Asiendo el
llamador, la señorita Politt lo dejó caer sobre
la puerta de la casita. Luego de un breve
intervalo llamó de nuevo. El paquete que llevaba
bajo el brazo le resbaló un tanto al hacerlo, y
tuvo que volver a colocarlo en su sitio. En
aquel paquete llevaba el nuevo vestido de
invierno de la señora Spenlow, de color verde,
dispuesto para la prueba. De la mano izquierda
de la señorita Politt pendía una bolsa de seda
negra, que contenía la cinta métrica, un acerico
de alfileres y un par de tijeras grandes y
prácticas.
La señorita
Politt era alta y delgada, de nariz puntiaguda,
labios finos y cabellos grises. Vaciló unos
momentos antes de llamar por tercera vez.
Mirando al final de la calle, vio una figura que
se aproximaba rápidamente y la señorita Hartnell,
jovial y curtida, con sus cincuenta y cinco años,
le gritó con su voz potente y grave:
-¡Buenas tardes,
señorita Politt!
La modista
respondió:
-Buenas tardes,
señorita Hartnell -su voz era extremadamente
suave y moderada. Había comenzado a trabajar
como doncella en casa de una gran señora-.
Perdóneme -prosiguió-, pero ¿sabe por casualidad
si está en casa la señora Spenlow?
-No tengo la
menor idea.
-Es bastante
extraño que no conteste a mis llamadas. Esta
tarde tenía que probarle el vestido. Me dijo que
viniese a las tres y media.
La señorita
Hartnell consultó su reloj de pulsera.
-Ahora es un
poco más de la media -contestó.
-Sí. He llamado
ya tres veces, pero no contesta nadie; por eso
me preguntaba si no habría salido y habrá
olvidado que tenía que venir yo. Por lo general
no se olvida, y además quería estrenar el
vestido pasado mañana.
La señorita
Hartnell atravesó la puerta de la verja y llegó
al jardín para reunirse con la señorita Politt.
-¿Y por qué no
le ha abierto Gladys? -quiso saber-. Oh, no,
claro, es jueves... es su día libre. Me figuro
que la señora Spenlow se habrá quedado dormida.
Me parece que no consigue usted hacer gran ruido
con ese chisme.
Y alzando el
llamador lo descargó con todas sus fuerzas.
Rat-tat-tat-tat y, además golpeó la puerta con
las manos. También gritó con voz estentórea:
-¡Eh! ¿No hay
nadie ahí dentro?
No obtuvo
respuesta.
-Oh, yo creo
que la señora Spenlow debe de haberse olvidado y
se habrá ido -murmuró la señorita Politt-.
Volveré cualquier otro rato.
-Tonterías
-replicó la señorita Hartnell con firmeza-. No
puede haber salido. Yo la hubiera encontrado.
Voy a echar un vistazo por las ventanas para ver
si da señales de vida.
Y riendo con su
habitual buen humor, para indicar que se trataba
de una broma, miró superficialmente por la
ventana más próxima, pues sabía que los señores
Spenlow no utilizaban aquella habitación, ya que
preferían la salita de la parte posterior.
A pesar de ser
una mirada superficial consiguió su objetivo. Es
cierto que la señorita Hartnell no vio signos de
vida. Al contrario, a través de la ventana
distinguió a la señora Spenlow tendida sobre las
alfombra... y muerta.
-Claro que
-decía la señorita Hartnell contándolo después-
procuré no perder la cabeza. Esa criatura, la
señorita Politt, no hubiera sabido qué hacer.
Tenemos que conservar la serenidad -le dije-.
Usted quédese aquí y yo iré a buscar al alguacil
Palk. Ella protestó diciendo que no quería
quedarse sola, pero no le hice el menor caso.
Hay que mantenerse firme con esa clase de
personas. Les encanta armar alboroto. De modo
que cuando iba a marcharme, en aquel preciso
momento, el señor Spenlow doblaba la esquina de
la casa.
La señorita
Hartnell hizo una pausa significativa,
permitiendo a su interlocutora que le preguntara
impaciente:
-Dígame: ¿qué
aspecto tenía?
