{"El Baquiné" es un
texto narrativo que dialoga con el poema "Falsa
canción de baquiné" y donde Palés vierte el recuerdo
de su niñez de principios de los 1900's, cuando
estuvo en un velorio de un recién nacido, en las
costas Guayama.
EXTRACTO
--Concluido el rosario comienzan las canciones de
baquiné. Son canciones con aire y cadencia de
villancicos navideños. En ellas se ponderan las
virtudes del niño, los desvelos de la madre por
curarlo, y se exorcisan a los espíritus malignos que
embrujaron su cuerpo.
Zape,
zape, zape,
espíritu malo;
vuélvete a la sombra
de donde has llegado.
--El Gran
Ciempiés, en modulado tono de barítono y con gestos
y visajes de exorcista, dice la estrofa completa y
la multitud le corea cantando los dos versos
finales. A las voces agudas de las mujeres, opónese,
en armonioso contrapunto, el acento grave y viril de
los hombres.
Su
madre le daba
teses de curía,
a ver si su hijo
no se le moría.
Traigan la pareja
de caballos blancos,
para conducirlo
hasta el camposanto.
Echen en la fosa
para que no jieda,
jazmines y nardos,
lirios y azucenas.
--Los
cantores vuelven invariablemente sobre las estrofas
en tan prolija reiteración que el acto va
adquiriendo una fatigante monotonía.
--Pero el Gran Ciempiés es un maestro consumado de
su arte. A un brusco ademán de su diestra al coro
para en seco cual luz que apaga un conmutador. Ritmo
y tema cambian de inmediato. Del difunto se pasa al
amor y a los sucesos del ordinario acontecer.
En la
cabeza le pusieron
un adornito singular,
y su mujer que lo veía
a todo el mundo le decía:
-Póngale más, póngale más-
Carrillo,
carrillo,
carrillo del mar.
¿Dónde te metiste
cuando el temporal?
Si quieres
un hombre,
a que beba dale
agua de melao
como lo que tú sabes.
Y si no lo quieres,
para que se vaya
túmbale el melao
y déjale el agua.
--La sesión
se prolonga a lo largo de la noche, con breves
intermedios en los que se reparten golosinas y corre
liberalmente el ron de caña para los hombres y el
anisado dulce para las mujeres. Organízanse juegos
sociales con la participación de toda la
concurrencia: la prenda, el castigo, la gallina
ciega….
--De vez en cuando, una pareja enardecida por las
reiteradas libaciones, abandona furtivamente la
habitación y desaparece por el cañaveral.
--Ya de madrugada, a un gesto del Gran Ciempiés, las
negras y los negros más ancianos forman grupo aparte.
--Ahora viene el canto en cangá -oigo decir a mi
lado-. Sólo los viejos lo conocen.
--Y en el silencio la noche tropical, que es ahora
como una selva inmensa, rompe, con la voz del Gran
Ciempiés dominándolo todo, el canto terrible,
primitivo y magnífico.
Adombe,
gangá mondé,
¡Adombe!
--Estoy
estupefacto. Es la misma canción infantil con que
Lupe nos dormía. Y allí está ella cantándola otra
vez. Andrés y yo no podemos reprimir la emoción que
nos trae como una ráfaga de nuestra niñez y desde la
puerta, ante el asombro de todos, rompemos a cantar
también. Lupe nos oye, se vuelve y nos sonríe con su
blanca y ancha sonrisa de leche de coco.
--El baquiné está tocando a su fin. Multiplícase el
éxodo de las parejas hacia el cañaveral.
--Y cuando a la trémula luz del alba todos abandonan
el niño muerto, junto a él sólo permanece una figura
inclinada, verdadera imagen de la humildad y la
tristeza, llorando con un dolor frío, silencioso y
sin lágrimas.
--Es la madre.
[Lupe es la nana negra
que introduce al joven Palés en los reinos mágicos
de la negritud caribeña que luego emergen en los
versos del Tuntún de pasa y grifería]
Lupe
Con nosotros
está Lupe, el comodín de la familia. Es una cocinera
gorda y negra que entró a servir al abuelo cuando
apenas contaba doce años y se quedó para siempre
-fiel satélite-, girando en la órbita de los
Pedralves. Como no hay dinero para pagarla. Lupe no
trabaja regularmente con nosotros. Pero en momentos
de apuro, mi madre manda por ella y ella acude,
presurosa y diligente, sin protestas, sin
condiciones, impelida por el simple espíritu de
servicio inherente a su raza y por el afecto
maternal que nos tiene.
