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Clásicos de la literartura
La zarillo de TormesAnonimo
Proyecto Salón Hogar
Cómo Lázaro se asentó con un escudero
y de lo que le acaeció con él
Página 1 [Entrar]De esta manera me fue forzado sacar fuerzas de flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde, con la merced de Dios, dende a quince días se me cerró la herida. Y, mientras estaba malo, siempre me daban alguna limosna; mas, después que estuve sano, todos me decían: -Tú, bellaco y gallofero eres. Busca, busca un buen amo a quien sirvas. «¿Y adónde se hallará ése -decía yo entre mí-, si Dios agora de nuevo, como crió el mundo, no le criase?» Andando así discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad se subió al cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle, con razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él, y díjome: -Muchacho, ¿buscas amo? Yo le dije: -Sí, señor. -Pues vente tras mí -me respondió-, que Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna buena oración rezaste hoy. Y seguíle, dando gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parecía, según su hábito y continente, ser el que yo había menester. Era de mañana cuando éste mi tercero amo topé, y llevóme tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos por las plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba, y aun deseaba, que allí me quería cargar de lo que se vendía, porque ésta era propia hora cuando se suele proveer de lo necesario, mas muy a tendido paso pasaba por estas cosas. «Por ventura no lo ve aquí a su contento -decía yo-, y querrá que lo compremos en otro cabo». De esta manera anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo tras él, y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos, hasta que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia. A buen paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre del mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto, y que ya la comida estaría a punto y tal como yo la deseaba y aun la había menester. En este tiempo dio el reloj la una después de mediodía, y llegamos a una casa, ante la cual mi amo se paró, y yo con él, y, derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo, sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa, la cual tenía la entrada oscura y lóbrega, de tal manera que parece que ponía temor a los que en ella entraban, aunque dentro de ella estaba un patio pequeño y razonables cámaras. Desque fuimos entrados, quita de sobre sí su capa y, preguntando si tenía las manos limpias, la sacudimos y doblamos y, muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la puso en él. Y hecho esto, sentóse cabo de ella, preguntándome muy por extenso de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad. Y yo le di más larga cuenta que quisiera, porque me parecía más conveniente hora de mandar poner la mesa y escudillar la olla que de lo que me pedía. Con todo eso, yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás, porque me parecía no ser para en cámara. Esto hecho, estuvo así un poco, y yo luego vi mala señal por ser ya casi las dos y no verle más aliento de comer que a un muerto. Después de esto, consideraba aquel tener cerrada la puerta con llave ni sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que yo había visto eran paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras. Finalmente, ella parecía casa encantada. Estando así, díjome: -Tú, mozo, ¿has comido? -No, señor -dije yo-, que aún no eran dadas las ocho cuando con Vuestra Merced encontré. -Pues, aunque de mañana, yo había almorzado, y, cuando así como algo, hágote saber que hasta la noche me estoy así. Por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos. Vuestra Merced crea, cuando esto le oí, que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allí se me representaron de nuevo mis fatigas y torné a llorar mis trabajos; allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquel era desventurado y mísero, por ventura toparía con otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera. Y con todo disimulando lo mejor que pude, le dije: -Señor, mozo soy que no me fatigo mucho por comer, bendito Dios. De eso me podré yo alabar entre todos mis iguales por de mejor garganta, y así fui yo loado de ella hasta hoy día de los amos que yo he tenido. -Virtud es ésa -dijo él-, y por eso te querré yo más, porque el hartar es de los puercos y el comer regladamente es de los hombres de bien. «¡Bien te he entendido! -dije yo entre mí-. ¡Maldita tanta medicina y bondad como aquestos mis amos que yo hallo hallan en la hambre!» Púseme a un cabo del portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me habían quedado de los de por Dios. Él, que vio esto, díjome: -Ven acá, mozo. ¿Qué comes? Yo lleguéme a él y mostréle el pan. Tomóme él un pedazo, de tres que eran, el mejor y más grande, y díjome: -Por mi vida, que parece éste buen pan. -¡Y cómo agora -dije yo-, señor, es bueno! -Sí, a fe -dijo él-. ¿Adónde lo hubiste? ¿Si es amasado de manos limpias? -No sé yo eso -le dije-; mas a mí no me pone asco el sabor de ello. -Así plega a Dios -dijo el pobre de mi amo. Y, llevándolo a la boca, comenzó a dar en él tan fieros bocados como yo en lo otro. -¡Sabrosísimo pan está -dijo-, por Dios! Y como le sentí de qué pie cojeaba, dime prisa, porque le vi en disposición, si acababa antes que yo, se comediría a ayudarme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a una. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien menudas, que en los pechos se le habían quedado. Y entró en una camareta que allí estaba, y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y, desque hubo bebido, convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije: -Señor, no bebo vino. -Agua es -me respondió-. Bien puedes beber. Entonces tomé el jarro y bebí, no mucho, porque de sed no era mi congoja. Así estuvimos hasta la noche, hablando en cosas que me preguntaba, a las cuales yo le respondí lo mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde estaba el jarro de que bebimos, y díjome: -Mozo, párate allí, y verás cómo hacemos esta cama, para que la sepas hacer de aquí adelante. Púseme de un cabo y él de otro, e hicimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer, porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la ropa, que, por no estar muy continuada a lavarse, no parecía colchón, aunque servía de él, con harta menos lana que era menester. Aquél tendimos, haciendo cuenta de ablandalle, lo cual era imposible, porque de lo duro mal se puede hacer blando. El diablo del enjalma maldita la cosa tenía dentro de sí, que, puesto sobre el cañizo, todas las cañas se señalaban y parecían a lo proprio entrecuesto de flaquísimo puerco. Y sobre aquel hambriento colchón, un alfamar del mismo jaez, del cual el color yo no pude alcanzar. Hecha la cama, y la noche venida, díjome: -Lázaro, ya es tarde, y de aquí a la plaza hay gran trecho. También en esta ciudad andan muchos ladrones, que, siendo de noche, capean. Pasemos como podamos, y mañana, venido el día, Dios hará merced; porque