La señorita
Hartnell prosiguió:
-Con franqueza,
¡inmediatamente sospeché algo! Estaba demasiado
tranquilo. No se sorprendió lo más mínimo. Y
puede usted decir lo que quiera, pero no es
natural que un hombre que oye decir que su mujer
está muerta no exteriorice la menor emoción.
Todo el mundo
tuvo que darle la razón.
La policía
también. Y no tardaron en averiguar cuál era su
situación después de la muerte de su esposa,
descubriendo que ella era rica y que todo su
dinero iría a parar a manos del viudo gracias a
un testamento hecho a toda prisa poco después
del matrimonio, cosa que despertó generales
sospechas.
La señorita
Marple, la solterona de rostro afable (y según
algunos de lengua afilada), que vivía en la casa
contigua a la rectoría, fue interrogada muy
pronto... a la media hora del descubrimiento del
crimen. El alguacil Palk, con una libreta de
notas para datos, le dijo:
-Si no le
molesta, señora, tengo que hacerle unas
preguntas.
La señorita
Marple repuso:
-¿Acerca del
asesinato de la señora Spenlow?
Palk se
sorprendió.
-¿Puedo
preguntarle cómo se enteró de ello?
-Por el
pescado.
La respuesta
fue perfectamente inteligible para el alguacil,
quien supuso con gran acierto que el repartidor
del pescado le habría llevado la noticia al
mismo tiempo que la merluza o las sardinas.
-Fue encontrada
en el suelo de la sala estrangulada -continuó la
señorita Marple-, posiblemente con un cinturón
muy estrecho; pero fuera lo que fuese, no ha
aparecido.
-¿Cómo es
posible que Fred se entere de todo...? -comenzó
a decir Palk.
La señorita
Marple lo interrumpió.
-Lleva un
alfiler en la solapa.
Palk se miró el
lugar indicado.
-Dicen: «Ver un
alfiler y cogerlo, y todo el día tendrás buena
suerte.»
-Espero que sea
verdad. Y ahora dígame, ¿qué es lo que quería
decirme?
El alguacil se
aclaró la garganta y con aire de importancia
consultó su libreta.
-El señor
Arturo Spenlow, esposo de la interfecta, ha
prestado declaración. El señor Spenlow dice que
a las dos y media, según sus cálculos, le
telefoneó la señorita Marple para pedirle que
fuera a verla a las tres y cuarto, pues tenía
precisión de consultarle algo. Dígame, señorita,
¿es cierto?
-Desde luego
que no -repuso la señorita Marple.
-¿No telefoneó
al señor Spenlow a las dos y media?
-Ni a esa hora
ni a ninguna otra.
-¡Ah! -exclamó
Palk, retorciéndose el bigote con satisfacción.
-¿Qué más dijo
el señor Spenlow?
-Según su
declaración, él vino aquí atendiendo a su
llamada, y salió de su casa a las tres y diez, y
que al llegar, la doncella le comunicó que la
señorita Marple «no estaba en casa».
-Eso es cierto
-replicó la solterona-. Él vino aquí, pero yo me
encontraba en una reunión del Instituto
Femenino.
-¡Ah! -volvió a
exclamar Palk.
-Dígame,
alguacil, ¿sospecha usted acaso que el señor
Spenlow haya dado muerte a su esposa?
-No puedo
asegurar nada en este momento, pero me da la
impresión de que alguien, sin mencionar a nadie,
se las quiere dar de muy listo.
-¿El señor
Spenlow? -preguntó la señorita Marple,
pensativa.
Le agradaba el
señor Spenlow. Era un hombre delgado, de pequeña
estatura, de hablar mesurado y convencional y el
colmo de la respetabilidad. Parecía extraño que
hubiera ido a vivir al campo, pues era evidente
que había pasado toda su vida en la ciudad, y
confió sus razones a la señorita Marple.
-Desde joven
tuve deseos de vivir en el campo -le dijo- y
tener un jardín de mi propiedad. Siempre me
gustaron mucho las flores. Ya sabe, mi esposa
tenía una floristería. Es donde la vi por
primera vez.
Un simple
comentario, pero que dejaba adivinar el idilio:
Una señora Spenlow mucho más joven y hermosa,
con un fondo de flores.
