HACIA UNA NUEVA ERA
CRISIS Y CAMBIOS EN LA CIVILIZACIÓN
OCCIDENTAL
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En el último tercio del siglo XX un
conjunto de fenómenos y procesos, que han discurrido por cauces
paralelos y en ocasiones concurrentes, han puesto en cuestión los
pilares sobre los que se ha asentado la civilización occidental,
generando un amplio consenso social e intelectual a la hora de definir
las problemáticas sociales, políticas, económicas, culturales y
ecológicas con las que se enfrenta la humanidad en este fin de milenio,
un vocablo ha sido recurrentemente utilizado para referirse a los
cambios que caracterizan este último tercio del siglo XX: la palabra
crisis. Las páginas, las pantallas y las ondas de los medios de
comunicación se han referido hasta la saturación a la crisis social, la
crisis política, la crisis económica, la crisis cultural o la crisis
ecológica para explicar las transformaciones y alteraciones que han
sacudido los diferentes escenarios de las sociedades y el ecosistema
planetario en los últimos treinta años del siglo XX. Sin embargo, a la
hora de caracterizar el alcance y significado de la crisis, o las
crisis, los analistas han mostrado importantes divergencias y
desacuerdos. A pesar de ello, se puede hablar con propiedad de la
existencia de una crisis fin de siglo, constituida por una multiplicidad
de manifestaciones que han cuestionado los fundamentos sobre los que
parecía asentarse con firmeza la civilización occidental en las primeras
décadas de la segunda mitad del siglo XX.
La edad dorada.
En efecto, desde una perspectiva global, las décadas
que transcurren desde la finalización de la II guerra mundial hasta el inicio de
los años setenta pueden ser considerados como una auténtica edad de oro de la
civilización occidental. Es el período de la historia de la humanidad en el que
los sistemas de valores emanados de una civilización, la occidental, han logrado
una hegemonía incontestable a escala planetaria, culminación de una onda de
largo alcance que encontró su punto de aceleración en la segunda mitad del siglo
XIX con los procesos de expansión colonial. La superioridad tecnológica, militar
y económica de Occidente impuso a lo largo del siglo XIX su dominio sobre otras
civilizaciones con las que había convivido, de forma más o menos conflictiva. En
sentido estricto la mundialización del planeta es un fenómeno del siglo XX,
cuando todos los continentes y sociedades se encuentran interrelacionados bajo
la batuta directora de los modelos y sistemas de valores de la civilización
occidental. Es el momento en el que se realiza plenamente la ideología del
Progreso heredera de la Ilustración europea.
A la altura de 1945 los modelos sociales, económicos
y políticos que emergieron tras el fin de la II guerra mundial se fundamentaban
en los sistemas de valores herederos de la Ilustración, tanto en su vertiente
liberal, liderada por los Estados Unidos, como en su vertiente marxista,
encabezada por la Unión Soviética. Dos grandes modelos ideológicos, políticos,
económicos y sociales que se confrontaron a lo largo y ancho del planeta hasta
el fin de la guerra fría en el decenio de los ochenta, pero cuyos fundamentos
procedían de una matriz civilizatoria común. De hecho, los procesos
descolonizadores puestos en marcha en la segunda mitad del siglo XX fueron
protagonizados por elites imbuidas de los valores de la civilización occidental.
Los líderes independentistas pretendían liberarse del yugo de la dominación
colonial, pero los modelos que perseguían para sus sociedades se basaban en los
presupuestos de los dos grandes modelos cristalizados por Occidente y
representados emblemáticamente por los Estados Unidos y la Unión Soviética.
Al inicio de la década de los sesenta, una vez
superado el peor momento de la guerra fría, la crisis de los misiles de Cuba, en
octubre de 1962, que situó al planeta al borde de una guerra nuclear, se abrió
paso un modus vivendi, por el que el enfrentamiento entre bloques encontró unos
cauces normalizados, cuyo fin último era impedir que la confrontación entre
Este-Oeste desembocará en el holocausto nuclear, mediante la combinación de la
carrera de armamentos, la disuasión nuclear, la focalización de los conflictos
abiertos -como la guerra de Vietnam, la permanente crisis de Oriente Próximo...-
y la competencia entre sistemas -ejemplificada en la teoría de la coexistencia
pacífica enunciada por el líder soviético Kruschev en el XX Congreso del PCUS,
Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1956-. Fueron los años de máximo
esplendor de la edad dorada de la civilización occidental, el punto álgido de su
dominio e influencia a escala planetaria.
En la parte del planeta liderada por Estados Unidos
las sociedades del bienestar consolidaron la confianza y el optimismo. El largo
ciclo alcista registrado por la economía internacional tras la segunda guerra
mundial, que permitió la rápida reconstrucción de las economías y sociedades
europeo-occidentales, alimentada por el Plan Marshall, generó un contexto
económico favorable para el rápido desarrollo de las sociedades del bienestar.
Junto al excepcional ciclo económico de los decenios de los cincuenta y sesenta,
los Estados del bienestar fueron posibles por el cambio de los postulados
teóricos y prácticos de las políticas económicas puestas en marcha tras la
guerra: el keynesianismo, cuyo acento en las políticas de demanda, impulsadas
por el estado, pretendía garantizar un crecimiento económico sostenido.
Crecimiento económico, sistemas democráticos y paz social terminaron por
cristalizar un amplísimo consenso social en torno a los Estados del bienestar,
que permitieron la extensión y consolidación de la sociedad de consumo que había
iniciado su despegue en los Estados Unidos en el periodo de entreguerras. En las
sociedades industrialmente avanzadas el pleno empleo y la elevación de los
niveles materiales de vida transformaron radicalmente los modos y las costumbres.
Frente a las predicciones marxistas de una creciente polarización social ligada
a las leyes del desarrollo del capitalismo surgió y se consolidó una sociedad de
clases medias, de la mano de los procesos de terciarización y del crecimiento
sostenido de los ingresos, tanto directos como indirectos, de los trabajadores
asalariados, a través de la cualificación de la mano de obra y la acción de los
sindicatos. La sociedad de consumo desactivó el carácter revolucionario del
conflicto entre capital y trabajo que había acompañado a las anteriores etapas
del desarrollo de la sociedad industrial.
En los países bajo influencia soviética la
desestalinización iniciada en el XX Congreso del PCUS alimentó las esperanzas de
una mayor autonomía respecto de Moscú, abriéndose paso los discursos sobre la
vía nacional al socialismo. Sin embargo, el balance fue enormemente
contradictorio, poniendo al descubierto los estrechos márgenes de maniobra del
modelo soviético. De hecho el experimento liberalizador emprendido por Kruschev
se saldó con un triple fracaso: en el plano económico las medidas reformistas
dirigidas a dinamizar y flexibilizar el sistema de planificación centralizado no
pasaron del papel, lo que en el medio y largo plazo tendría consecuencias
funestas; en el plano político la desestalinización terminó por ser sustituida
por la esclerotización de la nomenklatura y, finalmente, en el plano
internacional el monolitismo del bloque soviético comenzó su resquebrajamiento,
con la crisis chino-soviética iniciada en la cumbre de Moscú de noviembre de
1960. Triple fracaso que se plasmó en la sustitución de Kruschev por Breznev, el
15 de octubre de 1964, con la consiguiente congelación de las propuestas
reformistas y cuya más acabada expresión fue la invasión de Checoslovaquia por
las tropas del Pacto de Varsovia en 1968, que puso fin al experimento de la
primavera de Praga que trataba de construir un socialismo de rostro humano.
En cualquier caso, en el decenio de los años sesenta
la civilización occidental, sus sistemas de valores, su potencial tecnológico,
económico, militar y cultural brillaban en todo su esplendor a lo largo y ancho
del planeta. La ideología del Progreso, crisol en el que se había fundido
el proyecto de la Ilustración en el tránsito del siglo XVIII al XIX, encontrando
su expresión más acabada en el sistema filosófico kantiano, cristalizó en el
siglo XIX en las diferentes filosofías y teorías de la historia, desde el
positivismo de Comte al evolucionismo de Spencer pasando por el materialismo
dialéctico de Marx, en la convicción de la superioridad de Occidente sobre el
resto de las civilizaciones que convivían en el planeta. La concepción lineal
del tiempo subyacente a dicha ideología del Progreso encontró su confirmación en
los irrefutables éxitos de Occidente a la hora de imponer su dominio a escala
planetaria. Terminó por convertirse en un lugar común la convicción de que la
historia de la humanidad se resolvía mediante la sucesión de formas
civilizatorias, en las que Occidente constituía el modelo más evolucionado
mientras el resto representaban formas atrasadas, condenadas a reproducir de
manera acelerada el modelo histórico recorrido por la civilización occidental.
Dicha ideología del Progreso quedó asociada a los espectaculares triunfos de la
ciencia y la tecnología occidentales al lograr imponer el dominio de la
humanidad sobre la Naturaleza, inaugurando una nueva era en la que las miserias
y lacras que habían afligido a los seres humanos desde sus orígenes estaban
llamadas a desaparecer en el corto lapso de algunas generaciones.
La era atómica.
Un futuro prometedor parecía al alcance de la mano,
el paraíso terrenal se encontraba a la vuelta de la esquina, una vez se
generalizaran las formas y niveles de vida occidentales, tanto en su vertiente
de las más atractivas sociedades del bienestar como en las más austeras
sociedades de economia planificada. Bien es cierto que en tan optimista paisaje
persistían algunos nubarrones, derivados principalmente de la amenaza nuclear,
símbolo de la ambigüedad del Progreso. La era atómica representaba
paradigmáticamente el dominio del hombre sobre las fuerzas de la Naturaleza pero
también los peligros que dicho control entrañaba, pues por primera vez en su
historia la humanidad estaba en disposición de destruir el planeta. Este hecho,
radicalmente nuevo en la historia de la humanidad consecuencia del desarrollo
científico-tecnológico alcanzado por la civilización occidental, introduce un
nuevo horizonte intelectual que afectó a la percepción del futuro, de un futuro
hipotecado por el posible estallido de una guerra nuclear. La crisis de la
ideología del Progreso se demoró, sin embargo, algunos lustros, consecuencia de
los efectos culturales de la guerra fría y de la ola de crecimiento registrada
en los cincuenta y sesenta, sólo a raíz del estallido de la crisis de los
setenta la crisis de la ideología del Progreso se reveló en toda su intensidad.
En efecto, el nacimiento de la era atómica con el
estallido de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945,
inauguran una nueva era en la historia de la humanidad. Hasta esa fecha las
distintas civilizaciones que se han sucedido o han convivido a lo largo del
tiempo y del espacio han interactuado con sus respectivos ecosistemas, alterando
significativamente en numerosas ocasiones sus hábitats y paisajes, pero hasta
entonces la acción del hombre tenía un alcance limitado. Desde 1945 la
humanidad, por medio de la civilización occidental, se encuentra frente a un
hecho inédito en la historia de la Tierra, por primera vez una especie esta en
disposición de alterar radicalmente mediante sus acciones el ecosistema global
del planeta. A la vez, el hombre ha adquirido la capacidad real de
autodestrucción de la especie, mediante la Destrucción Mutua Asegurada -MAD-,
estrategia militar alimentada por las dos grandes superpotencias durante la
guerra fría, clave de bóveda sobre la que descanso la disuasión nuclear,
mediante una desbocada carrera de armamentos que garantizara en caso de
confrontación nuclear la destrucción absoluta del adversario.
