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CÓMO
DETECTAR
MENTIRAS
MANUAL PRÁCTICO
Basado en
las Investigaciones de Paul Ekman
EL SENTIMIENTO DE
CULPA POR ENGAÑAR
El sentimiento de culpa por engañar se
refiere a una manera de sentirse respecto de las
mentiras que se han dicho, pero no a la cuestión legal
de si el sujeto es culpable o inocente. El sentimiento
de culpa por engañar debe distinguirse del que provoca
el contenido mismo del engaño. Supongamos que en
Pleito de honor, Ronnie hubiese robado efectivamente
el giro postal. Quizá tendría sentimientos de culpa por
el robo en sí, se consideraría a si mismo una persona
ruin por haber hecho eso Pero si además le ocultó el
robo a su padre, podría sentirse culpable a raíz de
haberle mentido: éste sería su sentimiento de culpa por
engañar.
Algunos mentirosos no calibran como
corresponde el efecto que puede tener en ellos que la
víctima les agradezca el engaño en vez de reprochárselo,
porque le parece que la está ayudando, o cómo se
sentirán cuando vean que le echan a otro la culpa de su
fechoría. Ahora bien: estos episodios pueden crear culpa
a algunos, pero para otros son un estímulo, el aliciente
que los lleva a considerar que la mentira vale la pena.
Analizaré esto más adelante bajo el título del deleite
que provoca embaucar a alguien. Otra razón de que los
mentirosos subestimen el grado de culpa por engañar que
pueden llegar a sentir es que sólo después de
transcurrido un tiempo advierten que una sola mentira
tal vez no baste, que es menester repetirla una y otra
vez, a menudo con intenciones más y más elaboradas, para
proteger el engaño primitivo.
La vergüenza es otro sentimiento
vinculado a la culpa, pero existe entre ambos una
diferencia cualitativa. Para sentir culpa no es
necesario que haya nadie más, no es preciso que nadie
conozca el hecho, porque la persona que la siente es su
propio juez. No ocurre lo mismo con la vergüenza. La
humillación que la vergüenza impone requiere ser
reprobado o ridiculizado por otros. Si nadie se entera
de nuestra fechoría, nunca nos avergonzaremos de ella,
aunque sí podemos sentirnos culpables. Por supuesto, es
posible que coexistan ambos sentimientos. La diferencia
entre la vergüenza y la culpa es muy importante, ya que
estas dos emociones pueden impulsar a una persona a
actuar en sentidos contrarios. El deseo de aliviarse de
la culpa tal vez la mueva a confesar su engaño, en tanto
que el deseo de evitar la humillación de la vergüenza
tal vez la lleve a no confesarlo jamás.
Supongamos que en Pleito de honor,
Ronnie había robado el dinero y se sentía enormemente
culpable por ello y también por haberle ocultado el
hecho a su padre. Quizá desease confesarlo para aliviar
sus torturantes remordimientos, pero la vergüenza que le
da la presumible reacción de su padre lo detenga.
Recordemos que para estimularlo a confesar, su padre le
ofrece perdonarlo: no habrá castigo si confiesa.
Reduciendo el temor de Ronnie al castigo, aminorará su
recelo a ser detectado, pero para conseguir que confiese
tendrá que reducir también su vergüenza. Intenta hacerlo
diciéndole que lo perdonará, pero podría haber
robustecido su argumentación, y aumentado la
probabilidad de la confesión, añadiendo algo parecido a
lo que le dijo al supuesto asesino el interrogador que
cité páginas atrás. El padre de Ronnie podría haberle
insinuado, por ejemplo: “Comprendo que hayas robado. Yo
habría hecho lo mismo de encontrarme en una situación
como ésa, tan tentadora. Todo el mundo comete errores en
la vida y hace cosas que luego comprueba que han sido
equivocadas. A veces, uno simplemente no puede dejar de
hacerlo”.
No habrá jamás mucha culpa por el engaño
cuando el engañador no comparte los mismos valores
sociales que su víctima. Un individuo se siente poco o
nada culpable por mentirle a otros a quienes considera
pecadores o malévolos. Un marido cuya esposa es frígida
o no quiere tener relaciones sexuales con él no se
sentirá culpable de buscarse una amante. Un
revolucionario o un
terrorista rara vez sentirán culpa por engañar a los
funcionarios oficiales.
En la mayoría de estos ejemplos la
mentira ha sido autorizada: cada uno de estos sujetos
apela a una norma social bien definida que confiere
legitimidad al hecho de engañar al opositor. Muy poca es
la culpa que se siente en tales engaños autorizados
cuando los destinatarios pertenecen al bando opuesto y
adhieren a valores diferentes; pero también puede
existir una autorización a engañar a individuos que no
son opositores, sino que comparten iguales valores que
el engañador.
Los médicos no se sienten culpables de
engañar a sus pacientes si piensan que lo hacen por su
bien. Un viejo y tradicional engaño médico consiste en
darle el paciente un placebo, una píldora con glucosa,
al mismo tiempo que le miente que ése es el medicamento
que necesita. Muchos facultativos sostienen que esta
mentira está justificada si con ella el paciente se
siente mejor, o si deja de molestar al médico pidiéndole
un medicamento innecesario que hasta lo puede dañar. El
juramento hipocrático no exige ser sincero con el
paciente: se supone que lo que debe hacer el médico es
aquello que más puede ayudar a éste. El sacerdote que
reserva para sí la confesión que le ha hecho un criminal
cuando la policía le pregunta si sabe algo al respecto
no ha de sentir sentimiento de culpa por engañar: sus
propios votos religiosos autorizan dicho engaño, que no
lo beneficia a él sino al delincuente, cuya identidad
permanecerá desconocida.
(Si bien de un.
30 a un 40
% de los pacientes a quienes se administra placebos
obtienen alivio a sus padecimientos, algunos
profesionales de la medicina y filósofos sostienen que
el uso de placebos daña la confianza en el médico y
allana el camino para otros engaños posteriores más
peligrosos. Véase Lindsey Gruson, “Use of Placebos
Being Argued on Ethical Grounds”, New York Times, 13
de febrero de 1983, pág. 19, donde se analizan los dos
aspectos de esta cuestión y se brindan referencias
bibliográficas).
Los mentirosos que actúan presuntamente
llevados por el altruismo quizá no adviertan, o no
admitan, que con frecuencia ellos también se benefician
con su engaño. Un veterano vicepresidente de una
compañía de seguros norteamericana explicaba que decir
la verdad puede ser innoble si está envuelto el yo de
otra persona. “A veces es difícil decirle a alguien:
‘No, mire, usted jamás llegará a ser presidente de la
empresa’ “. La mentira no sólo evita herir los
sentimientos del sujeto en cuestión, sino que además le
ahorra problemas a quien la dice: sería duro tener que
habérselas con la decepción del así desengañado, para no
hablar de la posibilidad de que inicie una protesta
contra el que lo ha desengañado considerándolo
responsable de tener una mala opinión de él. La mentira,
pues, los auxilia a ambos.
Desde luego, alguien podría decir que ese
sujeto se ve perjudicado por la mentira, se ve privado
de información que, por más que sea desagradable, lo
llevaría tal vez a mejorar su desempeño o a buscar
empleo en otra parte. Análogamente, podría aducirse que
el médico que da un placebo, si bien obra por motivos
altruistas, también gana con su engaño: no debe afrontar
la frustración o desilusión del paciente cuando éste
comprueba que no hay remedio para el mal que padece, o
con su ira cuando se da cuenta de que su médico le da un
placebo porque lo considera un hipocondríaco.
Nuevamente, es debatible si en realidad la mentira
beneficia o daña al paciente en este caso.
Sea como fuere, lo cierto es que existen
mentiras altruistas de las que el mentiroso no saca
provecho alguno —el sacerdote que oculta la confesión
del criminal, la patrulla de rescate que no le dice al
niño de once años que sus padres murieron en el
accidente—. Si un mentiroso piensa que su mentira no lo
beneficia en nada, probablemente no sentirá ningún
sentimiento de culpa por engañar
Pero incluso los engaños movidos por
motivos puramente egoístas pueden no dar lugar a ese
sentimiento de culpa si la mentira está autorizada. Los
jugadores de póquer no sienten culpa por engañar en el
juego, como tampoco lo sienten los mercaderes de una
feria al aire libre del Medio Oriente, o los
corredores de bolsa de Wall Street, o el agente
de la empresa inmobiliaria de la zona. En un artículo
publicado en una revista para industriales se dice
acerca de las mentiras: “Tal vez la más famosa de todas
sea ‘Esta es mi última oferta’, pese a que esta frase
falsa no sólo es aceptada, sino esperada, en el mundo de
los negocios. (...) Por ejemplo, en una negociación
colectiva nadie supone que el otro va a poner sus cartas
sobre la mesa desde el principio”. El dueño de una
propiedad que pide por ella un precio superior al que
realmente está dispuesto a aceptar para venderla no se
sentirá culpable si alguien le paga ese precio más alto:
su mentira ha sido autorizada. Dado que los
participantes en negocios como los mencionados o en el
póquer suponen que la información que se les dará no es
la verdadera, ellos no se ajustan a mi definición de
mentira: por su propia naturaleza, en estas situaciones
se suministra una notificación previa de que nadie dirá
la verdad de entrada. Sólo un necio revelará, jugando al
póquer, qué cartas le han tocado, o pedirá el precio más
bajo posible por su casa cuando la ponga en venta.
