Otomano
Maxima expansión del imperio otomano
Vease mapa detallado
[Aquí]
Formación político-territorial fundada en el siglo
XIII a partir de un pequeño principado turcomano que,
desde
Anatolia,
se extendió por todo el
Oriente Próximo
y
Medio
y, por Europa, hasta las
regiones danubianas. Su pervivencia hasta el siglo XX
lo convierte en una de las grandes construcciones
políticas de la historia del ámbito mediterráneo, que
dominó entre los siglos XVI y XVII, para después
hundirse en una lenta descomposición territorial, que
culminó tras la derrota turca en la
Primera Guerra Mundial
y la consiguiente creación de la
Turquía
moderna (1923).
Los orígenes del Imperio
otomano fueron muy modestos. Los turcos hicieron su
aparición en las llanuras de Anatolia a comienzos del
siglo XI, siguiendo la estela dejada por los
selyúcidas,
quienes redujeron el área de dominio bizantino a una
estrecha franja junto al
mar Egeo.
Uno de los numerosos clanes turcos que se instalaron
en Anatolia fundó un principado en la región de
Bitinia,
junto a Nicea, en la frontera de los dominios
bizantinos. Todo parece indicar que el clan del que
saldría la dinastía otomana pertenecía a la federación
de los gazi, guerreros islamizados inspirados
por un fuerte espíritu religioso, a los que los
selyúcidas utilizaron en su lucha contra los
bizantinos. Este clan conquistó un pequeño territorio
sobre el que se hizo reconocer la soberanía por el
sultán selyúcida Kaikoad I. Por lo demás, éste fue uno
de los muchos principados turcomanos que se
constituyeron en
Asia Menor
durante esta época, como consecuencia del
debilitamiento bizantino.
El fundador de la
dinastía, Otomán u
Osmán I
(1281-1324) aprovechó la decadencia del sultanato
selyúcida para asegurar la independencia de su
principado. Alentados por el espíritu de la guerra
santa y teniendo como objetivo principal la búsqueda
de botín, los otomanos realizaron, desde principios
del siglo XIV, numerosas incursiones en la frontera
bizantina. El sucesor de Osmán,
Orkhan
(1324-62) reafirmó la independencia de su principado
asumiendo el título de sultán. En 1326 conquistó
Bursa,
un importante centro comercial, y en 1330 Nicea, a la
que trasladó su capital. Con la toma de Nicomedia en
1337, los otomanos controlaron el acceso a los
estrechos desde el
mar de Mármara,
una zona de vital importancia para
Constantinopla.
Desde allí, los turcos saltaron a Europa. En 1354
Orkhan estableció en
Gallípoli
el primer asentamiento europeo otomano y, hacia 1362,
conquistó la importantísima ciudad de Adrianópolis,
puerta de entrada a
Tracia.
Al mismo tiempo siguió extendiendo el dominio turco
sobre Anatolia, en detrimento del poder de los emires
selyúcidas y de los principados turcomanos de la
región. Orkhan fue un magnífico militar y un
organizador dotado. A él se debió la creación del
cuerpo de los
jenízaros,
la elite militar que se convertiría en la principal
herramienta de la expansión otomana. Pero, sin duda,
ésta se sostuvo principalmente en el espíritu gazi,
que convirtió a los otomanos en los nuevos campeones
de la guerra santa islámica.
Murad I
(1359-89) prosiguió el avance turco por tierras
balcánicas. En 1365 trasladó su capital a Adrianópolis,
con lo que afirmó su voluntad de permanecer en Europa.
De inmediato inició la conquista de Serbia. En 1371,
su victoria frente a una coalición de cristianos
ortodoxos junto al río Maritza le permitió incorporar
a sus dominios parte de
Macedonia,
Albania,
Serbia
y
Bosnia.
Ante el incontenible avance turco, se organizó una
coalición cristiana, formada básicamente por serbios y
búlgaros, que consiguió rechazar a los otomanos en
1388. Pero, al año siguiente, las tropas otomanas
obtuvieron una victoria fulminante en la batalla de
Kosovo, que les abrió las puertas de Serbia y de la
mayor parte de Bulgaria. Paralelamente, Murad
consolidó su dominio sobre Anatolia e intentó
desestabilizar al ya agonizante estado bizantino
alentando sus muchas disensiones intestinas.
Bayaceto I
(1389-1402) completó el control turco sobre Anatolia y
afianzó la presencia turca en Serbia y Tesalia.
Incorporó
Valaquia
y recibió el vasallaje de diversos territorios
balcánicos, como el despotado de Morea. Por el este,
la expansión otomana alcanzó en 1400 las orillas del
Éufrates.
En la batalla de Nicópolis de 1396, Bayaceto infligió
una derrota sin paliativos a un ejército de cruzados
cristianos, encabezado por el rey
Segismundo de Hungría.
Pero su gran objetivo era la conquista de
Constantinopla. Los emperadores bizantinos, vasallos
de los sultanes otomanos desde años atrás, carecían
del poder necesario para organizar una defensa eficaz
de sus territorios. Sin embargo, Constantinopla seguía
siendo una ciudad prácticamente inexpugnable. Bayaceto
hizo construir la fortaleza de Andolu Hisar en la
orilla asiática del
Bósforo,
desde la que podía controlar la navegación por el
estrecho y acentuar la presión sobre la capital
bizantina. En 1397 los ejércitos otomanos pusieron
sitio por primera vez a Constantinopla. Aunque
derrotaron a una armada de cruzados occidentales que
había acudido en apoyo de los bizantinos, la ciudad se
salvó gracias a la irrupción imprevista en Anatolia de
las huestes tártaras de
Tamerlán.
En 1402, los tártaros vencieron e hicieron prisionero
a Bayaceto en la batalla de Ankara.
Tras haber conquistado
Bursa, los tártaros se retiraron de Anatolia. Pero la
desaparición de Bayaceto -que murió prisionero-
significó el inicio de una época de guerras civiles
por la sucesión al trono otomano, que suspendieron
temporalmente el avance territorial turco. Ello fue
aprovechado por los vasallos del sultán para deshacer
los lazos que los unían al Imperio y aliarse con los
tártaros. Aunque la muerte de Tamerlán en 1405
significó el fin de la presión mongola sobre el
Imperio, el dominio turco quedó fragmentado como
consecuencia de las luchas civiles.
La reconstrucción otomana se produjo bajo
Mehmet II
(1413-21), quien logró restablecer el dominio turco
sobre Anatolia. Su sucesor,
Murad II
(1421-51) reemprendió las conquistas en oriente. Una
nueva tentativa de tomar Constantinopla fracasó en
1422, pero dos años después el emperador bizantino
tuvo que rendir de nuevo vasallaje al sultanato. El
avance otomano fue más significativo en los Balcanes.
En 1430 Murad II conquistó Tesalónica, entre cuya
población sus tropas perpetraron una terrible matanza.
Entre 1440 y 1442 una nueva ofensiva turca fue frenada
por los cristianos en las proximidades de Belgrado y
en Transilvania. Estas victorias cristianas alentaron
la puesta en marcha de una nueva cruzada cristiana,
encabezada por
Ladislao de Hungría,
que, sin embargo, fue severamente derrotada en Varna
en 1444. La derrota cruzada supuso un duro golpe para
la Cristiandad, que veía en el expansionismo otomano
la violenta revancha del Islam contra las cruzadas
cristianas de los siglos XII y XIII.