Los arsenales nucleares almacenados durante la guerra
fría alcanzaron la capacidad de destruir varias veces la vida del planeta, al
menos en sus formas actuales conocidas, con la consecuente desaparición de la
especie humana, a través de los efectos inducidos por el invierno nuclear.
Einstein, que con su formulación de la teoría especial de la relatividad hizo
teóricamente factible la era atómica, al ligar la energía y la materia en su
conocida fórmula E=mc2, señaló en 1949 la responsabilidad contraída
por la humanidad: "La Bomba H se divisa en el horizonte como un objetivo
verosímil... Si llega a construirse, la contaminación radioactiva de la
atmósfera, y con ello la destrucción de la vida en la tierra, entrarán en el
terreno de lo técnicamente plausible. El horror de este proceso reside en su
aparente ineluctabilidad. Cada paso parece consecuencia inevitable del anterior.
El aniquilamiento total aparece cada vez con más claridad al final del
proceso... No puede llegar a forjarse una paz verdadera orientando todo nuestro
comportamiento hacia la eventualidad de un conflicto. Cuanto más, si cada día
resulta más evidente que este conflicto significaría la destrucción absoluta."
Las palabras de Einstein nos remiten a la especial
configuración que la teoría del Progreso, elaborada por la civilización
occidental, adquirió a lo largo del siglo XIX, al identificar miméticamente el
Progreso de la humanidad con el Progreso de la ciencia. El espíritu cientifista,
fundamentado en los éxitos de la física newtoniana y ratificado por la
publicación en 1859 de El Origen de las especies de Darwin, cristalizó en
la representación determinista de la Naturaleza. El descubrimiento de las leyes
naturales garantizaban la comprensión de la Naturaleza, su aplicabilidad a
través de las innovaciones tecnológicas era la expresión del dominio del hombre
sobre la misma, el progreso de la ciencia no sólo significaba el triunfo del
conocimiento humano sino también el despliegue de su capacidad para enfrentarse
y solventar de una manera definitiva los problemas de la humanidad, allanando el
camino hacia el reino de la felicidad. De esta forma, la Razón de la Ilustración
derivó en razón instrumental, expresada paradigmáticamente en la
ideología del Progreso, por la que quedaron soldados los términos: avance de la
ciencia-innovación tecnológica-progreso material en una ecuación cuyo resultado
desembocaría en el reino de la felicidad; ecuación compartida por las grandes
ideologías surgidas en el siglo XIX y que han protagonizado el siglo XX, a pesar
de sus profundas discrepancias a la hora de definir los medios y los criterios
para alcanzar tan ansiada utopía, desde el utilitarismo británico al marxismo.
Fue
Horkheimer quien encontró una definición para el programa de investigación
emprendido por los miembros de la escuela de Frankfurt: la crítica de la
razón instrumental título de una de sus obras más significativas, en la que
mostraba su rechazo a la derivación tecnificada de la razón. La razón
instrumental sería pues la configuración específica en la que el
racionalismo de la Ilustración derivó como consecuencia del desarrollo de la
sociedad industrial. Donde el protagonismo otorgado al principio de causalidad
clásico terminó por confluir en una causalidad lineal en la que primaba el fin
sobre los medios, desterrando al olvido la dimensión cualitativa y no
utilitaria, que encontró su traducción en la construcción del estado
contemporáneo en la que el individuo se disuelve en la colectividad anónima. La
reflexión de Horkheimer enlazaba con la denuncia de la pérdida de la identidad
del individuo frente al Moloch del Estado que invadía todas las esferas de la
sociedad en la naciente sociedad de masas, que había sido denunciado por el
expresionismo, particularmente por las pinturas de Munch y Ensor y la literatura
de Kafka. Disolución del individuo, que encontraba su manifestación en la crisis
del sujeto que llevó a Freud a desarrollar en los años del cambio de siglo su
teoría psicoanalítica. Se comprende así el intento de lectura conectada de Marx
con Freud realizada por los frankfurtianos.
Con ello, los integrantes de la escuela de Frankfurt
llamaban la atención sobre la insuficiencia de la crítica economicista, a la
hora de analizar y explicar las transformaciones acaecidas en la sociedad
industrial, era preciso, a su juicio desarrollar paralelamente una crítica al
ethos vinculado a las transformaciones de la organización socioproductiva,
mediante el análisis de los procesos socioculturales. Horkheimer en el
eclipse de la razón llegó a plantear que el simple análisis racional de la
sociedad resultaba insuficiente e insatisfactorio, toda vez que esa razón había
perdido su consciencia y autoconsciencia crítica, tal como se pondría de
manifiesto en el carácter manipulable de la opinión pública, que en las
sociedades de masas habría terminado por conducir a una completa cosificación
del hombre. Para Adorno y Horkheimer el sesgo normativista de la Ilustración
conduciría a la razón a la mitologización de la tecnificación.
Si bien la ideología del Progreso pervivió a un lado
y otro del muro de Berlín, lo hizo en precario al reducirse su ámbito de
aplicabilidad al horizonte de un crecimiento económico ilimitado, a través de la
doctrina de la coexistencia pacífica. El horizonte del futuro se redujo
simplemente a las cifras del cuadro macroeconómico, en tanto que éste fue
abandonado a la esfera del desarrollo científico-tecnológico. La crisis
civilizatoria de los años veinte, caracterizada por el cuestionamiento de los
principios sobre los que se había edificado la racionalidad moderna de la
civilización occidental, fue cegada, desapareció ante el resplandor del hongo
nuclear. Las transformaciones acaecidas en el ámbito del edificio de la ciencia,
con la cristalización del complejo científico-tecnológico, vinculado a las
enormes necesidades financieras que requieren los proyectos de investigación,
coadyuvan a este desplazamiento, tras la revolución científica del primer tercio
del siglo XX, acaecido con la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica,
el interés se desplazó desde las consecuencias epistemológicas hacia su
aplicabilidad práctica. Los problemas epistemológicos quedaron ocultados
consecuencia de los nuevos derroteros de la ciencia básica, vinculada al
complejo científico-tecnológico.
Los primeros
síntomas del malestar.
Sin embargo, a finales del decenio de los sesenta el
optimismo y la confianza en el futuro de las sociedades opulentas de los países
desarrollados comenzaron a presentar los primeros síntomas de un malestar que
terminaría por eclosionar en los mayos del sesentayocho. Sus antecedentes
inmediatos se encuentran en los movimientos por la paz que desde finales de los
años cincuenta recorrieron Europa occidental, particularmente en Gran Bretaña y
la República Federal Alemana, centrados en la denuncia y la movilización
ciudadana contra el peligro de una guerra nuclear; y en la aparición del
tercermundismo, al calor de los procesos de descolonización y del definitivo
descrédito entre amplios sectores de la izquierda occidental del comunismo
soviético a raíz de su intervención militar en 1956 en Hungría. Este malestar
encontró en la revolución cubana, la guerra de Argelia y, sobre todo, en la
guerra de Vietnam los elementos movilizadores de una incipiente nueva izquierda,
que desde el apoyo a los movimientos de liberación nacional y las guerrillas del
denominado Tercer Mundo desarrollaron una crítica radical tanto de las
sociedades opulentas del bloque liderado por los Estados Unidos como de los
burocrátizados y dictatoriales regímenes de socialismo real, sometidos al férreo
control de la Unión Soviética, a la búsqueda de una tercera vía que parecía
apuntar con el nacimiento del movimiento de los países no alineados, cuyos
primeros pasos fueron dados en las conferencias de Bandung -1955- y Belgrado
-1961-.
Por otra parte, la elevación de los niveles de vida,
el creciente consumismo asociado al desarrollo de la sociedad de los mass media,
la generalización de los sistemas educativos con la consiguiente masificación de
la Universidad y la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo
transformaron los valores de la sociedad, particularmente de las jóvenes
generaciones nacidas tras la guerra y educadas en el contexto de las sociedades
opulentas. El bienestar material parecía una conquista irrevocable, el horizonte
aparecía preñado de promesas de la mano del desarrollo científico-técnico,
nuevos productos inundaban los mercados, nuevas oportunidades surgían por
doquier y la sociedad del ocio parecía una realidad al alcance de la mano. En
otras palabras, la promesa de la conquista del paraíso terrenal nacida con la
Ilustración había llegado, dejando de ser un horizonte más o menos lejano por el
que combatir o en el que confiar. Sin embargo, a mediados del decenio de los
felices sesenta el malestar comenzaba a corroer a determinados sectores de las
sociedades del bienestar, particularmente entre los jóvenes que empezaban a
mostrar síntomas de rebeldía, encontrando sus primeras manifestaciones en la
fascinación que sentían por los nuevos ritmos musicales del pop y el
rock and roll. Jóvenes rebeldes que se identificaban con los nuevos mitos
cinematográficos: James Dean y Marlon Brando. Que escuchaban la música
ininteligible de aquellos melenudos como los Beatles, los Rolling Stones, Janis
Joplin o Jimmy Hendrix. Que comenzaban a leer a Jack Kerouac y daban los
primeros pasos en el viaje iniciático de las sustancias alucinógenas: la
maría y el LSD.
El radicalismo político que proliferaba en los campus
universitarios no resultaba la única manifestación de las transformaciones que
se estaban produciendo entre las jóvenes generaciones de las sociedades del
bienestar. Antes del mayo del 68 el cambio de valores mostraba evidencias
en la liberalización de las costumbres, especialmente en las relaciones entre
los sexos, que daría lugar a lo que se ha dado en llamar la liberación sexual,
que camino de la mano con el nuevo papel que las mujeres reivindicaban en la
sociedad, al calor de su incorporación masiva al mundo del trabajo, poniendo en
cuestión los tradicionales roles asignados a la mujer como madre de familia y
esposa. Autonomía e independencia de la mujer y, por tanto, reivindicación de su
propio cuerpo y de su sexualidad.