El sentimiento de culpa por engañar es
mucho más probable cuando la mentira no está autorizada;
será grave si el destinatario como supone que será
engañado porque lo que está autorizado entre él y el
mentiroso es la sinceridad. En estos engaños
oportunistas, el sentimiento de culpa que provoca el
mentir será tanto mayor si el destinatario sufre un
perjuicio igual o superior al beneficio del mentiroso.
Pero aun así, no habrá mucho sentimiento de culpa por
engañar (si es que hay alguno) si ambos no comparten
valores comunes. La jovencita que le oculta a sus padres
que fuma marihuana no sentirá ninguna culpa si piensa
que los padres son lo bastante tontos como para creer
que la droga hace daño, cuando a ella su experiencia le
dice que se equivocan. Si además piensa que sus padres
son unce hipócritas, porque se emborrachan a menudo pero
a ella no le permiten entretenerse con su droga
predilecta, es menor aran la probabilidad de que se
sienta culpable. Por más que discrepe con sus padres
respecto del consumo de marihuana, así como de otras
cuestiones, si sigue teniéndoles cariño y se preocupa
por ellos puede sentirse avergonzada de que descubran
sus mentiras. La vergüenza implica cierto grado de
respeto por aquellos que reprueban la conducta
vergonzante; de lo contrario, esa reprobación genera
rabia o desdén, pero no vergüenza.
Los mentirosos se sienten menos culpables
cuando sus destinatarios son impersonales o totalmente
anónimos. La clienta de una tienda de comestibles que le
oculta a la supervisora que la cajera le cobró de menos
un artículo caro que lleva en su carrito sentirá menos
culpa si no conoce a esa supervisora; pero si ésta es la
dueña del negocio, o si se trata de una pequeña tienda
atendida por una familia y la supervisora es una
integrante de la familia, la dienta mentirosa sentirá
más culpa que en un gran supermercado. Cuando el
destinatario es anónimo o desconocido es más fácil
entregarse a la fantasía, reductora de culpa, de que en
realidad él no se perjudica en nada, o de que no le
importa, o ni siquiera se dará cuenta de la mentira, o
incluso quiere o merece ser engañado.
Con frecuencia hay una relación inversa
entre el sentimiento de culpa por engañar y el recelo a
ser detectado: lo que disminuye el primero aumenta el
segundo. Cuando el engaño ha sido autorizado, lo lógico
sería pensar que se reducirá la culpa por engañar; no
obstante, dicha autorización suele incrementar lo que
está en juego, aumentando así el recelo a ser detectado.
Si las estudiantes de enfermería se cuidaron al punto de
tener miedo de fallar en mi experimento fue porque el
ocultamiento que se les requería era importante para su
carrera futura, o sea, había sido autorizado: tenían,
pues, un gran recelo a ser detectadas y muy poco
sentimiento de culpa por engañar. También el patrón que
sospecha de que uno de sus empleados le está robando, y
oculta tales sospechas con el objeto de sorprenderlo con
las manos en la masa, probablemente sienta gran recelo a
ser detectado y escaso sentimiento de culpa.
Los romances amorosos son otro caso de
engaño benévolo, en que el destinatario coopera para ser
engañado y ambos colaboran para mantener sus respectivas
mentiras.
Shakespeare escribió:
“Cuando mi amada jura que está hecha de
verdades,
le
creo, aunque sé muy bien que miente,
para
que me suponga un jovencito inculto
que
desconoce las falsas sutilezas mundanas.
Mi vanidad imagina que ella me cree
joven,
aun
sabiendo que quedaron atrás mis días mejores,
y
doy crédito a las falsedades que su lengua dice.
La verdad simple es suprimida de ambos
lados.
¿Por qué razón ella no dice que es
injusta?
¿Por qué razón yo no le digo que soy
viejo?
Oh, porque el amor suele confiar en lo
aparente,
y
en el amor la edad no quiere ser medida en años.
Y así, miento con ella y ella miente
conmigo,
y en nuestras faltas, somos adulados por
mentiras”.
Para sintetizar, el sentimiento de culpa
por engañar es mayor cuando:
•
el destinatario no está
dispuesto a aceptar que lo engañen
•
el engaño es totalmente
egoísta, y el destinatario no sólo no saca ningún
provecho de él sino que pierde tanto o más que lo que
gana quien lo engaña
•
el engaño no ha sido
autorizado, y en esa situación lo autorizado es
sinceridad
•
el mentiroso no ha engañado
durante mucho tiempo
•
el mentiroso y su
destinatario tienen ciertos valores sociales comunes
•
el mentiroso conoce
personalmente a su destinatario
•
al destinatario no puede
clasificárselo fácilmente como un ruin o un incauto
• el
destinatario tiene motivos para suponer que será
engañado; más aún, el mentiroso procuró ganarse su
confianza.
EL DELEITE DE EMBAUCAR
A OTRO
Hasta ahora sólo he examinado los
sentimientos negativos que pueden surgir cuando alguien
miente: el temor a ser atrapado y la culpa por
desorientar al destinatario. Pero el mentir puede dar
lugar asimismo a sentimientos positivos. La mentira
puede considerarse un logro que hace sentirse bien a
quien la fabrica o que genera entusiasmo ya sea antes de
decirla, cuando se anticipa la provocación que ella
implica, o en el momento mismo de mentir, cuando el
éxito aún no está asegurado. Después, puede
experimentarse un alivio placentero, o bien orgullo por
lo que se ha hecho, o presuntuoso desdén hacia la
víctima. El deleite por embaucar alude a todos estos
sentimientos o a algunos de ellos; si no se los oculta,
traicionarán el engaño. Un ejemplo inocente de deleite
por embaucar es el que se siente cuando uno quiere
hacerle una broma a un amigo ingenuo y la broma cobra la
forma de un engaño. El bromista tendrá que ocultar el
placer que extrae de eso, por más que lo haya hecho
fundamentalmente para mostrarle a los demás con qué
habilidad logró tomar desprevenido al incauto.
Hay gente más propensa que otra a sentir
deleite por engañar. Ningún científico ha estudiado
hasta la fecha a esta gente, ni siquiera ha verificado
su existencia; sin embargo, parece obvio que a
determinadas personas les gusta jactarse más que a
otras, y que los fanfarrones son más vulnerables que el
resto a caer en las redes de su deleite por la mofa.
Para sintetizar, el deleite por el engaño
es mayor cuando:
•
el destinatario plantea un
desafío por tener fama de ser difícil de engañar;
•
la mentira misma constituye
un desafío, ya sea por la naturaleza de lo que debe
ocultarse o de lo que debe inventarse;
•
otras personas observan o
conocen el engaño y valoran la habilidad con que se
lleva a cabo.
Tanto la culpa como el temor y el deleite
pueden evidenciarse en la expresión facial, la voz, los
movimientos del cuerpo, por más que el mentiroso se
afane por ocultarlo. Aun cuando no exista una
autodelación de carácter no verbal, el empeño por
impedir que se produzca puede dar lugar a una pista
sobre el embuste.
DETECTAR MENTIRAS NO ES
SIMPLE
PARA
ALGUNOS
La gente mentiría menos si supusiese que
existe un signo seguro del mentir, pero no existe. No
hay ningún signo del engaño en sí, ningún ademán o
gesto, expresión facial o torsión muscular que en y por
sí mismo signifique que la persona está mintiendo. Sólo
hay indicios de que su preparación para mentir ha sido
deficiente, así como indicios de que ciertas emociones
no se corresponden con el curso general de lo que dice.
Estos son las autodelaciones y las pistas sobre el
embuste. El cazador de mentiras debe aprender a ver de
qué modo queda registrada una emoción en el habla, el
cuerpo y el rostro humanos, qué huellas pueden dejar a
pesar de las tentativas del mentiroso por ocultar sus
sentimientos, y qué es lo que hace que uno se forme
falsas impresiones emocionales. Descubrir el engaño
exige asimismo comprender de qué modo estas conductas
pueden revelar que el mentiroso va armando su estrategia
a medida que avanza.
Detectar mentiras no es simple. Uno de
los problemas es el cúmulo de información; hay
demasiadas cosas que tener en cuenta a la vez,
demasiadas fuentes de información: palabras, pausas,
sonido de la voz, expresiones, movimientos de la cabeza,
ademanes, posturas, la respiración, el rubor o el
empalidecimiento, el sudor, etc. Y todas estas fuentes
pueden transmitir la información en forma simultánea o
superpuesta, rivalizando así por la atención del cazador
de mentiras. Por fortuna, éste no necesita escrutar con
igual cuidado todo lo que puede ver y oír. No toda
fuente de información en el curso de un diálogo es
confiable; algunas autodelatan mucho más que otras. Lo
curioso es que la mayoría de la gente presta mayor
atención a las fuentes menos fidedignas (las palabras y
las expresiones faciales), y por ende se ve fácilmente
desorientada.