yo, por estar solo, no estoy proveído, antes he comido estos días por allá fuera. Mas agora hacerlo hemos de otra manera. -Señor, de mí -dije yo- ninguna pena tenga Vuestra Merced, que bien sé pasar una noche y aún más, si es menester, sin comer. -Vivirás más y más sano -me respondió-, porque, como decíamos hoy, no hay tal cosa en el mundo para vivir mucho que comer poco. «Si por esa vía es -dije entre mí-, nunca yo moriré, que siempre he guardado esa regla por fuerza, y aún espero, en mi desdicha, tenella toda mi vida». Y acostóse en la cama, poniendo por cabecera las calzas y el jubón, y mandóme echar a sus pies, lo cual yo hice; mas, maldito el sueño que yo dormí, porque las cañas y mis salidos huesos en toda la noche dejaron de rifar y encenderse; que con mis trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no había libra de carne, y también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual con el sueño no tenía amistad. Maldíjeme mil veces (Dios me lo perdone), y a mi ruin fortuna, allí lo más de la noche, y lo peor, no osándome revolver por no despertalle, pedí a Dios muchas veces la muerte. La mañana venida, levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa. ¡Y yo que le servía de pelillo! Y vísteseme muy a su placer de espacio. Echéle aguamanos, peinóse y púsose su espada en el talabarte, y, al tiempo que la ponía, díjome: -¡Oh, si supieses, mozo, qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese; mas así, ninguna de cuantas Antonio hizo no acertó a ponelle los aceros tan prestos como ésta los tiene. Y sacóla de la vaina y tentóla con los dedos, diciendo: -¿La ves aquí? Yo me obligo con ella cercenar un copo de lana. Y yo dije entre mí: «Y yo con mis dientes, aunque no son de acero, un pan de cuatro libras». Tornóla a meter y ciñósela, y un sartal de cuentas gruesas del talabarte. Y con un paso sosegado y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo: -Lázaro, mira por la casa en tanto que voy a oír misa, y haz la cama y ve por la vasija de agua al río, que aquí bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos hurten algo, y ponla aquí al quicio porque, si yo viniere en tanto, pueda entrar. Y súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o, al menos, camarero que le daba de vestir. «¡Bendito seáis Vos, Señor -quedé yo diciendo- que dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién encontrará a aquel mi señor que no piense, según el contento de sí lleva, haber anoche bien cenado y dormido en buena cama, y, aunque agora es de mañana, no le cuenten por muy bien almorzado? ¡Grandes secretos son, Señor, los que vos hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañará aquella buena disposición y razonable capa y sayo? ¿Y quién pensará que aquel gentil hombre se pasó ayer todo el día sin comer con aquel mendrugo de pan que su criado Lázaro trajo un día y una noche en el arca de su seno, do no se le podía pegar mucha limpieza, y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de manos, se hacía servir de la halda del sayo? Nadie por cierto lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos de aquéstos debéis Vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que llaman honra, lo que por Vos no sufrirán!» Así estaba yo a la puerta, mirando y considerando estas cosas y otras muchas, hasta que el señor mi amo traspuso la larga y angosta calle. Y, como lo vi trasponer, tornéme a entrar en casa y en un credo la anduve toda, alto y bajo, sin hacer represa, ni hallar en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y doy conmigo en el río, donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, al parecer de las que en aquel lugar no hacen falta, antes muchas tienen por estilo de irse a las mañanicas del verano a refrescar y almorzar sin llevar qué, por aquellas frescas riberas, con confianza que no ha de faltar quién se lo dé, según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar. Y como digo, él estaba entre ellas hecho un Macías, diciéndoles más dulzuras que Ovidio escribió. Pero, como sintieron de él que estaba bien enternecido, no se les hizo de vergüenza pedirle de almorzar con el acostumbrado pago. Él, sintiéndose tan frío de bolsa cuanto caliente del estómago, tomóle tal calofrío que le robó la color del gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas no válidas. Ellas, que debían ser bien instituidas, como le sintieron la enfermedad, dejáronle para el que era. Yo, que estaba comiendo ciertos tronchos de berzas, con los cuales me desayuné, con mucha diligencia, como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a casa. De la cual pensé barrer alguna parte, que era bien menester; mas no hallé con qué. Púseme a pensar qué haría, y parecióme esperar a mi amo hasta que el día demediase, y si viniese y por ventura trajese algo que comiésemos; mas en vano fue mi experiencia. Desque vi ser las dos y no venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave do mandó, y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz y inclinadas mis manos en los senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre, comienzo a pedir pan por las puertas y casas más grandes que me parecía. Mas como yo este oficio le hubiese mamado en la leche (quiero decir que con el gran maestro, el ciego, lo aprendí), tan suficiente discípulo salí, que, aunque en este pueblo no había caridad, ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di, que, antes que el reloj diese las cuatro, ya yo tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo, y más de otras dos en las mangas y senos. Volvíme a la posada y, al pasar por la tripería, pedí a una de aquellas mujeres, y diome un pedazo de uña de vaca con otras pocas de tripas cocidas. Cuando llegué a casa, ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y él paseándose por el patio. Como entré, vínose para mí. Pensé que me quería reñir por la tardanza; mas mejor lo hizo Dios. Preguntóme dó venía. Yo le dije: -Señor, hasta que dio las dos estuve aquí, y de que vi que Vuestra Merced no venía, fuime por esa ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis. Mostréle el pan y las tripas, que en un cabo de la halda traía, a lo cual él mostró buen semblante, y dijo: -Pues, esperado te he a comer, y, de que vi que no viniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en eso, que más vale pedillo por Dios que no hurtallo. Y así Él me ayude, como ello me parece bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives conmigo por lo que toca a mi honra; aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir! -De eso pierda, señor, cuidado -le dije yo-, que maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa cuenta ni yo de dalla. -Agora, pues, come, pecador, que, si a Dios place, presto nos veremos sin necesidad; aunque te digo que, después que en esta casa entré, nunca bien me ha ido. Debe ser de mal suelo, que hay casas desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas pegan la desdicha. Ésta debe de ser, sin duda, de ellas; mas yo te prometo, acabado el mes, no quede en ella, aunque me la den por mía. Sentéme al cabo del poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda. Y comienzo a cenar y morder en mis tripas y pan, y, disimuladamente, miraba al desventurado señor mío, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de plato. Tanta lástima haya Dios de mí, como yo había de él, porque sentí lo que sentía, y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba si sería bien comedirme a convidalle; mas, por haberme dicho que había comido, temíame no aceptaría el convite. Finalmente yo deseaba que el pecador ayudase a su trabajo del mío, y se desayunase como el día antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser mejor la vianda y menos mi hambre. Quiso Dios cumplir mi deseo, y aun pienso que el suyo; porque como comencé a comer y él se andaba paseando, llegóse a mí y díjome: -Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo verá hacer que no le pongas gana, aunque no la tenga. «La muy buena que tú tienes -dije yo entre mí- te hace parecer la mía hermosa». Con todo, parecióme ayudarle, pues se ayudaba y me abría camino para ello, y díjele: -Señor, el buen aparejo hace buen artífice. Este pan está sabrosísimo, y esta uña de vaca tan bien cocida y sazonada que no habrá a quien no convide con su sabor. -¿Uña de vaca es? -Sí, señor. -Dígote que es el mejor bocado del mundo, y que no hay faisán que así me sepa. -Pues pruebe, señor, y verá qué tal está. Póngole en las uñas la otra, y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco. Y asentóseme al lado y comienza a comer como aquél que lo había gana, royendo cada huesecillo de aquéllos mejor que un galgo suyo lo hiciera. -Con almodrote -decía- es éste singular manjar. «¡Con mejor salsa lo comes tú!» -respondí yo paso. -Por Dios, que me ha sabido como si hoy no hubiera comido bocado. «¡Así me vengan los buenos años como es ello!» -dije yo entre mí. Pidióme el jarro del agua y díselo como lo había traído. Es señal que, pues no le faltaba el agua, que no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y muy contentos nos fuimos a dormir, como la noche pasada. Y por evitar prolijidad, de esta manera estuvimos ocho o diez días, yéndose el pecador en la mañana con aquel contento y paso contado a papar aire por las calles, teniendo en el pobre Lázaro una cabeza de lobo. Contemplaba yo muchas veces mi desastre, que, escapando de los amos ruines que había tenido y buscando mejoría, viniese a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a quien yo había de mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni podía más, y antes le había lástima que enemistad. Y muchas veces, por llevar a la posada con que él lo pasase, yo lo pasaba mal. Porque una mañana, levantándose el triste en camisa, subió a lo alto de la casa a hacer sus menesteres y, en tanto yo, por salir de sospecha, desenvolvíle el jubón y las calzas, que a la cabecera dejó, y hallé una bolsilla de terciopelo raso, hecha cien dobleces y sin maldita la blanca ni señal que la hubiese tenido mucho tiempo. «Éste -decía yo- es pobre, y nadie da lo que no tiene; mas el avariento ciego y el malaventurado mezquino clérigo, que, con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al otro de lengua suelta, me mataban de hambre, aquéllos es justo desamar y aquéste es de haber mancilla». Dios es testigo que hoy día, cuando topo con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he lástima con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir; al cual, con toda su pobreza, holgaría de servir más que a los otros, por lo que he dicho. Sólo tenía de él un poco de descontento: que quisiera yo que no tuviera tanta presunción; mas que abajara un poco su fantasía con lo mucho que subía su necesidad. Mas, según me parece, es regla ya entre ellos usada y guardada: aunque no haya cornado de trueco ha de andar el birrete en su lugar. El Señor lo remedie, que ya con este mal han de morir. Pues, estando yo en tal estado, pasando la vida que digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme no era satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa vivienda no durase. Y fue, como el año en esta tierra fuese estéril de pan, acordaron el Ayuntamiento que todos los pobres extranjeros se fuesen de la ciudad, con pregón que el que de allí adelante topasen fuese punido con azotes. Y así, ejecutando la ley, desde a cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles. Lo cual me puso tan gran espanto que nunca osé desmandarme a demandar. Aquí viera, quien vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los moradores, tanto que nos acaeció estar dos o tres días sin comer bocado ni hablar palabra. A mí diéronme la vida unas mujercillas hilanderas de algodón, que hacían bonetes y vivían par de nosotros, con las cuales yo tuve vecindad y conocimiento. Que, de la lacería que les traían, me daban alguna cosilla, con la cual muy pasado me pasaba. Y no tenía tanta lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho días maldito el bocado que comió. A lo menos en casa bien los estuvimos sin comer. No sé yo cómo o dónde andaba y qué comía. ¡Y velle venir a mediodía la calle abajo con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo que toca a su negra que dicen honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los que nada entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal solar, diciendo: -Malo está de ver, que la desdicha de esta vivienda lo hace. Como ves, es lóbrega, triste, oscura. Mientras aquí estuviéremos, hemos de padecer. Ya deseo se acabe este mes por salir de ella. Pues estando en esta afligida y hambrienta persecución, un día, no sé por cuál dicha o ventura, en el pobre poder de mi amo entró un real, con el cual él vino a casa tan ufano como si tuviera el tesoro de Venecia, y con gesto muy alegre y risueño me lo dio, diciendo: -Toma, Lázaro, que Dios ya va abriendo su mano. Ve a la plaza y merca pan y vino y carne: ¡quebremos el ojo al diablo! Y más te hago saber, porque te huelgues: que he alquilado otra casa y en ésta desastrada no hemos de estar más de en cumpliendo el mes. ¡Maldita sea ella y el que en ella puso la primera teja, que con mal en ella entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de vino ni bocado de carne no he comido, ni he habido descanso ninguno; mas ¡tal vista tiene y tal oscuridad y tristeza! Ve y ven presto y comamos hoy como condes. Tomo mi real y jarro y, a los pies dándoles prisa, comienzo a subir mi calle encaminando mis pasos para la plaza, muy contento y alegre. Mas, ¿qué me aprovecha, si está constituido en mi triste fortuna que ningún gozo me venga sin zozobra? Y así fue éste, porque, yendo la calle arriba, echando mi cuenta en lo que le emplearía que fuese mejor y más provechosamente gastado, dando infinitas gracias a Dios que a mi amo había hecho con dinero, a deshora me vino al encuentro un muerto, que por la calle abajo muchos clérigos y gente que en unas andas traían. Arriméme a la pared por darles lugar, y, desque el cuerpo pasó, venía luego a par del lecho una que debía ser su mujer del difunto, cargada de luto, y con ella otras muchas mujeres; la cual iba llorando a grandes voces y