Persas
Las dos
tribus arias más importantes que se asentaron en la
llanura irania fueron los
medos
y los
persas.
En los siglos en los que dichos asentamientos tuvieron
lugar, todos los pueblos de Asia Menor estaban
dominados por los
asirios,
cuyo ejército se tenía por invencible y que mantuvo
bajo su yugo a todos los pueblos que vivían entre
Armenia y Egipto. El primer gran caudillo militar de
los medos fue
Aquemenes,
que durante el primer tercio del siglo VII a.C.
contribuyó a resquebrajar la formidable reputación del
imperio asirio obteniendo varias victorias que
colocaron a su linaje, los
Aqueménidas,
en una envidiable situación a la hora del gobierno de
las tribus iranias.
El
siguiente soberano medo que conocemos es
Ciaxares,
el cual fue responsable directo de la caída del
imperio asirio y puso las bases del poderío medo en
Asia Menor: en el 612 a. C. los medos, en alianza con
los caldeos, destruyeron Nínive, la capital del
imperio asirio.
Dos años más tarde (610 a. C.), la victoria de
Ciaxares en la batalla de Harran ponía fin al
último reducto asirio: el reino de Ashshurubalt.
Ciaxares continuó la expansión meda hacia el norte de
Mesopotamia,
llegando a alcanzar Capadocia y a enfrentarse con los
lidios. Mediante acuerdos con éstos, quedó establecido
el río Halys (situado en la parte oriental de la
meseta de Anatolia) como frontera entre Lidia y Media.
Como conclusión, podemos afirmar que, a la muerte de
Ciaxares (585 a. C.), el imperio medo quedó convertido
en el mayor poder existente en Asia Menor.
El
sucesor de Ciaxares fue
Astiages
(585-550 a. C.), monarca que no siguió la línea de su
predecesor. Únicamente se conformó con firmar varios
acuerdos con los diferentes príncipes de otras tribus
persas que se encontraban alrededor de su territorio.
Uno de ellos era el gobernador de Anshan,
Cambises I,
un persa de la familia de los Aqueménidas que, tras el
gran Aquemenes, había pasado a estar sometida por los
medos. Cambises contrajo matrimonio con la hija de
Astiages, la princesa Mandine. El hijo de ambos, en el
que confluían los linajes Medo y Aqueménida (de ahí
que, debido a los historiadores griegos, medo y
persa sean sinónimos) fue
Ciro II,
el gran conquistador. En el año 549 a.C., Ciro se
levantó contra el gobierno de los medos después de
haberse hecho proclamar rey de Anshan, unificando todo
el poder del imperio en su persona.
La
expansión del Imperio persa con Ciro fue enorme: en el
año 547 a.C. derrotó a
Creso,
el rey de Lidia, anexionando este reino a su gobierno.
Posteriormente, el rico y esplendoroso reino
babilónico fue su objetivo. Derrotó al monarca caldeo,
Nabónido, en el 539 a.C. y continuó la expansión
territorial hacia el valle del Indo. Sin embargo, en
una de las habituales luchas contra una arisca tribu
esteparia asentada en el mar de Aral, los masagetas,
Ciro el Grande halló la muerte (530 a. C.).
El
sucesor de Ciro, su hijo
Cambises II,
continuó la política de su padre: lo primero que hizo
fue vengar la muerte de éste, derrotando a los
masagetas en el 529 a.C. Posteriormente, emprendió la
conquista de Egipto: con la ayuda de
Polícrates,
el tirano de Samos (que puso a su disposición
la flota naval de su isla), Cambises II derrocó (525
a.C.) al último faraón, Psamético III, llevando el
dominio persa hasta el corazón de Nubia, en el
nacimiento del Nilo. Sin embargo, contrariamente a la
tolerancia con los vencidos de la que había hecho gala
su padre, Cambises II ha pasado a la historia como un
monarca cruel y despiadado, tanto con los pueblos
conquistados como con sus propios súbditos, razón por
la cual tuvo lugar el levantamiento de una parte de la
aristocracia dirigente contra la familia del emperador.
