-Ah, por favor,
señora, ¿podría hablar un momento con usted?
Podría pensarse
que esta petición era un absurdo, puesto que
Edna, la doncellita de la señorita Marple,
estaba hablando con su ama en aquellos momentos.
Sin embargo,
reconociendo la expresión, la solterona repuso
con presteza:
-Desde luego,
Edna, entra y cierra la puerta. ¿Qué te ocurre?
Tras cerrar la
puerta obedientemente, Edna avanzó unos pasos
retorciendo la punta de su delantal entre sus
dedos y tragó saliva un par de veces.
-¿Y bien, Edna?
-la animó la señorita Marple.
-Oh, señora, se
trata de mi prima Gladdie.
-¡Cielos! -repuso
la señorita Marple, pensando lo peor, que
siempre suele resultar lo acertado-. No... ¿no
estará en un apuro?
Edna se
apresuró a tranquilizarla.
-Oh, no, señora,
nada de eso. Gladdie no es de esa clase de
chicas. Es por otra cosa por lo que está
preocupada. Ha perdido su empleo.
-Lo siento.
Estaba en Old Hall, ¿verdad?, con la señorita...
o señoritas... Skinner.
-Sí, señora. Y
Gladdie está muy disgustada... vaya si lo está.
-Gladdie ha
cambiado muy a menudo de empleo desde hace algún
tiempo, ¿no es así?
-¡Oh, sí,
señora! Siempre está cambiando. Gladdie es así.
Nunca parece estar instalada definitivamente, no
sé si me comprende usted. Pero siempre había
sido ella la que quiso marcharse.
-¿Y esta vez ha
sido al contrario? -preguntó la señorita Marple
con sequedad.
-Sí, señora. Y
eso ha disgustado terriblemente a Gladdie.
La señorita
Marple pareció algo sorprendida. La impresión
que tenía de Gladdie, que alguna vez viera
tomando el té en la cocina en sus «días libres»,
era la de una joven robusta y alegre, de
temperamento despreocupado.
Edna proseguía:
-¿Sabe usted,
señorita? Ocurrió por lo que insinuó la señorita
Skinner.
-¿Qué es lo que
insinuó la señorita Skinner? -preguntó la
señorita Marple con paciencia.
Esta vez Edna
la puso al corriente de todas las noticias.
-¡Oh, señora!
Fue un golpe terrible para Gladdie. Desapareció
uno de los broches de la señorita Emilia y,
claro, a nadie le gusta que ocurra una cosa
semejante; es muy desagradable, señora. Y
Gladdie les ayudó a buscar por todas partes y la
señorita Lavinia dijo que iba a llamar a la
policía y entonces apareció caído en la parte de
atrás de un cajón del tocador, y Gladdie se
alegró mucho.
»Y al día
siguiente, cuando Gladdie rompió un plato, la
señorita Lavinia le dijo que estaba despedida y
que le pagaría el sueldo de un mes. Y lo que
Gladdie siente es que no pudo ser por haber roto
el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó
como pretexto para despedirla, cuando el
verdadero motivo fue la desaparición del broche,
ya que debió pensar que lo había devuelto al oír
que iban a llamar a la policía, y eso no es
posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así.
Y ahora circulará la noticia y eso es algo muy
serio para una chica, como ya sabe la señora.
La señorita
Marple asintió. A pesar de no sentir ninguna
simpatía especial por la robusta Gladdie, estaba
completamente segura de la honradez de la
muchacha y de lo mucho que debía haberla
trastornado aquel suceso.
-Señora -siguió
Edna-, ¿no podría hacer algo por ella? Gladdie
está en un momento difícil.
-Dígale que no
sea tonta -repuso la señorita Marple-. Si ella
no cogió el broche... de lo cual estoy segura..,
no tiene motivos para inquietarse.
-Pero se sabrá
por ahí -repuso Edna con desmayo.
-Yo... er...,
arreglaré eso esta tarde -dijo la señorita
Marple-. Iré a hablar con las señoritas Skinner.
-¡Oh, gracias,
señora!
Old Hall era
una antigua mansión victoriana rodeada de
bosques y parques. Puesto que había resultado
inalquilable e invendible, un especulador la
había dividido en cuatro pisos instalando un
sistema central de agua caliente, y el derecho a
utilizar «los terrenos» debía repartirse entre
los inquilinos. El experimento resultó un éxito.
Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los
pisos con su doncella. Aquella vieja señora
tenía verdadera pasión por los pájaros y cada
día alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez
indio retirado y su esposa alquilaron el segundo
piso. Una pareja de recién casados, el tercero,
y el cuarto fue tomado dos meses atrás por dos
señoritas solteras, ya de edad, apellidadas
Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían
distantes unos de otros, puesto que ninguno de
ellos tenía nada en común. El propietario
parecía hallarse muy satisfecho con aquel estado
de cosas. Lo que él temía era la amistad, que
luego trae quejas y reclamaciones.
La señorita
Marple conocía a todos los inquilinos, aunque a
ninguno a fondo. La mayor de las dos hermanas
Skinner, la señorita Lavinia, era lo que podría
llamarse el miembro trabajador de la empresa. La
más joven, la señorita Emilia, se pasaba la
mayor parte del tiempo en la casa quejándose de
varias dolencias que, según la opinión general
de todo Saint Mary Mead, eran imaginarias. Sólo
la señorita Lavinia creía sinceramente en el
martirio de su hermana, y de buen grado iba una
y otra vez al pueblo en busca de las cosas «que
su hermana había deseado de pronto».
Según el punto
de vista de Saint Mary Mead, si la señorita
Emilia hubiera sufrido la mitad de lo que decía,
ya hubiese enviado a buscar al doctor Haydock
mucho tiempo atrás. Pero cuando se lo sugerían
cerraba los ojos con aire de superioridad y
murmuraba que su caso no era sencillo... que los
mejores especialistas de Londres habían
fracasado... y que un médico nuevo y maravilloso
la tenía sometida a un tratamiento
revolucionario con el cual esperaba que su salud
mejorara. No era posible que un vulgar matasanos
de pueblo entendiera su caso.
-Y yo opino -decía
la franca señorita Hartnell- que hace muy bien
en no llamarle. El querido doctor Haydock, con
su campechanería, iba a decirle que no le pasa
nada y que no tiene por qué armar tanto alboroto.
¡Y le haría mucho bien!
Sin embargo, la
señorita Emilia, haciendo caso omiso de un
tratamiento tan despótico, continuaba tendida en
los divanes, rodeada de cajitas de píldoras
extrañas, y rechazando casi todos los alimentos
que le preparaban, y pidiendo siempre algo...
por lo general difícil de encontrar.
Gladdie abrió
la puerta a la señorita Marple con un aspecto
mucho más deprimido de lo que ésta pudo imaginar.
En la salita, una cuarta parte del antiguo salón,
que había sido dividido para formar el comedor,
la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la
doncella, la señorita Lavinia se levantó para
saludar a la señorita Marple.
Lavinia Skinner
era una mujer huesuda de unos cincuenta años,
alta y enjuta, de voz áspera y ademanes bruscos.
-Celebro verla
-le dijo a la solterona-. La pobre Emilia está
echada... no se siente muy bien hoy. Espero que
la reciba a usted, eso la animará, pero algunas
veces no se siente con ánimos de ver a nadie. La
pobrecilla es una enferma maravillosa.
La señorita
Marple contestó con frases amables. El servicio
era el tema principal de conversación en Saint
Mary Mead, así que no tuvo dificultad en
dirigirla en aquel sentido. ¿Era cierto lo que
había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella
chica tan agradable y tan atractiva, se les
marchaba? Miss Lavinia asintió.
-El viernes. La
he despedido porque lo rompe todo. No hay quien
la soporte.
La señorita
Marple suspiró y dijo que hoy en día hay que
aguantar tanto... que era difícil encontrar
muchachas de servicio en el campo. ¿Estaba bien
decidida a despedir a Gladdie?
-Sé que es
difícil encontrar servicio -admitió la señorita
Lavinia-. Los Devereux no han encontrado a
nadie..., pero no me extraña... siempre están
peleando, no paran de bailar jazz durante toda
la noche... comen a cualquier hora.., y esa
joven no sabe nada del gobierno de una casa.
¡Compadezco a su esposo! Luego los Larkin acaban
de perder a su doncella. Claro que con el
temperamento de ese juez indio que quiere el
Chota Harzi como él dice, a las seis de la
mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin,
tampoco me extraña. Juanita, la doncella de la
señora Carmichael, es la única fija... aunque yo
la encuentro muy poco agradable y creo que tiene
dominada a la vieja señora.