Las palabras pueden ensayarse una y otra
vez antes de decirlas. Además, el hablante tiene con
respecto a ellas una realimentación permanente, pues oye
lo que él mismo dice y puede por ende ir afinando su
mensaje. La realimentación recibida por los canales del
rostro, la voz y el cuerpo es mucho menos precisa.
Después de las palabras, lo que más atrae
la atención de los otros es el rostro. Suelen hacerse
comentarios de este tipo sobre el aspecto que presenta
el rostro de alguien: “¡Pon otra cara! ¡Con esa mirada
asustas!” “¿Por qué no sonríes al decir eso?” “¡No me
mires de esa manera, insolente!” Si el rostro humano
recibe tanta atención, ello se debe en parte a que es la
marca y el símbolo del ser personal, nuestra principal
señal para distinguir a un individuo de otro. Los
rostros son iconos a los que se rinde homenaje en
retratos colgados de las paredes, apoyados sobre la
mesilla de noche o el escritorio y portados en carteras
y maletas) Investigaciones recientes han probado que hay
un sector del cerebro especializado en el reconocimiento
de los rostros.
La gente les presta atención también por
otros motivos: la cara es la sede primordial del
despliegue de las emociones. Junto con la voz,
puede decirle al que escucha
cuáles son los sentimientos del que habla acerca de lo
que dice... pero no siempre se lo dice con exactitud, ya
que el rostro puede mentir sobre los sentimientos. Si
hay dificultad para escuchar al hablante, uno se ayuda
observando sus labios para figurarse lo que está
enunciando. Por otro lado, el rostro ofrece una
importante señal para saber si la conversación puede
seguir adelante: todo hablante espera que su oyente lo
escuche realmente, y por eso lo mira permanentemente,
aunque esta señal no es muy confiable: oyentes corteses
pero aburridos seguirán mirando fijamente mientras su
mente vaga por otro lado. Los oyentes suelen alentar al
hablante con movimientos de cabeza e interjecciones del
tipo “¡ajá!... pero también esto puede fingirse.
Por lo común, los mentirosos vigilan y
procuran controlar sus palabras y su semblante más que
su voz y el resto del cuerpo, pues saben que los demás
centrarán su interés en los primeros. Y en ese control,
tendrán más éxito con las palabras que con el semblante:
es más sencillo falsear las palabras que la expresión
facial, precisamente porque, como dijimos antes, las
palabras pueden ensayarse mejor. También es más fácil en
este caso el ocultamiento, la censura de todo lo que
pudiera delatar la mentira. Es fácil saber lo que uno
mismo está diciendo, mucho más difícil saber lo que el
propio rostro muestra. La precisa y neta realimentación
que brinda oír las propias palabras sólo podría tener un
paralelo en pronunciarlas con un espejo permanentemente
delante, que pusiera de manifiesto cada expresión
facial. Si bien existen sensaciones del rostro que
podrían proporcionar alguna información acerca de los
músculos que se mueven o se tensionan, mis estudios
revelaron que la mayoría de la gente no hace uso de
dicha información. Muy pocos se dan cuenta de las
expresiones que surgen en sus rostros, salvo cuando
éstas se vuelven extremas.
Hay otra razón, más importante, de que el
rostro brinde más indicios sobre el engaño que las
palabras, y es que él está directamente conectado con
zonas del cerebro vinculadas a las emociones, en tanto
que no sucede lo propio con las palabras. Cuando se
suscita una emoción, hay músculos del rostro que se
activan involuntariamente; sólo mediante el hábito o por
propia decisión consciente aprende la gente a detener
tales expresiones y a ocultarlas, con éxito variable.
Las expresiones faciales que aparecen primitivamente
junto con una emoción no se eligen en forma deliberada,
salvo que sean falsas. Las expresiones faciales
constituyen un sistema dual, voluntario e involuntario,
que miente y dice la verdad, a menudo al mismo tiempo.
De ahí que sean tan complejas y fascinantes, y
provoquen tantas confusiones. Más adelante explicaré
mejor la base neurológica de la distinción entre
expresiones voluntarias e involuntarias.
La gente siempre se sorprende cuando
escucha por primera vez su propia voz en un magnetófono,
ya que la auto- verificación
de la voz sigue en parte vías de conducción óseas, que
la hacen sonar diferente.
El cuerpo es otra buena fuente de
autodelaciones y de pistas sobre el embuste. A
diferencia de lo que ocurre con el rostro o la voz, la
mayoría de los movimientos del cuerpo no están
conectados en forma directa con las regiones del cerebro
ligadas a las emociones. Por otra parte, su inspección
no tiene por qué plantear dificultades. Una persona
puede sentir lo que hace su cuerpo, y a m verlo, Ocultar
los movimientos del cuerpo podría ser mucho más sencillo
que ocultar las expresiones faciales o las alteraciones
en la voz debidas a una emoción. Pero lo cierto es que
la mayoría de la gente no se cuida de ello; a lo largo
de su educación aprendieron que no era necesario. Es
raro que a una persona se le atribuya la autoría de lo
que revelan sus acciones corporales. El cuerpo
autodelata porque no se le da importancia: todo el mundo
está muy preocupado en observar el rostro y en evaluar
las palabras pronunciadas.
Aunque todos sabemos que las palabras
pueden ser falsas, mi investigación ha comprobado que
solemos creer en las palabras de los demás... y a menudo
quedamos chasqueados. No estoy sugiriendo que no le
prestemos ninguna atención a las palabras. Es cierto que
se cometen errores verbales que pueden obrar como
autodelaciones o pistas sobre el embuste; y si no
existen tales errores, con frecuencia lo que traiciona
una mentira es la discrepancia entre el discurso verbal
y lo que se pone de manifiesto en la voz, el rostro y el
resto del cuerpo. Pero la mayor parte de los indicios
sobre el engaño que presentan la voz, el rostro y el
resto del cuerpo son ignorados o mal interpretados, como
pude comprobar en una serie de estudios en los que pe
algunas personas que juzgaran a otras basándose en lo
que veían de éstas en una cinta de vídeo.
Los sujetos filmados fueron las
estudiantes de enfermería a que aludí anteriormente,
quienes mentían o decían la verdad acerca de lo que
habían sentido al mirar una película. Recordemos que en
las entrevistas “sinceras” habían visto un grato
documental con escenas de playa, y se les había indicado
que manifestasen francamente sus sentimientos, en tanto
que en las entrevistas “insinceras” habían visto una
película con escenas médicas horrorosas, y la consigna
fue que convencieran al entrevistador de que también en
ese caso estaban asistiendo a la proyección de un
hermoso film sobre jardines floridos. El entrevistador
no sabía cuál de las dos películas estaba viendo la
estudiante en ese momento. Las estudiantes se empeñaron
en descaminar al entrevistador porque era mucho lo que
estaba en juego; suponían que nuestro experimento era
una prueba para determinar hasta qué punto eran capaces
de controlar sus reacciones emocionales en sala de
guardia o en el quirófano.
En nuestro estudio con las cintas de
vídeo, mostramos a algunos sujetos sólo el rostro de
estas estudiantes, a otros sólo el cuerpo, a otros les
hicimos escuchar sus palabras después de haberlas pasado
por un filtro qué las volvía ininteligibles pero dejando
intacta su cualidad sonora; al resto les hicimos
escuchar o leer las palabras que realmente habían dicho.
Todos los sujetos vieron en la cinta de vídeo a las
mismas estudiantes.
No sólo nos interesaba averiguar cuál era
la fuente preferida de autodelación (el rostro, el
cuerpo, la voz, las palabras), sino además silos sujetos
suspicaces acertaban más que aquellos otros que no
suponían que podía engañárselos. Para ello dividimos en
dos grupos a quienes iban a ver u oír las cintas de
video; a unos los volvimos suspicaces contándoles algo
por adelantado sobre las personas a quienes iban a ver u
oír, en tanto que a los otros los mantuvimos crédulos. A
estos últimos no les dijimos absolutamente nada sobre el
experimento que se estaba llevando a cabo, no les
mencionamos para nada que pudiera haber un engaño o
mentira: simplemente les comentamos que iban a ver u oír
a ciertas personas relatar sus impresiones sobre una
película que veían en ese momento. Para no despertar sus
sospechas, incluimos la opinión que tenían que formular
acerca de la sinceridad de esas personas dentro de una
larga lista de otras opiniones que se les pedían, sobre
si les parecían cordiales, extravertidas, dominantes,
torpes, tranquilas, etc.