No obstante el
señor Spenlow, en realidad, no sabía nada acerca
de las flores... ni de semillas, poda, época de
plantación, etc. Sólo tenía una imagen en su
mente... la imagen de una casita con un jardín
repleto de flores de brillantes colores y dulce
aroma. Le pidió que le instruyera, y fue
anotando en su libretita todas las respuestas de
la señorita Marple.
Era un hombre
de ademanes reposados. Y tal vez por eso la
policía se interesó por él cuando su esposa fue
encontrada asesinada. A fuerza de paciencia y
perseverancia averiguaron muchas cosas respecto
a la difunta señora Spenlow... y pronto lo supo
también todo Saint Mary Mead.
La finada
señora Spenlow había comenzado su vida como
camarera de una gran casa, que dejó para casarse
con el segundo jardinero, y con él puso una
tienda de flores en Londres. El negocio había
prosperado, pero no así el jardinero, que al
poco tiempo enfermó y murió. Su viuda llevó
adelante la tienda y tuvo que ampliarla, pues no
cesaba de prosperar. Luego la había traspasado a
muy buen precio y volvió a embarcarse en un
segundo matrimonio... con el señor Spenlow, un
joyero de mediana edad, que había heredado un
negocio reducido y decadente. Poco después lo
vendieron, yendo a vivir a Saint Mary Mead.
La señora
Spenlow era una mujer bien educada. Los
beneficios del establecimiento de flores los
había invertido... «con ayuda de los espíritus»,
según explicaba a todo el mundo. Y éstos le
habían aconsejado con inesperado acierto.
Todas sus
inversiones resultaron magníficas. Sin embargo,
en vez de afianzarse en sus creencias
«espiritistas», la señora Spenlow abandonó las
sesiones y los médiums, y se entregó
rápidamente, pero de corazón, a una oscura
religión con afinidades indias que se basaba en
varias formas de inspiraciones profundas. No
obstante, cuando llegó a Saint Mary Mead, se
adscribió temporalmente a la iglesia anglicana.
Pasaba muchos ratos con el vicario, y asistía a
los oficios religiosos con asiduidad. Era
parroquiana de los comercios de la localidad y
jugaba al bridge en las reuniones.
Una vida
monótona.., sencilla. Y de repente... el crimen.
El coronel
Melchett, jefe de policía, había mandado llamar
al inspector Slack.
Slack era un
tipo positivista. Cuando tomaba una resolución,
no se volvía atrás, y ahora estaba seguro de sus
hipótesis.
-Fue el esposo
quien la mató, señor -declaró.
-¿Usted cree?
-Estoy
completamente seguro. Sólo tiene que mirarlo. Es
culpable como el mismo diablo. No demuestra la
menor pena o emoción. Volvió a la casa sabiendo
que su mujer estaba muerta.
-¿Y no hubiera
intentado por lo menos representar el papel de
marido desconsolado?
-Él no, señor.
Está demasiado seguro de sí mismo. Algunos
caballeros no saben fingir.
-¿Alguna otra
mujer en su vida? -preguntó el coronel Melchett.
-No he podido
dar con el rastro de ninguna. Claro que este
hombre es muy listo. Sabe «despistar». Yo creo
que estaba harto de su esposa. Ella tenía el
dinero y me parece que era de carácter difícil
de soportar. Así que a sangre fría decidió
deshacerse de ella y vivir cómodamente solo y a
sus anchas.
-Sí, supongo
que puede haber sido ése el caso.
-Puede usted
estar seguro de que fue así. Trazó sus planes
con todo cuidado. Fingió una llamada
telefónica...
Melchett le
interrumpió:
-¿No han podido
comprobar la llamada?
-No, señor. Eso
significa que, o bien han mentido, o que fue
hecha desde un teléfono público. Los únicos
teléfonos públicos del pueblo son el de la
estación y el de Correos. Desde Correos no
llamó. La señorita Blade ve a todo el que entra.
En el de la estación, tal vez. Hay un tren que
llega a las dos y veintisiete y a esa hora se ve
bastante concurrida. Pero lo principal es que él
dice que fue la señorita Marple quien lo llamó,
y eso, desde luego, no es cierto. La llamada no
fue hecha desde su casa, y ella estaba en el
Instituto Femenino.