-Entonces, ¿no
piensa rectificar su decisión con respecto a
Gladdie? Es una chica muy simpática. Conozco a
toda la familia; son muy honrados.
-Tengo mis
razones -dijo la señorita Lavinia dándose
importancia.
-Tengo
entendido que perdió usted un broche... -murmuró
la señorita Marple.
-¿Por quién lo
ha sabido? Supongo que habrá sido ella quien se
lo ha dicho. Con franqueza, estoy casi segura
que fue ella quien lo cogió. Y luego, asustada,
lo devolvió; pero, claro, no puede decirse nada
a menos de que se esté bien seguro -cambió de
tema-. Venga usted a ver a Emilia, señorita
Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien
un ratito de charla.
La señorita
Marple la siguió obedientemente hasta una puerta
a la cual llamó la señorita Lavinia, y una vez
recibieron autorización para pasar, entraron en
la mejor habitación del piso, cuyas persianas
semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La
señorita Emilia se hallaba en la cama, al
parecer disfrutando de la penumbra y sus
infinitos sufrimientos.
La escasa luz
dejaba ver una criatura delgada, de aspecto
impreciso, con una maraña de pelo gris
amarillento rodeando su cabeza, dándole el
aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún
ave se hubiera sentido orgullosa. Olía a agua de
colonia, a bizcochos y alcanfor.
Con los ojos
entornados y voz débil, Emilia Skinner explicó
que aquél era uno de sus «días malos».
-Lo peor de
estar enfermo -dijo Emilia en tono melancólico-
es que uno se da cuenta de la carga que resulta
para los demás.
La señorita
Marple murmuró unas palabras de simpatía, y la
enferma continuó:
-¡Lavinia es
tan buena conmigo! Lavinia, querida, no quisiera
darte este trabajo, pero si pudieras llenar mi
botella de agua caliente como a mí me gusta...
Demasiado llena me pesa... y si lo está a medias
se enfría inmediatamente.
-Lo siento,
querida. Dámela. Te la vaciaré un poco.
-Bueno, ya que
vas a hacerlo, tal vez pudieras volver a
calentar el agua. Supongo que no habrá galletas
en casa... no, no, no importa. Puedo pasarme sin
ellas. Con un poco de té y una rodajita de limón...
¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té
sin limón. Me parece que la leche de esta mañana
estaba un poco agria, y por eso no quiero
ponerla en el té. No importa. Puedo pasarme sin
té. Sólo que me siento tan débil... Dicen que
las ostras son muy nutritivas. Tal vez pudiera
tomar unas pocas... No... no... Es demasiado
difícil conseguirlas siendo tan tarde. Puedo
ayunar hasta mañana.
Lavinia
abandonó la estancia murmurando incoherentemente
que iría al pueblo en bicicleta.
La señorita
Emilia sonrió débilmente a su visitante y volvió
a recalcar que odiaba dar quehacer a los que la
rodeaban.
Aquella noche
la señorita Marple contó a Edna que su embajada
no había tenido éxito.
Se disgustó
bastante al descubrir que los rumores sobre la
poca honradez de Gladdie se iban extendiendo por
el pueblo. En la oficina de Correos, la señorita
Ketherby le informó:
-Mi querida
Juana, le han dado una recomendación escrita
diciendo que es bien dispuesta, sensata y
respetable, pero no hablan para nada de su
honradez. ¡Eso me parece muy significativo! He
oído decir que se perdió un broche. Yo creo que
debe haber algo más, porque hoy día no se
despide a una sirvienta a menos que sea por una
causa grave. ¡Es tan difícil encontrar otra...!
Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen
verdadera prisa por volver a sus casas en los
días libres. Ya verá usted, las Skinner no
encontrarán a nadie más, y tal vez entonces esa
hipocondríaca tendrá que levantarse y hacer algo.
Grande fue el
disgusto de todo el pueblo cuando se supo que
las señoritas Skinner habían encontrado nueva
doncella por medio de una agencia, y que por
todos conceptos era un modelo de perfección.
-Tenemos
bonísimas referencias de una casa en la que ha
estado «tres años», prefiere el campo y pide
menos que Gladdie. La verdad es que hemos sido
muy afortunadas.
-Bueno, la
verdad -repuso la señorita Marple, a quien miss
Lavinia acababa de informar en la pescadería-.
Parece demasiado bueno para ser verdad.