Aunque unas pocas estudiantes de
enfermería eran muy malas mentirosas y fueron fácilmente
detectadas, la mayoría de ellas logró engañar a los
sujetos crédulos, en particular a los que sólo vieron su
rostro o escucharon sus palabras, quienes los
consideraron sinceros, cuando en realidad, en la mayoría
de los casos mentían. Los suspicaces no lo hicieron
mucho mejor. A éstos se les relataron toda las
instrucciones que se les había dado a las estudiantes
para el experimento, y se les dijo que debían evaluar
únicamente si eran sinceros o no. Muy pocos tuvieron un
éxito mayor que el que se tendría al azar para
identificar a los mentirosos. El mayor éxito fue el
de quienes vieron sólo los movimientos corporales de las
estudiantes, pero incluso en este caso, sólo acertaron
en un 65 % de sus juicios, y al azar habrían acertado en
un 50 %. Unos pocos sujetos tuvieron un excelente
desempeño, identificando con precisión al 85 % de los
mentirosos. Algunos de estos agudos jueces eran
psicoterapeutas de mucha experiencia y con fama de ser
muy buenos clínicos. Algunos otros eran simplemente
personas de extraordinaria sensibilidad que se dedicaban
a otras profesiones.
El más cuidadoso de los engañadores
puede, empero, ser traicionado por lo que Sigmund
Freud denomina un “desliz verbal”. En
su libro Psicopatología de la vida cotidiana,
Freud mostró que los actos fallidos de la vida diaria
—como los deslices verbales, el olvido de nombres
propios conocidos, los errores en la lectura o en la
escritura— no eran accidentales sino que eran sucesos
plenos de significado, que revelaban conflictos
psicológicos internos. Un acto fallido de este tipo
expresa “aquello que no se quería decir; se vuelve un
medio de traicionarse a sí mismo”. Aunque a Freud no le
interesó estudiar en particular los casos de engaño, en
uno de sus ejemplos muestra cómo un desliz delata una
mentira.
En otro lugar dice Freud que “la
sofocación del propósito ya presente de decir algo es la
condición indispensable para que se produzca un desliz
en el habla» . Dicha “sofocación” o supresión
podría ser delibera da si el hablante estuviera
mintiendo, pero a Freud le interesaban los casos en que
el hablante no se percataba de ella. Una vez producido
el desliz, el sujeto puede reconocer lo que ha sofocado,
o quizá ni siquiera entonces tome conciencia de ello.
Sospecho que tampoco en el futuro se
descubrirán muchas más en este campo. Ya dije que es muy
fácil para un embustero ocultar y falsear palabras, por
más que de tanto en tanto se le escape algún error
—errores de descuido, deslices verbales, peroratas
enardecidas o circunloquios y evasivas—.
ACERCA DE LA VOZ
Entendemos por “la voz” todo lo que
incluye el habla aparte de las palabras mismas. Los
indicios vocales más comunes de un engaño son las pausas
demasiado largas o frecuentes. La vacilación al empezar
a hablar, en particular cuando se debe responder a una
pregunta, puede suscitar sospechas, así como otras
pausas menores durante el discurso si son frecuentes.
Otras pistas las dan ciertos errores que no llegan a
formar palabras, como algunas interjecciones (“¡Ah!“, “¡ooooh!”
“esteee”...”), repeticiones
(“Yo, yo, yo quiero decir en realidad que...”) y
palabras parciales (“En rea-realidad me gusta”).
El signo vocal de la emoción que está más
documentado es el tono de la voz. En un 70 %,
aproximadamente, de los sujetos estudiados, el tono se
eleva cuando están bajo el influjo de una perturbación
emocional. Probablemente esto sea más válido cuando
dicha perturbación es un sentimiento de ira o de temor,
ya que algunos datos, aunque no definitivos, muestran
que el tono baja con la tristeza o el pesar. Y aún no
han podido averiguar los científicos si el tono de la
voz cambia o no en momentos de entusiasmo, angustia,
repulsa o desdén. Otros signos de la emoción, no tan
bien demostrados pero sí prometedores, son la mayor
velocidad y volumen de la voz cuando se siente ira o
temor, y la menor velocidad y volumen cuando se siente
tristeza. Es previsible que haya avances respecto de la
medicación de otras características de la voz, como el
timbre, el espectro de la energía vocal en distintas
bandas de frecuencia, y las alteraciones vinculadas al
ritmo respiratorio.
Un tono más elevado no es signo de
engaño; es signo de temor o rabia, quizá también de
excitación. En nuestro experimento, un signo de esas
emociones dejaba traslucir que la estudiante no estaba,
como decía, tan contenta por las hermosas flores que
veía en la película. Pero es peligroso interpretar
cualquiera de los signos vocales de emoción como
evidencia de estar ante un engaño. Una persona veraz a
quien le preocupa que no le crean lo que dice puede, por
ese temor, tener el mismo tono elevado de la voz que un
mentiroso por su temor a ser atrapado. El problema, para
el cazador de mentiras, es que no sólo los mentirosos se
emocionan, también los inocentes lo hacen de vez en
cuando. Al examinar cómo puede confundirse un cazador de
mentiras en su interpretación de otros indicios
potenciales del engaño, me referiré a esto como el "error
de Otelo"; explicaré en detalle este error, y las
medidas que pueden tomarse para resguardarse de él, más
adelante. Por desgracia, no es sencillo evitarlo. Las
alteraciones de la voz que pueden traicionar un engaño
son asimismo vulnerables al riesgo de Brokaw
(no tener en cuenta las diferencias individuales en la
conducta emocional), que hemos mencionado con respecto a
las pausas y circunloquios en el habla.
NO HAY INDICIOS SEGUROS
Ambos errores provienen de soslayar las
diferencias existentes en la expresividad emocional de
los individuos. El cazador de mentiras será propenso a
caer en errores si no conoce la conducta emocional
habitual del sospechoso.
No existe ningún indicio del engaño que
sea válido para todos los seres humanos
pero los diferentes indicios, ya sea en forma individual
o combinados, pueden ayudar a evaluar a la mayor parte
de los sujetos.
A ningún adulto hay que enseñarle el
vocabulario de los emblemas: todos saben cuáles de ellos
son puestos de manifiesto por los integrantes de su
propia cultura. Lo que sí necesitan saber muchos adultos
es que los emblemas pueden producirse como deslices. Si
los cazadores de mentiras no están alerta ante esta
posibilidad, dichos deslices emblemáticos les pasarán
inadvertidos porque son fragmentarios o porque se
ejecutan fuera de la posición de presentación.
Otro tipo de movimiento corporal que
puede ofrecer pistas sobre el embuste son las
ilustraciones. A menudo se
confunden las ilustraciones con los emblemas, pero
importa distinguirlos porque estas dos clases de
movimientos corporales pueden alterarse en sentidos
opuestos cuando se miente: los deslices emblemáticos
aumentarán, mientras que las ilustraciones normalmente
disminuirán.
Se las llama así porque ilustran o
ejemplifican lo que se dice. Hay muchos modos de
hacerlo: enfatizar una palabra o una frase, como si se
la acentuara al enunciarla o si se la subrayara al
escribirla, seguir el curso del pensamiento con la mano
en el aire, como si se estuviera dibujando en el espacio
o se quisiera repetir o amplificar con una acción lo que
se está diciendo. Habitualmente las ilustraciones se
realizan con las manos, aunque también participan, para
dar énfasis, las cejas y los párpados superiores... y
todo el tronco o hasta el cuerpo entero puede aportar
algo.
Las ilustraciones se utilizan para
explicar mejor ciertas ideas que no pueden transmitirse
fácilmente con palabras. Comprobamos que era más
probable que un sujeto ilustrase lo que decía cuando le
pedíamos que nos definiera una trayectoria en zigzag que
cuando le pedíamos que nos definiera una silla; también
era más probable que lo hiciera si le pedíamos que nos
indicara cómo llegar hasta la oficina de correo más
próximo, que si le pedíamos que nos explicara el motivo
de su elección vocacional. Las ilustraciones se emplean,
además, cuando alguien no encuentra una palabra.
Chasquear los dedos o alzar la mano como para alcanzar
algo en el aire parecen ser acciones que ayudan en estos
casos, como si la palabra buscada flotase por encima del
individuo’ y éste pudiera capturarla con ese movimiento.
Estas ilustraciones de búsqueda de palabras le comunican
al menos al otro individuo que su interlocutor no ha
cesado esa búsqueda ni le ha cedido el uso de la
palabra. Quizá las ilustraciones cumplan un papel de
autoalimentación, ayudando a reunir los términos en un
discurso coherente y razonable. A medida que nos
sentimos más comprometidos con lo que estamos diciendo,
más lo ilustramos; y tendemos a ilustrar más de lo
acostumbrado cuando estamos furiosos, horrorizados, muy
agitados, angustiados o entusiasmados.
Si un mentiroso no ha preparado su plan
de antemano tendrá que obrar con cautela, considerando
cuidadosamente cada palabra antes de decirla. Los
engañadores que no han ensayado previamente y tienen
poca práctica en una mentira en particular, o los que no
prevén qué se les preguntará ni en qué momento, muestran
una menor cantidad de ilustraciones. Pero aun cuando el
mentiroso haya elaborado y ensayado bien su estrategia,
sus ilustraciones pueden disminuir a causa de la
interferencia de alguna emoción. Ciertas emociones,
en especial el temor, obstaculizan la coherencia del
discurso. La carga que significa controlar casi
cualquier emoción fuerte distrae el proceso propio de
enhebrar una a una las palabras. Si la emoción tiene que
ocultarse y no sólo controlarse, y si es intensa, es
probable que aun el mejor preparado de los mentirosos
tenga dificultades para hablar, y sus ilustraciones
menguarán.