diciendo: -Marido y señor mío, ¿adónde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben! Yo, que aquello oí, juntóseme el cielo con la tierra, y dije: «¡Oh desdichado de mí, para mi casa llevan este muerto!» Dejo el camino que llevaba, y hendí por medio de la gente, y vuelvo por la calle abajo a todo el más correr que pude para mi casa. Y entrando en ella, cierro a grande priesa, invocando el auxilio y favor de mi amo, abrazándome de él, que me venga a ayudar y a defender la entrada. El cual, algo alterado, pensando que fuese otra cosa, me dijo: -¿Qué es eso, mozo? ¿Qué voces das? ¿Qué has? ¿Por qué cierras la puerta con tal furia? -¡Oh señor -dije yo-, acuda aquí, que nos traen acá un muerto! -¿Cómo así? -respondió él. -Aquí arriba lo encontré y venía diciendo su mujer: «Marido y señor mío, ¿adónde os llevan? ¡A la casa lóbrega y oscura, a la casa triste y desdichada, a la casa donde nunca comen ni beben!». Acá, señor, nos le traen. Y ciertamente, cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy risueño, rió tanto que muy gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo tenía ya yo echada el aldaba a la puerta y puesto el hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su muerto, y yo todavía me recelaba que nos le habían de meter en casa. Y, desque fue ya más harto de reír que de comer, el bueno de mi amo, díjome: -Verdad es, Lázaro, según la viuda lo va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste; mas, pues Dios lo ha hecho mejor y pasan adelante, abre, abre y ve por de comer. -Dejálos, señor, acaben de pasar la calle -dije yo. Al fin vino mi amo a la puerta de la calle, y ábrela esforzándome, que bien era menester, según el miedo y alteración, y me torno a encaminar. Mas, aunque comimos bien aquel día, maldito el gusto yo tomaba en ello. Ni en aquellos tres días torné en mi color. Y mi amo, muy risueño todas las veces que se le acordaba aquella mi consideración. De esta manera estuve con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, algunos días, y en todos deseando saber la intención de su venida y estada en esta tierra; porque, desde el primer día que con él asenté, le conocí ser extranjero, por el poco conocimiento y trato que con los naturales de ella tenía. Al fin se cumplió mi deseo y supe lo que deseaba; porque, un día que habíamos comido razonablemente y estaba algo contento, contóme su hacienda y díjome ser de Castilla la Vieja, y que había dejado su tierra no más de por no quitar el bonete a un caballero, su vecino. -Señor -dije yo-, si él era lo que decía y tenía más que vos, ¿no errábades en no quitárselo primero, pues decís que él también os lo quitaba? -Sí es y sí tiene, y también me lo quitaba él a mí; mas, de cuantas veces yo se le quitaba primero, no fuera malo comedirse él alguna y ganarme por la mano. -Paréceme, señor -le dije yo-, que en eso no mirara, mayormente con mis mayores que yo y que tienen más. -Eres muchacho -me respondió- y no sientes las cosas de honra, en que el día de hoy está todo el caudal de los hombres de bien. Pues te hago saber que yo soy, como ves, un escudero; mas ¡vótote a Dios!, si al Conde topo en la calle y no me quita muy bien quitado del todo el bonete, que otra vez que venga, me sepa yo entrar en una casa, fingiendo yo en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la hay, antes que llegue a mí, por no quitárselo. Que un hidalgo no debe a otro que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un punto de tener en mucho su persona. Acuérdome que un día deshonré en mi tierra a un oficial y quise poner en él las manos, porque cada vez que le topaba, me decía: «Mantenga Dios a Vuestra Merced». «Vos, don villano ruin -le dije yo-, ¿por qué no sois bien criado? ¿Manténgaos Dios, me habéis de decir, como si fuese quienquiera?» De allí adelante, de aquí acullá, me quitaba el bonete y hablaba como debía. ¿Y no es buena manera de saludar un hombre a otro -dije yo- decirle que le mantenga Dios? -¡Mira, mucho de enhoramala! -dijo él-. A los hombres de poca arte dicen eso; mas a los más altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de Vuestra Merced», o por lo menos: «Bésoos, señor, las manos», si el que me habla es caballero. Y así, de aquél de mi tierra que me atestaba de mantenimiento, nunca más le quise sufrir, ni sufriría ni sufriré a hombre del mundo, del rey abajo, que: «Manténgaos Dios», me diga. «Pecador de mí -dije yo-, por eso tiene tan poco cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie se lo ruegue». -Mayormente -dijo- que no soy tan pobre que no tengo en mi tierra un solar de casas, que, a estar ellas en pie y bien labradas, dieciséis leguas de donde nací, en aquella Costanilla de Valladolid, valdrían más de doscientas veces mil maravedís, según se podrían hacer grandes y buenas. Y tengo un palomar que, a no estar derribado como está, daría cada año más de doscientos palominos. Y otras cosas que me callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra; y vine a esta ciudad pensando que hallaría un buen asiento; mas no me ha sucedido como pensé. Canónigos y señores de la iglesia muchos hallo; mas es gente tan limitada que no los sacarán de su paso todo el mundo. Caballeros de media talla también me ruegan; mas servir a éstos es gran trabajo, porque de hombre os habéis de convertir en malilla, y, si no, «andad con Dios» os dicen. Y las más veces son los pagamentos a largos plazos, y las más y las más ciertas, comido por servido. Ya, cuando quieren reformar consciencia y satisfaceros vuestros sudores, sois librado en la recámara, en un sudado jubón o raída capa o sayo. Ya, cuando asienta un hombre con un señor de título, todavía pasa su lacería. Pues por ventura ¿no hay en mí habilidad para servir y contentar a éstos? Por Dios, si con él topase, muy gran su privado pienso que fuese, y que mil servicios le hiciese, porque yo sabría mentille tan bien como otro y agradalle a las mil maravillas. Reílle ya mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decille cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en su persona, en dicho y hecho; no me matar por no hacer bien las cosas que él no había de ver, y ponerme a reñir, donde él lo oyese, con la gente de servicio, porque pareciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba. Si riñese con algún su criado, dar unos puntillos agudos para encenderle la ira y que pareciesen en favor del culpado; decirle bien de lo que bien le estuviese y, por el contrario, ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa, y a los de fuera pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas galas de esta calidad que hoy día se usan en palacio y a los señores de él parecen bien; y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios, ni con quien el señor se puede descuidar. Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo usaría; mas no quiere mi ventura que le halle. De esta manera lamentaba tan bien su adversa fortuna mi amo, dándome relación de su persona valerosa. Pues, estando en esto, entró por la puerta un hombre y una vieja. El hombre le pide el alquiler de la casa y la vieja el de la cama. Hacen cuenta, y de dos en dos meses le alcanzaron lo que él en un año no alcanzara. Pienso que fueron doce o trece reales. Y él les dio muy buena respuesta: que saldría a la plaza a trocar una pieza de a dos y que a la tarde volviesen; mas su salida fue sin vuelta. Por manera que a la tarde ellos volvieron; mas fue tarde. Yo les dije que aún no era venido. Venida la noche y él no, yo hube miedo de quedar en casa solo, y fuime a las vecinas y contéles el caso y allí dormí. Venida la mañana, los acreedores vuelven y preguntan por el vecino; mas a esta otra puerta. Las mujeres le responden: -Veis aquí su mozo y la llave de la puerta. Ellos me preguntaron por él, y díjele que no sabía adónde estaba, y que tampoco había vuelto a casa desque salió a trocar la pieza, y que pensaba que de mí y de ellos se había ido con el trueco. De que esto me oyeron, van por un alguacil y un escribano. Y helos do vuelven luego con ellos, y toman la llave, y llámanme, y llaman testigos, y abren la puerta y entran a embargar la hacienda de mi amo hasta ser pagados de su deuda. Anduvieron toda la casa y halláronla desembarazada, como he contado, y dícenme: -¿Qué es de la hacienda de tu amo, sus arcas y paños de pared y alhajas de casa? -No sé yo eso -le respondí. -Sin duda -dicen ellos- esta noche lo deben de haber alzado y llevado a alguna parte. Señor alguacil, prended a este mozo, que él sabe dónde está. En esto vino el alguacil y echóme mano por el collar del jubón, diciendo: -Muchacho, tú eres preso, si no descubres los bienes de este tu amo. Yo, como en otra tal no me hubiese visto (porque asido del collar sí había sido muchas e infinitas veces, mas era mansamente de él trabado, para que mostrase el camino al que no veía), yo hube mucho miedo y, llorando, prometíle de decir lo que me preguntaban. -Bien está -dicen ellos-. Pues di todo lo que sabes y no hayas temor. Sentóse el escribano en un poyo para escribir el inventario, preguntándome qué tenía. -Señores -dije yo-, lo que este mi amo tiene, según él me dijo, es un muy buen solar de casas y un palomar derribado. -Bien está -dicen ellos-; por poco que eso valga, hay para nos entregar de la deuda. ¿Y a qué parte de la ciudad tiene eso? -me preguntaron. -En su tierra -les respondí. -Por Dios, que está bueno el negocio -dijeron ellos-. ¿Y adónde es su tierra? -De Castilla la Vieja me dijo él que era -le dije. Riéronse mucho el alguacil y el escribano, diciendo: -Bastante relación es ésta para cobrar vuestra deuda, aunque mejor fuese. Las vecinas, que estaban presentes, dijeron: -Señores, éste es un niño inocente y ha pocos días que está con ese escudero y no sabe de él más que vuestras mercedes; sino cuanto el pecadorcico se llega aquí a nuestra casa, y le damos de comer lo que podemos por amor de Dios, y a las noches se iba a dormir con él. Vista mi inocencia, dejáronme, dándome por libre. Y el alguacil y el escribano piden al hombre y a la mujer sus derechos. Sobre lo cual tuvieron gran contienda y ruido, porque ellos alegaron no ser obligados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el embargo. Los otros decían que habían dejado de ir a otro negocio, que les importaba más, por venir a aquél. Finalmente, después de dadas muchas voces, al cabo carga un porquerón con el viejo alfamar de la vieja, aunque no iba muy cargado, allá van todos cinco dando voces. No sé en qué paró. Creo yo que el pecador alfamar pagara por todos. Y bien se empleaba, pues el tiempo que había de reposar y descansar de los trabajos pasados, se andaba alquilando.
Así, como he contado, me dejó
mi pobre tercero amo, do acabé de conocer mi ruin
dicha, pues, señalándose todo lo que podía
contra mí, hacía mis negocios tan al revés,
que los amos, que suelen ser dejados de los mozos, en mí
no fuese así, mas que mi amo me dejase y huyese de
mí.
Cómo Lázaro se asentó con un fraile
de la Merced, y de lo que le acaeció con él
Hube de buscar el cuarto, y éste fue un fraile de
la Merced, que las mujercillas que digo me encaminaron, al
cual ellas le llamaban pariente. Gran enemigo del coro y
de comer en el convento, perdido por andar fuera, amicísimo
de negocios seglares y visitar, tanto que pienso que rompía
él más zapatos que todo el convento. Éste
me dio los primeros zapatos que rompí en mi vida;
mas no me duraron ocho días, ni yo pude con su trote
durar más. Y por esto, y por otras cosillas que no
digo, salí de él.
Cómo Lázaro se asentó con un buldero,
y de las cosas que con él pasó
En el quinto por mi ventura di, que fue un buldero, el más desenvuelto y desvergonzado, y el mayor echador de ellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso nadie vio, porque tenía y buscaba modos y maneras y muy sutiles invenciones. En entrando en los lugares do habían de presentar la bula, primero presentaba a los clérigos o curas algunas cosillas, no tampoco de mucho valor ni sustancia: una lechuga murciana, si era por el tiempo, un par de limas o naranjas, un melocotón, un par de duraznos, cada sendas peras verdiñales. Así procuraba tenerlos propicios, porque favoreciesen su negocio y llamasen sus feligreses a tomar la bula. Ofreciéndosele a él las gracias, informábase de la suficiencia de ellos. Si decían que entendían, no hablaba palabra en latín por no dar tropezón; mas aprovechábase de un gentil y bien cortado romance y desenvoltísima lengua. Y si sabía que los dichos clérigos eran de los reverendos, digo que más con dineros que con letras y con reverendas se ordenan, hacíase entre ellos un santo Tomás, y hablaba dos horas en latín, a lo menos que lo parecía, aunque no lo era. Cuando por bien no le tomaban las bulas, buscaba cómo por mal se las tomasen. Y para aquello hacía molestias al pueblo, y otras veces con mañosos artificios. Y porque todos los que le veía hacer sería largo de contar, diré uno muy sutil y donoso, con el cual probaré bien su suficiencia. En un lugar de la Sagra de Toledo había predicado dos o tres días, haciendo sus acostumbradas diligencias, y no le habían tomado bula ni, a mi ver, tenían intención de tomársela. Estaba dado al diablo con aquello y, pensando qué hacer, se acordó de convidar al pueblo para otro día de mañana despedir la bula. Y esa noche, después de cenar, pusiéronse a jugar la colación él y el alguacil. Y sobre el juego vinieron a reñir y a haber malas palabras. Él llamó al alguacil ladrón y el otro a él falsario. Sobre esto, el señor comisario, mi señor, tomó un lanzón, que en el portal do jugaban estaba. El alguacil puso mano a su espada, que en la cinta tenía. Al ruido y voces que todos dimos, acuden los huéspedes y vecinos, y métense en medio. Y ellos, muy enojados, procurándose de desembarazar de los que en medio estaban, para matarse. Mas, como la gente al gran ruido cargase, y la casa estuviese llena de ella, viendo que no podían afrentarse con las armas, decíanse palabras injuriosas, entre las cuales el alguacil dijo a mi amo que era falsario y las bulas que predicaba eran falsas. Finalmente, que los del pueblo, viendo que no bastaban a ponellos en paz, acordaron de llevar al alguacil de la posada a otra parte. Y así quedó mi amo muy