Mehmet II (1451-81)
volvió sus ojos hacia la soñada Constantinopla,
resuelto a acabar de una vez con el poderoso bastión
bizantino. La conquista de la capital bizantina
permitiría unir los dos grandes núcleos que integraban
el Imperio otomano: el Asia Menor y los Balcanes. En
1452 los ejércitos turcos se instalaron en la ribera
europea del Bósforo, donde construyeron la fortaleza
de Rumeli Hisar. A pesar de la heroica resistencia de
su población, Constantinopla cayó el 29 de mayo de
1453. Tres días después, los almuédanos llamaron a la
oración comunitaria desde las torres de Santa Sofía,
transformada en mezquita. El sultán, contrariamente a
la costumbre otomana, permitió a sus tropas saquear la
ciudad durante tres días, lo que hizo que se perdieran
muchas de sus inmensas riquezas. Desde Constantinopla,
los turcos continuaron su penetración en los Balcanes
y recuperaron el control sobre sus antiguos estados
vasallos. En 1460 conquistaron el despotado de Morea
y, al año siguiente, Trebisonda, último vestigio del
Imperio bizantino.
Un siglo y medio
después de la fundación del principado osmanlí, los
otomanos había logrado construir un imperio de
grandes dimensiones que incluía a la antiguamente
poderosa Bizancio. A diferencia de otros imperio,
constituidos a partir de una conquista territorial
fulgurante pero rápidamente desaparecidos, el
otomano se asentó desde sus inicios sobre bases
sólidas, buscando en todo momento el acercamiento a
las poblaciones conquistadas e intentando aprovechar
las estructuras sociales indígenas, por lo que su
dominio fue menos oneroso de lo que, en principio,
cabría pensar. Aunque representaron un peligro
constante para la Europa cristiana hasta el siglo
XVIII, los otomanos consiguieron establecer nuevos
cimientos para la unificación del mundo islámico, lo
que constituiría una de las principales bazas para
su estabilidad y duración plurisecular.
El reinado de Mehmet II
se caracterizó por el avance imparable en todas
direcciones: hacia occidente, los turcos
conquistaron toda Serbia, Bosnia y Albania
(1459-1468); una tras otra cayeron las plazas
genovesas y venecianas en el mar Egeo (1460); en el
mar Negro, arrebataron
Crimea
a los genoveses (1475). Esta expansión fue
acompañada de un creciente dominio en el ámbito
naval, que les llevó a instalarse incluso en
Otranto,
al sur de Italia (1480).
En Europa central, el
avance turco fue momentáneamente frenado en tiempos
de
Bayaceto II
(1481-1512) por la dura resistencia de los húngaros.
Pero, en el mar, obtuvieron su primera gran victoria
sobre la armada veneciana en la batalla de Lepanto
de 1499. Este triunfo puso en guardia a los estados
occidentales, que, temerosos de que los turcos
llegaran a controlar la navegación en el
Mediterráneo, promovieron la creación de la Santa
Liga, formada por el papado, Venecia, Hungría,
España y Francia. La coalición cristiana no obtuvo
resultados significativos, pero la expansión otomana
hacia occidente conoció una nueva cesura en tiempos
de
Selim I
(1512-20), que soñaba con unificar bajo su autoridad
a todos los pueblos musulmanes. En menos de una
década, los turcos acabaron con el dominio mameluco
sobre Siria y Egipto. El título califal, que hasta
entonces había permanecido en el seno de la dinastía
abbasida, pasó a los otomanos (quienes, sin embargo,
no lo reivindicarían oficialmente hasta 1774).
El Imperio otomano
alcanzó su apogeo bajo
Solimán I el Magnífico
(1520-66), cuyo reinado representa el momento
culminante de la hegemonía turca en el Mediterráneo.
Sin embargo, la segunda mitad del siglo XVI
significó también el fin de la expansión territorial
del Imperio y el comienzo de su decadencia y
descomposición, claramente presentes en la centuria
siguiente. Solimán conquistó Belgrado en 1521. Su
decisiva victoria sobre los húngaros en Mohac (1529)
le permitió establecer un protectorado sobre la
mayor parte de Hungría. Ese mismo año, condujo sus
ejércitos hasta las misma puertas de Viena, capital
de los
Habsburgo.
Tras un infructuoso sitio de dos meses, el ejército
otomano hubo de retirarse hacia sus bases en los
Balcanes. En el ámbito asiático, en 1534 los turcos
expulsaron de Irak a los persas sefevíes y
conquistaron la emblemática Bagdad. Asimismo,
obtuvieron resonantes victorias en el mar, como la
conquista de Rodas a los venecianos en 1522. Solimán
utilizó profusamente los servicios de corsarios
musulmanes para consolidar su dominio sobre el
Mediterráneo. El más famoso de estos corsarios fue
Khair ben Eddyn,
Barbarroja, que en 1520 conquistó Argel para
el Imperio.
Frente a los envites
turcos, la Europa cristiana se hallaba profundamente
dividida por las rivalidades nacionales. Francia,
que luchaba por la hegemonía europea contra los
Habsburgo de Viena y Madrid, estableció una alianza
con el sultanato que le concedió, en los siglos
siguientes, una posición de privilegio en el
comercio con el ámbito de dominio otomano.
A mediados del siglo
XVI, el Imperio turco era la primera potencia del
Mediterráneo. Sus dominios era inmensos: en Asia,
abarcaban Anatolia, Armenia, parte de Georgia y
Azerbaiyán, el Kurdistán, Mesopotamia, Siria y buena
parte de la península arábiga -incluida la ciudad
santa de La Meca, conquistada en 1517-; en África,
Egipto y los estados beréberes (Argel, Túnez y
Trípoli); y, en Europa, los Balcanes, Grecia, las
provincias danubianas, Transilvania, Hungría
oriental y Crimea.
Pero, en el flanco
oriental, el Imperio otomano sufría un acoso
constante. Desde mediados del siglo XVI hizo su
aparición un nuevo enemigo: Rusia. El principado de
Moscú hostigó continuamente las fronteras turcas del
mar Negro
y el
Cáucaso,
utilizando para ello a los pueblos cosacos del Don.
En respuesta a estos ataques, en 1578 los turcos,
bajo el reinado de
Murad III,
lanzaron una gran ofensiva que puso bajo su control
el Cáucaso y Azerbaiyán. Con ello, el Imperio
alcanzó la cima de su expansión territorial,
apropiándose de provincias cuyas riquezas salvaron a
la hacienda otomana de las dificultades que la
atenazaban, al menos durante el medio siglo
siguiente.
Sin embargo, al apogeo
turco siguió, casi inmediatamente, el inicio de su
declive. El siglo XVII estuvo marcado por un
inexorable, aunque lento, proceso de decadencia y
descomposición interna, sólo interrumpido por el
período entre 1656 y 1676, en que gobernó de manera
efectiva la dinastía de los grandes visires Köprüli.
El Imperio perdió su antiguo dinamismo, estancado
por la fosilización de sus estructuras internas.
Todos sus resortes perdieron eficacia ante la
desidida de sultanes entregados a una vida de
placeres, desinteresados por los asuntos de estado y
cuyo capricho hacía cambiar continuamente a los
grandes visires. Las intrigas cortesanas se
convirtieron en la principal amenaza para la
recuperación del dinamismo perdido.