La independencia económica adquirida por las mujeres
y la elevación de sus niveles educativos coadyuvaron de manera decisiva a la
ampliación del apoyo social de los movimientos en pro de la igualdad de los
derechos de la mujer, nacidos en los lustros finales del siglo XIX representados
por las sufragistas. De hecho, el movimiento de la mujer que cristalizó en los
años sesenta representó un cambio cualitativo respecto del discurso, el eco y
apoyo social de los movimientos sufragistas, marcó el nacimiento del movimiento
feminista, puesto que además de reivindicar la igualdad de derechos y deberes de
ambos sexos, planteaba la defensa específica de los valores asociados a la
feminidad frente a los valores masculinos, dando lugar a una crítica global de
la sociedad, identificada por su secular carácter patriarcal. De esta forma, el
movimiento feminista actúa en un doble plano: la demanda de la igualdad entre
los sexos, mediante modificaciones en el orden jurídico y político que hagan
factible dicha igualdad -son las campañas en favor del divorcio, del derecho de
aborto, de la igualdad de salarios, la no discriminación por razones de
sexo...-, que llevó a partir de los años setenta a la reivindicación de
políticas de discriminación positiva -establecimiento de cuotas para las mujeres
en todos los planos de la vida social- destinadas a corregir en la práctica la
tradicional discriminación de la mujer, progresivamente eliminada en el orden
jurídico; de otro lado, el discurso feminista al desarrollar una crítica global
a la sociedad patriarcal se dirige desde la reivindicación de la autonomía e
independencia de las mujeres -del control sobre su cuerpo y de la maternidad
pasando por la igualdad de derechos- a la defensa de nuevos valores asociados a
la feminidad para plantear un cambio sustantivo en las formas de organización y
relación social. En 1949 Simone de Beauvoir publicó Le deuxième sexe
-el segundo sexo-, obra inaugural del feminismo de la segunda mitad del
siglo XX. El 18 de agosto de 1960 se iniciaba en los Estados Unidos la
comercialización de la píldora anticonceptiva, que puso en manos de las mujeres
un instrumento básico en el control de su sexualidad. En 1963 Betty Friedan
publicó The feminine mystique -la mística de la feminidad-, obra básica
con la de Beauvoir en la fundamentación del discurso feminista, en años
posteriores les siguieron The dialectic of sex -la dialéctica del sexo-
de Shulamith Firestone (1970), The female eunuch -el eunuco hembra-
de Germaine Greer (1970), Women´s estate -la condición de la mujer-
de Juliet Mitchell (1971), Sexual politics -Política sexual- de
Kate Millet (1971), The politics of women´s liberation -la política de
la liberación de la mujer- de Jo Freeman (1975), por sólo citar algunos de
los más relevantes títulos de una abundantísima literatura.
Surgió así un nuevo horizonte, que se acrecentaría a
lo largo de los años sesenta, que discutía los planteamientos lineales del
desarrollo de la humanidad que habían caracterizado a la racionalidad moderna de
la civilización occidental respecto de la evolución de la humanidad,
fundamentados en las diferentes manifestaciones de la ideología del Progreso. La
descolonización avivó el interés por el estudio de otras formas civilizatorias
distintas de la occidental, impulsando el desarrollo de la etnología y la
antropología, que con los trabajos de Lévi-Strauss derivaron hacía un
planteamiento claramente estructuralista, que trata de explicar las permanencias
de las estructuras, los valores y la resistencia de sociedades que responden a
parámetros diferenciales respecto de Occidente. El estudio de las otras
civilizaciones llevó a Lévi-Strauss a plantear la irreductibilidad de la
naturaleza humana, reactualizando los planteamientos del racionalismo ilustrado,
sobre la base de la existencia de unas estructuras profundas comunes a las
diferentes civilizaciones, que revelarían la unicidad de la naturaleza humana,
en función del fondo común presente en el significado y las funciones
desempeñadas por la estructura de los mitos y de las relaciones elementales del
parentesco, dando lugar al nacimiento de una antropología estructural que sin
embargo pretendía hacer compatible con la afirmación de la diversidad
civilizatoria.
Fue en este contexto problemático, cargado de
ambigüedades, en el que se fundían sin solución de continuidad el optimismo de
los años sesenta, alimentado por los éxitos continuados de los estados del
bienestar, con el malestar de las nuevas generaciones nacidas en las sociedades
opulentas respecto de los valores dominantes en las mismas, cuando estallaron
los mayos del 68. Mayo del 68 no surgió pues de la nada. En Estados Unidos, la
presidencia de John F. Kennedy quedó dramáticamente interrumpida por su
asesinato, el 22 de noviembre de 1963, sus resultados fueron contradictorios y,
sin embargo, se convirtió en una leyenda que perdura en el imaginario colectivo
de los estadounidenses. Las razones hay que buscarlas en su juventud y
dinamismo, que trasladó a su presidencia al rodearse de una serie de jóvenes y
brillantes profesionales que representaban las nuevas aspiraciones y formas de
la optimista sociedad opulenta que tomaba las riendas del país al inicio de la
década prodigiosa de los sesenta. Kennedy representaba un cambio generacional,
un nuevo estilo, conocedor del poder de los mass media, capaz de encarnar y
proyectar las ilusiones de la sociedad norteamericana. El mito Kennedy se
construyó con la televisión. Las elecciones presidenciales las ganó ante las
cámaras frente a Nixon, su asesinato y funerales fueron transmitidos en directo
por televisión.
Una
nueva época, la era dominada por los medios de comunicación de masas, llegaba
con la figura de Kennedy y alimentó su leyenda. El vicepresidente demócrata
Lyndon B. Johnson ganó las elecciones presidenciales de 1964 en una sociedad
todavía traumatizada por el asesinato de Kennedy. Arropado por el sentimiento de
culpa, logró el apoyo del Congreso para el programa reformista de la Nueva
Frontera y para la legislación más amplia jamás aprobada contra la
segregación racial. En 1964 la
Ley sobre Derechos Civiles prohibía la discriminación racial en hoteles,
restaurantes y teatros, otorgaba poderes al fiscal general para garantizar el
fin de la segregación en las escuelas y el ejercicio del derecho de voto a la
población de color. Se creó la Comisión de Oportunidades Iguales para acabar la
discriminación laboral por razones de raza, sexo o religión. Para luchar contra
la pobreza se aprobó en 1964 la
Ley sobre Oportunidad Económica por la que se destinaban importantes fondos
públicos a la educación y la formación profesional. Todas estas medidas iban
destinadas a crear la Gran Sociedad que permitiera a todos los ciudadanos
norteamericanos disfrutar de la prosperidad y de las libertades. Las leyes de
1965 extendieron el sistema de salud pública y reforzaron el sistema educativo.
Esta política reformista se vio acompañada y reforzada por la acción del
Tribunal Supremo en los terrenos de los Derechos Civiles, las garantías
procesales para los individuos acusados ante la justicia o la defensa de la
libertad de expresión y asociación.
Los mayos del 68.
Sin embargo, la presidencia Johnson pasó a la
historia por el malestar de la sociedad norteamericana, sobre todo entre los
jóvenes que empezaban a mostrar síntomas de rebeldía. La guerra de Vietnam jugó
un papel determinante. La oposición a la guerra de Vietnam fue creciendo en los
campus universitarios estadounidenses entre 1964 y 1969, oposición en la que los
mass media, y especialmente la televisión con sus crudas imágenes de la guerra,
desempeñaron un papel de primer orden. El 17 de abril de 1965 tuvo lugar en
Washington la primera protesta masiva contra la guerra de Vietnam. La rebeldía
de los jóvenes se expresó también en la formación de diferentes tribus urbanas,
que con sus vistosas vestimentas y sus ídolos cinematográficos y musicales
manifestaban el rechazo de los valores tradicionales, donde los conciertos se
transformaron en los espacios por excelencia de identificación colectiva: de los
rockers a los hippies. El 17 de agosto de 1969 comenzaba el festival
pop de Woodstock bajo el lema love and peace. Paralelamente se
desarrollaba la revuelta negra. A pesar de la mejora de la situación legal de la
población de color a raíz de la aprobación de la Ley sobre Derechos Civiles de
1964, la insatisfacción de la población de color se incrementó a consecuencia de
su marginación económica y social. Los avances registrados en la igualdad legal
ponían de manifiesto la desigualdad real. El desempleo entre la población de
color duplicaba la media nacional, un tercio vivía por debajo de los umbrales de
pobreza y las viviendas y escuelas de los barrios negros eran muy inferiores a
los niveles medios mínimamente aceptables.
Surgieron grupos que reivindicaban un nacionalismo
negro que cuestionaba los métodos no violentos de Martin Luther King, como los
Musulmanes Negros, las Panteras Negras o el SNCC -Student
Nonviolent Coordinating Committee, Comité Coordinador No Violento de Estudiantes-.
Stokely Carmichael y Malcolm X fueron dos de los representantes más
significativos del radicalismo negro de los sesenta, simbolizado por la
reivindicación del Poder Negro, formulación ambigua que iba desde la
afirmación de la conciencia y orgullo negros al separatismo frente a la
integración. La guerra de Vietnam intensificó el radicalismo negro, dado el peso
de los soldados de color en las tropas destinadas a Vietnam. Desde 1965
estallaron toda una serie de revueltas urbanas, las más graves del siglo. El
momento álgido de la protesta negra se alcanzó entre el verano de 1967, con
revueltas en más de cien ciudades, y el asesinato de Martin Luther King, el 4 de
abril de 1968.
A la vez que la independencia económica adquirida por
las mujeres y la elevación de sus niveles educativos coadyuvaron de manera
decisiva a la ampliación del apoyo social de los movimientos en pro de la
igualdad de los derechos de la mujer. La National Organization of Women, creada
en 1966, fue el instrumento para impulsar las reivindicaciones feministas,
pronto contó con decenas de miles de afiliadas.
Francia estuvo al borde del abismo. Mayo del 68
había actuado como el crisol en el que se fundieron todos los síntomas del
malestar que arrastraba la sociedad francesa. De una parte, la nueva conciencia
social de determinados sectores de las nuevas clases medias atraídas por las
tesis tercermundistas que habían ido cristalizando desde el conflicto de Argelia
y que habían encontrado su proyección en la guerra de Vietnam. De otra, el
creciente distanciamiento de amplios sectores de la sociedad francesa, respecto
del régimen paternalista y con acendrados ribetes autoritarios del general De
Gaulle, pero también el alejamiento respecto de una izquierda tradicional,
representada fundamentalmente por el PCF, anclada en una posición acomodaticia
donde se combinaban simultáneamente una retórica de la transformación social con
la plena aceptación del estatus político y social. Además, los nuevos valores
asociados a la sociedad del bienestar, representados por las demandas y
aspiraciones de unos universitarios masificados, hijos de esas clases medias,
que habían nacido y crecido en la floreciente sociedad de consumo, representaban
una ruptura generacional que cuestionaba no sólo el orden social sino también el
discurso y la práctica de la izquierda tradicional. Mayo del 68 fracasó como
revolución, pero transformó la sociedad francesa. Fracasó como revolución desde
los cánones clásicos de la izquierda, puesto que no se produjo la sustitución
radical del viejo orden político. Sin embargo, cambio pautas de comportamiento,
introdujo nuevos valores. Cuestiones tales como el reconocimiento de los
derechos de la mujer, la liberalización de las costumbres, la democratización de
las relaciones sociales y generacionales, la destrucción del autoritarismo en la
enseñanza... cristalizaron en las calles de París.
Paralelamente, al otro lado del telón de acero
soplaban vientos que amenazaban con cuartear el rígido edificio del
totalitarismo soviético y su influencia en Europa oriental. La controversia
chino-soviética, pronto convertida en abierto enfrentamiento
ideológico-político, halló eco en los países de Europa del Este. De un lado,
afianzando la autonomía yugoslava, al ampliar el margen de maniobra de Tito,
embarcado en el proyecto del no alineamiento. De otro, favoreciendo la
creciente autonomía respecto de Moscú de Albania y Rumania, que anclados en la
ortodoxia estalinista se distanciaban de la URSS. Hungría en 1956 había
representado la más evidente prueba del vasallaje impuesto por la Unión
Soviética. Las reformas de Gomulka en Polonia se habían estrellado contra los
estrechos y altos muros del socialismo real. A pesar de ello,
Checoslovaquia representaba una esperanza para aquellos que confiaban en
reformar desde dentro los regímenes de democracias populares, mediante la
construcción de un socialismo de rostro humano.
