del comedor distinguí a la familia Ogiander,
acrecentada ahora por la presencia de dos
fornidos caballeros, uno afeitado, otro con
barba y bigote.
Poco después
entró la señora Ogiander en el salón mirando con
aire de interrogación a Poirot, que se inclinó
ante ella.
-Madame, en mi
país sentimos suma ternura, un gran respeto por
la madre. La mere de famille es todo para
nosotros -dijo.
La señora
Ogiander lo miró con asombro.
-Y esta única
razón es la que me trae aquí, en estos momentos,
pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el
asesino del señor Reedburn no será descubierto.
Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo
bien o es la ansiedad de una esposa la que debo
calmar?
Hubo un momento
de silencio en el que la señora Ogiander dirigió
a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso
en voz baja:
-No sé lo que
quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.
Poirot hizo un
gesto con el rostro grave.
-Eso es, madame.
No se inquiete. La policía inglesa no posee los
ojos de Hércules Poirot.
Así diciendo
dio un golpecito sobre el retrato de la familia
que pendía de la pared e interrogó:
-¿Usted tuvo
dos hijas, madame? ¿Ha muerto una de ellas?
Hubo una pausa
durante la cual la señora Ogiander volvió a
dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego
respondió:
-Sí, ha muerto.
-¡Ah! -exclamó
Poirot vivamente-. Bien, vamos a volver a la
ciudad. Permítame que le devuelva el rey de
trébol y que lo coloque en la caja. Constituye
su único resbalón. Comprenda que no se puede
jugar al bridge, por espacio de una hora, con
únicamente cincuenta y una cartas para cuatro
personas. Nadie que sepa jugar creerá en su
palabra. ¡Bonjour!
-Y ahora, amigo
mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido? -me dijo
cuando emprendimos el camino de la estación.
-¡En absoluto!
–contesté-. ¿Quién mató a Reedburn?
-John Ogiander,
hijo. Yo no estaba seguro de si había sido él o
su padre, pero me pareció que debía ser el hijo
el culpable por ser el más joven y el más fuerte
de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno
de ellos a causa de las ventanas.
-¿Por qué?
-Mire, la
biblioteca tiene cuatro salidas: dos puertas,
dos ventanas; y de éstas eligió una sola. La
tragedia se desarrolló delante de una ventana
que lo mismo que las dos puertas da, directa o
indirectamente, a la parte de delante de la
casa. Pero se simuló que se había desarrollado
ante la ventana que cae sobre la puerta de atrás
para que pareciera pura casualidad que Valerie
eligiera Daisymead como refugio. En realidad, lo
que sucedió fue que se desmayó y que John se la
echó sobre los hombros. Por eso dije y ahora
afirmo que posee mucha fuerza.
-¿De modo que
los hermanos se dirigieron juntos a Mon Désir?
-Sí. Recordará
la vacilación de Valerie cuando le pregunté si
no tuvo miedo de ir sola a casa de Reedburn.
John Ogiander la acompañó, suscitando la cólera
de Reedburn, si no me engaño. El tercero disputó
y probablemente un insulto dirigido por el dueño
de la casa a Valerie motivó que Ogiander le
pegase un puñetazo. Ya conoce el resto.
-Pero ¿por qué
motivo le llamó la atención la partida de
bridge?
-Porque para
jugar a él se requieren cuatro jugadores y
únicamente tres personas ocuparon, durante la
velada, el salón.
Yo seguía
perplejo.
-Pero ¿qué
tienen que ver los Ogiander con la bailarina
Sinclair?- pregunté-. No acabo de comprenderlo.
-Amigo, me
maravilla que no se haya dado cuenta, a pesar de
que miró con más atención que yo la fotografía
de la familia que adorna la pared del salón. No
dudo de que para dicha familia haya muerto la
hija segunda de la señora Ogiander, pero el
mundo la conoce ¡con el nombre de Valerie
Sinclair!
-¿Qué?
-¿De veras no
se ha dado cuenta del parecido de las dos
hermanas?
-No –confesé-.
Por el contrario, me dije que no podían ser más
distintas.
-Es porque,
querido Hastings, su imaginación se halla
abierta a las románticas impresiones exteriores.
Las facciones de las dos son idénticas lo mismo
que el color de sus ojos y cabello. Pero lo más
gracioso es que Valerie se avergüenza de los
suyos y que los suyos se avergüenzan de ella.
Sin embargo, en un momento de peligro pidió
ayuda a su hermano y cuando las cosas adoptaron
un giro desagradable y amenazador todos se
unieron de manera notable. ¡No hay ni existe
nada tan maravilloso como el amor de la familia!
Y ésta sabe representar. De ella ha sacado
Valerie su talento. ¡Yo, lo mismo que el
príncipe Paul, creo en la ley de la herencia!
Ellos me engañaron. Pero por una feliz
casualidad y una pregunta dirigida a la señora
Ogiander que contradecía la explicación, acerca
de cómo estaban sentados alrededor de la mesa de
bridge, que nos hizo su hija, no salió Hércules
Poirot chasqueado.
-¿Qué dirá
usted al príncipe?
-Que Valerie no
ha cometido ese crimen y que dudo mucho que
pueda llegar a darse con el vagabundo asesino.
Asimismo que transmita mis cumplidos a Zara. ¡Qué
curiosa coincidencia! Me parece que voy a
ponerle a este pequeño caso un titulo: «La
aventura del rey de trébol». ¿Le gusta, amigo
mío?
FIN |