El cazador de mentiras debe ser más
prudente en la interpretación de las ilustraciones que
de los deslices emblemáticos. Ya dijimos que las
primeras están afectadas por el error de Otelo
y el riesgo de Brokaw; los segundos, no.
Si un cazador de mentiras nota una disminución de las
ilustraciones, lo lógico es que antes descarte cualquier
otra razón (aparte de la mentira) por la cual un
individuo puede querer escoger con cuidado sus palabras.
Respecto de los deslices emblemáticos no hay tanta
ambigüedad; el mensaje transmitido suele ser lo
suficientemente diferenciado como para poder
interpretarlo fácilmente. Tampoco es necesario conocer
de antemano al sospechoso para interpretar un desliz
emblemático, ya que en y por sí misma la acción tiene
sentido; en cambio, como los individuos varían
enormemente entre sí en cuanto a su índice normal de
ilustraciones empleadas, no puede emitirse juicio si no
existe un patrón de comparación. Para interpretar las
ilustraciones, como la mayoría de los otros índices de
engaño, es n tener cierto trato previo con loe
“ilustradores”. Es difícil descubrir un engaño en un
primer encuentro: los deslices emblemáticos ofrecen una
de las pocas posibilidades que existen para ello.
Debemos ahora abordar un tercer tipo de movimiento
corporal, las manipulaciones, para alertar a los
cazadores de mentiras que no caigan en el error de
considerarlos signos de engaño. Hemos visto a menudo que
ciertos descubridores de mentiras juzgan equivocadamente
a una persona honesta porque pone de manifiesto
manipulaciones. Si bien las manipulaciones pueden ser un
signo de perturbación, no siempre lo son. Un aumento en
la actividad manipuladora no es en absoluto una señal
confiable de que hay engaño, aunque la gente suele
creerlo.
Llamamos “manipulaciones” a todos
aquellos movimientos en los que una parte del cuerpo
masajea, frota, rasca, agarra, pincha, estruja, acomoda
o manipula de algún otro modo a otra parte del cuerpo.
Las manipulaciones pueden ser
de muy corta duración o extenderse durante varios
minutos. Las más breves parecen dotadas de algún
propósito: ordenarse el cabello, sacarse una suciedad o
un tapón de cera de dentro de la oreja, rascarse algún
lugar del cuerpo. Otras, en especial las que duran
mucho, no parecen tener finalidad alguna: enrollar y
desenrollar infinitamente un haz de cabellos, frotarse
un dedo contra el otro, dar golpes rítmicos con el pie
contra el piso en forma indefinida. La mano es la
manipuladora típica; pero puede ser receptora de la
manipulación, como cualquier otra zona del cuerpo. Los
receptores más comunes son el pelo, las orejas, la
nariz, la entrepierna. Las acciones manipuladoras pueden
también llevarlas a cabo una parte del rostro actuando
contra otra (lengua contra mejilla, dientes que muerden
leve mente el labio) o una pierna contra otra pierna.
Hay objetos que pueden formar parte del acto
manipulador: fósforos, lápices, un sujetapapeles, un
cigarrillo.
Aunque a la mayoría de las personas se
les enseñó al educarlas que no tenían que realizar en
público estas acciones propias del cuarto de baño, lo
cierto es que no aprendieron a detenerlas; sólo dejaron
de darse cuenta de que las hacían. No es que sean del
todo inconscientes de sus manipulaciones: cuando nos
apercibimos de que alguien está observando una de \
nuestras acciones manipuladoras, de inmediato la
interrumpimos, la moderamos o la disimulamos. A menudo
encubrimos hábilmente con un ademán más amplio otro
fugaz, aunque ni siquiera esta elaborada estrategia para
ocultar una manipulación se hace muy a conciencia. Las
manipulaciones están en el borde de lo consciente. La
mayoría de las personas no pueden dejar de practicarlas
durante mucho tiempo por más que lo intenten. Se han
acostumbrado a manipularse.
LAS MENTIRAS Y EL SISTEMA
NERVIOSO AUTÓNOMO
Hasta ahora hemos examinado las acciones
corporales producidas por los músculos esqueléticos.
También el sistema nervioso autónomo (SNA), o
gran simpático, que regula las funciones vegetativas, da
lugar a cambios notorios en el cuerpo cuando hay una
activación emocional: en el ritmo respiratorio, en la
frecuencia con que se traga saliva, en el sudor. (Los
cambios producidos por el SNA que se registran en
el rostro —como el rubor, el empalidecimiento y la
dilatación de las pupilas). Estas alteraciones se
caracterizan por producirse involuntariamente cuando hay
alguna emoción, ser muy difíciles de inhibir y, por esto
mismo, muy confiables como indicios del engaño.
El detector eléctrico de mentiras o
polígrafo mide estas alteraciones derivadas del SNA,
pero muchas de ellas son visibles y no exigen el uso de
ningún aparato especial. Si un mentiroso tiene miedo,
rabia, culpa o vergüenza, o si se siente particularmente
excitado o angustiado, se incrementará su ritmo
respiratorio, se alzará su caja torácica, tragará saliva
con frecuencia y podrá verse u olerse su sudor. Durante
décadas los psicólogos no han logrado ponerse de acuerdo
sobre si a cada emoción le corresponde un conjunto bien
definido de estos cambios corporales. La mayoría piensa
que no: creen que sea cual fuere la emoción suscitada,
el sujeto respirará más rápido, sudará y tragará saliva.
Sostienen que los cambios en el funcionamiento del
SNA marcan la intensidad de una emoción pero no nos
dicen cuál es. Esta opinión contradice la experiencia de
casi todos. Por ejemplo, las personas sienten
sensaciones corporales distintas cuando están con miedo
o cuando están con rabia. Según numerosos psicólogos,
esto se debe a que interpretan en forma diferente el
mismo conjunto de sensaciones corporales si tienen miedo
o si tienen rabia, y no prueba que en sí misma varíe la
actividad del SNA en uno u otro caso.
Mi investigación más reciente pone en
tela de juicio este punto de vista. Si estoy en lo
cierto y las alteraciones del SNA no son las
mismas para todas las emociones sino que son específicas
de cada una de ellas, esto podría tener gran importancia
para detectar mentiras. Significaría que el cazador
de mentiras podría descubrir, ya sea por medio del
polígrafo o incluso hasta cierto punto, con sólo
observar y escuchar al sospechoso, no sólo si éste
siente alguna emoción en determinado momento, sino cuál
siente: ¿está temeroso o enojado, siente tristeza o
repulsión? Como explicaremos a continuación, esta
información también puede obtenerse a partir de su
rostro, pero las personas son capaces de inhibir gran
parte de sus signos faciales, en tanto que el
funcionamiento del SNA está mucho menos sujeto a
la propia censura.
Hasta ahora sólo hemos dado a conocer una
investigación sobre esto, y hay eminentes psicólogos que
discrepan con nuestras afirmaciones. Se ha dicho que
nuestros hallazgos son controvertibles, que no están
bien fundamenta dos; pero entiendo que los datos que
ofrecemos son sólidos y con el tiempo creo que serán
aceptados por la comunidad científica.
La técnica para obtener muestras de
emociones que cuenta con mayor popularidad ha sido la de
pedir al sujeto que recuerde o imagine algo que le
provoque miedo, por ejemplo. Digamos que el sujeto
imagina que lo asaltan en la calle. El científico debe
cerciorar de que además del miedo el individuo no siente
algo d enojo contra el asaltante, o contra sí mismo por
haber tenido miedo por haber sido tan estúpido como para
no tomar en cuenta que corría peligro de ser asaltado.
El mismo riesgo de que haya mezcla de
diversas emociones en vez de emociones puras se presenta
con todas las otras técnicas que tienden a suscitar
emociones. Imaginemos que el científico ha resuelto
suscitar miedo en el sujeto proyectándole una escena de
la película de horror Psicosis, dirigida por
Alfred Hitchcock, en la
cual Tony Perkins ataca por sorpresa a Janet
Leigh con un cuchillo cuando ella se está duchando.
El sujeto podría sentir rabia hacia el científico por el
terror que le quiere infundir, o hacia sí mismo por
sentirlo, o hacia Tony Perkins por atacar a Janet Leigh;
o la sangre que corre podría provocar su repulsa, o la
acción misma dejarlo estupefacto, o angustiarse ante el
sufrimiento de la actriz, etc. Repito: no es fácil
pensar en un procedimiento por el cual pudieran
extraerse muestras de emociones puras. La mayoría de los
que estudiaron las alteraciones producidas por el SNA
han supuesto (incorrectamente, a mi entender), que los
sujetos efectivamente hacían lo que ellos le pedían en
el momento en que se lo pedían, y podían producir sin
dificultad las muestras de emociones puras desea das. No
tomaban ninguna medida para verificar o garantizar que
esas muestras fuesen realmente puras.