Las tímidas reformas iniciadas por Novotny en 1963
pronto fueron desbordadas. La elección de Alexander Dubcek como secretario del
Partido Comunista Checoslovaco, en enero de 1968, significó el triunfo de los
sectores reformistas, que encontraron un fuerte apoyo social al iniciar un
ambicioso proceso de democratización. Era la primavera de Praga. La
restauración de las libertades civiles y políticas por Dubcek fue vista con
temor y aprensión por los burócratas de la Europa oriental, sobre todo en
Polonia y la República Democrática Alemana que temían el contagio social de los
aires de libertad que recorrían Praga, expresado en los incidentes callejeros de
junio en Varsovia. El rumbo de los acontecimientos llevó de la preocupación al
rechazo en Moscú, temeroso de que Checoslovaquia rompiera los vínculos con el
Pacto de Varsovia y el bloque del Este. La noche del 21 de agosto las tropas
soviéticas, polacas, alemanas democráticas, húngaras y búlgaras ocupaban
Checoslovaquia. La resistencia popular fue vencida rápidamente por los tanques
soviéticos, poniendo fin de manera sangrienta a la Primavera de Praga.
Los sucesos de 1968, tanto del mayo francés
como de Checoslovaquia, dejaron importantes secuelas en la izquierda occidental
a corto y medio plazo. Los partidos comunistas occidentales acentuaron el
distanciamiento respecto de Moscú, particularmente del PCI y del PCE, dando
lugar al eurocomunismo, que mediante la fórmula del compromiso histórico
trataban, respectivamente, de abrir las puertas a un gobierno con los
democristianos en Italia y articular, en España, un amplio acuerdo político
capaz de poner fin a la dictadura franquista. La plena aceptación del marco
democrático significaba la definitiva renuncia a la estrategia revolucionaria
abierta por los bolcheviques en 1917, con ello no sólo se alejaban del modelo
soviético también trataban de responder a las transformaciones acaecidas en las
sociedades industrialmente avanzadas, mediante el concepto de revolución
científico-técnica, con ello pretendían adecuar el análisis clasista marxista a
la nueva sociedad de clases medias surgida con las sociedades del bienestar. A
pesar de ello, amplios sectores sociales comprometidos en los movimientos del
sesentayocho mostraron abiertamente sus recelos respecto de los partidos
comunistas occidentales por la combinación de varios factores: mientras la
invasión de Checoslovaquia representó la definitiva ruptura con el modelo
soviético para la nueva izquierda; las vacilaciones y tibieza, cuando no abierta
hostilidad, con las revueltas del sesentayocho de dichos partidos les alejaron
de los grupos más comprometidos.
A corto plazo, condujo a una reafirmación en los
postulados del izquierdismo, basado generalmente en el marxismo-leninismo, el
trosquismo y el maoísmo. El fracaso de las revoluciones del sesentayocho
respondió, a juicio de los grupos izquierdistas, a la ausencia de una
organización revolucionaria capaz de dirigir el proceso revolucionario, dada la
traición de la izquierda tradicional. Por ello, la tarea del momento residía en
construir el partido de la revolución. A medio plazo, el izquierdismo se reveló
como un camino que miraba más hacia el pasado que hacia el futuro, su fracaso se
manifestó en la permanente fragmentación de unos grupos que difícilmente salían
de la marginalidad política y social. La frustración de las esperanzas en el
pronto estallido de la revolución llevó a algunos, influidos por la mitificación
de las luchas guerrilleras del Tercer Mundo, a postular estrategias de guerrilla
urbana que desembocaron en varios países en la formación de grupos terroristas,
como las Brigadas Rojas en Italia o el RAF -fracción del ejército rojo-
en la República Federal Alemana, durante los años setenta.
El descrédito del socialismo real en algunos
sectores de la intelectualidad occidental quedó subsumido en la fascinación
ejercida por la revolución maoísta, particularmente por la lectura idealizada de
la revolución cultural. El maoísmo occidental permitía enlazar con las tesis
tercermundistas, alimentando la utopía revolucionaria desde el cuestionamiento
de los valores y las realidades de la civilización occidental, aparecía así como
una tercera vía, que en el plano de la política internacional encontraba su
expresión en el conglomerado del movimiento de los no alineados.
Intelectualmente, esta configuración podía enlazar con los planteamientos del
estructuralismo sin abandonar la rebeldía. Sartre se hizo maoísta y Foucault
redescubrió a los olvidados, que no eran ya ni el pueblo de Michelet ni los
trabajadores, organizados como la clase social portadora del futuro, en un
momento en el que estos habían sucumbido a las prácticas reformistas asociadas
al creciente bienestar material de las sociedades de consumo de masas. Son los
locos, los marginados, las mujeres, las minorías los nuevos objetos de estudio.
Fue el momento del esplendor de la antipsiquiatría,
del triunfo de la escuela de Frankfurt de la mano de Marcuse y su crítica
del hombre unidimensional de la sociedad de consumo. Movimiento
intelectual que floreció de la mano del mayo del 68, donde nuevos actores
sociales emergieron al primer plano de la actualidad, los llamados nuevos
movimientos sociales, los jóvenes rebeldes, el feminismo, el ecologismo, el
pacifismo, el hippismo, la contracultura, lo underground, del rock and
roll y del culto a los nuevos paraísos escapistas ofrecidos por la droga.
Revolución de las costumbres y los valores que con el estallido de la crisis de
los setenta se conjugó con la crisis de la ideología del Progreso, planteándose
con fuerza el problema de los límites del crecimiento.
Con Foucault la historia abandonaba sus pretensiones
de totalidad para interesarse por la fragmentación de los saberes y las
prácticas. Frente a la continuidad se impone la discontinuidad, frente a la
homogeneidad la heterogeneidad. Discontinuidad irreductible en su singularidad a
todo sistema de causalidad, sustituido por un poliformismo de lo real que se
resiste a ser aprehendido en un discurso de la totalidad, en el que cada estrato
de lo real se desenvuelve en su propia temporalidad, imposibilitadora de la
reconstrucción utópica de la ideología del Progreso en la que se sobreimponen
las líneas de continuidad sobre las discontinuidades de los cambios, de las
revoluciones en un sentido más kuhniano que político, tratando de escapar
a toda interpretación finalista a la que estaba condenada la Historia por la
ideología de Progreso.
Mayo del 68 dejó tras de sí un poso ambivalente. Tras
el desengaño del socialismo real los nuevos movimientos sociales: feminismo,
ecologismo y pacifismo no han sido capaces de elaborar y ofrecer un proyecto
alternativo totalizante a la sociedad de consumo, tal como hizo el marxismo
respecto de la sociedad industrial. La crítica al orden social, económico,
político y cultural de la sociedad de consumo se resuelve en los años ochenta
mediante la valorización del papel del individuo frente a la perspectiva
colectiva. La disolución de lo colectivo en lo individual se tradujo en una
fragmentación de los discursos, los referentes se transforman en individuales,
los metarrelatos desaparecen frente a los juegos del lenguaje que
caracterizarían a la condición posmoderna analizada por Lyotard.
Los nuevos movimientos
sociales.
Con el apelativo de nuevos movimientos sociales,
tanto sus agentes sociales como los investigadores, quieren marcar las
distancias que les separan de los movimientos sociales tradicionales surgidos
con la sociedad industrial, en particular con el movimiento obrero. Estos
últimos, nacieron y se desarrollaron sobre una base clasista, que respondía a la
estructura social característica de las sociedades industriales desde su
nacimiento a mediados del siglo XX. Dicha estructura social se caracterizaba por
una clara polarización en función de las posiciones económicas y sociales que
ocupaban los distintos grupos. El conflicto social quedaba articulado sobre la
base de la confrontación de los distintos intereses económicos y sociales de la
estructura clasista de las sociedades industriales. Las transformaciones en los
modos, las costumbres y las cosmovisiones asociadas al nacimiento de la sociedad
industrial coadyuvaron a la formación de los distintos movimientos sociales a lo
largo del siglo XIX, resistencias e innovaciones contribuyeron a configurar las
formas de respuesta social del conflicto. El proceso histórico de conformación
de las sociedades liberales contribuyó a dotar de contenido político las
reivindicaciones y las identidades de los distintos grupos sociales. Las
demandas y las respuestas obtenidas, las formas de expresión de las
reivindicaciones y los resultados cosechados conformaron el modelo por
excelencia del conflicto en la sociedad industrial, imponiéndose progresivamente
la huelga y la conquista del poder político, bien por medios parlamentarios y
pacíficos o revolucionarios, como los instrumentos por excelencia del conflicto
en la sociedad industrial.
Surgieron así nuevas identidades, nuevas
cosmovisiones y representaciones que dotaron de cohesión interna a los
diferentes grupos sociales en pugna. El marxismo actuó de cimentador de las
señas de identidad del movimiento obrero, dotándole de un discurso, un modelo
organizativo, una práctica política y social y un horizonte que hizo posible la
cristalización de dicho movimiento como clase obrera, transformando al
proletariado en uno de los principales agentes de la sociedad industrial. Los
nacionalismos populistas surgidos en el último tercio del siglo XIX,
particularmente en Centroeuropa, actuaron de manera similar entre aquellos
grupos sociales que se sentían amenazados por el avance de los procesos de
industrialización, sus discursos se fundamentaron y edificaron en contraposición
con los valores y los grupos que encarnaban esa sociedad industrial, tanto el
capitalismo, identificado míticamente con el capitalista financiero asociado a
la figura del judío, reelaborando sobre nuevas bases el secular antisemitismo de
la civilización occidental, como del proletario revolucionario, construyendo
unas mitologías basadas en una serie de contraposiciones: taller frente a
fábrica, tierra y propiedad frente a especulación, familia frente a
individualismo, nación frente a internacionalismo, tradición frente a
revolución, raza frente a clase, comunidad frente a socialismo...
En contraposición, los nuevos movimientos sociales se
nutren de activistas y simpatías de todos los sectores de la estructura de las
sociedades industrialmente avanzadas. Sus discursos, mensajes y demandas van
dirigidas al conjunto de la sociedad y no a ningún grupo en particular en
función de la posición que ocupa social y económicamente. Se caracterizan por el
carácter global de sus reivindicaciones y, a la vez, por el carácter particular
de los objetivos y propuestas. Actúan más en la dirección de provocar cambios
globales en la escala de valores que de provocar alteraciones en las bases
funcionales del sistema político. Los movimientos ecologistas y por la paz
reclutan efectivos y simpatías de un arco difuso de la estructura social. El
movimiento feminista obtiene apoyos sobre la base de la desigualdad de las
mujeres como género, obteniendo la adhesión de las mujeres independientemente de
su posición en la estructura social.