-¿Y no habrá
pasado por alto la posibilidad de que alguien
quitara de en medio al marido... para poder
asesinar a la señora Spenlow?
-Se refiere a
Ted Gerard, ¿verdad? He estado investigando...,
pero tropezamos con la falta de motivos. Él no
iba a ganar nada. Sin embargo, es un indeseable.
Y tiene un buen número de desfalcos en su haber.
-Es miembro del
Grupo Oxford.
-No digo que no
sea un equivocado. No obstante, él mismo fue a
confesárselo a su patrón. Dijo que estaba
arrepentido y comenzó a devolver el dinero. Y no
digo que no fuera una artimaña... pudo pensar
que sospechaban y decidir representar la
comedia.
-Tiene usted
una mentalidad muy escéptica, Slack -dijo el
coronel Melchett-. A propósito, ¿ha hablado
usted con la señorita Marple?
-¿Qué tiene
ella que ver con esto, señor?
-Oh, nada. Pero
ya sabe... oye cosas... ¿Por qué no va a charlar
un rato con ella? Es una anciana muy
inteligente.
Slack cambió de
tema.
-Quería
preguntarle una cosa, señor: en casa de Robert
Abercrombie, donde la difunta trabajaba, hubo un
robo de esmeraldas... que valían una fortuna. No
aparecieron. He estado calculando... y debió ser
cuando estaba allí la señora Spenlow, aunque
entonces sería casi una niña. No creerá que
estuviera complicada en el robo, ¿verdad, señor?
Spenlow, como ya sabe, era uno de esos joyeros
de vía estrecha...
-No creo que
tuviera nada que ver -repuso Melchett meneando
la cabeza-. Entonces ni siquiera conocía a
Spenlow. Recuerdo el caso. La opinión policíaca
fue que el hijo de la casa, Jim Abercrombie,
estaba mezclado en el asunto... Era un joven muy
gastador. Tenía un montón de deudas, que pagó
precisamente después de ocurrido el robo... El
viejo Abercrombie dificultó un poco las cosas...
y quiso distraer la atención de la policía.
-Era sólo una
idea, señor -dijo Slack.
La señorita
Marple recibió al inspector Slack con
satisfacción, sobre todo al saber que lo enviaba
el coronel Melchett.
-Vaya, la
verdad, el coronel Melchett es muy amable. No
sabía que me recordaba.
-Me indicó el
coronel que viniera a verla, pues, sin duda,
sabía todo lo que ocurre en Saint Mary Mead, que
valga la pena.
-Es muy amable,
pero la verdad es que no sé nada en absoluto.
Quiero decir, con respecto a este crimen.
-Pero sabe lo
que se murmura.
-Oh, claro...,
pero no va una a repetir simples habladurías.
-Ésta no es una
conversación oficial -dijo Slack queriendo
animarla-, sino una charla en confianza, por así
decir.
-¿Y quiere
usted saber lo que dice la gente... sea o no
verdad?
-Eso es.
-Bien, pues,
desde luego, se habla y se imagina mucho. Las
opiniones se dividen en dos campos opuestos, no
sé si me comprende. Para empezar, hay personas
que creen que ha sido el marido. En cierto modo,
un marido o una esposa, es el sospechoso más
natural, ¿no cree?
-Es posible
-repuso el inspector con precaución.
-La vida en
común... ya sabe... y muy a menudo la parte
monetaria. He oído decir que quien tenía el
dinero era la señora Spenlow y que su esposo se
beneficia con su muerte. En este perverso mundo,
suposiciones menos caritativas a menudo están
justificadas.
-Sí, entra en
posesión de una bonita suma.
-Por eso...
parece muy verosímil que la estrangulara,
saliera por la puerta posterior y viniera a mi
casa a través de los campos, para preguntar por
mí con la excusa de haber recibido una llamada
telefónica: luego regresar y descubrir que su
mujer había sido asesinada durante su
ausencia... Naturalmente, con la esperanza de
que achacaran el crimen a cualquier ladrón o
vagabundo.
-Y añadiendo a
eso la parte monetaria... y si últimamente no se
llevaban muy bien... -continuó el inspector.