El segundo problema deriva de la
necesidad ya mencionada de obtener estas reacciones en
un laboratorio, y es una consecuencia de los efectos de
la tecnología empleada en las investigaciones. La
mayoría de los sujetos se cohíben al atravesar la puerta
del cuarto experimental, cuando piensan en lo que harán
con ellos, y esta cohibición aumenta más aún después.
Para medir la actividad del SNA es preciso
conectar cables a distintos lugares del cuerpo del
sujeto; el solo hecho de controlar la respiración, el
ritmo cardíaco, la temperatura de la piel y el sudor
requiere muchas conexiones de ese tipo. A la mayor parte
de los individuos les desagrada estar ahí preso de los
cables, con los científicos que escrutan lo que ocurre
en su cuerpo y a menudo con cámaras cinematográficas que
registran toda alteración visible frente a ellos. Este
desagrado o molestia es también una emoción, y en caso
de generar alguna actividad en el SNA, los
cambios producidos por ésta teñirán toda la muestra de
emociones que el científico procura obtener. Quizá
suponga, en un momento dado, que el sujeto está
recordando un hecho temible, y en otro momento un suceso
capaz de enfurecerlo, cuando lo que ocurre en realidad
es que en ambos recuerdos el sujeto se ha sentido
molesto. Ningún investigador ha tomado las medidas para
reducir ese sentimiento de desagrado, ninguno ha
verifica do que no arruinará sus muestras de emociones
puras.
Mis colegas y yo suprimimos la molestia
de los sujetos seleccionándolos entre actores
profesionales. Los actores están habituados a ser
examinados y escrutados, y no les molesta que el público
observe cada uno de sus movimientos. En vez de sentirse
molestos por ello, más bien les gusta la idea de que se
conecten cables a su cuerpo para inspeccionar cómo
funcionan por dentro. El hecho de examinar a actores nos
resolvió asimismo el primer problema: la obtención de
muestras de emociones puras. Pudimos aprovechar la
experiencia reunida por estos actores durante años en la
técnica de Stanislavski, que los vuelve diestros
en el recuerdo y reaviva las emociones, técnica que los
actores practican a fin de utilizar sus recuerdos
sensoriales cuando les toca representar un papel en
particular. En nuestro experimento, les pedimos a los
actores, mientras estaban los cables conectados y las
cámaras enfocando a su rostro, que recordasen y
reviviesen, lo más intensamente posible, un momento en
que hubieran sentido el mayor enojo de toda su vida;
después, el momento de mayor temor, el de mayor
tristeza, sorpresa, felicidad y repulsión. Si bien esta
técnica ya había sido empleada anteriormente por otros
científicos, pensábamos que nosotros teníamos más
posibilidades de lograr éxito justamente por utilizar
actores profesionales que no se sentían molestos.
Además, no dimos por sentado que iban a hacer lo que les
pedíamos; verificamos haber obtenido muestras puras y no
una mezcla de emociones. Después de cada una de sus
remembranzas, les pedimos calificar la intensidad con
que habían sentido la emoción requerida, y si habían
sentido simultáneamente alguna otra. Los casos en que
daban cuenta de haber vivenciado alguna otra emoción
casi con igual intensidad que la requerida no
fueron incluidos en la
muestra.
Este estudio de los actores nos facilitó
la puesta a prueba de una segunda técnica para la
obtención de muestras de emoción puras, nunca empleada
antes. La descubrimos por casualidad años antes, en el
curso de otro estudio. A fin de aprender el mecanismo de
las expresiones faciales (o sea, cuáles son los músculos
que generan tal o cual expresión), mis colegas y yo
reprodujimos y filmamos sistemáticamente miles de
expresiones, analizando luego de qué manera cambiaba el
semblante la combinación de ciertos movimientos
musculares. Para nuestra sorpresa, cuando ejecutábamos
las acciones musculares vinculadas a una cierta emoción
sentíamos de pronto cambios en el cuerpo, debidos a la
activación del SNA. No teníamos motivos para
suponer que la actividad deliberada de los músculos
faciales pudiera provocar cambios involuntarios por obra
del SNA, pero lo cierto es que así fue, una y
otra vez. Sin embargo, todavía no habíamos averiguado si
la actividad del SNA difería para cada conjunto
de movimientos de los músculos faciales. En el caso de
nuestros actores, les dijimos qué músculos debían mover
exactamente; les dimos seis tipos de consignas
distintas, una para cada emoción por investigar. Al no
sentirse molestos por efectuar esas expresiones a
petición nuestra ni por ser observados mientras las
realizaban, cumplieron fácilmente con la solicitud. Pero
tampoco en este caso confiamos en que hubieran producido
muestras puras; filmamos en vídeo sus actuaciones
faciales y solamente empleamos aquellas en las que las
mediciones de la cinta de vídeo mostraban que, en
efecto, habían producido el conjunto de acciones
faciales que se les había pedido.
Nuestro experimento proporcionó sólidas
pruebas de que la actividad del SNA no es la
misma para todas las emociones. Las alteraciones en el
ritmo cardíaco, la temperatura de la piel y el sudor
(que son las tres únicas variables que medimos) no son
iguales. Por ejemplo, tanto cuando los actores
reprodujeron los movimientos musculares del enojo como
los del temor (y recuérdese que no se les había pedido
mostrar esas emociones, sino sólo efectuar las acciones
musculares específicas) su ritmo cardíaco aumentó, pero
el efecto sobre la temperatura de la piel no fue el
mismo en ambos casos: su piel se calentó con el enojo y
se enfrió con el temor. Repetimos la experiencia con
distintos sujetos y obtuvimos iguales resultados.
En caso de que estos resultados se
mantuviesen cuando otros científicos repitan el
experimento en sus laboratorios, podrían introducir una
variante en lo que el cazador de mentiras trata de
averiguar con el polígrafo. En vez de tratar de saber si
el sospechoso tiene alguna emoción, podría averiguar
cuál midiendo varias acciones dependientes del SNA.
Aunque no se contase con el polígrafo, con sólo observar
un cazador de mentiras sería capaz de notar cambios en
el ritmo respiratorio o bien en el grado de sudor que le
facilitasen discernir la acción de emociones bien
precisas.
Si bien las palabras están hechas para
inventar, a nadie (sea mentiroso o veraz) le resulta
fácil describir con ellas las emociones. Sólo un poeta
es capaz de transmitir todos los matices que revela una
expresión. Manifestar en palabras un sentimiento propio
que no existe puede no ser más difícil que manifestar
uno real: por lo común, en ninguno de estos dos casos
uno será lo bastante elocuente, sutil o convincente. Lo
que confiere significado a la descripción verbal de una
emoción es la voz, la expresión facial, el cuerpo.
Sospecho que casi todo el mundo puede simular con la voz
enojo, miedo, desazón, felicidad, repulsa o sorpresa lo
bastante bien como para engañar a los demás. Ocultar los
cambios que sobrevienen en el sonido de la voz cuando se
siente estas emociones es arduo, pero no lo es tanto
inventarlos. Es probable que la voz sea la que engañe a
la mayoría de la gente.
Algunas de las alteraciones provocadas
por el SNA son fácilmente falseables. Cuesta
ocultar los signos emocionales presentes en la
respiración o en el acto de tragar saliva, mientras que
falsear esos mismos signos no exige un adiestramiento
especial: basta respirar más agitadamente o tragar
saliva más a menudo. El sudor es otra cuestión: cuesta
tanto ocultarlo como falsearlo. Un mentiroso podría
recurrir a la respiración y al acto de tragar saliva
como medio de transmitir la falsa impresión de estar
sintiendo una emoción negativa; sin embargo, mi
suposición es que pocos lo hacen.
También se pensaría que un mentiroso
podría aumentar el número de sus manipulaciones para
parecer incómodo o molesto, pero es probable que la
mayoría de los mentirosos no se acuerden de esto.
Precisamente la ausencia de estas manipulaciones,
fácilmente ejecutables, puede traicionar la mentira que
se esconde en la afirmación —convincente en todos los
demás aspectos— de que uno siente miedo o congoja.
Podrían fingirse ilustraciones (aunque
posiblemente sin mucho éxito) para crear la impresión de
un interés y entusiasmo inexistentes por lo que dice
otro. Artículos periodísticos comentaron que tanto el ex
presidente norteamericano Nixon como el ex
presidente Ford recibieron instrucción especial a
fin de aumentar su uso de ilustraciones; pero viéndolos
actuar en televisión, pensé que ese aprendizaje los
había llevado a parecer a menudo falsos. No es sencillo
soltar una ilustración en el momento preciso en que la
exigen las palabras que se están diciendo; suele
adelantarse o retrasarse demasiado, o durar un tiempo
excesivo. Es como tratar de aprender a esquiar pensando
en cada movimiento sucesivo a medida que se ejecuta: la
coordinación resulta deficiente... y eso se nota.