Por otra parte, el sistema social de los países
industrialmente avanzados ha mostrado una gran flexibilidad a la hora de
incorporar algunas de las demandas de estos movimientos. A ello ha contribuido
la consolidación de la democracia como el sistema político asociado a las
sociedades del bienestar. El juego político del sistema de partidos se
fundamenta en la conquista de mayorías sociales, obligando a los partidos a
presentar programas y actuar en conformidad con los valores y reivindicaciones
de los diferentes grupos sociales. De tal manera que cuando un determinado valor
o demanda es asumido por un amplio sector de la población, este nuevo valor o
demanda es incorporado por la sociedad de consumo y, por ende, por el sistema
político. Este carácter magmático de las sociedades del bienestar permite
incorporar progresivamente reivindicaciones y valores de los movimientos
sociales, ofreciendo salidas consensuales a las contradicciones presentes en la
estructura social, imposibilitando o, al menos, debilitando la confrontación
radical entre grupos sociales, dando lugar a procesos de ósmosis social más que
de fagocitosis.
Esta
porosidad de la sociedad ha influido en la dinámica de los nuevos movimientos
sociales, el pluralismo de la sociedad ha encontrado traducción en dichos
movimientos, la herencia antiautoritaria de las revueltas del sesentayocho ha
empujado en la misma dirección, por lo que la cohesión se ha centrado en la
asunción y defensa de nuevos valores y no en el ámbito organizativo, donde han
primado los mecanismos de democracia de base y descentralización, por lo que los
grupos dinamizadores han mostrado una fuerte inestabilidad compatible con la
permanencia de los nuevos movimientos sociales. La flexibilidad organizativa con
la consiguiente entrada y salida permanente de activistas, responde al carácter
difuso del apoyo social que obtienen, en concordancia con los ciclos de
movilización y desmovilización que les caracterizan, al inclinarse por actuar
sobre la opinión pública más que desde el entramado institucional conformado por
el sistema de partidos y organizaciones sociales tradicionales, como los
sindicatos, a los que influyen transversalmente en función del eco social
alcanzado por sus demandas. Sus formas de actuación tratan de optimizar los
mecanismos de las sociedades mediáticas, las campañas son pensadas y organizadas
para obtener la mayor repercusión en los mass-media e influir desde ahí a la
opinión pública, combinando marchas masivas y actuaciones espectaculares,
basadas en la no-violencia y la acción directa, que involucran a núcleos
reducidos de activistas, el ejemplo paradigmático sería la actividad de
Greenpeace. El espacio del conflicto se desplaza desde el centro de trabajo
-la fábrica- a la calle y a los medios de comunicación, en función del carácter
global de sus reivindicaciones y de las transformaciones socioculturales
asociadas al papel dominante de los mass-media.
El ecologismo.
La crisis de los setenta, los crecientes problemas de
contaminación medioambiental, la quiebra de la ideología del Progreso, la
masificación urbana y el consiguiente empeoramiento de la calidad de vida,
accidentes como los de Seveso en Italia (1976) y de Harrisburg en Estados Unidos
(1979), dieron alas y argumentos al movimiento ecologista, que desde posiciones
marginales fue ampliando su base social, despertando una nueva sensibilidad en
los países industrializados, llegando a condicionar la acción de los gobiernos y
al poco permeable sistema de partidos. Los inicios del movimiento ecologista se
sitúan en Estados Unidos a raíz del gran apagón, de noviembre de 1963, que dejó
sin electricidad a gran parte del norte de los Estados Unidos y del sur de
Canadá, sobre el que Barry Commoner basó su obra Ciencia y Supervivencia,
aparecida en 1966, uno de los primeros textos en los que se denuncia la espiral
productivista asociada al optimismo tecnológico. En 1969 David Brower fundó
Amigos de la Tierra -Friends of the Earth-, una de las primeras
organizaciones ecologistas de carácter mundial. Un año más tarde funcionaban en
Estados Unidos más de tres mil organizaciones ambientalistas y ecologistas. Ese
mismo año la National Academy of Sciences de los Estados Unidos publicó
el informe Resources and Man -los recursos y el hombre-, primero de los
informes procedentes de la comunidad científica que alertó sobre la limitación
de los recursos y la explosión demográfica.
En febrero de 1970 los matrimonios Bohlen y Stowe
trataron de impedir una explosión nuclear estadounidense en Amchitka -Alaska-
prevista para 1971, fundaron para ello el grupo No Hagáis Olas, que botó
un barco bajo el nombre de Greenpeace
el 15 de septiembre de 1971, con ello nació Greenpeace. El 22 de abril de
1970 varios millones de personas participaron en Estados Unidos en el Earth
Day -Día de la Tierra-, las repercusiones de la afirmación de la conciencia
ambientalista en la sociedad norteamericana llevó a la creación por el gobierno
de la Agencia de Protección del Medio Ambiente. El 12 de abril de 1971 varios
centenares de personas se manifestaban frente a la central nuclear en
construcción de Fessenheim -Alsacia- era el inicio del movimiento antinuclear
francés. El 11 de mayo de ese año 2.200 científicos de todo el mundo se
dirigieron a la ONU alertando sobre la degradación del medio ambiente, fue el
Mensaje de Menton que proclamó "Vivimos en un sistema cerrado, totalmente
dependientes de la Tierra y unos de otros, y eso durante toda nuestra vida y
durante la de las generaciones que vendrán". El eco del movimiento
ecologista comenzó a tener una resonancia internacional, rebasando los límites
de los grupos activistas para comenzar a instalarse en la conciencia de la
opinión pública, especialmente en los países industrialmente avanzados, donde la
degradación del medio ambiente comenzaba a deteriorar los niveles de calidad de
vida. En 1972 apareció el primer informe del Club de Roma sobre los
límites del crecimiento. En junio de 1972 se celebró en Estocolmo la primera
Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente Humano, organizada por la ONU,
que dio lugar a la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Medio
Ambiente (PNUMA), con sede en Nairobi.
El 22 de marzo de 1975 se produjo el primer accidente
grave -conocido- en una central nuclear, en Browns Ferry -Alabama, Estados
Unidos-, donde estuvo a punto de fundirse el núcleo del reactor. Desde ese año
el carácter antinuclear del movimiento ecologista tendió a cobrar un creciente
protagonismo hasta la paralización de los programas nucleares en la mayoría de
los países industrializados tras los accidentes de Harrisburg y Chernóbil. El 10
de julio de 1976 tuvo lugar la catástrofe de Seveso -Italia-, una nube de
dioxina contaminó la zona, obligando al desalojo de una amplia zona de la región
norte de Milán, todavía hoy la zona permanece vallada y clausurada. El 16 de
marzo de 1978 el petrolero Amoco-Cadiz vertió frente a las costas
bretonas 230.000 toneladas de crudo. En junio de ese año se celebró en Albany
-Estados Unidos- el
Congreso de Mujeres sobre el Medio Ambiente, síntoma del acercamiento del
feminismo a la problemática ecologista, ratificado por la publicación de las
obras de Susan Griffin, Woman and Nature. The Roaring Inside Her, y Mary
Daly, Gyn-Ecology: The Metaethics of Radical Feminism. El 5 de noviembre
de 1978, el movimiento antinuclear austríaco logró la paralización del programa
nuclear en un referéndum. Unos meses más tarde, el 28 de marzo de 1979, ocurrió
el accidente en la central nuclear de Three Mile Island -Harrisburg-,
provocado por la fusión parcial del núcleo del reactor, la gravedad y
repercusión del acontecimiento paralizó el programa nuclear norteamericano. El 9
de diciembre se celebró en Bruselas una manifestación contra la instalación de
los euromisiles en Europa -misiles nucleares de alcance medio-, fue el inicio
del nuevo movimiento pacifista europeo con la formación en 1980 de la Campaña
Europea por el Desarme Nuclear (END), en la que se evidenciaron las
estrechas relaciones entre el movimiento antinuclear y el movimiento por la paz
de los años ochenta.
El incremento de la sensibilidad medioambientalista
por la opinión pública mundial se tradujo en la aprobación el 5 de marzo de 1980
de la Estrategia Mundial de la Conservación de la Naturaleza, elaborado
por la UICN, el PNUMA y el WWF. Ese mismo mes un referéndum obligó al gobierno
sueco a programar el abandono de la energía nuclear para el año 2010. 1980 fue
el año de la publicación del Informe Global 2000. Report to the President of
the U.S., encargado por el presidente James Carter al Departamento de Estado
y al Consejo de Calidad Ambiental, sus conclusiones eran aún más alarmantes si
cabe que las del primer informe del Club de Roma sobre los límites del
crecimiento. A estas alturas, los argumentos del movimiento ecologista
difícilmente podían ser obviados por la opinión pública y los gobiernos, la
sensibilidad medioambiental se extendió como una mancha de aceite entre las
poblaciones de los países industrialmente avanzados. La ecología y el
conservacionismo dejaron de ser patrimonio exclusivo del movimiento ecologista,
sus demandas empezaron a encontrar eco en los partidos tradicionales, barnizando
sus programas y discursos de un tenue color verde con el que atraer a un
electorado cada vez más sensibilizado por la degradación del medio ambiente.
1981 fue el año en el que se anunció por científicos
británicos que desde 1970 se reproducía cada primavera un agujero en la capa
de ozono
en la Antártida, presumiblemente provocado por la acción de los CFC -gases
clorofluorocarbonados-, en 1990 se confirmó que otro agujero en la capa de
ozono se producía en el Polo Norte. En mayo de 1984, la conferencia de Nairobi,
convocada por el PNUMA, alertó sobre los procesos de desertización provocados
por la acción humana, que afectaban al 40 por ciento de la superficie terrestre.
En junio de 1984, tras las elecciones europeas, se formó el grupo Arcoiris
que aglutinaba a los europarlamentarios verdes de la CEE. En Octubre de ese año
se reunió por primera vez la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el
Desarrollo, creada por la Asamblea General de la ONU de 1983, bajo la
presidencia de la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, sus trabajos
desembocaron en 1987 en el Informe Nuestro futuro común, que proponía la
adopción de un programa mundial para hacer posible un desarrollo sostenible.
El 3 de diciembre de 1984 un escape de la
multinacional Union Carbide en Bhopal -India- provocó la muerte inmediata
a 2.000 personas y lesiones de diversa consideración a otras 200.000, poniendo
en evidencia las crecientes dificultades para las producciones de riesgo en los
países industrializados y la estrategia de las transnacionales de trasladar las
mismas hacia los países del Tercer Mundo, menos estrictos en lo referente a las
normativas y controles gubernamentales y sociales sobre los procesos
industriales de riesgo. El accidente de Bhopal y los agujeros de la capa de
ozono plantearon en toda su crudeza el carácter mundial de la conservación del
medio ambiente, confirmado dramáticamente por el accidente de Chernóbil. En
marzo de 1985 se celebró en París una conferencia mundial sobre la
deforestación, ante la magnitud del problema -cada año desaparecen diez millones
de hectáreas de superficie arbolada-, en ese año la mitad de los bosques de la
República Federal Alemana se encontraban afectados por las emisiones sulfurosas
-lluvia ácida-. El 26 de abril de 1986, el reactor 4 de la central nuclear de
Chernóbil -Ucrania- estallaba, fundiéndose el núcleo del reactor, 140.000
personas tuvieron que ser evacuadas y, en 1990, 640.000 se encontraban bajo
control médico debido a las emisiones radiactivas, 30.000 km2 de
territorio serán baldíos durante al menos dos generaciones, la nube radiactiva
se extendió por el territorio occidental de la URSS alcanzando a Europa
occidental. Chernóbil representó el golpe de muerte para los procesos de
nuclearización, las moratorias nucleares se extendieron a lo largo y ancho de
Europa.