--Lupe lo hace todo. Lo mismo monta el burro y se va
los sábados al mercado del pueblo para la provisión
de la semana, que huronea, con certero instinto de
mangosta, entre los eneales, en busca de huevos de
gallinas o de guineas alzadas para aumentar nuestra
flaca despensa, mientras zumba incansablemente la
máquina de coser de mi madre y mi padre garrapatea
en sus libros y papeles.
A veces trae una nidada completa.
-Eso debe tener su dueño -advierte mi padre.
-Pues anda por él y devuélvelos -replícale mi madre,
más escrupulosa con nuestra alimentación que con la
propiedad ajena-. Aquí priva la ley libre del campo.
-Ignoro a qué ley te refieres -concluye él
sonriendo.
Permanece entonces callado y al almuerzo, si hay
tortilla en la mesa, se embaula gustosamente su
ración y no vuelve a hablar del asunto. Comprende,
tal vez, que nuestra edad necesita alimentos más
nutritivos que el funche, el arroz y el bacalao que
constituyen la regla común. Y, sin complicarse
demasiado, salvadas las apariencias, transije con
los pequeños hurtos de Lupe.
Porque, a la verdad, nosotros, aunque saludables,
estamos vueltos dos críos larguiruchos de martinete,
todo ojos, zancas y pescuezo.
A veces, cuando menos lo esperamos, Lupe lía un poco
de ropa limpia en su gran pañuelo de Madrás y
desaparece de la casa por varios días, so pretexto
de visitar unos parientes en Santa Isabel. Atraviesa
el páramo a lomo del burro. Cuando llega al camino
real, toma el lío, cruza la alambrada, azota la
bestia para que retorne y sigue el resto del viaje,
unas cuatro o cinco millas de sol y polvo, a pie
firme, musitando durante la jornada un sonsonete
monótono, sin palabras, de vaga y humildosa
cadencia. Al regreso, viene cargada de baratijas:
collares de camándulas para Chela, trozos de caña de
azúcar, tortas de casabe, hojas de oraciones, y
marrayos de coco y moscabada, prietos, pringosos y
dulces, que nosotros hallamos sabrosísimos.
Llega rumiando su sonsonete, cubierta de polvo y
sudor, y sin decir palabra abre su gran pañuelo que
es para nosotros un mundo de sorpresas y nos va
entregando las suculentas golosinas.
Cuando la noche la sorprende durante el retorno, y
ello es harto frecuente, atraviesa sin miedo toda la
llanura, sombría y tétrica, salvando instintivamente
los peligrosos aguazales, y aparece de improviso,
como una fantasma, entre nosotros. Si la casa está
cerrada, la pobre negra no osa llamar y se queda a
la intemperie, soportando el frío húmedo de la
madrugada, hecha un ovillo en un rincón de la
escalera. ¡Cuántas veces, al despertarnos por la
mañana después de una noche de lluvia tendida, hemos
encontrado a Lupe tiritando, con el pañolón de
Madrás chorreándole anilina sobre los ojos,
amontonada, silenciosa, como un fardo voluminoso de
ropa sucia y mojada!
-¿Pero por qué no ha llamado? -La reprocha mi padre
al abrir la puerta y toparse con este espectáculo.
-¡Bah! No es naita, mi niño… -Y se mete en la cocina
a secarse al calor de la leña, que en el amanecer
pálido y friolento, despide unas llamas de un rojo
vivo, acogedor y reconfortante.
1 Nombre dado en parte
de la costa meridional de Puerto Rico al maestro que
dirige las canciones de baquiné y que asume, en
dicha ceremonia, un papel casi sacerdotal. Es
posible que término Gran Ciempiés o Gran Sempié,
como dicen realmente los negros, constituya una
deformación de la expresión francesa "Gran Saint
Pierre"(Gran San Pedro) o "Grand Saint Père" (Gran
Padre Santo). En tal caso, sería de sumo interés
para el folklore negro antillano, buscarle a las
ceremonias del baquiné en Puerto Rico cierta
relación con el vuduismo haitiano o con el culte des
morts de las antillas francesas.