Ahmed I (1603-17)
afrontó, nada más iniciarse su reinado, las
revueltas de Anatolia, Siria y Líbano, y sólo con
gran esfuerzo consiguió restablecer momentáneamente
el orden en dichas regiones. Le sucedió en el trono
su hermano Mustafá, que en 1618 fue depuesto por
Osmán II, hijo de Ahmed. El nuevo sultán estaba
decidido a hacer frente a la grave crisis interna y
para ello intentó, en primer lugar, reducir el poder
de los jenízaros y devolver a éstos sus antiguas
dotes guerreras. Pero los jenízaros le asesinaron en
1622. Fue ésta la primera de una serie de
intervenciones decisivas y sangrientas de los
jenízaros para eliminar a sultanes y visires
indóciles. Mustafá fue restablecido en el trono,
pero en 1623 le sucedió
Murad IV
(1623-40), de sólo doce años. La minoridad del
sultán agravó la crisis interna del Imperio,
amenazado por el peligro constante de las
insurrecciones internas y por la creciente
desvertebración de su ejército. Cuando en 1632 Murad
sumió plenamente el poder demostró una inusual
energía para hacer frente a los problemas internos
de su Imperio. Hasta su muerte ocho años después,
puso en marcha una serie de medidas que lograron en
parte sanear el estado de la hacienda otomana y
restaurar el orden en las provincias. Pero su
sucesor,
Ibrahim I
(1640-48) era un desequilibrado que acabó con los
progresos del reinado anterior. Tras su asesinato,
le sucedió
Mohamed IV
(1645-87), un niño de siete años, cuya regencia se
disputaban su madre y su abuela. Durante su reinado
la anarquía se adueñó del Imperio. Los jenízaros
volvieron a ejercer su nefasta tutela sobre el
sultanato, mientras los visires se sucedían de forma
vertiginosa, lo que impedía mantener la necesaria
estabilidad política para subsanar el desorden
interior. Las insurrecciones se multiplicaron (como,
por ejemplo, la de los gremios de Constantinopla),
al tiempo que las provincias periféricas
aprovechaban la debilidad del poder central para
deshacer sus vínculos con el sultanato.
En 1656 accedió al
poder la familia de los grandes visires
Köprüli,
cuya labor detendría temporalmente el declive
otomano. Los Köprüli, de origen albano, ejercieron
el poder hasta 1710 y lograron devolver al Imperio
parte de su antiguo dinamismo militar y detener su
descomposición territorial. Mohamed IV nombró gran
visir a
Mohamed Köprüli
(1656-61), cuyo gobierno dictatorial (1656-61)
estuvo orientado a reorganizar las finanzas, a
acabar con las intrigas cortesanas mediante el
sometimiento de los jenízaros a su autoridad y a
restablecer el prestigio exterior del Imperio. Le
sucedería su hijo,
Ahmed Köprüli
(1661-1676), el estadista más cualificado de la
dinastía, que desarrolló una política de tolerancia
religiosa y fomentó la actividad cultural y la
economía interna del Imperio.
En principio, la
difícil situación interior otomana no se dejó
traslucir en un rápido declive exterior. Poco
después de la muerte de Solimán el Magnífico,
la Europa cristiana cosechó su primera gran victoria
naval ante los turcos en la
batalla de Lepanto
(1571), en la que una flota formada por navíos
españoles, papales y venecianos derrotó sin
paliativos a la armada turca. Aunque este triunfo no
tuvo consecuencias territoriales, reforzó la
confianza de la Europa cristiana frente al Turco y
evidenció la pérdida de eficacia del ejército
otomano frente a la potencialidad bélica de
occidente. La euforia cristiana fue, no obstante,
efímera, ya que en 1574 los turcos reconquistaron
Túnez, ocupada por los españoles poco antes, y, en
Europa central, consiguieron mantener su dominio
sobre Hungría, pese a los esfuerzos cristianos.
Desde fines del siglo XVI se produjo un cambio
importante en la dinámica histórica que hasta
entonces había enfrentado en los Balcanes y el eje
danubiano al Imperio otomano y al austriaco. Tras la
firma de una tregua en 1580, ambas potencias
parecieron volverse la espalda, abandonando tanto la
guerra naval, demasiado costosa, como la terrestre,
para centrarse en nuevos intereses. Ello supuso una
reducción espectacular -aunque momentánea- de la
conflictividad en el Mediterráneo y los Balcanes,
pero también el fin del fluido intercambio que hasta
entonces había caracterizado las relaciones entre
ambos imperios. Esta época coincidió con un gran
avance de la tecnología naval occidental, que
tendría enormes repercusiones en la evolución del
comercio, las comunicaciones y la difusión de ideas
durante el siglo XVII. El mundo otomano no participó
de esta "revolución marítima" y ello marcó un punto
de inflexión decisivo tanto en la historia del
Imperio como en la del ámbito mediterráneo, relegado
a un segundo plano frente a la expansión atlántica y
asiática de los estados occidentales.
En Mesopotamia, el
dominio imperial se vio comprometido desde
principios del siglo XVII por la expansión de los
persas sefevíes al mando del sha
Abbas I el Grande,
quien ya a fines del siglo XVI había conseguido
recuperar temporalmente Bagdad. En 1603, los persas
iniciaron un nuevo asalto a Irak, que culminó en
1623 con la toma de Bagdad y Mosul, mientras el
Imperio se hundía en una grave crisis interna. Una
vez restablecido el orden, Murad IV pudo lanzar a
sus ejércitos a la reconquista de Irak. Después de
expulsar a los persas de Mesopotamia, en 1639 el
sultán se avino a sellar la paz, por la que se
establecieron los límites entre las zonas de
influencia de persas y turcos. El sultanato conservó
Irak, pero renunció definitivamente a Azerbaiyán.
Ante este continuo estado de excepción, no es
extraño que las tres regencias norteafricanas
teóricamente dependientes del Imperio (Trípoli,
Túnez y Argel) se independizaran de hecho. Los
sultanes continuaron enviando a sus gobernadores,
pero éstos carecían en la práctica de autoridad, por
lo que, desde principios del siglo XVII, cabe hablar
de una definitivo desligamiento del Magreb respecto
al sultanato otomano.
Entretanto, se había reanudado la lucha en el flanco
occidental. En 1593, Austria promovió una coalición
antiturca a la que se sumaron Valaquia, Transilvania,
Moldavia y los pueblos cosacos. Los austríacos se
apoderaron de Hungría central y de Rumanía, pero la
victoria otomana en Haçova (1596) concedió un nuevo
respiro al Imperio, aunque los Habsburgo se negaron
a firmar la paz. Poco después, la rebelión de la
población protestante de Transilvania contra los
católicos austríacos fortaleció la posición otomana
frente a Viena. Los turcos colocaron a los
protestantes transilvanos bajo su protectorado y,
durante la
Guerra de los Treinta Años
europea,
Transilvania se convirtió en uno de los principales
baluartes del protestantismo contra los Habsburgo.
Para remediar esta situación, Austria se avino
finalmente a firmar la paz con la Sublime Puerta (Turquía).