Tras
finalizar las luchas internas (521 a.C.), salió
coronado emperador un miembro de una rama colateral de
los Aqueménidas:
Darío el Grande.
Las ansias expansionistas del nuevo emperador llevaron
a su pueblo al enfrentamiento con el otro gran poder
del Mediterráneo en la Edad Antigua: Grecia. En primer
lugar, Darío se enfrentó a una revuelta de las
colonias griegas asentadas en Jonia (Asia Menor), que
vivían como feudatarios del imperio persa. Al recibir
éstos ayuda militar procedente de la Grecia
continental, Darío el Grande lanzó contra los
helenos una campaña de castigo: en el año 490 a.C. los
persas fueron derrotados en la famosa
batalla de Maratón,
donde los griegos se aseguraron el dominio de sus
posesiones territoriales, al menos las situadas en el
continente europeo.
Darío
quiso vengar la afrenta cometida, pero falleció dos
años más tarde (488 a.C.), cuando preparaba a sus
tropas para dicho cometido. Fue sucedido por su hijo
Jerjes I,
que, de manera más inteligente que su padre, intentó
invadir Grecia por el mar. Pero, de nuevo, fue
derrotado por los griegos en la
batalla de Salamina
(480 a.C.), donde la hegemonía persa en el mar fue
puesta en entredicho por las mejor preparadas tropas
helenas. Aunque el objetivo griego fue
siempre perseguido con ahínco por los soberanos
persas, los intentos llegaron a su fin cuando el
propio Jerjes I fue derrotado al año siguiente (479
a.C.) en el doble frente de combate que envió a los
griegos: por tierra (batalla
de Platea) y por mar
(batalla de Micale). Su hijo y sucesor,
Artajerjes I,
abandonó la política expansionista de su padre. Su
imperio se resquebrajaba y a la revuelta de los
egipcios (hostigados, financiados y alentados por los
griegos) siguió la de gran parte de las
circunscripciones territoriales de su imperio. Así
pues, en el año 446 a.C., el imperio persa daba
muestras de agotamiento interno, llegando al final de
su apogeo como poder mediterráneo.
Gran
parte de la organización del Imperio ha sido
atribuida tradicionalmente a las reformas efectuadas
por Darío el Grande, aproximadamente entre
los años 518 y 514 a. C.
En
primer lugar, hay que resaltar la especial
concepción del reino persa, considerada como una
mezcla entre ideas feudales e ideas centralistas, ya
que la base del poder autoritario del monarca estaba
en la obediencia incondicional que recibía de sus
súbditos. Para facilitar el control del imperio,
Darío estableció la división de sus posesiones en
unas circunscripciones territoriales llamadas
satrapías,
de las que, en tiempos de la reorganización
llevada a cabo por dicho monarca, se han podido
contabilizar hasta 25 (algunas ya existían
anteriormente).
Estas
satrapías (del arameo xshathrapavan, ´país´)
estaban al cargo de un gobernador (sátrapa),
ayudado por los servicios de un comandante del
ejército imperial que tenía el mando de las tropas
acantonadas en la satrapía correspondiente. Los
sátrapas tenían como principal cometido hacerse
cargo de la recaudación de tributos que pasarían
posteriormente a las arcas reales (ganzaka) y
eran los representantes del emperador en su
mandación territorial: sólo habían de responder de
su conducta ante el propio emperador o ante el jefe
de la administración, el hazarapatish,
especie de "primer ministro" persa que era, además,
el jefe de la guardia personal del emperador. La
connotación negativa que las palabras satrapía
o sátrapa tienen en la actualidad se debe a
que, como medida para controlar la lealtad de su
funcionariado, los emperadores favorecían la
delación de las malversaciones que se llevasen a
cabo en la mandación territorial, con lo que
convirtieron las satrapías en auténticos sitios
lúgubres donde las intrigas estaban a la orden del
día. Pero, realmente, no había otra forma de poder
controlar tan vasto imperio.