enojado. Y, después que los huéspedes y vecinos le hubieron rogado que perdiese el enojo y se fuese a dormir, se fue y así nos echamos todos. La mañana venida, mi amo se fue a la iglesia y mandó tañer a misa y al sermón para despedir la bula. Y el pueblo se juntó, el cual andaba murmurando de las bulas, diciendo cómo eran falsas y que el mismo alguacil, riñendo, lo había descubierto. De manera que, atrás que tenían mala gana de tomalla, con aquello del todo la aborrecieron. El señor comisario se subió al púlpito, y comienza su sermón y a animar la gente que no quedasen sin tanto bien y indulgencia como la santa bula traía. Estando en lo mejor del sermón, entra por la puerta de la iglesia el alguacil y, desque hizo oración, levantóse y, con voz alta y pausada, cuerdamente comenzó a decir: -Buenos hombres, oídme una palabra, que después oiréis a quien quisiéredes. Yo vine aquí con este echacuervo que os predica, el cual me engañó, y dijo que le favoreciese en este negocio, y que partiríamos la ganancia. Y agora, visto el daño que haría a mi conciencia y a vuestras haciendas, arrepentido de lo hecho, os declaro claramente que las bulas que predica son falsas, y que no le creáis ni las toméis y que yo, directe ni indirecte, no soy parte en ellas, y que desde agora dejo la vara y doy con ella en el suelo. Y, si en algún tiempo éste fuere castigado por la falsedad, que vosotros me seáis testigos cómo yo no soy con él ni le doy a ello ayuda; antes os desengaño y declaro su maldad. -Y acabó su razonamiento. Algunos hombres honrados que allí estaban se quisieron levantar y echar al alguacil fuera de la iglesia, por evitar escándalo; mas mi amo les fue a la mano y mandó a todos que, so pena de excomunión, no le estorbasen; mas que le dejasen decir todo lo que quisiese. Y así, él también tuvo silencio mientras el alguacil dijo todo lo que he dicho. Como calló, mi amo le preguntó si quería decir más que lo dijese. El alguacil dijo: -Harto hay más que decir de vos y de vuestra falsedad; mas por agora basta. El señor comisario se hincó de rodillas en el púlpito y, puestas las manos y mirando al cielo, dijo así: -Señor Dios, a quien ninguna cosa es escondida, antes todas manifiestas, y a quien nada es imposible, antes todo posible: tú sabes la verdad y cuán injustamente yo soy afrentado. En lo que a mí toca, yo le perdono, porque Tú, Señor, me perdones. No mires a aquél, que no sabe lo que hace ni dice; mas la injuria a ti hecha te suplico, y por justicia te pido no disimules. Porque alguno que está aquí, que por ventura pensó tomar aquesta santa bula, y dando crédito a las falsas palabras de aquel hombre, lo dejará de hacer. Y pues es tanto perjuicio del prójimo, te suplico yo, Señor, no lo disimules; mas luego muestra aquí milagro, y sea de esta manera: que, si es verdad lo que aquél dice y que yo traigo maldad y falsedad, este púlpito se hunda conmigo y meta siete estados debajo de tierra, do él ni yo jamás parezcamos; y, si es verdad lo que yo digo y aquél, persuadido del demonio, por quitar y privar a los que están presentes de tan gran bien, dice maldad, también sea castigado y de todos conocida su malicia. Apenas había acabado su oración el devoto señor mío, cuando el negro alguacil cae de su estado y da tan gran golpe en el suelo que la iglesia toda hizo resonar, y comenzó a bramar y echar espumajos por la boca y torcella, y hacer visajes con el gesto, dando de pie y de mano, revolviéndose por aquel suelo a una parte y a otra. El estruendo y voces de la gente era tan grande, que no se oían unos a otros. Algunos estaban espantados y temerosos. Unos decían: «El Señor le socorra y valga». Otros: «Bien se le emplea, pues levantaba tan falso testimonio». Finalmente, algunos que allí estaban, y a mi parecer no sin harto temor, se llegaron y le trabaron de los brazos, con los cuales daba fuertes puñadas a los que cerca de él estaban. Otros le tiraban por las piernas y tuvieron reciamente, porque no había mula falsa en el mundo que tan recias coces tirase. Y así le tuvieron un gran rato. Porque más de quince hombres estaban sobre él y a todos daba las manos llenas y, si se descuidaban, en los hocicos. A todo esto el señor mi amo estaba en el púlpito de rodillas, las manos y los ojos puestos en el cielo, transportado en la divina esencia, que el planto y ruido y voces, que en la iglesia había, no eran parte para apartalle de su divina contemplación. Aquellos buenos hombres llegaron a él y, dando voces le despertaron y le suplicaron quisiese socorrer a aquel pobre que estaba muriendo y que no mirase a las cosas pasadas ni a sus dichos malos, pues ya dellos tenía el pago; mas, si en algo podría aprovechar para librarle del peligro y pasión que padecía, por amor de Dios lo hiciese, pues ellos veían clara la culpa del culpado y la verdad y bondad suya, pues a su petición y venganza el Señor no alargó el castigo. El señor comisario, como quien despierta de un dulce sueño, los miró y miró al delincuente y a todos los que alrededor estaban, y muy pausadamente les dijo: -Buenos hombres, vosotros nunca habíades de rogar por un hombre en quien Dios tan señaladamente se ha señalado; mas, pues Él nos manda que no volvamos mal por mal y perdonemos las injurias, con confianza podremos suplicarle que cumpla lo que nos manda, y Su Majestad perdone a éste que le ofendió poniendo en su santa fe obstáculo. Vamos todos a suplicalle. Y así, bajó del púlpito y encomendó a que muy devotamente suplicasen a nuestro Señor tuviese por bien de perdonar a aquel pecador y volverle en su salud y sano juicio y lanzar de él el demonio, si Su Majestad había permitido que por su gran pecado en él entrase. Todos se hincaron de rodillas y delante del altar, con los clérigos, comenzaban a cantar con voz baja una letanía; y viniendo él con la cruz y agua bendita, después de haber sobre él cantado, el señor mi amo, puestas las manos al cielo y los ojos que casi nada se le parecía, sino un poco de blanco, comienza una oración no menos larga que devota, con la cual hizo llorar a toda la gente, como suelen hacer en los sermones de Pasión, de predicador y auditorio devoto, suplicando a Nuestro Señor, pues no quería la muerte del pecador, sino su vida y arrepentimiento, que aquél, encaminado por el demonio y persuadido de la muerte y pecado, le quisiese perdonar y dar vida y salud, para que se arrepintiese y confesase sus pecados. Y esto hecho, mandó traer la bula y púsosela en la cabeza. Y luego el pecador del alguacil comenzó poco a poco a estar mejor y tornar en sí. Y desque fue bien vuelto en su acuerdo, echóse a los pies del señor comisario y, demandándole perdón, confesó haber dicho aquello por la boca y mandamiento del demonio; lo uno, por hacer a él daño y vengarse del enojo; lo otro, y más principal, porque el demonio recibía mucha pena del bien que allí se hiciera en tomar la bula. El señor mi amo le perdonó, y fueron hechas las amistades entre ellos. Y a tomar la bula hubo tanta prisa, que casi ánima viviente en el lugar no quedó sin ella: marido y mujer, y hijos y hijas, mozos y mozas. Divulgóse la nueva de lo acaecido por los lugares comarcanos