En mayo de 1988, la reproducción anormal de un alga,
provocada por los vertidos de azufre y fósforo, causó la muerte de millones de
peces en las costas de Suecia y Noruega, la contaminación de los mares Báltico y
del Norte causaron la aniquilación de buena parte de su vida animal, la mitad de
las focas desaparecieron de esos mares. En junio la NASA presentó pruebas sobre
los primeros síntomas del efecto invernadero -recalentamiento del planeta
consecuencia de las emisiones de gases a la atmósfera, principalmente CO2-.
El 24 de marzo de 1989, el petrolero Exxon Valdez provocó una marea negra
de cerca de 20.000 km2 en Alaska. El 5 de junio se celebró el Día
Mundial del Medio Ambiente bajo el lema Alerta mundial, la Tierra se
calienta, propuesto por la ONU para llamar la atención sobre el
efecto invernadero. Los efectos medioambientales de la guerra del Golfo
-1992- no han sido evaluados, pero el incendio de los pozos petrolíferos de
Kuwait significó una de las mayores catástrofes de la segunda mitad del siglo
XX. En junio de 1992 se celebró la Segunda Conferencia Mundial sobre el Medio
Ambiente en Rio de Janeiro, convocada por la ONU, la presencia masiva de
jefes de Estado y de gobierno simbolizó la creciente preocupación de la opinión
pública mundial sobre el deterioro del medio ambiente, sus conclusiones aunque
no llegaron a comprometer a los gobiernos con las medidas propuestas por el
informe Brundtland Nuestro futuro común apuntaban en la dirección de
perseguir un desarrollo sostenible, las voces de los países del Tercer Mundo se
dejaron hacer oír para que este fuera compatible con la mejora de la situación
de sus poblaciones.
Tras la caída del muro de Berlín se conoció la
situación catastrófica del medio ambiente en la Unión Soviética y los países de
Europa del Este. El caso de la destrucción del lago Baikal es paradigmático al
respecto, Chernóbil no fue sino la confirmación de la regla: el absoluto
desprecio por el medio ambiente de las burocracias gerontocráticas de estos
países.
La crisis de los
Estados del bienestar.
En el decenio de los setenta varios factores
confluyeron en el declive temporal de las protestas que habían atravesado las
sociedades opulentas. De una parte, la derrota de las revueltas del
sesentayocho, más aparente que real por lo que se refiere a determinados
aspectos de los nuevos valores postmaterialistas de las que eran portadoras, en
tanto que estos se abrieron camino en la sociedad a medio plazo, como la
liberalización de las costumbres, la igualdad de derechos de las mujeres, el
antiautoritarismo,... provocó un reflujo de la dinámica de la protesta de los
sesenta, manifestado en la progresiva marginalidad de los grupos herederos del
sesentayocho. De otra, el cambio de las expectativas, fruto del estallido de la
crisis de los setenta, que puso en cuestión el optimismo en un crecimiento
ilimitado, basado en la ideología del Progreso identificada con un incremento
continuado de los niveles de bienestar material. La primera crisis del petróleo
resquebrajó la fe en un Progreso material ilimitado, ofreciendo fuertes
argumentos al movimiento ecologista. La crisis de los años setenta transmuto el
optimismo de los sesenta por el pesimismo de los setenta.
El estallido de la crisis del petróleo en 1973
escenificó ante los ojos de la opinión pública mundial el fin del ciclo alcista
que había registrado la economia mundial desde el fin de la segunda guerra
mundial, particularmente brillante en los países industrialmente desarrollados.
Con la perspectiva del tiempo, la crisis de los años setenta se ha revelado como
la crisis del modelo de crecimiento sobre el que se basó la construcción y
consolidación de los Estados del bienestar. La quiebra del sistema monetario
internacional configurado en Bretton Woods en 1944; la crisis de las políticas
keynesianas, sobre las que había girado la acción de los gobiernos, y su
sustitución en los años ochenta por políticas neoliberales; la reorganización de
los sectores productivos unido a los procesos de globalización de las economías,
con la consecuente pérdida de la capacidad de acción y control de los gobiernos
a la hora de definir los escenarios macroeconómicos nacionales en una economia
mundializada; la creciente autonomía de los mercados, ahora globales, en
particular de los mercados de capitales, tanto financieros como bursátiles, pero
también de mercancías, merced a los procesos de automatización, estandarización
y computarización, que han transformado a las empresas multinacionales, que
operando desde sus respectivas casas matrices trataban de conquistar mercados a
través de la expansión de sus filiales, en empresas transnacionales, cuyas
estrategias responden a la lógica de un mercado global, son los elementos más
significativos de la quiebra del modelo de crecimiento surgido tras la segunda
guerra mundial, una de cuyas manifestaciones más emblemáticas ha sido la
crisis de los Estados del bienestar.
La crisis de los Estados del bienestar fue
consecuencia del encadenamiento de una multiplicidad de factores. El fin del
ciclo alcista en el decenio de los setenta acentuó la crisis fiscal del Estado,
consecuencia del crecimiento del gasto público y de la disminución de los
ingresos públicos fruto de la crisis económica. Los déficits públicos se
dispararon y las políticas keynesianas se mostraron ineficaces en un contexto de
estancamiento económico, inflación e incremento del desempleo. Las políticas de
ajuste que se pusieron en marcha en los años setenta trataron de corregir los
desequilibrios macroeconómicos mediante la reestructuración de los sectores en
crisis, con el consecuente incremento de las tasas de desempleo y del gasto
social. Dos fenómenos concurrentes explican las elevadas tasas de desempleo de
las economías industrializadas durante el último tercio del siglo XX,
independientemente de la evolución del ciclo económico: la menor mano de obra
exigida por los nuevos sectores y procesos productivos, los procesos de
automatización, robotización e informatización incrementaron exponencialmente la
productividad por hora trabajada; por otra parte, la globalización de los
mercados empujó en la dirección de la transnacionalización del mercado laboral,
desplazando puestos de trabajo a terceros países con menores costes laborales.
Ante la ineficacia de las políticas keynesianas una
nueva ortodoxia económica se impuso en el decenio de los años ochenta, el
neoliberalismo, cuyos máximos representantes fueron el presidente de los Estados
Unidos, Ronald Reagan, y la primera ministra británica Margaret Thatcher. Ronald
Reagan abanderó la revolución conservadora. Un programa que en política exterior
propugnaba el restablecimiento de la cuestionada supremacía norteamericana y en
política interior el saneamiento de una debilitada económica, mediante el
catecismo del neoliberalismo sintetizado en la fórmula de menos estado y más
sociedad, por el que se pretendía relanzar la economia a partir de la iniciativa
individual, a través de la bajada de los impuestos y la reducción del déficit
público, merced a la disminución del papel del Estado en la economia, frente a
la tradición del Welfare State inaugurada con el New Deal de
los años treinta.
Los nuevos conservadores postulaban que las ayudas
sociales reproducían la marginación y la pobreza, porque destruían la iniciativa
de los individuos acostumbrados a vivir de la asistencia social. El fin del
optimismo de los sesenta dejó paso a un sentimiento de desconfianza hacia el
futuro que alimentó la aparición y auge de las sectas protestantes
fundamentalistas, a través de los telepredicadores, que clamaban por un retorno
a los valores puritanos del pasado frente a la liberalización de las costumbres
de los años sesenta. Ley y orden, familia, religión y moral tradicional se
ofrecían como solución al incierto futuro.
El
presidente Reagan encarnaba los principios y presupuestos de la revolución
neoconservadora en marcha. Sin embargo, esta política no cosechó los resultados
esperados, la razón fundamental estribó en la política exterior de la
presidencia Reagan. Estados Unidos había sufrido en los años setenta fuertes
descalabros militares y políticos con la derrota del Vietnam y la revolución
iraní, que habían erosionado su posición en el mundo. Decidido a restablecer el
liderazgo internacional de los Estados Unidos, el presidente Reagan se embarcó
en una política de incremento de los gastos de defensa, sintetizada en su
proyecto conocido como guerra de las galaxias que disparó los déficits
presupuestarios.
La reducción de la inflación y el aumento continuado
de los gastos de defensa permitieron la recuperación de la crisis económica de
1981-82, iniciándose una expansión que se prolongó hasta finales de su
presidencia en 1988. Fueron los años del culto al dinero y del éxito fácil, la
llamada época de los yuppies. Pero el crecimiento se asentaba sobre unas
bases frágiles: un dólar fuerte y un crecimiento descontrolado de los déficits
internos y externos, que generaron una espiral especulativa alimentada desde la
Bolsa, con operaciones millonarias de enorme riesgo. Finalmente la burbuja
especulativa estalló con la crisis bursátil de 1987, la más grave desde el crac
de la bolsa de Nueva York de 1929. La época del dinero fácil y la especulación
terminó abruptamente.
Si bien el neoliberalismo reaganiano había controlado
la expansión de la intervención gubernamental, el Estado continuó desempeñando
un papel de primer orden en la economia. Aunque durante los años ochenta las
tesis neoconservadoras reorientaron el orden de prioridades del gasto estatal,
desde los programas sociales hacia el sector industrial-militar, y, a través de
la política fiscal, disminuyeron la redistribución de la renta, el Welfare
subsistió pese a ver recortadas sus dimensiones y cuestionada la filosofía
política que le sustentaba. Otro tanto sucedió en Gran Bretaña con Margaret
Thatcher.
La caída del muro de Berlín.
El definitivo descrédito del comunismo soviético,
como modelo alternativo a las democráticas sociedades del bienestar, tras el
aplastamiento sangriento de la primavera de Praga, mostró la incapacidad de
apertura y reforma de los esclerotizados regímenes de socialismo real.
Fustigadas dichas esperanzas, las sociedades de los países del Este se
desentendieron de la retórica y de las promesas vacías de unas gerontocracias
que imponían su dominio asfixiante en el sistema social y político a través de
los efectos combinados del sistema de partido único y de una economia
planificada cada vez más ineficiente y corrompida. La contestación social al
sistema quedó circunscrita en el decenio de los ochenta a Polonia, una
contestación que no pretendía, por considerarla imposible, la reforma del modelo
sino su derrumbamiento, mediante una sostenida protesta social canalizada por
Solidaridad. La normalización impuesta tras los sucesos de Praga encubría un
falso espejismo de paz social y aceptación de los regímenes de socialismo
real, en sus estancadas aguas nada parecía moverse y el dominio soviético se
proyectaba en el tiempo de un futuro paralizado.
Sin embargo, tras la calma chicha de la apatía social
se encubría la profunda deslegitimación de unos regímenes fracasados cuyo rápido
desmoronamiento sorprendería a propios y extraños. El relanzamiento de la
carrera de armamentos al inicio del decenio de los ochenta con la llegada de
Reagan a la presidencia de los Estados Unidos no hizo sino acelerar un proceso
que arrancaba de principios de los sesenta. Económica y tecnológicamente la
Unión Soviética venia registrando un retraso acumulativo respecto de los Estados
Unidos, retraso acelerado al inicio del decenio de los ochenta en sectores punta
relacionados con la carrera de armamentos como la microelectrónica y la
informática, que no hizo sino agravarse con el relanzamiento de la carrera de
armamentos por el presidente Reagan, simbolizada en su Iniciativa de Defensa
Estratégica, conocida popularmente como la guerra de las galaxias.