-¡Oh, pero si
se llevaban muy bien! -interrumpió la señorita
Marple.
-¿Lo sabe a
ciencia cierta?
-¡Si se
hubieran peleado lo sabría todo el mundo! La
doncella, Gladys Brent, hubiera hecho circular
la noticia por todo el pueblo.
-Tal vez no lo
supiera -dijo el inspector sin gran
convencimiento... y recibiendo a cambio una
sonrisa compasiva.
-Y luego
tenemos la opinión del otro campo -prosiguió la
señorita Marple-: Ted Gerad. Un joven muy
simpático. Creo que el aspecto personal tiene
mucha importancia sobre los demás. ¡Nuestro
último vicario produjo un efecto mágico! Todas
las muchachas iban a la iglesia... por la tarde
y por la mañana. Y muchas mujeres ya mayores
desplegaron una desacostumbrada actividad...;
¡la de zapatillas que le hicieron! Al pobre
hombre le resultaba muy violento. Pero... ¿dónde
estaba? Oh, sí, hablaba de ese joven, Ted Gerad.
Claro que se ha hablado de él. Venía a verla muy
a menudo. A pesar de que la propia señora
Spenlow me dijo que era miembro de un movimiento
religioso que llaman el Grupo Oxford. Creo que
son muy sinceros y esforzados, y la señora
Spenlow se sintió muy impresionada,
La señorita
Marple tomó un poco de aliento antes de
proseguir.
-Y estoy
convencida de que no hay razón para creer que
hubiera algo más que eso, pero ya sabe usted
cómo es la gente. Muchas personas opinan que la
señora Spenlow se dejó embaucar por ese joven, y
que le prestó mucho dinero. Y es positivamente
cierto que lo vieron en la estación aquel día...
En el tren de las dos veintisiete. Pero hubiera
sido muy sencillo para él apearse por el lado
contrario y saltar la cerca y no pasar por la
entrada de la estación. De ese modo no lo
hubieran visto ir a la casa. Y claro, la gente
considera que el atuendo de la señora Spenlow
era, digamos, bastante particular.
-¿Particular?
-Sí. Iba en
quimono -la señorita Marple se sonrojó-. Eso
resulta bastante sugestivo para ciertas
personas.
-¿Y para usted
resulta positivo?
-¡Oh, no, yo no
lo creo! A mí me parece perfectamente natural.
-¿Lo considera
natural?
-En aquellas
circunstancias, sí -la mirada de la señorita
Marple era fría y reflexiva.
-Eso pudiera
darnos otro motivo para el esposo. Celos -dijo
el inspector Slack.
-¡Oh, no! El
señor Spenlow no hubiera sentido nunca celos. Es
de esos hombres que se dan cuenta de las cosas.
Si su esposa le hubiera abandonado dejándole una
nota en la almohada, él sería el primero en
explicarlo.
El inspector
Slack se sintió interesado por el modo
significativo con que le miraba. Tenía la
impresión de que toda su charla pretendía
ocultarle algo que él no alcanzaba a comprender.
-¿Ha encontrado
alguna pista, inspector? -le preguntó la
señorita Marple con cierto énfasis.
-Hoy en día los
criminales no dejan sus huellas dactilares ni
puntas de cigarros, señorita.
-Pues yo creo...
que este crimen es anticuado...
-¿Qué quiere
decir con eso? -preguntó Slack con extrañeza.
-Creo que el
alguacil Palk puede ayudarle -repuso la señora
Marple despacio-. Fue la primera persona en
acudir al «escenario del crimen», como dicen.
El señor
Spenlow se hallaba sentado en una silla y
parecía asustado. Dijo con su voz fina y precisa:
-Claro que
puedo imaginarme lo ocurrido. Mi oído no es tan
fino como antes, pero oí claramente cómo un
chiquillo gritaba tras de mí: «¡Eh, miren a ese
asesino...!» Y.., eso me dio la impresión de que
pensaba que yo... había matado a mi querida
esposa.
La señorita
Marple, cortando una rosa marchita, repuso:
-Ésa es, sin
duda, la impresión que quiso dar.
-Pero ¿cómo es
posible que metieran esa idea en la cabeza de un
niño?