Es
obvio decir que no todas las satrapías tenían la
misma importancia a la hora de fiscalizar sus
tributos, puesto que el desarrollo económico del
imperio era bastante desigual. En los ricos y
fértiles territorios de
Babilonia
y
Egipto
había una desarrolladísima economía de metal acuñado,
mientras que en el interior de la meseta irania los
intercambios comerciales no sólo eran pobres sino
que la mayoría se llevaban a cabo mediante trueque.
Sin embargo, la economía del imperio era próspera,
prueba de ello son sus espléndidas construcciones
urbanísticas y sus obras de infraestructura. La
majestuosidad de sus ciudades más importantes, como
Pasargadas,
Ecbatana,
Ctesifonte
o
Persépolis,
no estaba exenta de comodidades que nos parecen
propias de nuestros días (canales, agua potable y
corriente en cada casa, mecanismos de cierre
automático de puertas, servicio de correos estatales...).
También destacó el imperio por la suntuosidad de sus
manifestaciones artísticas, alcanzando un desarrollo
similar al de sus rivales griegos.
Finalmente, es importante hablar de la unidad
religiosa del imperio. Pese a que existen aún muchas
lagunas acerca de su origen (y aún si realmente hubo
unidad de culto), lo cierto es que la religión persa,
el zoroastrismo, estaba basada en las
enseñanzas de
Zaratustra
o Zoroastro, un profeta que vivió probablemente
entre finales del siglo VII o principios del VI a.
C. Zaratustra predicaba que el hombre andaba en la
vida camino de la salvación, que era el premio
divino otorgado por el Creador para enaltecer a los
buenos de espíritu. La deidad a la que adoraban era
representada por el fuego, cuya identidad, a falta
de pruebas pictóricas (estaba rigurosamente
prohibido representar la imagen de su dios) se
asocia al nombre de
Ahura-Mazda
que aparece en las inscripciones. Pese a ello,
Herodoto
(que es la principal fuente de los historiadores
para el período persa) incluye algunos cultos
conocidos en el Mediterráneo, como los de
Mitra
y Anahita, además del importante papel que
desempeñaban en los cultos los llamados Magos,
predicadores autónomos con gran importancia en las
doctrinas de Zaratustra.
El
Imperio persa en el siglo V a.C. estaba denostado
por culpa de las luchas internas. El caos
gubernativo en el que se hallaban los persas fue
presa fácil para el gran conquistador de la
Antigüedad:
Alejandro Magno.
El soberano persa Darío III nada pudo hacer ante la
imponente maquinaria bélica dirigida por el
macedonio, que anexionó todo el Imperio a sus
dominios en el 330 a.C.
Sin
embargo, la valía de los guerreros persas incitó a
Alejandro a mantener varios miles de ellos entre sus
tropas, creando una especie de aristocracia
militar en el seno de su propio ejército. Es por
ello que, a su muerte (323 a.C.), se entabló una
dura lucha entre sus generales persas por el control
del territorio. Tras varios años de conflictos
militares, uno de sus generales,
Seleuco,
fue coronado como rey de Babilonia, dominando además
todo el este del antiguo imperio (desde Siria y Asia
Menor hasta el valle del Indo). Seleuco I es la
primera cabeza de un linaje, los
Seléucidas,
que gobernaron el Imperio hasta el siglo II a.C. (y
a los que nunca hay que confundir con los
Selyúcidas o Selyuquíes, pueblo turco de
religión islámica que aparecerá varios siglos más
tarde en las mismas zonas).