Al final de la época de Breznev el sistema de
economia planificada de la Unión Soviética mostraba claros síntomas de
agotamiento, la ineficiencia, el despilfarro, la deficiente asignación de los
recursos y una corrupción generalizada se retroalimentaron en un proceso que
desembocó en el estrangulamiento del sistema, incapaz de enfrentarse con éxito a
la sustitución de los viejos sectores productivos, basados en la industria
pesada, por los nuevos que en Estados Unidos estaban protagonizando una profunda
transformación de la economia productiva, con fuertes implicaciones en el campo
de la tecnología militar. La llegada en 1985 de Gorbachov a la cúspide del poder
soviético se demostró demasiado tardía. De una parte los proyectos reformistas
de Gorbachov, la perestroika y la glasnost, chocaron con las
resistencias de amplios sectores de la inmovilista y gerontocrática
nomenklatura
soviética. De otra parte, la reforma del sistema de economia planificada se
demostró inviable a la altura de finales del decenio de los ochenta, las
reformas llegaban demasiado tarde y la rigidez del sistema respondió con su
cuarteamiento, hasta desembocar en su completa desarticulación. Finalmente, el
desentendimiento de la sociedad respecto de los avatares de un sistema social,
que había perdido hacia tiempo la legitimidad en el ejercicio del poder, hizo
que los impulsos reformistas alentados desde la cúspide del poder no encontrarán
eco social, hundiendo en el descrédito a su principal protagonista, atrapado en
el dilema imposible de avanzar en la transformación del sistema desde arriba y
satisfacer, o al menos neutralizar, a los poderosos sectores inmovilistas. En el
corto espacio de tiempo de seis años, los que mediaron entre 1985, con la
llegada de Gorbachov, y 1991, en el que se produjo el intento de golpe de estado
que precipitó la disolución de la Unión Soviética, con la fecha simbólica de
1989 año de la caída del muro de Berlín, el aparentemente monolítico y sólido
poderío de la Unión Soviética fue barrido por el vendaval de la historia, ante
el asombro de los analistas internacionales que no daban crédito ante el
acelerado proceso de descomposición del imperio soviético.
La caída del muro de Berlín escenificó el fin de la
guerra fría, con ello se ponía fin al sistema internacional que había articulado
las relaciones internacionales desde el termino de la segunda guerra mundial. La
desaparición del Pacto de Varsovia y la descomposición de la Unión
Soviética así lo atestiguaron. Ahora bien, el alcance de los procesos desatados
en los países bajo regímenes de socialismo real fue más allá de estas
transcendentales consecuencias. El desmoronamiento de los regímenes sometidos al
dominio soviético y los derroteros emprendidos por la República Popular China
bajo la dirección de Deng Xiaoping han certificado la quiebra del modelo
económico y social de economia planificada, que desde la aprobación del primer
plan quinquenal de 1929, en la Unión Soviética dirigida por Stalin, se ofreció
como un modelo alternativo al de las economías de mercado. De esta forma, el fin
de la guerra fría se saldó no sólo con la derrota de una de las dos grandes
superpotencias en pugna, la Unión Soviética, y la pérdida de su área de
influencia frente a la otra, los Estados Unidos, sino también con el descrédito
y abandono del modelo político, social y económico a ella vinculado. Por otra
parte, al ser la guerra fría una confrontación de sistemas contrapuestos, la
ideología que sustentaba el sistema soviético no ha sido ajena al
desmoronamiento de dicho modelo, la crisis del marxismo se ha rebelado desde
noviembre de 1989 con toda su intensidad. Uno de los grandes discursos
ideológicos surgidos de la Ilustración europea, que a lo largo del siglo XX
había demostrado su capacidad para articular la acción social y política a
escala planetaria, ha naufragado estrepitosamente en la parte final del siglo.
Un mundo complejo.
Desaparecido el enemigo secular algunos analistas,
llevados de su visión occidentalcentrista de la historia de la
humanidad, reactualizaron algunas viejas tesis referidas al fin de la
historia. El triunfo de los Estados Unidos en la guerra fría debía suponer
el triunfo indiscutible e indisputado de su modelo económico, social, político y
cultural. La economia de mercado y la sociedad liberal, sin enemigos capaces de
articular modelos alternativos globales, impondría su dominio planetario,
provocando una progresiva uniformización bajo el liderazgo de los Estados
Unidos. Sin embargo, los acontecimientos desarrollados desde 1989 han demostrado
una mayor complejidad de lo apuntado por tan reduccionistas análisis. El
fracaso, en el decenio de los setenta, de las expectativas creadas en los países
del llamado Tercer Mundo, tanto en su vertiente liberal como socialista, para
ingresar en el club de los países desarrollados alimentó movimientos de
resistencia a los procesos de uniformización y aculturación de unas sociedades
cuyas formas civilizatorias estaban siendo desarticuladas por los embates de los
modelos importados desde Occidente.
Desengañados por los pobres resultados cosechados
sectores amplios de las jóvenes generaciones de las elites de estos países,
formadas ya tras la culminación de los procesos de descolonización, volvieron
sus ojos hacia los valores de sus civilizaciones de origen, dando lugar a
movimientos socio-políticos que rechazan las vías propuestas por los dos modelos
surgidos de Occidente, tanto el liberal como el socialista, su expresión más
acabada y radicalizada se ha encontrado en los denominados fundamentalismos,
particularmente el fundamentalismo islámico que han cuestionado tanto el modelo
liberal, ejemplificado por la revolución iraní encabezada por Jomeini, como el
socialista, representado por los casos de Afganistán y Argelia.
Estas respuestas de reafirmación civilizatoria frente
a Occidente han llevado a algunos analistas a hablar de choque de
civilizaciones a la hora de dibujar los escenarios del conflicto del siglo
XXI, en una visión marcadamente defensiva que trata de salvaguardar la primacía
alcanzada por la civilización occidental en los dos últimos siglos a escala
planetaria. En cualquier caso, a finales del siglo XX se puede afirmar frente a
la etapa anterior protagonizada por el enfrentamiento entre bloques, y la
consecuente amenaza de un posible holocausto nuclear, que la humanidad se
enfrenta ante un mundo más seguro pero más inestable, fruto del alejamiento en
el horizonte de una guerra nuclear generalizada, lo cual no significa que haya
desaparecido la amenaza nuclear, dada la proliferación de la tecnología militar
nuclear en manos de terceros países. Por otra parte, en la segunda mitad del
siglo XX han surgido nuevas amenazas vinculadas a la acción y presión de la
humanidad sobre el ecosistema planetario, en una escala sin precedentes en la
historia de la especie que permiten hablar con propiedad de la existencia de una
crisis ecológica.
La globalización.
Los cambios sucedidos en la economia mundial en el
último tercio del siglo XX han modificado sustancialmente los parámetros de
funcionamiento y regulación de los sistemas económicos surgidos tras el fin de
la segunda guerra mundial. Contemplados desde una perspectiva global, más allá
de los avatares del ciclo económico, se puede afirmar que dichas
transformaciones son de tal envergadura y alcance que nos encontraríamos ante lo
que algunos autores han denominado tercera revolución industrial y otros
como el nacimiento de la sociedad posindustrial. En efecto, los sectores
productivos que habían protagonizado el crecimiento económico tras 1945,
combinado con las políticas keynesianas de los países industrializados, han
mostrado desde el decenio de los setenta su incapacidad para reproducir a escala
ampliada el modelo económico y social de las sociedades del bienestar. Los
nuevos sectores productivos vinculados a la microelectrónica, la informática, la
robótica, la biotecnología y la genética con la consecuente creación de nuevos
productos y mercados y su influencia en la reorganización y reestructuración de
los sectores maduros -la siderurgia y la industria de la automoción en especial-
están generando un nuevo espacio productivo a escala mundial con evidentes
repercusiones en las economías nacionales.
En primer lugar, los efectos combinados de la
microelectrónica y la informática han revolucionado el mundo de las
comunicaciones. Las nuevas tecnológicas de la comunicación, a través de las
redes integradas de ordenadores, fibra óptica y satélites, han favorecido la
expansión de los mercados, en especial de los financieros y bursátiles, hasta
desembocar en un mercado global en tiempo real por el que transitan cientos de
miles de millones de dólares a velocidades de vértigo. A mediados de los años
noventa, las transacciones diarias en el mercado de divisas mundial alcanzaron
la astronómica cifra de 1,3 billones de dólares. La globalización de la economia
mundial es uno de los acontecimientos más relevantes del último tercio del siglo
XX. Por ejemplo, en 1980 los flujos financieros internacionales producidos en
las economías de los países del Grupo de los siete -Estados Unidos, Japón,
Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y Canadá- representaban menos del diez
por ciento de su Producto Interior Bruto -PIB-, a mediados del decenio de los
noventa superaban ampliamente el valor de su PIB, excepto en el caso de Japón,
que sólo alcanzaba el 75 por ciento. Las multinacionales, que en 1970 eran 7.000
a mediados de los noventa alcanzaban la cifra de 37.000, se han
transnacionalizado operando en el mercado global, tanto en sus estrategias
empresariales, financieras, productivas y de marketing como en la composición de
su capital accionarial. Merced a la revolución de las comunicaciones numerosas
empresas han transnacionalizado su producción, generando un espacio productivo
global en el que el proceso de producción se integra a escala planetaria, de tal
manera que investigación, desarrollo, administración, gestión, producción,
marketing, distribución y comercialización se integran en tiempo real
-instantáneamente- mediante las redes de comunicación aunque sus centros se
encuentren fragmentados espacialmente, separados por distancias de miles de
kilómetros.
El paso de una economia-mundo articulada sobre
la base de los intercambios realizados por las economías nacionales a una
economia-mundo globalizada, en la que los mercados globales marcan las
pautas, ha reducido los márgenes de actuación de los espacios nacionales, tanto
en el plano del diseño de las políticas económicas -con la reducción drástica de
los márgenes de discrecionalidad de la acción de los gobiernos- como en la
acción y estrategias de los agentes económicos y sociales. Ni siquiera la Unión
Europea ha podido elaborar sus estrategias económicas al margen de las
expectativas de los mercados globales, la crisis del Sistema Monetario
Europeo en 1992 provocada por grandes movimientos especulativos en los
mercados globales de divisas, con la consiguiente salida de la libra y la lira y
el realineamiento de las paridades, fue una prueba palmaria de la dependencia de
las economías nacionales y regionales de las apuestas y expectativas de los
mercados globales, particularmente de los financieros. Otro ejemplo
significativo de la transnacionalización de la economia es la reducción de la
capacidad de acción e influencia de los sindicatos, cuyas estrategias e
influencia había sido desarrollada en el marco de las economías nacionales,
desbordados por las dimensiones planetarias de los procesos de reorganización
productiva y las estrategias globales de las empresas transnacionales, cuyas
decisiones influyen en las condiciones del mercado laboral -niveles de empleo,
modalidades de contratación, evolución de salarios...- pero también en el amplio
entramado de empresas -grandes, medianas y pequeñas- a ellas subordinado.