El tratado de Sitva Török (1606) reconoció el
dominio turco sobre las provincias húngaras de Eghri
y Kanija, pero entregó el antiguo reino de Hungría a
los austríacos. Este tratado supuso, de hecho, una
retirada parcial otomana, tanto en lo territorial
como en lo simbólico, ya que el sultán reconoció por
vez primera a los Habsburgo como emperadores. Esto,
unido al hecho de que la paz se acordara para veinte
años, puso de manifiesto el debilitamiento del
Imperio y su renuncia a las antiguas ambiciones de
supremacía sobre Europa.
Los Köprüli imprimieron
desde 1656 un nuevo dinamisno militar al Imperio.
Con un poderoso ejército de 120.000 hombres, Ahmed
Köprüli se propuso restablecer el dominio turco en
el Mediterráneo y los Balcanes. Sin embargo, desde
1661 el avance turco en el Danubio se vio frenado
una y otra vez por la sólida barrera defensiva
establecida por los Habsburgo. En 1664 los turcos
sufrieron una severa derrota en
San Gotardo,
lo que obligó al sultanato a firmar la tregua de
Vasvar. Siguieron una serie de victorias turcas que
consolidaron la posición del sultanato en la Europa
central. En 1668, los turcos conquistaron Creta y
contuvieron las subsiguientes contraofensivas
austríacas en el Danubio, y, en 1672, arrebataron
Podolia y Ucrania occidental a los polacos.
A la muerte de Ahmed en
1676, los turcos se hallaban sólidamente
establecidos sobre la Europa oriental. Su sucesor,
Kara Mustafá Köprüli
(1676-83) intentó aprovechar esta situación para
emprender un nuevo asalto al Danubio austríaco. En
julio de 1683, los ejércitos turcos pusieron por
última vez sitio a Viena. Pero, tras dos meses de
asedio, fueron derrotados en la batalla de
Kahlenberg por un ejército germano-polaco comandando
por el rey de Polonia
Juan Sobieski.
La retirada turca fue
seguida de una contraofensiva austríaca, que penetró
profundamente en los dominios balcánicos del Imperio.
En 1684 se formó una Liga Santa entre Austria,
Polonia y Venecia, a la que se unió dos años después
Rusia. La ofensiva cristiana puso de relieve las
auténticas dimensiones de la decadencia otomana. Los
polacos recuperaron Podolia y Ucrania occidental y
los venecianos Dalmacia, el Peloponeso, Corinto y
Atenas, mientras los austríacos restablecían su
control sobre toda Hungría, conquistaban Buda,
derrotaban a los turcos en Mohac (1687) y entraban
en Belgrado al año siguiente, para continuar
imponiendo primero un protectorado sobre
Transilvania y, a partir de 1690, su soberanía plena.
La situación cambió un
poco al acceder al gobierno
Mustafá Zadé Köprüli,
en el reinado de
Solimán II
(1687-91). El nuevo visir trató de recuperar las
posiciones perdidas en Europa central. En 1689 los
turcos emprendieron una gran ofensiva, que se
desarrolló favorablemente hasta que el gran visir
fue derrotado y muerto en Salankemen (1691). A
partir de entonces, el ejército turco se vio
reducido a una posición defensiva. En 1697, su
resistencia fue destrozada por el general austríaco
Eugenio de Saboya en Zentha. El sultán
Mustafá II
(1695-1703) pidió la paz, sellada en Karlowitz en
1699. Turquía cedió a Austria toda Hungría, excepto
el banato de Temesvar; a Polonia, Podolia y Ucrania
y a Venecia, Morea y Dalmacia. Además, reconoció a
Rusia la posesión de Azov, que
Pedro el Grande
había conquistado a los turcos en 1696. La paz de
Karlowitz significó el fin de la supremacía turca
sobre el sureste de Europa, donde fue sustituida por
el dominio austríaco. Por otra parte, los acuerdos
de Karlowitz pusieron de manifiesto la voluntad de
Rusia de abrirse camino hacia el Mediterráneo a
costa de las posesiones turcas, lo que constituiría
una de las principales amenazas para el sultanato
durante el siglo siguiente.
Bajo
Mahmud I
(1703-1757) los turcos sufrieron una serie de
importantes derrotas frente a los austríacos entre
1716 y 1717, que llevaron a la firma del tratado de
Passarowitz (1718), por el que Austria se anexionó
Temesvar, el norte de Bosnia y de Serbia (incluida
Belgrado) y Valaquia occidental. Al mismo tiempo, no
dejaba de aumentar la presión rusa sobre las
fronteras nororientales del Imperio. Aunque los
turcos consiguieron vencer a una coalición
ruso-austríaca en 1736 y forzaron la revisión de los
acuerdos de Passarowitz, Austria conservó su dominio
sobre Hungría. A partir de ese momento, el
protagonismo de la lucha cristiana contra el Turco
pasó de Viena a San Petersburgo.
A mediados del siglo
XVIII, las guerras que enfrentaron a los estados
europeos ofrecieron una tregua al Imperio otomano,
que fue aprovechada por el sultán
Mustafá III
(1757-74) para emprender una serie de reformas
encaminadas a reorganizar el ejército y mejorar la
administración territorial. Pero en 1768 volvió a
estallar la guerra. A fin de acabar con la presión
rusa sobre el mar Negro y utilizando como pretexto
una intervención rusa en Polonia en 1764, el
sultanato declaró la guerra a
Catalina II.
La contienda resultó en un completo desastre para el
ejército turco, que fue obligado a retirarse de
Georgia, Crimea y Besarabia, así como de las plazas
fuertes del Danubio. Al mismo tiempo, la flota rusa
del Báltico, que había pasado al Mediterráneo,
destruyó la armada turca en Tchesmé, junto a Esmirna,
en 1770, y apoyó la rebelión griega de Morea.
Semejante descalabro de la Puerta no interesaba a
las potencias occidentales, que intervinieron
diplomáticamente para frenar el avance ruso hacia el
sur. La paz ruso-turca se selló en el tratado de
Kutchuk-Kaïnardji (1774), que aseguró a Rusia la
posesión de sus conquistas en el mar Negro y el
Cáucaso, además de imponer a Turquía la libre
navegación por dicho mar y por el Mediterráneo.
Asimismo, Rusia se arrogó la protección oficial
sobre los cristianos ortodoxos del Imperio otomano,
lo que daría lugar a futuras intervenciones en los
asutos internos turcos.
Desde 1783, Catalina II conculcó los acuerdos de
Kutchuk-Kainardji, anexionándose sin contemplaciones
Crimea, donde hizo construir la base naval de
Sebastopol. A partir de ese momento, Rusia y Austria
persiguieron la desmembración definitiva del Imperio
otomano. En 1781, ambas potencias establecieron una
alianza antiturca que condujo a la guerra (1787-92),
siendo sultán Abdul Hamid I (1774-89). Turquía se
vio seriamente amenazada, ya que a las victorias
rusas en Valaquia y a las austríacas en Serbia se
sumó la ausencia del tradicional apoyo francés,
debido al estallido de la Revolución de 1789. Pero
la muerte en 1790 del emperador
José II de Austria
y los consiguientes problemas sucesorios en el
Imperio de los Habsburgo salvaron a Turquía del
desastre. La paz turco-austríaca de Sistova (1791)
restableció el statu quo anterior a la guerra
y significó, de hecho, el fin de la tradicional
hostilidad entre Viena y la Puerta. Ante las
presiones británicas, en 1792 Catalina II se avino
también a firmar la paz, que, sellada en Yassi,
entregó a Rusia Crimea y la región en torno a la
desembocadura del Dniéster.