En el
siglo II a.C. un belicoso pueblo estepario, los
partos, se establecieron en los dominios persas y
sometieron a los Seléucidas, estableciendo una
aristocracia militar minoritaria que gobernó durante
casi cuatro siglos. Existen muy pocos datos
históricos acerca de la dominación de los partos
sobre Persia, tan sólo sabemos con verosimilitud la
fecha de su finalización. En el año 225 de nuestra
era, el rey persa (feudatario de los partos)
Ardashir I
derrotó a éstos en la batalla de Ormuz y pasó
a la conquista de Armenia y de los territorios
fronterizos con el Indo. Ardashir I fue el fundador
de una nueva dinastía, los
Sasánidas,
que gobernaron el imperio hasta la llegada del
Islam.
Véase
Partia.
De la
misma forma que los medos y aqueménidas habían
tenido un temible adversario por el control del
Mediterráneo en la
civilización griega,
los sasánidas lucharon contra un adversario no menos
poderoso: el
Imperio romano.
Efectivamente, los reinados del hijo de Ardachir,
Sapor I
(240-282), y de su nieto, Narsés I (283-309),
estuvieron marcados permanentemente por las luchas
contra el Imperio. Si bien lograron que, en
determinadas ocasiones, los romanos se retirasen de
sus territorios, lo cierto es que hacia el año 300
de nuestra era el imperio persa había sufrido una
considerable pérdida territorial, teniéndose que
contentar con las posesiones marcadas más allá del
este del río Tigris. No obstante, durante el longevo
reinado de
Sapor II
(309-379) los sasánidas lograron recuperar gran
parte de sus antiguas posesiones, que fueron
definitivamente perdidas en las primeras décadas del
siglo V, cuando Yadgard I fue derrotado.
En el reinado de
Yadgard I
(399-420) y en el de su hijo y sucesor, Baram o
Varanes V, Rey de Persia
(420-436), los conflictos del Imperio persa sasánida
estuvieron derivados de la adopción del cristianismo
por buena parte de la población persa. Pese a que,
tradicionalmente, todos los linajes posesores del
gobierno imperial habían sido bastante tolerantes
con las minorías religiosas, lo cierto es que con el
cristianismo monoteísta no pasó lo mismo, tal vez
porque se percataron rápidamente que tal concepción
religiosa socavaba hondamente los presupuestos
ideológicos sobre los que se asentaba el gobierno
autoritario del emperador. Quizá por ello, la
ortodoxia zoroastrista comenzó a propagar varios
presupuestos religiosos impensables en la época de
Darío el Grande, como la igualdad de todos
los hombres y la conveniencia de la propiedad
comunal, además de la regulación de las tasas
impositivas en virtud de los ingresos.
Pese a
todos los esfuerzos llevados a cabo por los poderes
políticos, lo cierto es que el zoroastrismo estaba
en franco declive. Durante el reinado de
Firutz I
(¿-489), una acepción heterodoxa del cristianismo
católico, el
nestorianismo,
se convirtió en la religión oficial del imperio
sasánida, sumido en una cruenta batalla contra
Bizancio por mantener a duras penas sus límites
territoriales.
Pese a
ello, aún tenemos un brillante emperador sasánida
que logró contener la amenaza bizantina y restaurar
el zoroastrismo como religión oficial:
Cosroes I
(531-579). Sostuvo con éxito varias luchas contra
los basileus orientales, declarando la guerra
a
Justiniano I
en el año 540 y extendiendo sus límites hasta
Etiopía en el año 570. A su vez, llevó a cabo una
amplia reforma política y religiosa, especialmente
en lo tocante al aprovechamiento agrícola y al
sistema de tributos, con lo que consiguió sacar a su
pueblo de la mediocridad reinante en el siglo VI de
nuestra era.
Pero
poco pudieron hacer ante la llegada del poder más
absoluto de la Alta Edad Media: el Islam. Durante el
reinado de
Yadgard III
(631-640), la nación árabe invadió el imperio,
destruyó sus bases económicas y sometió a toda la
población a la religión de
Mahoma,
poniendo fin a más de un milenio de poderío persa.