MÁS INDICIOS SOBRE EL
ACTO DE MENTIR
He descrito indicios de conducta que
pueden autodelatar información ocultada, indicar que el
sujeto no ha preparado bien su estrategia o traicionar
una emoción que no se ajusta a ésta.
Los deslices verbales, los deslices
emblemáticos y las pero ratas enardecidas pueden dejar
traslucir información ocultada de cualquier índole:
emociones, acontecimientos del pasado, planes o
intenciones, fantasías, ideas actuales, etc.
El lenguaje evasivo y los circunloquios,
las pausas, las repeticiones de palabras o fragmentos de
palabras y otros errores cometido al hablar, así como la
disminución en la cantidad de ilustraciones, pueden
señalar que el hablante no pone mucho cuidado en lo que
dice, por no haberse preparado de antemano. Son
signos de la presencia de alguna emoción negativa.
Las ilustraciones menguan también con el aburrimiento.
El tono más agudo de la voz, así como el
mayor volumen y velocidad del habla, acompañan al temor,
la rabia y quizás a la excitación o entusiasmo. Se
producen las alteraciones opuestas con la triste a y tal
vez con el sentimiento de culpa.
Los cambios notorios en la respiración o
el sudor, el hecho de tragarse con frecuencia o de tener
la boca muy seca, son signos de emociones intensas, y es
posible que en el futuro se pueda averiguar, a partir de
la pauta correspondiente a estas alteraciones, a qué
emoción pertenecen.
El rostro puede constituir una fuente de
información valiosa para el cazador de mentiras, porque
es capaz de mentir y decir la verdad, y a menudo hace
ambas cosas al mismo tiempo. El rostro suele contener un
doble mensaje: por un lado, lo que el mentiroso quiere
mostrar; por el otro, lo que quiere ocultar. Ciertas
expresiones faciales están al servicio de la mentira,
proporcionando información que no es veraz, pero otras
la traicionan porque tienen aspecto de falsas y los
sentimientos se filtran pese al deseo de ocultarlos. En
un momento dado, habrá una expresión falsa pero
convincente, que al momento siguiente será sucedida por
expresiones ocultadas que se autodelatan. Hasta es
posible que lo genuino y lo falso aparezcan, en
distintas partes del rostro, dentro de una expresión
combinada única. Creo que el motivo de que la mayoría de
la gente sea incapaz de detectar mentiras en el rostro
de los demás se debe a que no sabe cómo discriminar lo
genuino de lo falso.
Las expresiones auténticamente sentidas
de una emoción tienen lugar a raíz de que las acciones
faciales pueden producirse de forma involuntaria, sin
pensarlo ni proponérselo; las falsas, a raíz de que
existe un control voluntario del semblante que le
permite a la gente coartar lo auténtico y presumir lo
falso. La cara es un sistema dual en el que aparecen
expresiones elegidas deliberadamente y otras
que surgen de forma
espontánea, a veces sin que la persona se dé cuenta
siquiera. Entre lo voluntario y lo involuntario hay un
territorio intermedio ocupado por expresiones aprendidas
en el pasado pero que han llegado a operar
automáticamente, sin ser elegidas cada vez o incluso a
pesar de cualquier elección, y en el caso típico sin que
se tenga conciencia de ello. Ejemplos de esto son los
manierismos faciales y los hábitos inveterados que
indican cómo manejar ciertas facciones (por ejemplo, los
hábitos que impiden mostrar enojo delante de las figuras
de autoridad). Aquí me interesan, sin embargo, las
expresiones falsas voluntarias y deliberadas, que se
muestran como parte de un esfuerzo por desorientar al
otro, y las expresiones emocionales espontáneas e
involuntarias que de vez en cuando delatan los
sentimientos del mentiroso pese a su afán de ocultarlas.
Pero, como he dicho, el rostro no es
puramente un sistema de señales emocionales
involuntarias. Ya en los primeros años de vida los niños
aprenden a controlar alguna de sus expresiones faciales,
ocultando así sus verdaderos sentimientos y fingiendo
otros falsos. Los padres se lo enseñan con el ejemplo y,
más directamente, con frases del tipo de: “No pongas esa
cara de enfadado”; “¿No sonríes a tu tía que te ha
traído un regalo?”; “¿qué te pasa que tienes esa cara de
aburrimiento?”.
A medida que crecen, las personas
aprenden tan bien las reglas de exhibición que
éstas se convierten en hábitos muy arraigados.
Después de un tiempo, muchas de esas reglas destinadas
al control de la expresión emocional llegan a operar de
manera automática, modulando las expresiones sin
necesidad de elegirlas o incluso sin percatarse de
ellas. Aunque un individuo sea consciente de sus reglas
de exhibición, no siempre le es posible —y por cierto
nunca le es fácil— detener su funcionamiento. Una vez
que se implanta un hábito, y opera automáticamente sin
necesidad de tomar conciencia de él, es muy difícil
anularlo. Creo que posiblemente los hábitos que más
cuesta desarraigar son los vinculados al control de las
emociones, o sea, las reglas de exhibición.
Son estas reglas, algunas de las cuales
varían de una cultura a otra, las que provocan en los
viajeros la impresión de que las expresiones faciales no
son universales. He notado que los japoneses, al
serles proyectadas películas cinematográficas que les
despertaban diversas emociones, no las expresaban de
manera distinta a los norteamericanos si estaban a
solas; en cambio, si había otra persona presente
mientras veían la película (y en particular si era una
persona dotada de autoridad), se atenían, en medida
mucho mayor que los norteamericanos, a reglas de
exhibición que los llevaban a enmascarar toda expresión
de emociones negativas con una sonrisa diplomática.
Además de estos mecanismos de control
habitual automático de las expresiones faciales, las
personas pueden elegir de forma deliberada y a
conciencia (y a menudo lo hacen) censurar la expresión
de sus sentimientos auténticos o falsear la de una
emoción que no sienten. La mayoría tiene éxito en
algunos de sus engaños faciales. Todos podemos recordar,
sin duda, alguna vez que nos desorientó completamente la
expresión de alguien, aunque también casi todos hemos
tenido la experiencia opuesta, a saber, la de darnos
cuenta de que lo que estaba diciendo alguien era falso
tan sólo por la mirada que tenía en ese momento. ¿Qué
pareja no recordará un caso en que uno de ellos vio en
la cara del otro una emoción (por lo general, ira o
temor) de la que el otro no tenía conciencia, y aun
negaba sentir? La mayoría de la gente se cree capaz de
detectar las expresiones falsas; nuestra investigación
ha demostrado que la mayoría no lo es.
Hay miles de expresiones faciales
diferentes. Muchas no tienen relación con ninguna
emoción. Un gran número de
ellas son, como señales de la conversación; al igual que
las ilustraciones mediante movimientos corporales, estas
señales sirven para destacar ciertos aspectos del
discurso o incluso como signos sintácticos (por ejemplo,
como signos de interrogación o de exclamación faciales).
También existen algunos emblemas faciales: el guiño, las
cejas alzadas —párpado superior fláccido— labios
cerrados en forma de U invertida como señal de
ignorancia equivalente a encogerse de hombros, el
escepticismo evidenciado en una sola ceja alzada... para
nombrar sólo unos pocos. También existen manipulaciones
faciales: morderse el labio, o chupárselo, o secárselo
con la punta de la lengua, inflar los carrillos Están,
en fin, las expresiones emocionales propiamente dichas,
verdaderas y falsas.
No hay una expresión única para cada
emoción sino decenas de expresiones, y en algunos casos
centenares. Cada emoción cuenta con una familia de
expresiones visiblemente distintas una de otra.
Y esto no debe sorprender: a cada una
no le corresponde un solo sentimiento o experiencia,
sino toda una familia. Considérese el caso de la familia
de las experiencias de ira; ésta puede variar en los
siguientes aspectos
•
intensidad, desde el fastidio
hasta la furia;
•
grado de control, desde la
ira explosiva hasta el enfado;
•
tiempo de arranque, desde la
irascibilidad de quienes pierden la calma en un
instante, hasta los que arden a fuego lento;
•
tiempo de descarga, desde la
descarga inmediata hasta la descarga prolongada;
•
temperatura, de caliente a
fría;
•
autenticidad, desde la cólera real hasta el enojo
fingido que muestra un padre arrobado ante las
encantadoras travesuras de su hijo.
La familia de la ira crecería más aún si
se incluyesen las fusiones entre ella y otras emociones
—por ejemplo, la ira gozosa, la culpable, la puritana,
la desdeñosa—.
Las microexpresiones son expresiones
emocionales que abarcan todo el rostro y duran apenas
una fracción de lo que duraría la misma expresión en
condiciones normales, como si se la hubiese comprimido
en el tiempo; son tan veloces que por lo general no se
las ve.