A fines del siglo
XVIII, el Imperio otomano se hallaba al borde del
caos, mientras las potencias europeas se disputaban
el futuro reparto de sus inmensas posesiones. El
debilitamiento del sultanato y las continuas
injerencias extranjeras dieron lugar a la llamada "Cuestión
de Oriente", uno de
los problemas más acuciantes de la política europea
del siglo XIX.
Desde hacía dos siglos,
los sultanes habían perdido su control efectivo
sobre el gobierno y el ejército. Separados del
pueblo en sus suntuosos palacios, dejaban los
asuntos de estado en manos de los grandes visires y
de los generales, que mantuvieron un régimen de
corrupción e inmovilismo político, controlado en su
escalafón más alto por la casta hereditaria de los
jenízaros, quienes, entretanto, habían perdido las
cualidades guerreras que antaño les habían hecho
temibles. Un profundo descontento reinaba en el
ejército, desabastecido y desorganizado, mientras la
ineficacia administrativa impedía un control eficaz
sobre las provincias más alejadas, que, de hecho,
subsisitían en un régimen de práctica independencia.
En este contexto de crisis generalizada subió al
trono
Selim III
(1789-1807), quien inauguró una etapa de tímidas
reformas administrativas. Admirador de la sociedad
francesa, rodeado de consejeros franceses, el sultán
trató de reorganizar el ejército según el modelo
europeo, pero no se atrevió a eliminar el poder de
los jenízaros, que se oponían a cualquier intento de
reforma. Por otra parte, la situacion internacional
era abrumadora: a la derrota ante Rusia en 1792
siguió la invasión napoleónica de Egipto (1798),
mientras estallaban revueltas en Siria, Arabia,
Serbia y las regiones danubianas. En 1807 la
situación se vio agravada por el asesinato del
sultán a manos de los jenízaros. Sin embargo, una
parte del ejército apoyaba la política de reformas
emprendida por Selim y, con
Mustafá Bairakdar,
pachá de Rustchuk, al frente, consiguió entronizar a
Mahmud II
(1808-39) y controlar el gobierno. El nuevo sultán
eliminó de manera sangrienta a los jenízaros en 1826
a lo largo y ancho del Imperio, e introdujo algunas
medidas de modernización: creó los ministerios de
asuntos exteriores, interior e instrucción pública,
abrió escuelas superiores, envió a estudiantes
turcos a las universidades europeas para aprender
las técnicas occidentales e, incluso, sustituyó el
turbante tradicional por el fez, que se convirtió
desde entonces en el sombrero nacional turco.
Pero estas reformas no
lograron frenar el proceso de descomposición del
Imperio. La sublevación serbia ofreció a Rusia un
pretexto para intervenir en territorio otomano, lo
que provocó el estallido de una nueva guerra
ruso-turca (1806-1812), que concluyó con el tratado
de Bucarest, por el que Rusia se anexionó Besarabia.
En 1817, el sultanato tuvo que reconocer a Milos
Obrenovitch como príncipe hereditario de Serbia y,
en 1830, otorgó oficialmente la autonomía a dicha
región. Entretanto, en Albania se declaró en 1820
una nueva sublevación, que se prolongaría durante
dos años.
Pero, sin duda, la peor
crisis que atravesó el Imperio en esta época fue la
guerra de independencia griega, que provocó la
primera intervención concertada de las potencias
occidentales en los asuntos otomanos. No obstante,
dichas potencias estaban profundamente divididas
respecto a la Cuestión de Oriente: Rusia perseguía
el desmantelamiento del Imperio a fin de instalarse
en los estrechos, mientras Gran Bretaña trataba de
impedir el acceso ruso al Mediterráneo. Por su parte,
Francia y Austria-Hungría mantenían una política
cambiante respecto a Turquía, movidas por sus
intereses coyunturales -en Egipto y el Mediterráneo
la primera y en los Balcanes la segunda.
La declaración
unilateral de independencia de los griegos en 1822
puso en primer término de la política europea estas
rivalidades, provocando una grave crisis
internacional. El canciller austríaco
Metternich,
que desempeñaba un papel esencial en el
mantenimiento del equilibrio europeo pactado en el
Congreso de Viena
(1815) y desconfiaba de los movimientos
independentistas balcánicos, abogó repetidamente por
la neutralidad. Esta fue, en principio, la actitud
de las potencias europeas, que no deseaban poner en
peligro el statu quo. Sin embargo, la
intervención del ejército egipcio en favor del
sultanato cambió la situación. Las tropas de Ibrahim,
hijo del pachá rebelde de Egipto
Mehmet Alí,
entraron en Grecia a sangre y fuego, perpetrando
horribles matanzas entre la población. El horror de
la opinión pública de toda Europa ante estos
acontecimientos forzó a intervenir a los gobiernos
de Londres, París y San Petersburgo. En octubre de
1827, una flota aliada franco-ruso-británica
destruyó la armada turco-egipcia en
Navarino.
Aprovechando la derrota turca, Rusia declaró
unilateralmente la guerra en abril del año siguiente,
invadiendo Armenia y las regiones danubianas,
mientras las tropas francesas expulsaban a los
turcos de Morea. El tratado de Londres (1828-29)
fijó las nuevas fronteras del Imperio, reconociendo
la independencia griega sin el acuerdo de Turquía.
Entretanto, la armada rusa había conquistado
Adrianópolis (1829), dejando expedito el camino del
Danubio. Acosada desde todos los frentes, Turquía
tuvo que pedir la paz. Por el tratado de
Adrianópolis (1829), reconoció la independencia de
Grecia y confirmó la autonomía de Serbia y de los
principados danubianos, además de permitir el acceso
de Rusia a la bocas del Dabunio y su derecho a la
libre navegación por el mar Negro.
La descomposición del Imperio y los
intentos de reforma (1829-1878)
Apenas concluida la
guerra en Grecia, el sultanato tuvo que afrontar una
nueva rebelión del pachá de Egipto, Mehmet Alí. Las
tropas egipcias conquistaron Palestina y Siria, y
seguidamente marcharon sobre Constantinopla. El
sultán se vio obligado a pedir la ayuda de Rusia,
que aprovechó la ocasión para instalarse
militarmente en el Bósforo. Ello provocó una gran
inquietud en Londres y París, cuyos gobiernos
intervinieron para acabar con la guerra
turco-egipcia mediante el tratado de Kutayeh (1833),
que entregó a Mehmet Alí el dominio sobre Siria y
Cilicia. Mayor trascendencia tendría, no obstante,
el tratado de Unkiar Skelessi, firmado ese mismo año
entre Rusia y Turquía: a cambio de la retirada de la
armada rusa de los estrechos, el zar obtuvo un
compromiso secreto por el que Turquía cerraría los
Dardanelos a cualquier navío de guerra, excepto a
los rusos.