y, cuando a ellos llegábamos, no era menester sermón ni ir a la iglesia, que a la posada la venían a tomar, como si fueran peras que se dieran de balde. De manera que, en diez o doce lugares de aquellos alrededores donde fuimos, echó el señor mi amo otras tantas mil bulas sin predicar sermón. Cuando él hizo el ensayo, confieso mi pecado, que también fui de ello espantado, y creí que así era, como otros muchos; mas con ver después la risa y burla que mi amo y el alguacil llevaban y hacían del negocio, conocí cómo había sido industriado por el industrioso y inventivo de mi amo. Acaeciónos en otro lugar, el cual no quiero nombrar por su honra, lo siguiente: y fue que mi amo predicó dos o tres sermones, y dó a Dios la bula tomaban. Visto por el astuto de mi amo lo que pasaba, y que aunque decía se fiaban por un año no aprovechaba, y que estaban tan rebeldes en tomarla, y que su trabajo era perdido, hizo tocar las campanas para despedirse y, hecho su sermón y despedido desde el púlpito, ya que se quería abajar, llamó al escribano y a mí, que iba cargado con unas alforjas, y hízonos llegar al primer escalón, y tomó al alguacil las que en las manos llevaba, y las que yo tenía en las alforjas púsolas junto a sus pies, y tornóse a poner en el púlpito con cara alegre, y arrojar desde allí de diez en diez y de veinte en veinte de sus bulas hacia todas partes diciendo: -Hermanos míos, tomad, tomad de las gracias que Dios os envía hasta vuestras casas, y no os duela, pues es obra tan pía la redención de los cautivos cristianos que están en tierra de moros, porque no renieguen nuestra santa fe y vayan a las penas del infierno, siquiera ayudalles con vuestra limosna y con cinco Pater nostres y cinco Ave Marías, para que salgan de cautiverio. Y aun también aprovechan para los padres y hermanos y deudos que tenéis en el Purgatorio, como lo veréis en esta santa bula. Como el pueblo las vio así arrojar, como cosa que la daba de balde y ser venida de la mano de Dios, tomaban a más tomar, aun para los niños de la cuna y para todos sus difuntos, contando desde los hijos hasta el menor criado que tenían, contándolos por los dedos. Vímonos en tanta prisa, que a mí aínas me acabaron de romper un pobre y viejo sayo que traía, de manera que certifico a Vuestra Merced que en poco más de una hora no quedó bula en las alforjas y fue necesario ir a la posada por más. Acabados de tomar todos, dijo mi amo desde el púlpito a su escribano y al del Concejo que se levantasen, y para que se supiese quién eran los que habían de gozar de la santa indulgencia y perdones de la santa bula y para que él diese buena cuenta a quien le había enviado, se escribiesen. Y así, luego todos de muy buena voluntad decían las que habían tomado, contando por orden los hijos y criados y difuntos. Hecho su inventario, pidió a los alcaldes que, por caridad, porque él tenía que hacer en otra parte, mandasen al escribano le diese autoridad del inventario y memoria de las que allí quedaban, que según decía el escribano eran más de dos mil. Hecho esto, él se despidió con mucha paz y amor, y así nos partimos de este lugar. Y aun, antes que nos partiésemos, fue preguntando él por el teniente cura del lugar y por los regidores si la bula aprovechaba para las criaturas que estaban en el vientre de sus madres. A lo cual él respondió, según las letras que él había estudiado, que no, que lo fuesen a preguntar a los doctores más antiguos que él y que esto era lo que sentía en este negocio. Y así nos partimos, yendo todos muy alegres del buen negocio. Decía mi amo al alguacil y escribano: -¿Qué os parece, cómo a estos villanos, que con sólo decir cristianos viejos somos, sin hacer obras de caridad, se piensan salvar, sin poner nada de su hacienda? Pues, por vida del licenciado Pascasio Gómez, que a su costa se saquen más de diez cautivos. Y así nos fuimos hasta otro lugar de aquel, cabo de Toledo, hacia la Mancha que se dice, adonde topamos otros más obstinados en tomar bulas. Hechas mi amo y los demás que íbamos nuestras diligencias, en dos fiestas que allí estuvimos, no se habían echado treinta bulas. Visto por mi amo la gran perdición y la mucha costa que traía, y el ardideza que el sutil de mi amo tuvo para hacer despender sus bulas fue que este día dijo la misa mayor y, después de acabado el sermón y vuelto al altar, tomó una cruz que traía de poco más de un palmo, y en un brasero de lumbre que encima del altar había, el cual habían traído para calentarse las manos, porque hacía gran frío, púsole detrás del misal, sin que nadie mirase en ello. Y allí, sin decir nada, puso la cruz encima la lumbre y, ya que hubo acabado la misa y echada la bendición, tomóla con un pañizuelo bien envuelta la cruz en la mano derecha y en la otra la bula, y así se bajó hasta la postrera grada del altar, adonde hizo que besaba la cruz. E hizo señal que viniesen adorar la cruz. Y así vinieron los alcaldes los primeros y los más ancianos del lugar, viniendo uno a uno, como se usa. Y el primero que llegó, que era un alcalde viejo, aunque él le dio a besar la cruz bien delicadamente, se abrasó los rostros y se quitó presto afuera. Lo cual visto por mi amo, le dijo: -¡Paso, quedo, señor alcalde! ¡Milagro! Y así hicieron otros siete u ocho, y a todos les decía: -¡Paso, señores! ¡Milagro! Cuando él vio que los rostriquemados bastaban para testigos del milagro, no la quiso dar más a besar. Subióse al pie del altar y de allí decía cosas maravillosas, diciendo que por la poca caridad que había en ellos había Dios permitido aquel milagro, y que aquella cruz había de ser llevada a la santa iglesia mayor de su obispado, que por la poca caridad que en el pueblo había, la cruz ardía. Fue tanta la prisa que hubo en el tomar de la bula, que no bastaban dos escribanos ni los clérigos ni sacristanes a escribir. Creo de cierto que se tomaron más de tres mil bulas, como tengo dicho a Vuestra Merced. Después, al partir, él fue con gran reverencia, como es razón, a tomar la santa cruz, diciendo que le había de hacer engastonar en oro, como era razón. Fue rogado mucho del Concejo y clérigos del lugar les dejase allí aquella santa cruz, por memoria del milagro allí acaecido. Él en ninguna manera lo quería hacer, y al fin, rogado de tantos, se la dejó; con que le dieron otra cruz vieja que tenían, antigua, de plata, que podrá pesar dos o tres libras, según decían. Y así nos partimos alegres con el buen trueque y con haber negociado bien. En todo no vio nadie lo susodicho, sino yo, porque me subía par del altar para ver si había quedado algo en las ampollas, para ponello en cobro, como otras veces yo lo tenía de costumbre, y como allí me vio, púsose el dedo en la boca, haciéndome señal que callase. Yo así lo hice, por que me cumplía, aunque, después que vi el milagro, no cabía en mí por echallo fuera, sino que el temor de mi astuto amo no me lo dejaba comunicar con nadie, ni nunca de mí salió, porque me tomó juramento que no descubriese el milagro y así lo hice hasta agora. Y, aunque muchacho, cayóme mucho en gracia, y dije entre mí: «¡Cuántas de éstas deben hacer estos burladores entre la inocente gente!».