Y en Saint Mary
Mead se fue formando la opinión de que el modelo
se arrepentiría en el último momento y no
llegaría.
Sin embargo,
ninguno de esos pronósticos se cumplió, y todo
el pueblo pudo contemplar a aquel tesoro
doméstico llamado Mary Higgins, cuando pasó en
el taxi de Red en dirección a Old Hall. Tuvieron
que admitir que su aspecto era inmejorable... el
de una mujer respetable, pulcramente vestida.
Cuando la
señorita Marple volvió de visita a Old Hall con
motivo de recolectar objetos para la tómbola del
vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era,
sin duda alguna, una doncella de muy buen
aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía
el cabello negro y cuidado, mejillas sonrosadas
y una figura rechoncha discretamente vestida de
negro, con delantal blanco y cofia... «el
verdadero tipo de doncella antigua», como luego
explicó la señorita Marple, y con una voz
mesurada y respetuosa, tan distinta a la
altisonante y exagerada de Gladdie.
La señorita
Lavinia parecía menos cansada que de costumbre,
aunque a pesar de ello se lamentó de no poder
concurrir a la tómbola debido a la constante
atención que requería su hermana; no obstante le
ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir
con varios limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita
Marple la felicitó por su magnífico aspecto.
-La verdad es
que se lo debo principalmente a Mary. Estoy
contenta de haber tomado la resolución de
despedir a la otra chica. Mary es maravillosa.
Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y tiene el
piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón
todos los días... y se porta estupendamente con
Emilia.
La señorita
Marple se apresuró a preguntar por la salud de
Emilia.
-Oh,
pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el
cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero
algunas veces nos hace las cosas algo difíciles.
Quiere que se le preparen ciertas cosas, y
cuando se las llevamos, dice que no puede
comerlas... y luego las vuelve a pedir al cabo
de media hora, cuando ya se han estropeado y hay
que hacerlas de nuevo. Eso representa,
naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte
a Mary parece que no le molesta. Está
acostumbrada a servir a inválidos y sabe
comprenderlos. Es una gran ayuda.
-¡Cielos!
-exclamó la señorita Marple-. ¡Vaya suerte!
-Sí, desde
luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada
como la respuesta a una plegaria.
-Casi me parece
demasiado buena para ser verdad -dijo la
señorita Marple-. Yo de usted... bueno... yo en
su lugar iría con cuidado.
Lavinia Skinner
pareció no captar la intención de la frase.
-¡Oh!
-exclamó-. Le aseguro que haré todo lo posible
para que se encuentre a gusto. No sé lo que
haría si se marchara.
-No creo que se
marche hasta que se haya preparado bien -comentó
la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia.
-Cuando no se
tienen preocupaciones domésticas, uno se quita
un gran peso de encima, ¿verdad? ¿Qué tal se
porta la pequeña Edna?
-Pues muy bien.
Claro que no tiene nada de extraordinario. No es
como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo,
puesto que es una muchacha del pueblo.
Al salir al
recibidor se oyó la voz de la inválida que
gritaba:
-Esas compresas
se han secado del todo... y el doctor Allerton
dijo que debían conservarse siempre húmedas.
Vaya, déjelas. Quiero tomar una taza de té y un
huevo pasado por agua... que sólo haya cocido
tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir
a la señorita Lavinia que venga.
La eficiente
Mary, saliendo del dormitorio, se dirigió hacia
Lavinia.
-La señorita
Emilia la llama, señora.
Y dicho esto
abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola
a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas
del modo más irreprochable.
La señorita
Marple dejó caer el paraguas y al intentar
recogerlo se le cayó el bolso desparramándose
todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la
ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un
librito de notas, una bolsita de cuero
anticuada, dos chelines, tres peniques y un
pedazo de caramelo de menta.
La señorita
Marple recibió este último con muestras de
confusión.
-¡Oh, Dios
mío!, debe haber sido el niño de la señora
Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me
cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de
meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está!
-¿Quiere que lo
tire, señora?
-¡Oh, si no le
molesta...! ¡Muchas gracias...!
Mary se agachó
para recoger por último un espejito, que hizo
exclamar a la señorita Marple al recuperarlo:
-¡Qué suerte
que no se haya roto!
Y abandonó la
casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con
un pedazo de caramelo de menta en la mano y un
rostro completamente inexpresivo.