A partir de ese momento,
Inglaterra, decidida a impedir que Turquía se
convirtiera en una especie de protectorado ruso,
intervino para atajar el creciente debilitamiento
otomano. En 1839 estalló una nueva guerra
turco-egipcia. Gran Bretaña apoyó militarmente a
Turquía, pero Francia intervino en Egipto a favor de
Mehmet Alí. La consiguiente crisis internacional
estuvo a punto de provocar una guerra
franco-británica. Francia no se unió al tratado de
Londres (1840), por el que Rusia, Inglaterra,
Austria y Prusia lanzaron un ultimátum al pachá de
Egipto. Después de que Inglaterra enviara una
expedición naval a Egipto en otoño de ese año,
Mehmet Alí tuvo que ceder. Renunció a Siria, pero
obtuvo su reconocimiento como virrey hereditario de
Egipto (1841). La convención de Londres de 1841
solucionó el problema de los estrechos, despojando a
Rusia de las ventajas obtenidas en el acuerdo de
Unkiar Skelessi y cerrando el paso de los Dardanelos
a todo barco de guerra.
Durante la década
siguiente, la Cuestión de Oriente permaneció en
estado de latencia. Este breve periodo de paz hizo
posible el inicio de un nuevo proceso de reformas,
inaugurado por
Abdulmecid I
(1839-1861). El programa de reformas o
Tanzimat
pareció anunciar una completa modernización del
régimen otomano. Se proclamó la igualdad de todos
los súbditos ante la ley, se sustituyó la ley
islámica por un código de derecho civil y se
extendió el sistema educativo, fundándose una
universidad en Constantinopla. Sin embargo, la
mayoría de estas reformas quedaron en papel mojado,
dada la resistencia de las clases dominantes a
cualquier cambio en la administración del Imperio.
En 1854, una querella
entre Francia y Rusia por la posesión de los Santos
Lugares, que se disputaban monjes latinos y griegos,
reabrió la Cuestión de Oriente y llevó a la guerra
de Crimea (1854-56), en la que Turquía recibió el
apoyo franco-británico contra los rusos. Por el
tratado de París (1856), Rusia reconoció la
integridad territorial del Imperio otomano y aceptó
la neutralización del mar Negro y la apertura del
Dabunio. Asimismo, perdió su tutela sobre los
principados danubianos, que entre 1859 y 1862
pasarían a constituir el estado independiente de
Rumanía. Mediante el tratado de París, el Imperio
otomano, temporalmente salvado del desastre por la
intervención occidental, entró de nuevo en el
concierto europeo, si bien bajo la estrecha tutela
de Inglaterra y Francia.
A pesar de sus
esfuerzos de reforma, el reinado de Abdulmecid I
concluyó en un baño de sangre, provocado por los
conflictos abiertos tras la proclamación de la
igualdad religiosa. En 1860, los drusos masacraron a
los cristianos del Líbano, lo que provocó una nueva
intervención de Francia, que forzó al sultanato a
reconocer autonomía del Líbano (1864). El reinado de
Abdulaziz (1861-76) estuvo marcado por la decadencia
otomana en el contexto internacional. Turquía, el
"hombre enfermo de Europa" -en expresión del zar
Nicolás I-,
era un gigante con pies de barro. La deuda externa
-con Francia e Inglaterra como principales
acreedoras- alcanzó tal proporción que, en 1875, el
sultanato se declaró en bancarrota. Ese mismo año
estalló una nueva sublevación nacionalista en
Bosnia-Herzegovina, que al año siguiente se propagó
a Bulgaria. Para reprimir las insurrecciones, el
gobierno turco envió a los bachibuzuks, las
tropas regulares musulmanas, que cometieron
espantosas matanzas, con el consiguiente escándalo
de la opinión pública occidental.
Gran Bretaña se mantuvo
apartada de este nuevo conflicto, pero Rusia, tras
asegurarse la neutralidad favorable de
Austria-Hungría, declaró la guerra a Turquía,
invocando su deber de proteger a los cristianos
ortodoxos bajo dominio otomano. Rusia apoyó
militarmente a serbios y montenegrinos, que se
habían sublevado en 1876. A pesar de la tenaz
resistencia turca, los rusos tomaron Adrianópolis en
1878 y seguidamente marcharon sobre Constantinopla.
El sultanato pidió el armisticio, que se firmó en
San Stefano en marzo de 1878. Rusia impuso durísimas
condiciones de paz, entre las que se incluían la
creación de la Gran Bulgaria y el reconocimiento de
la independencia de Serbia y Montenegro, cuyas
fronteras se ampliaron. El tratado de San Stefano
significó, de hecho, el fin del dominio otomano
sobre los Balcanes.
Pero ni Inglaterra ni
Austria-Hungría estaban dispuestas a consentir el
engrandecimiento del poder ruso a costa del Imperio
otomano. Sólo la mediación del canciller alemán
Bismarck
evitó el estallido de una guerra ruso-británica tras
la firma del tratado de San Stefano. En junio-julio
de 1878, el
Congreso de Berlín
obligó al zar a renunciar a
muchas de las ventajas obtenidas poco antes. Pero
Turquía perdió definitivamente Serbia, Montenegro y
Rumanía, que fueron declaradas independientes, así
como Bulgaria, convertida en un principado bajo
protectorado turco, y Rumelia Oriental, que se
transformó en provincia autónoma. Grecia extendió
sus fronteras por Tesalia y el Pireo, mientras
Austria se anexionaba Bosnia-Herzegovina y Rusia
obtenía la Besarabia europea y los territorios
asiáticos de Karsi y Batun.
El sultán
Abdul Hamid II
(1876-1909), establecido en el trono por una
revolución cortesana dirigida por el partido
reformador, pareció en principio dispuesto a continuar
la política de cambios iniciada por su predecesor. En
1876 fue promulgada la primera Constitución del
Imperio, que estableció una monarquía parlamentaria
sin tocar las bases autocráticas del régimen y
garantizó la libertad individual y religiosa. Pero,
dos meses después de su puesta en vigor, el sultán
derogó las garantías constitucionales y ordenó la
represión del partido reformador.
Ello precipitó la ruina
del Imperio, cuya única salida era el fin del
inmovilismo político. La situación financiera obligó a
crear una administración de la deuda pública, confiada
a delegados franceses y británicos, que desde 1878
controlaron los recursos de la hacienda turca para
asegurar el pago de la deuda externa. Ello significó
una conculcación flagrante de la soberanía otomana,
que despertó las iras de quienes reclamaban una
profunda reforma de la estructura política y
administrativa del Imperio. El sultán, por su parte,
trató de conseguir la unidad de los musulmanes del
Imperio frente a la penetración occidental, lo que
provocó una creciente violencia religiosa hacia las
minorías no musulmanas. La culminación de esta
violencia fue la masacre de los armenios en 1894-96,
que desacreditó aún más al Imperio ante las potencias
occidentales. En Europa central, el gobierno turco no
consiguió refrenar los envites del nacionalismo y en
1885 tuvo que acceder a la unión de Rumelia oriental y
Bulgaria. En 1866-68 estalló una primera rebelión en
Creta, seguida de una segunda en 1890. Esta situación
llevó a una guerra greco-turca en 1897, tras la cual
la isla pasó a control internacional. Poco después,
Creta fue transferida a Grecia.