-Pues lo más
probable es que la asimiló escuchando las
opiniones de sus mayores -repuso miss Marple.
-Usted...
¿usted cree de verdad que lo piensan también
otras personas?
-La mitad de
los habitantes de Saint Mary Mead.
-Pero... mi
querida señora... ¿cómo es posible que se les
haya ocurrido una idea semejante? Yo quería
sinceramente a mi esposa. A ella no le agradaba
vivir en el campo tanto como yo esperaba, pero
el estar de completo acuerdo en todo es un ideal
inasequible. Le aseguro que he sentido
intensamente su pérdida.
-Es probable.
Pero si me perdona le diré que no lo parece.
El señor
Spenlow irguió cuanto pudo su menguada figura.
-Mi querida
señora, hace muchos años leí que un filósofo
chino, cuando tuvo que separarse de su adorada
esposa, continuó tranquilamente tocando su
batintín en la calle, como tenía por
costumbre...; me figuro que debe ser un
pasatiempo chino. Los habitantes de aquella
ciudad se sintieron muy impresionados por su
entereza.
-Mas la gente
de Saint Mead ha reaccionado de un modo bastante
distinto -dijo la señorita Marple-. La filosofía
china no va con ellos.
-¿Pero usted lo
comprende?
Miss Marple
asintió.
-Mi buen tío
Enrique -explicó- era un hombre con un
extraordinario dominio de sí mismo. Su lema fue:
«Nunca exteriorices tu emoción.» Él también era
muy aficionado a las flores.
-Estaba
pensando que tal vez pudiera colocar una pérgola
en el lado oeste de la casa -dijo Spenlow con
cierta vehemencia-. Con rosas de té, y tal vez
glicinias... Y hay una florecita blanca, en
forma de estrella, que ahora no recuerdo cómo se
llama...
-Tengo un
catálogo muy bonito, con fotografías -le dijo la
señorita Marple en un tono semejante al que
empleaba para dirigirse a su sobrinito de tres
años-. Tal vez le agradara hojearlo. Yo tengo
que ir ahora mismo al pueblo.
Y dejando al
señor Spenlow sentado en el jardín con el
catálogo, la señorita Marple subió a su
habitación, envolvió apresuradamente un vestido
en un trozo de papel castaño, y saliendo de la
casa, se encaminó a toda prisa a la oficina de
Correos. La señorita Politt, la modista, vivía
en una de las habitaciones de la parte alta del
edificio.
Mas la señorita
Marple no subió directamente la escalera. Eran
las dos y media, y un minuto después, el autobús
de Much Benham se detendría ante la puerta de la
oficina de Correos... constituyendo uno de los
mayores acontecimientos de la vida cotidiana de
Saint Mary Mead. La encargada saldría a toda
prisa a recoger los paquetes relacionados con la
parte de venta de su negocio, pues también
vendía dulces, libros baratos y juguetes.
Durante algunos
minutos la señorita Marple estuvo sola en la
oficina de Correos.
Y hasta que la
encargada hubo regresado a su puesto, no subió a
ver a la señorita Politt para explicarle que
quería que retocara su viejo vestido de crepé
gris y lo pusiera a la moda, a ser posible. La
modista le prometió hacer cuanto pudiera.
El jefe de
policía quedó bastante asombrado al saber que la
señorita Marple deseaba verlo. La solterona
entró disculpándose:
-No sabe cuánto
siento molestarlo. Sé que está muy ocupado, pero
usted ha sido siempre tan amable conmigo,
coronel Melchett, que creí que debía verlo a
usted en vez de acudir al inspector Slack. En
primer lugar no me gustaría complicar al
alguacil Palk... Hablando con toda claridad,
supongo que él no habría tocado nada en absoluto.
El coronel
Melchett estaba ligeramente extrañado.
-¿Palk? Es el
alguacil de Saint Mary Mead, ¿verdad? ¿Qué es lo
que ha hecho?
-Cogió un
alfiler. Lo llevaba prendido en su traje y a mí
se me ocurrió que tal vez lo hubiese cogido en
casa de la señora Spenlow.
-Desde luego.