Durante diez
largos días todo Saint Mary Mead tuvo que
soportar el oír pregonar las excelencias del
tesoro de las señoritas Skinner.
Al undécimo, el
pueblo se estremeció ante la gran noticia.
¡Mary, el
modelo de sirvienta, había desaparecido! No
había dormido en su cama y encontraron la puerta
de la casa abierta de par en par. Se marchó
tranquilamente, durante la noche.
¡Y no era sólo
Mary lo que había desaparecido! Sino, además,
los broches y cinco anillos de la señora
Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una
pulsera y cuatro prendedores de la señorita
Emilia.
Era el primer
capítulo de la catástrofe. La joven señora
Devereux había perdido sus diamantes, que
guardaba en un cajón sin llave, y también
algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El
juez y su esposa notaron la desaparición de
varias joyas y cierta cantidad de dinero. La
señora Carmichael fue la más perjudicada. No
sólo le faltaron algunas joyas de gran valor,
sino que una considerable suma de dinero que
guardaba en su piso había volado. Aquella noche,
Juana había salido y su ama tenía la costumbre
de pasear por los jardines al anochecer llamando
a los pájaros y arrojándoles migas de pan. Era
evidente que Mary, la doncella perfecta, había
encontrado las llaves que abrían todos los
pisos.
Hay que
confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta
malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había
alardeado tanto de su maravillosa Mary...!
-Y, total, ha
resultado una vulgar ladrona.
A esto
siguieron interesantes descubrimientos. Mary no
sólo había desaparecido, sino que la agencia que
la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que
recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por
buenas, era una impostora. La verdadera Mary
Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la
hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar
de Cornwall.
-Ha sido
endiabladamente lista -tuvo que admitir el
inspector Slack-. Y si quieren saber mi opinión,
creo que esa mujer trabaja con una banda de
ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en
Northumberland. No la cogieron ni pudo
recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo
haremos algo mejor.
El inspector
Slack era un hombre de carácter muy optimista.
No obstante,
iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins
continuaba triunfalmente en libertad. En vano el
inspector Slack redoblaba la energía que le era
característica.
La señora
Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia
estaba tan contraída e inquieta por su estado
que envió a buscar al doctor Haydock.
El pueblo
entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba
de la enfermedad de la señorita Emilia, pero,
claro, no podían preguntárselo. Sin embargo,
pudieron informarse gracias al señor Meek, el
ayudante del farmacéutico, que salía con Clara,
la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces
se supo que el doctor Haydock le había recetado
una mezcla de asafétida y valeriana, que según
el señor Meek, era lo que daban a los maulas del
Ejército que se fingían enfermos.
Poco después
supieron que la señorita Emilia, carente de la
atención médica que precisaba, había declarado
que en su estado de salud consideraba necesario
permanecer cerca del especialista de Londres que
comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo
por Lavinia.
El piso quedó
por alquilar.
Varios días
después, la señorita Marple, bastante sofocada,
llegó al puesto de la policía de Much Benham
preguntando por el inspector Slack.
Al inspector
Slack no le era simpática la señorita Marple,
pero se daba cuenta de que el jefe de Policía,
coronel Melchett, no compartía su opinión. Por
lo tanto, aunque de mala gana, la recibió.
-Buenas tardes,
señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?
-¡Oh, Dios mío!
-repuso la solterona-. Veo que tiene usted mucha
prisa.
-Hay mucho
trabajo -replicó el inspector Slack-; pero puedo
dedicarle unos minutos.
-¡Oh, Dios mío!
Espero saber exponer con claridad lo que vengo a
decirle. Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo
cree usted así? No, tal vez usted no. Pero,
compréndalo, no habiendo sido educada por el
sistema moderno..., sólo tuve una institutriz
que me enseñaba las fechas del reinado de los
reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor
Brewer.., tres clases de enfermedades del trigo...
pulgón... añublo... y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón?
-¿Ha venido a
hablarme del tizón? -le preguntó el inspector,
enrojeciendo acto seguido.
-¡Oh, no, no!
-se apresuró a responder la señorita Marple-. Ha
sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad...,
pero no le enseñan a uno a no apartarse de la
cuestión, que es lo que yo quiero. Se trata de
Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas
Skinner.
-Mary Higgins -dijo
el inspector Slack.