Finalmente, estuve
con este mi quinto amo cerca de cuatro meses, en los cuales
pasé también hartas fatigas, aunque me daba
bien de comer, a costa de los curas y otros clérigos
do iba a predicar.
Cómo Lázaro se asentó con un capellán,
y lo que con él pasó
Después de esto, asenté con un maestro de pintar panderos, para molelle los colores, y también sufrí mil males. Siendo ya en este tiempo buen mozuelo, entrando un día en la iglesia mayor, un capellán de ella me recibió por suyo, y púsome en poder un asno y cuatro cántaros y un azote, y comencé a echar agua por la ciudad. Éste fue el primer escalón que yo subí para venir a alcanzar buena vida, porque mi boca era medida. Daba cada día a mi amo treinta maravedís ganados, y los sábados ganaba para mí, y todo lo demás, entre semana, de treinta maravedís.
Fueme tan bien
en el oficio que, al cabo de cuatro años que lo usé,
con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para
vestirme muy honradamente de la ropa vieja, de la cual compré
un jubón de fustán viejo, y un sayo raído
de manga trenzada y puerta, y una capa que había sido
frisada, y
una espada de las viejas primeras de Cuéllar.
Desque me vi en hábito de hombre de bien, dije a mi
amo se tomase su asno, que no quería más seguir
aquel oficio.
Cómo Lázaro se asentó con un alguacil,
y de lo que le acaeció con él
Despedido del capellán, asenté por hombre de justicia con un alguacil; mas muy poco viví con él, por parecerme oficio peligroso. Mayormente que una noche nos corrieron a mí y a mi amo a pedradas y a palos unos retraídos. Y a mi amo, que esperó, trataron mal; mas a mí no me alcanzaron. Con esto renegué del trato. Y pensando en qué modo de vivir haría mi asiento, por tener descanso y ganar algo para la vejez, quiso Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera provechosa. Y con favor que tuve de amigos y señores, todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que medre, sino los que le tienen. En el cual el día de hoy vivo y resido a servicio de Dios y de Vuestra Merced. Y es que tengo cargo de pregonar los vinos que en esta ciudad se venden, y en almonedas y cosas perdidas, acompañar los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delitos: pregonero, hablando en buen romance. En el cual oficio, un día que ahorcábamos un apañador en Toledo, y llevaba una buena soga de esparto, conocí y caí en la cuenta de la sentencia que aquel mi ciego amo había dicho en Escalona, y me arrepentí del mal pago que le di, por lo mucho que me enseñó, que, después de Dios, él me dio industria para llegar al estado que ahora estoy. Hame sucedido tan bien, y yo le he usado tan fácilmente, que casi todas las cosas al oficio tocantes pasan por mi mano, tanto que, en toda la ciudad, el que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho. En este tiempo, viendo mi habilidad y buen vivir, teniendo noticia de mi persona el señor arcipreste de San Salvador, mi señor, y servidor y amigo de Vuestra Merced, porque le pregonaba sus vinos, procuró casarme con una criada suya. Y visto por mí que de tal persona no podía venir sino bien y favor, acordé de hacerlo. Y así, me casé con ella, y hasta agora no estoy arrepentido, porque, allende de ser buena hija y diligente servicial, tengo en mi señor arcipreste todo favor y ayuda. Y siempre en el año le da, en veces, al pie de una carga de trigo; por las Pascuas, su carne; y cuando el par de los bodigos, las calzas viejas que deja. E hízonos alquilar una casilla par de la suya; los domingos y fiestas casi todas las comíamos en su casa. Mas malas lenguas, que nunca faltaron ni faltarán, no nos dejan vivir, diciendo no sé qué y sí sé qué, de que ven a mi mujer irle a hacer la cama y guisalle de comer. Y mejor les ayude Dios, que ellos dicen la verdad, aunque en este tiempo siempre he tenido alguna sospechuela y habido algunas malas cenas por esperalla algunas noches hasta las laudes, y aún más, y se me ha venido a la memoria lo que a mi amo el ciego me dijo en Escalona, estando asido del cuerno; aunque, de verdad, siempre pienso que el diablo me lo trae a la memoria por hacerme malcasado, y no le aprovecha. Porque allende de no ser ella mujer que se pague de estas burlas, mi señor me ha prometido lo que pienso cumplirá; que él me habló un día muy largo delante de ella y me dijo: -Lázaro de Tormes, quien ha de mirar a dichos de malas lenguas nunca medrará. Digo esto, porque no me maravillaría alguno, viendo entrar en mi casa a tu mujer y salir de ella. Ella entra muy a tu honra y suya. Y esto te lo prometo. Por tanto, no mires a lo que pueden decir, sino a lo que te toca, digo, a tu provecho. -Señor -le dije-, yo determiné de arrimarme a los buenos. Verdad es que algunos de mis amigos me han dicho algo de eso, y aun por más de tres veces me han certificado que, antes que conmigo casase, había parido tres veces, hablando con reverencia de Vuestra Merced, porque está ella delante. Entonces mi mujer echó juramentos sobre sí, que yo pensé la casa se hundiera con nosotros. Y después tomóse a llorar y a echar maldiciones sobre quien conmigo la había casado, en tal manera que quisiera ser muerto antes que se me hubiera soltado aquella palabra de la boca. Mas yo de un cabo y mi señor de otro, tanto le dijimos y otorgamos que cesó su llanto, con juramento que le hice de nunca más en mi vida mentalle nada de aquello, y que yo holgaba y había por bien de que ella entrase y saliese de noche y de día, pues estaba bien seguro de su bondad. Y así quedamos todos tres bien conformes. Hasta el día de hoy nunca nadie nos oyó sobre el caso; antes, cuando alguno siento que quiere decir algo de ella, le atajo y le digo: -Mirad, si sois mi amigo, no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace pesar, mayormente si me quieren meter mal con mi mujer, que es la cosa del mundo que yo más quiero, y la amo más que a mí, y me hace Dios con ella mil mercedes y más bien que yo merezco. Que yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él. De esta manera no me dicen nada, y yo tengo paz en mi casa. Esto fue el mismo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos, como Vuestra Merced habrá oído. Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna. De lo que de aquí adelante me sucediere, avisaré a Vuestra Merced.
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