El nacionalismo griego
agitaba asimismo Macedonia. En dicha región, el cuerpo
del ejército con sede en Tesalónica culpaba al
sultanato de su precaria situación ante los ataques
del terrorismo nacionalista. De este medio militar
salió, hacia 1895, el movimiento de los Jóvenes
Turcos, que reclamaba la liberalización del régimen y
que pronto adquirió un marcado tono nacionalista. En
julio de 1908, un levantamiento del ejército de
Macedonia obligó al sultán a restablecer la
Constitución de 1876.
Sin embargo, un nuevo
asalto exterior se preparaba. Rusia no había
renunciado a los estrechos, mientras Austria-Hungría
buscaba extender su influencia en los Balcanes. En
septiembre de 1908 ambas potencias sellaron el tratado
de Buchlau, por el que acordaron un plan de partición
de los dominios otomanos en Europa. En octubre,
Austria-Hungría se anexionó Bosnia-Herzegovina, al
tiempo que Bulgaria proclamaba su independencia del
sultanato con el apoyo de Rusia.
Aprovechando la
indignación que estos acontecimientos causaron en
Turquía, el sultán trató de derogar nuevamente la
Constitución en abril de 1909. Pero los Jóvenes Turcos
enviaron desde Tesalónica un ejército que derrocó a
Abdul Mecid pocos días después para poner en el trono
a Mohamed V (1909-18). Asi se inició el período de
reformas que se conoce como
Revolución de los Jóvenes Turcos
y que se extendería hasta la crisis final del Imperio
en 1918.
Lejos de significar el
inicio de una época de paz, el gobierno de los Jóvenes
Turcos estuvo marcado por una serie ininterrumpida de
guerras que impidieron una auténtica reestructuración
del Imperio. En 1911 estalló la guerra turco-italiana,
que concluyó al año siguiente con el tratado de Ouchy,
por el que Italia se anexionó Tripolitania. En 1912-13
tuvieron lugar las guerras balcánicas, que enfrentaron
al sultanato contra las fuerzas coaligadas de Serbia,
Montenegro, Bulgaria y Grecia y que concluyeron con la
total destrucción de las antiguas posesiones europeas
del Imperio. Finalmente, en octubre de 1914, Turquía
entró en la
Primera Guerra Mundial,
tras firmar una alianza secreta con Alemania. Aunque
en principio los turcos consiguieron expulsar a los
aliados de los Dardanelos (1915), fueron rechazados en
el Cáucaso y Armenia por los rusos. Los británicos,
por su parte, explotaron hábilmente las aspiraciones
de independencia de las naciones árabes, que unieron
sus fuerzas a las aliadas, rechazando a los turcos en
el
canal de Suez.
Entre 1917 y 1918 los británicos se apoderaron de Irak
y Siria. Finalmente, el 30 de octubre de 1918, el
sultanato firmó el armisticio de Mudros, que selló el
final de la guerra para Turquía. La derrota significó
el fin del gobierno de los Jóvenes Turcos, cuyos
líderes partieron al exilio.
La guerra fue seguida por
una inmediata ocupación francobritánica de los
estrechos y de Constantinopla, al tiempo que Grecia,
que se había mantenido neutral, iniciaba una invasión
en toda regla desde Esmirna (mayo, 1919). El sultán
Mohamed VI (1918-22) nombró un nuevo gobierno, que
colaboró estrechamente con los ocupantes aliados. En
toda Turquía la indignación era inmensa y, de nuevo,
la reacción partió del ejército. En junio de 1919, el
general
Mustafá Kemal
inició una sublevación contra el sultanato, que pronto
se extendió a toda Anatolia. Así se inició la guerra
de independencia turca. El 13 de septiembre, el
movimiento de liberación nacional hizo público un
Pacto Nacional, en el que se proclamaba la
independencia de Turquía, el derecho a la
autodeterminación de los pueblos musulmanes y el fin
de la tutela extranjera. Tras una sangrienta
contienda, los nacionalistas turcos expulsaron de
Anatolia a las fuerzas franco-británicas y a las
griegas y, en 1923, proclamaron la República de
Turquía. Con ello se puso fin al multisecular y
plurinacional Imperio Otomano, que daría paso a la
Turquía moderna, reducida al área de poblamiento turco
de la península de Anatolia y marcada por un fuerte
nacionalismo de corte regeneracionista. Con Mustafá
Kemal Atatürk al frente, Turquía iniciaría un
rápido proceso de modernización y occidentalización,
que la separó de la dinámica histórica seguida durante
el siglo XX por las naciones árabes en las que
siguieron imperando las estructuras tradicionales del
Islam.
El ejército fue, junto a
la administración, la principal herramienta del
dominio otomano. En los primeros años tuvieron gran
relevancia los combatientes gazi, inspirados
por el ideal de la guerra santa. Pero, al aumentar la
expansión territorial, éstos fueron progresivamente
sustituidos por los sipahis, que formaron las
fuerzas de caballería profesionales. A cambio de sus
servicios, los sipahis recibían del tesoro
imperial rentas fiscales adscritas a tierras (timares).
Pero, sin duda, el cuerpo principal del ejército
otomano fueron los jenízaros, verdadera guardia
pretoriana del sultán. Los jenízaros eran reclutados
mediante la práctica del devshirme, el rapto de
niños, en su mayoría cristianos, en los países
conquistados. Estos niños eran convertidos en esclavos
al servicio del sultán y adiestrados en las artes
militares y en la lealtad al Imperio. Los jenízaros
desempeñaron un papel esencial en las conquistas de
los primeros siglos otomanos, pero el fin de la
expansión se tradujo en una progresiva pérdida de su
eficacia militar, al tiempo que fueron adquiriendo
poder en el entorno cortesano, hasta convertirse, en
el siglo XVII, en los auténticos árbitros de la
política otomana. Los numerosos conflictos sucesorios
les ofrecieron abundantes ocasiones para intervenir en
el poder, cuyo acceso acabaron monopolizando.
La transformación de los
jenízaros en una cerrada oligarquía cortesana fue un
síntoma inequívoco de la esclerotización del ejército
imperial. El devshirme dejó de funcionar al
finalizar la época de las conquistas, lo que provocó
no sólo la conversión de los jenízaros en una casta
hereditaria, sino también la necesidad de recurrir a
la leva de campesinos. La entrada en el ejército de
soldados de infantería reclutados entre el campesinado
(azebs) fue señalada por los escritores
otomanos de la época como una de las causas
principales del declive militar del Imperio. Pero
quizás la causa principal de dicho declive fue la
progresiva desvertebración del cuerpo de los
sipahis, que había constituido el elemento central
del ejército en las grandes conquistas. Una de las
razones principales de la decadencia de este cuerpo
del ejército fue su inferioridad frente a la
caballería pesada germánica. La caballería sipahi
no se adaptó a los requerimientos de la guerra
moderna, no sólo en cuanto a equipamiento, sino
también en lo que respecta a su organización. Las
campañas tenían lugar entre marzo y octubre. Fuera de
estos meses, los sipahis regresaban a sus
hogares para la explotación de los timares. Al
prolongarse las guerras en el exterior y devaluarse la
moneda de plata otomana desde fines del siglo XVI,
muchos sipahis comenzaron a evitar las
campañas. En algunas ocasiones -como en
Lepanto
en 1571- abandonaron el campo de batalla. El sultanato
recurrió entonces al empleo de tropas remuneradas con
una paga regular. Ello supuso, en principio, un
aumento de los jenízaros y, posteriormente, el
reclutamiento masivo de campesinos, de soldados de
fortuna y de bandidos. Estas tropas (sekbans)
formaron el grueso del ejército otomano desde los
últimos años del siglo XVI.