-¡Oh, sí! Ésa
fue la segunda doncella; pero yo me refiero a
Gladdie Holmes..., una muchacha bastante
impertinente y demasiado satisfecha de sí misma,
pero muy honrada, y por eso es muy importante
que se la rehabilite.
-Que yo sepa no
hay ningún cargo contra ella -repuso el
inspector.
-No; ya sé que
no se la acusa de nada..., pero eso aún resulta
peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina
cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy
mal! Lo que quiero decir es que lo importante es
encontrar a Mary Higgins.
-Desde luego -replicó
el inspector-. ¿Tiene usted alguna idea?
-Pues a decir
verdad, sí -respondió la señorita Marple-. ¿Puedo
hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las
huellas dactilares
-¡Ah! -repuso
el inspector Slack-. Ahí es donde fue más lista
que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo
con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy
precavida..., limpió todas las que podía haber
en su habitación y en la fregadera. ¡No
conseguimos dar con una sola huella en toda la
casa!
-Y si las
tuviera, ¿le servirían de algo?
-Es posible,
señora. Pudiera ser que las conocieran en el
Yard. ¡No sería éste su primer hallazgo!
La señorita
Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso
sacó una caja de tarjetas; en su interior,
envuelto en algodones, había un espejito.
-Es el de mi
monedero -explicó-. En él están las huellas
digitales de la doncella. Creo que están bien
claras... puesto que antes tocó una sustancia
muy pegajosa.
El inspector
estaba sorprendido.
-¿Las consiguió
a propósito?
-¡Naturalmente!
-¿Entonces,
sospechaba ya de ella?
-Bueno, ¿sabe
usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se
lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo
comprender la indirecta. Inspector, yo no creo
en las perfecciones. Todos nosotros tenemos
nuestros defectos... y el servicio doméstico los
saca a relucir bien pronto.
-Bien -repuso
el inspector Slack, recobrando su aplomo-. Estoy
seguro de que debo estarle muy agradecido.
Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen.
Se calló de
pronto. La señorita Marple había ladeado
ligeramente la cabeza y lo contempló con fijeza.
-¿Y por qué no
mira algo más cerca, inspector?
-¿Qué quiere
decir, señorita Marple?
-Es muy difícil
de explicar, pero cuando uno se encuentra ante
algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo...
A pesar de que a menudo pueden resultar simples
naderías. Hace tiempo que me di cuenta, ¿sabe?
Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una
chica honrada; no lo cogió. Entonces, ¿por qué
lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia
no es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía
tantos deseos de despedir a una chica que era
una buena sirvienta, cuando es tan difícil
encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de
lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho.
¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita
Emilia es una hipocondríaca, pero es la primera
hipocondríaca que no ha enviado a buscar en
seguida a uno u otro médico. Los hipocondríacos
adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia,
no!
-¿Qué es lo que
insinúa, señorita Marple?
-Pues que las
señoritas Skinner son unas personas muy
particulares. La señorita Emilia pasa la mayor
parte del tiempo en una habitación a oscuras, y
si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi
moño postizo! Y lo que digo es esto: que es
perfectamente posible que una mujer delgada,
pálida y de cabellos grises sea la misma que la
robusta, morena y sonrosada... puesto que nadie
puede decir que haya visto alguna vez juntas a
la señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron
tiempo para sacar copias de todas las llaves, y
para descubrir todo lo referente a la vida de
los demás inquilinos, y luego... hubo que
deshacerse de la muchacha del pueblo. La
señorita Emilia sale una noche a dar un paseo
por el campo y a la mañana siguiente llega a la
estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en
el momento preciso, Mary Higgins desaparece y
con ella la pista. Voy a decirle dónde puede
encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia
Skinner...! Mire si hay huellas dactilares, si
no me cree, pero verá que tengo razón. Son un
par de ladronas listas... esas Skinner... sin
duda en combinación con un vendedor de objetos
robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se
escaparán! No voy a consentir que una de las
muchachas de la localidad sea acusada de ladrona.
Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del
día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes!
La señorita
Marple salió del despacho antes de que el
inspector Slack pudiera recobrarse.
-¡Cáspita! -murmuró-.
¿Tendrá razón, acaso?
No tardó en
descubrir que la señorita Marple había acertado
una vez más.
El coronel
Melchett felicitó al inspector Slack por su
eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a
tomar el té con Edna, para hablar seriamente de
que procurara no dejar un buen empleo cuando lo
encontrara.
FIN |