Pero, después de todo, ¿qué es un alfiler? A
decir verdad, lo cogió junto al cadáver de la
señora Spenlow. Ayer vino Slack y me lo dijo...;
me figuro que usted lo obligó a ello. Claro que
no debía haber tocado nada, pero como le dije
ya, ¿qué es un alfiler? Era sólo un simple
alfiler. De esos que emplean todas las mujeres.
-Oh, no,
coronel Melchett, ahí es donde se equivoca. Tal
vez a los ojos de un hombre parezca un alfiler
vulgar, pero no lo es. Se trata de uno
especial... muy fino... de los que se compran
por cajas y que usan especialmente las modistas.
Melchett la
miraba mientras se iba haciendo una pequeña luz
en su mente. La señorita Marple inclinó varias
veces la cabeza en señal de asentimiento.
-Sí,
naturalmente. A mí me parece todo claro. Llevaba
el quimono porque iba a probarse su nuevo
vestido, y nada más abrir la puerta, la señorita
Politt debió decir algo de las medidas y le puso
la cinta métrica alrededor del cuello... y luego
su tarea se limitó a cruzarla y apretar...; muy
sencillo, según he oído decir. Luego saldría
cerrando la puerta, y, haciendo ver que acababa
de llegar, comenzó a golpearla con el llamador.
Mas el alfiler demuestra que ya había estado en
la casa.
-¿Y fue la
señorita Politt la que telefoneó a Spenlow?
-Sí. Desde la
oficina de Correos, a las dos y media...
precisamente cuando llega el autobús y la
oficina se queda vacía.
-Pero, mi
querida señorita Marple, ¿por qué? No es posible
cometer un crimen sin motivo.
-Bueno, a mí me
parece, coronel Melchett, por todo lo que he
oído, que este crimen data de mucho tiempo
atrás. Y esto me recuerda a mis dos primos
Antonio y Gordon. Todo lo que hacía Antonio le
salía bien; en cambio, Gordon era el lado
opuesto: perdía en las carreras de caballos, sus
valores bajaron y sus acciones fueron
depreciadas... Tal como lo veo, las dos mujeres
actuaron juntas.
-¿En qué?
-En el robo.
Hace mucho tiempo. Según he oído eran unas
esmeraldas de gran valor. Fueron robadas por la
doncella de la señora y la ayudante de camarera.
Porque hay una cosa que todavía no se ha
explicado... Cuando se casó con el jardinero,
¿de dónde sacaron el capital para montar una
tienda de flores? La respuesta es: de su parte
en la... rapiña... creo que es la expresión
adecuada. Todo lo que emprendió le salió bien.
El dinero trae dinero. Pero la otra, la doncella
de la señora, debió ser poco afortunada... y
tuvo que conformarse con ser una modista de
pueblo. Luego volvieron a encontrarse. Todo fue
bien al principio, supongo, hasta que apareció
en escena Ted Gerard. La señora Spenlow seguía
sintiendo remordimiento e inclinación por todas
las religiones emocionales. Este joven le
apremiaría para que «hiciese frente a los hechos»
y «limpiara su conciencia», y me atrevo a
asegurar que estaba dispuesta a hacerlo. Mas la
señorita Politt no lo apreciaba así... sino que
podía verse en la cárcel por un delito cometido
muchos años atrás. Así que decidió poner fin a
todo aquello. Me temo que haya sido siempre una
mujer perversa. No creo que hubiera movido ni un
dedo para impedir que ahorcaran al afable y
estúpido señor Spenlow.
-Podemos... er...
comprobar su teoría... si logramos identificar a
la señorita Politt como la doncella de los
Abercrombie -dijo el coronel Melchett-, pero...
-Será muy
sencillo -lo tranquilizó miss Marple-. Es de
esas mujeres que confesará en seguida al verse
descubierta. Y, ¿sabe usted?, además tengo su
cinta métrica. Se... se la quité distraídamente
cuando me estuvo probando ayer. Cuando la eche
de menos y sepa que está en manos de la policía...
bien, es una mujer ignorante y creerá que eso la
acusa definitivamente. No le dará trabajo, se lo
aseguro -terminó la solterona animándolo, con el
mismo tono con que una tía suya le aseguró que
no lo suspenderían en los exámenes de ingreso en
Sandhurst. Y había aprobado.
FIN |