Tanto las microexpresiones como las
expresiones abortadas están sujetas a los dos
inconvenientes que dificultan la interpretación de la
mayoría de los indicios del engaño. Recordemos, de la
sección anterior, el riesgo de Brokaw, en
el cual el cazador de mentiras no tiene en cuenta las
diferencias individuales en la expresión emocional. Dado
que no todos los que ocultan emociones van a presentar
una microexpresión o una expresión abortada, su ausencia
no es indicio de verdad. Hay diferencias individuales en
el control de la expresión, y algunos individuos —los
que he llamado “mentirosos naturales”— la dominan a la
perfección. El segundo inconveniente es el que he
llamado el error de Otelo: no advertir que
ciertas personas veraces se ponen nerviosas o emotivas
cuando alguien sospecha que mienten. Para evitarlo, el
cazador de mentiras debe entender que aunque alguien
manifieste una microexpresión o una expresión abortada,
ello no basta para asegurar que miente. Casi cualquiera
de las emociones delatadas por éstas puede sentirlas
también un inocente que no quiere que se sepa que tiene
dichos sentimientos. Una persona inocente tal vez tenga
miedo de que no le crean, o sienta culpa por alguna otra
cosa, o enojo o fuerte disgusto por una acusación
injusta, o le encante la posibilidad que se le ofrece de
demostrar que su acusador está equivocado o esté
sorprendida por los cargos que se le hacen, etc. Si esta
persona desea ocultar uno de estos sentimientos, podría
producirse una microexpresión o una expresión abortada.
En el próximo capítulo nos ocuparemos de estos problemas
de interpretación de las “micros” y de las expresiones
abortadas.
Sentimos tanto rechazo hacia las mentiras
que parecería un error de mi parte llamar “mentiroso” a
una persona respetable; pero como ya expliqué, no
utilizo este término con sentido peyorativo, y como
explicaré más adelante, creo que algunos mentirosos
tienen la razón moral de su parte.
En ocasiones, con gente que no era capaz
de representar los movimientos solicitados, yo les pedía
que utilizasen la técnica de Stanislavski,
reviviendo sentimientos tristes o de temor; a menudo
aparecían entonces esas acciones faciales que no
lograban realizar cuando se lo proponían. También un
mentiroso puede conocer y emplear la técnica de
Stanislavski, cuyo caso no habría signos de una
ejecución falsa, ya que en cierto sentido no lo sería.
En la emoción falsa del mentiroso aparecerían
movilizados los músculos faciales fidedignos porque, en
efecto, él estaría experimentando de hecho tal emoción.
Cuando los sentimientos se recrean merced a la técnica
de Stanislavski, la línea demarcatoria entre lo falso y
lo verdadero se desdibuja. Peor aún es el caso del
mentiroso que logra engañarse a sí mismo llegando a
pensar que su mentira es verdad. Estos mentirosos son
indetectables. Sólo es posible atrapar a los
mentirosos que, cuando mienten, saben que mienten.
Hasta ahora he descrito tres modos en que
pueden autodelatarse los
sentimientos ocultos: las microexpresiones; lo que puede
verse antes de un movimiento abortado; y lo que queda
presente en el rostro después de haber fracasado en el
esfuerzo por inhibir la acción de los músculos faciales
fidedignos. Mucha gente cree en una cuarta fuente
transmisora de sentimientos ocultos: los ojos. Se dicen
que son “el espejo del alma” y que pueden revelar los
sentimientos genuinos más íntimos. La antropóloga
Margaret Mead citó a un profesor soviético que
discrepaba con esta opinión general: “Antes de la
revolución solíamos decir que los ojos eran el espejo
del alma. Pero ellos pueden mentir... ¡y cómo! Con los
ojos usted puede expresar la más devota atención sin
que, en realidad, esté prestando ninguna. Puede expresar
serenidad o sorpresa”. Esta divergencia en cuanto a la
fidelidad de los ojos puede resolverse discriminando
cinco fuentes de información en ellos. Sólo tres de las
cuales, como veremos, suministran autodelaciones o
indicios del engaño.
En primer lugar están las variaciones en
el aspecto que presenta el ojo producidas por los
músculos que rodean el globo ocular. Estos músculos
modifican la forma de los párpados, la cantidad del
blanco del ojo y del iris que se ve, y la impresión
general que se obtiene al mirar la zona de los ojos.
pero como ya dijimos, la
acción de estos músculos no ofrece indicios fidedignos
del engaño, ya que es relativamente sencillo mover los
de forma voluntaria e inhibir su acción. No es mucho lo
que se delatará, salvo como parte de una microexpresión
o de una expresión abortada.
La segunda fuente de información ocular
es la dirección de la mirada. La mirada se aparta en una
serie de emociones: baja con la tristeza, baja o mira a
lo lejos con la vergüenza o la culpa, y mira a lo lejos
con la repulsión. No obstante, es probable que un
mentiroso, por culpable que se sienta, no aparte la
vista demasiado, ya que los mentirosos saben
perfectamente que todo el mundo confía en detectarlos de
esta manera. El profesor soviético citado por Margaret
Mead comentaba lo sencillo que es controlar la dirección
de la propia mirada. Sorprendentemente, la gente sigue
siendo engañada por mentirosos lo bastante hábiles como
para no desviar la vista: “Una de las cosas que llevaron
a Patricia Gardner a sentirse atraída por
Giovanni Vigliotto, el hombre que llegó a casarse
tal vez con un centenar de mujeres, fue ese ‘rasgo de
sinceridad’ consistente en mirarla directamente a los
ojos, según declaró ella ayer en su testimonio [en el
proceso que le inició a Vigliotto por bigamia]”.
La tercera, cuarta y quinta fuentes de
información de la zona de los ojos son más prometedoras
como signos de autodelación o indicios del engaño. El
parpadeo puede ser voluntario, pero también se produce
como una reacción involuntaria, que aumenta cuando el
sujeto siente una emoción. Asimismo, en un individuo
emocionado se dilatan las pupilas, aunque no existe una
vía que permita optar por esta variante voluntariamente.
La dilatación de la pupila es producida por el sistema
nervioso autónomo, el mismo que da lugar a las
alteraciones en la salivación, la respiración y el sudor
ya mencionadas, así como a otros cambios faciales que se
mencionarán luego. Si bien un parpadeo más intenso y
la dilatación de las pupilas indican que el individuo
está movido emocionalmente, no revelan de qué emoción se
trata. Pueden ser signos de excitación entusiasta, rabia
o temor. Sólo son autodelatores válidos cuando la
manifestación de una emoción cualquiera trasluciría que
alguien miente, y el cazador de mentiras puede desechar
la posibilidad de estar ante el temor de un inocente a
ser juzgado erróneamente.
Las lágrimas, que son la quinta y última
fuente de información de la zona ocular, también son
producidas por el sistema nervioso autónomo; pero ellas
sólo son signos de algunas emociones, no de todas. Se
presentan cuando hay tristeza, desazón, alivio, ciertas
formas de goce y risa incontrolada.
Pueden delatar tristeza o desazón si los
demás signos permanecen ocultos, aunque mi presunción es
que en tal caso también las cejas mostrarían la emoción
y el individuo, una vez que le aflorasen las lágrimas,
rápidamente reconocería cuál es el sentimiento que está
ocultando. Las lágrimas de risa no se filtrarán si la
risa misma ha sido sofocada.
El SNA provoca otros cambios
visibles en el rostro: el rubor, el empalidecimiento y
el sudor, todos los cuales son difíciles de ocultar,
como sucede con los demás cambios corporales y faciales
que provienen del SNA. No se sabe con certeza si
el sudor, lo mismo que el aumento del parpadeo y la
dilatación de las pupilas, es un signo de que se ha
despertado una emoción cual quiera, o en lugar de ello
es específico de una o dos emociones,
Sobre el rubor y el empalidecimiento poco
y nada se sabe. Se supone que el rubor es un signo de
turbación o de embarazo, que también se presenta cuando
hay vergüenza y quizá culpa. Se dice que es más
corriente en las mujeres que en los hombres, aunque se
ignora por qué. El rubor podría delatar que el mentiroso
se siente turbado o avergonzado por lo que oculta, o
podría ocurrir que ocultase la turbación misma. El
rostro también se pone rojo de rabia, y nadie sabría
distinguir este enrojecimiento del rubor propiamente
dicho; presumible- mente, ambos implican la dilatación
de los vasos sanguíneos periféricos de la piel, pero el
enrojecimiento de la ira y el rubor de la cohibición o
la vergüenza podrían ser distintos ya sea en intensidad,
zonas del rostro afectadas o duración. Mi presunción
es que la cara enrojece de ira sólo cuando ésta ha
quedado fuera de control, o cuando el sujeto trata de
controlar una rabia que está a punto de explotar. En
tal caso, habitualmente habrá en el rostro o la voz
otras pruebas de la ira, y el cazador de mentiras no
tendrá que confiar en la coloración de la cara para
discernir esta emoción. Si la ira está más controlada,
el rostro puede empalidecer o ponerse blanco, como
también ocurre cuando se siente miedo. El
empalidecimiento puede aparecer incluso cuando la mímica
de esta emoción ha sido perfectamente disimulada.
Curiosamente, muy poco se han estudiado las lágrimas, el
rubor, el enrojecimiento o el empalidecimiento respecto
de la expresión u ocultamiento de determinadas
emociones.
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