Otro tanto ha ocurrido con los medios de comunicación
de masas y la circulación de la información. Las comunicaciones por satélite, la
tecnología digital y las redes informáticas y por cable han creado un mercado
global de comunicaciones en el que operan grandes conglomerados empresariales
multimedia, con un claro liderazgo estadounidense. La revolución de las
comunicaciones del último tercio del siglo XX no tiene sólo una dimensión
tecnológica sino también empresarial. Los satélites, la fibra óptica y la
tecnología digital han propiciado la formación de grandes gigantes de la
comunicación, sectores antes segregados ahora se unifican, mediante compras,
absorciones, intercambios accionariales... en los que se funden empresas de
telecomunicación, cadenas audiovisuales y estudios y productoras
cinematográficas, de televisión y musicales, como los grupos Time-Warner, Disney
o Murdoch. Uno de los ejemplos más paradigmáticos de la nueva revolución de las
comunicaciones son las autopistas de comunicación, con la red de redes
Internet, cuya estructura horizontal permite la conexión en tiempo real de
todos los usuarios de forma interactiva, esto es para recibir o transmitir
información, en una red global que abre un universo de nuevas dimensiones
culturales, sociales, económicas y políticas de un futuro inmediato que ya es
realidad.
La aceleración en la transmisión de la información y
su globalización plantean un nuevo escenario que modifica las pautas sobre las
que las sociedades y las personas habían construido tradicionalmente sus
identidades. Los acontecimientos han entrado en una vorágine en la que son
consumidos a velocidades de vértigo, en correspondencia con las nuevas
estructuras mediáticas instaladas en una voraz carrera por la novedad y la
espectacularidad destinadas a atrapar el interés de unas audiencias cada vez más
saturadas de información y con menor capacidad de sorpresa. La
espectacularización de la información termina por embotar los sentidos en un
acelerado proceso de asimilación, banalización y aculturación. Asistimos a una
auténtica paradoja, en el momento de la historia de la humanidad en el que las
personas manejan un mayor volumen de información los individuos se muestran
incapaces de asimilarla y procesarla para reafirmar, reconstruir o edificar sus
identidades, los acontecimientos pierden significado más allá del impacto
puntual que son capaces de generar los mass-media, es lo que los comunicólogos
conocen como ruido. La información ha entrado de lleno en los circuitos de la
lógica del consumo fragilizando los procesos de construcción de las identidades
colectivas y personales. Nos encontramos en una sociedad mediática que se
rige por el principio consumista del usar y tirar.
La uniformización de las costumbres y los sistemas de
valores propiciados por el sistema mediático global actúa de disolvente de las
identidades nacionales y locales, los referentes culturales y sociales sobre los
que las personas construían sus identidades y permitían su posicionamiento en el
mundo al proveer un sentido a sus vidas han perdido buena parte de su fuerza
cohesionadora en el ámbito individual y social. La mercantilización de los usos
y costumbres ha invadido las esferas privadas, afectando no sólo a las
relaciones sociales sino también a las personales, incluidas las familiares. La
fragilización de las relaciones familiares entre los cónyuges y entre padres e
hijos es una muestra palmaria de ello. Ante esta perdida de identidad y de
referentes importantes sectores de la sociedad occidental buscan refugio en un
pasado mitificado con el que construir nuevas identidades con fuertes lazos
cohesionadores, a través de la recuperación de los discursos nacionalistas,
generalmente en dimensiones menores a los espacios nacionales construidos
durante los siglos XIX y XX, dada la perdida de peso específico de los estados
nacionales como consecuencia de los procesos de mundialización; o mediante la
fascinación ejercida por todo tipo de sectas y movimientos, más o menos
esotéricos, capaces de proveer un sentido de pertenencia en la que el individuo
puede sentirse acogido y reconocido.
A finales del siglo XX la sociedad occidental se
encuentra caracterizada por una fuerte ambivalencia. De una parte los procesos
de globalización tienden a la homogeneización de las costumbres y las
identidades, sobre unos parámetros planetariamente comunes; de otra, aparecen
marcadas tendencias hacia la afirmación de las diferencias, mediante la
construcción de identidades locales, bien territorialmente o de sistemas de
creencias, en muchos casos con un señalado componente irracional.
Por
otra parte, el desarrollo de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas durante
el último tercio del siglo XX plantean nuevos retos a la humanidad.
Particularmente en el ámbito de la biotecnología y la genética. Las nuevas
técnicas de reproducción asistida, la manipulación genética de las especies,
tanto vegetales como animales, las técnicas de clonación abren nuevas
perspectivas para la solución de determinados problemas hasta entonces
irresolubles en una multiplicidad de campos, desde la salud a la alimentación,
pasando por la creación de nuevos materiales. Estos nuevos horizontes vienen
acompañados de nuevos interrogantes sobre las posibles consecuencias de
determinados avances para el equilibrio ecológico del planeta y para el futuro
de la especie humana. La ética y los sistemas de valores tradicionales se
muestran incapaces de ofrecer soluciones convincentes a los nuevos retos
planteados, generando incertidumbres respecto de las decisiones y direcciones a
adoptar ante las desconocidas consecuencias que para el futuro pueden tener
determinadas acciones.
El debate abierto en la comunidad científica, en la
sociedad política y en los mass-media se encuentra ante el problema de la
aceleración del tiempo en el ámbito de la investigación, los nuevos adelantos y
descubrimientos van muy por delante del posible establecimiento de unas reglas y
normas que sean capaces de gobernar las nuevas realidades que surgen y sus
posibles consecuencias. La dinámica no es nueva, así ha ocurrido a lo largo de
la historia de la humanidad, el problema surge por el impacto global que algunas
de estas nuevas realidades pueden tener, generando procesos irreversibles a
escala regional o planetaria.
La segunda mitad del siglo XX nos ofrece algunos
ejemplos, a escala reducida, de los efectos de la acción del hombre sobre el
planeta, desde el agujero de la capa de ozono a los procesos de desertización, o
el calentamiento de la atmósfera. La biotecnología y la genética plantean de una
forma ampliada el problema de la responsabilidad del género humano respecto del
futuro del planeta y de la propia especie, puesto que las decisiones del
presente pueden condicionar irreversiblemente el futuro. Una nueva ética de
la responsabilidad se impone, en la que deberán ser sometidos a cuestión
determinados valores que han primado la acción de la civilización occidental en
los últimos tres siglos, sin por ello renunciar al avance de la ciencia y de la
innovación tecnológica, pero sustituyendo el inocente optimismo de la ideología
del Progreso en vigor desde la Ilustración por una nueva actitud que tome en
consideración las consecuencias para el futuro de los actos y decisiones del
presente, reactualizando la reflexión weberiana sobre la ética de la
responsabilidad.
Una
nueva forma de pensar para un nuevo milenio.
Una nueva forma de pensar acorde con los nuevos
tiempos y las nuevas realidades surgidas a lo largo del último tercio del siglo
XX. Nueva forma de pensar que en estos años se ha ido abriendo camino en algunos
ámbitos de la ciencia y el pensamiento. Los avances en el conocimiento de los
sistemas inestables en la física, la biología, la ecología y la sociología han
introducido el concepto de complejidad. Los trabajos de Prigogine son los
más consistentes en este campo. El debate epistemológico introducido en la
primera mitad del siglo XX como consecuencia del desarrollo de la teoría de la
relatividad y la mecánica cuántica ha reaparecido con nuevos bríos y
planteamientos como consecuencia de los nuevos desarrollos de la ciencia. La
realidad física y biológica se ha revelado mucho más compleja de lo previsto por
los presupuestos de la ciencia clásica. La presunción de que todos los fenómenos
quedaban bajo el férreo control del principio de causalidad estricto,
mediante leyes deterministas, ha tenido que ceder el paso a la aceptación de la
existencia de procesos irreversibles consecuencia de la flecha del tiempo,
provocada por la entropía, la existencia de procesos inestables, que regidos por
la dinámica de fluctuaciones ofrecen desde condiciones iniciales comunes
trayectorias divergentes y no previsibles, la existencia de procesos caóticos,
regulados por leyes deterministas e indeterministas han ocupado la atención de
numerosos científicos y han permitido un mejor conocimiento del funcionamiento
de la Naturaleza.
En fin, la realidad se ha demostrado más compleja de
lo pensado por el hombre de ciencia de principios del siglo XX. Procesos
reversibles e irreversibles conviven y conforman la Naturaleza. Leyes
deterministas e indeterministas configuran la realidad de la ciencia de finales
del siglo XX. Caos y causalidad, orden y desorden constituyen un
entramado indisociable de la realidad de los fenómenos físicos y biológicos. La
vieja pretensión cientifista de considerar a la realidad como algo perfectamente
previsible y determinable, mediante el descubrimiento de las leyes deterministas
que regían los distintos procesos tiene que ceder el paso a una nueva concepción
de la realidad. Una realidad compleja en la que no todo está determinado, en la
que el conocimiento y determinación de las condiciones iniciales no garantiza el
conocimiento determinista de la dinámica futura en la evolución del sistema. Es
lo que se ha dado en llamar el paradigma de la complejidad.
La
revolución científica del siglo XX ha dado lugar a una nueva representación del
Universo y de la Naturaleza. Del Universo infinito y estático
característico de la época moderna, surgido de la revolución newtoniana, se ha
pasado al universo dinámico y en expansión de las revoluciones
relativista y cuántica. De la Naturaleza regida por leyes deterministas,
derivadas del carácter universal de la Ley natural de la causalidad se ha pasado
a una concepción de la Naturaleza articulada sobre la base de los procesos
complejos, en los que el carácter probabilístico de los fenómenos cuánticos
afecta no sólo al ámbito de la física del microcosmos y del macrocosmos sino
también a los propios procesos biológicos, como consecuencia de la trascendencia
de los procesos bioquímicos en los organismos vivos.
La representación determinista característica
de la racionalidad de la civilización occidental en la época moderna, que se
articulaba en tres grandes postulados -espacio y tiempo absolutos y principio
de causalidad estricto-, tiene que ser reemplazada por una nueva
racionalidad. Una nueva racionalidad que desde el paradigma de la complejidad
sea capaz de integrar de forma coherente y consistente azar y necesidad.
Una nueva forma de enfrentarse al mundo, tanto natural como social, con la que
Occidente sea capaz de construir un sistema de relaciones más equilibrado y
respetuoso con otras civilizaciones y con el medio ambiente. Que contemple los
problemas del presente y los retos del futuro desde la complejidad de las
interacciones entre los procesos globales y los sistemas locales, tanto en el
ecosistema como en las sociedades. Que sea capaz de combinar las tendencias
hacia la homogeneidad con la pluralidad, en un equilibrio que parta de la
asunción de que nos encontramos en un sólo mundo interdependiente pero a
la vez diverso, cuyo futuro está determinado por nuestras acciones y no por
ningún tipo de teleología, secular o religiosa, donde las decisiones del
presente condicionan los escenarios del futuro. Un presente responsable del
legado que dejemos a las generaciones que nos sucedan.
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