Pero la desaparición de
los sipahis estuvo motivada, ante todo, por
razones económicas. Desde fines del siglo XVI, los
miembros de la oligarquía cortesana y los altos
funcionarios tendieron a apoderarse de los timares,
las tierras cuyas rentas constituían la única fuente
de subsistencia de los sipahis. Éstos,
desposeídos, abandonaron las tierras, lo que se
tradujo en un debilitamiento de las fronteras del
Imperio y en una creciente desestructuración social:
los campesinos y soldados sin tierra pasaron a
engrosar la masa turbulenta y desprotegida del
proletariado urbano, o se unieron a los grupos de
bandidos que asolaban los campos y que, en algunas
épocas, llegaron a controlar amplias zonas de
Anatolia.
El Imperio otomano
tuvo, desde sus orígenes, un carácter dinástico que
garantizó la continuidad de la monarquía en una
misma línea de legitimidad y aseguró -al menos
durante los primeros siglos- la existencia de un
poder fuerte alrededor del cual se fue configurando,
durante los siglos XIV y XV, la administración
otomana. Sin embargo, el derecho sucesorio reconocía
a todos los hijos del sultán los mismos derechos
para acceder al trono; sólo Dios, a través de
diversos signos, evidenciaba cuál de ellos sería el
elegido para ostentar el poder. Esta ambigüedad
provocó múltiples conflictos sucesorios, que a
menudo degeneraron en guerras civiles y que
contribuyeron a minar la estabilidad del régimen
imperial, especialmente a partir de la segunda mitad
del siglo XVI.
La administración
otomana fue configurándose a medida que avanzaba la
expansión territorial y, al igual que ésta, alcanzó
su plenitud a mediados del siglo XVI. El sultán era
el jefe absoluto en lo espiritual -en su calidad de
califa- y en lo temporal. El principal atributo de
su soberanía era el derecho sobre todas las fuentes
de riqueza del Imperio y sobre su explotación. Por
debajo de él, la autoridad máxima recaía en el gran
visir, que tenía a su cargo las cuestiones civiles y
militares del estado. El crecimiento del Imperio
produjo la diversificación de los servicios
administrativos, que fueron asignados a visires
encargados de los distintos departamentos del
gobierno central, bajo la autoridad del gran visir.
Todos ellos asistían a las reuniones del diwan
(consejo), presidido por el sultán -hasta el siglo
XVII-, y en el que también tenían cabida altos
funcionarios encargados de misiones específicas
(registrador de los ingresos estatales, juez del
ejército, encargado del sello, etc). Desde la
segunda mitad del siglo XVI, los escritores otomanos
señalaron, como una de las fuentes principales de la
decadencia del Imperio, la fragmentación del poder
del sultanato entre esta multiplicidad de oficios,
que contribuyó a debilitar la autoridad de unos
sultanes cada vez más alejados de los asuntos de
estado, y a reforzar el poder de la casta de los
burócratas, más interesados en su fortuna personal
que en la marcha de la administración imperial.
La expansión otomana
generó una compleja administración territorial, cuya
principal característica fue la adaptabilidad a las
estructuras preexistentes de los países
conquistados. El Imperio fue dividido en provincias,
cada una de ellas administrada por un gobernador (beylerbey)
y compuestas por sandjaqs (distritos),
dirigidos por un sandjaqbey y, a su vez,
subdivididos en unidades más pequeñas, encabezadas
por los subachi, responsables de la
administración local. Además de las provincias
administradas por delegados del poder central, el
Imperio incluía vastos territorios que gozaban de
cierto grado de autonomía y que conservaban sus
estructuras tradicionales de poder: había reyes en
Hungría y Transilvania,
voivodas
en Valaquia y Moldavia,
khanes
en Crimea, etc.
La administración
imperial otomana rara vez agredió la forma de vida
de los pueblos conquistados: su lengua, su religión,
sus leyes y sus tradiciones fueron, por lo general,
respetadas y protegidas, lo que explica, por
ejemplo, que los cristianos ortodoxos de la
península de Morea prefirieran el domino del
sultanato al de los católicos venecianos, o que los
protestantes húngaros fueran fieles auxiliares de
los turcos contra los católicos Habsburgo. Pero el
debilitamiento de la autoridad del sultanato a
partir del siglo XVII se tradujo en un progresivo
desligamiento de las provincias respecto al poder
central. Ello se debió, en buena medida, a que los
sultanes crearon una administración, no una nación.
La elite gobernante de oficiales y funcionarios no
salía de las filas del pueblo, por promoción
natural, sino que estaba compuesta por aventureros y
esclavos privilegiados por voluntad del sultán y
cuyo poder se superponía de manera artificial a las
poblaciones administradas. La administración otomana
no exigía de sus súbditos de las provincias más que
el pago puntual de los impuestos, pero tampoco se
ocupaba de su bienestar ni de mantener una política
económica coherente, lo que, a partir del siglo
XVII, se tradujo en un marasmo generalizado de sus
estructuras y en una multitud de movimientos
centrífugos que provocaron una lenta aunque
inexorable desmembración del Imperio.
El Imperio otomano pudo
subsistir gracias a sus sólidos fundamentos
económicos. El campo desempeñaba un papel esencial.
Organizado en pequeñas unidades de explotación,
proporcionaba abundantes ingresos fiscales al tesoro
imperial. No obstante, la administración fiscal
otomana sólo se superpuso a las estructuras
preexistentes en los territorios conquistados, que
en la mayoría de los casos no alteró.
En lo que respecta al comercio, desde fines del
siglo XIV los turcos desempeñaron un papel esencial
como intermediarios entre oriente y occidente a
través del eje mediterráneo. La diversidad de los
territorios garantizaba una gran variedad de
mercancías: las caravanas asiáticas proporcionaban
especias y seda, Anatolia suministraba maderas,
cochinilla y algodón, Focea alumbre... Muchas de
estas mercancías confluían en Bursa, la gran
encrucijada comercial del Imperio. El tráfico
mercantil era imprescindible para el mantenimiento
del estado otomano, ya que suministraba saneados
ingresos en forma de impuestos aduaneros, que
constituían buena parte del capital líquido de la
administración imperial. Tanto el comercio como la
industria estaban organizados eficazmente a través
de congregaciones gremiales que, de forma autónoma
respecto al poder del sultanato, garantizaban el
funcionamiento de los distintos campos de actividad.
Las finanzas otomanas se mantuvieron en excelente
estado durante el siglo XVI, gracias a la continua
acumulación de conquistas. Los grandes recursos
financieros permitieron a
Solimán el Magnífico
levantar un ejército que, con unos efectivos de
entre 200.000 y 300.000 combatientes, era con
diferencia el mayor de Europa. Pero las dificultades
económicas comenzaron a hacerse patentes ya desde el
fin del reinado de Solimán, cuando la expansión
marítima de ingleses y holandeses clausuró la
antigua ruta del comercio que transitaba por Oriente
Próximo, lo que provocó una espectacular bajada de
los ingresos imperiales devengados del comercio y
una acelerada decadencia de las provincias
islámicas. Por otra parte, la llegada a Europa de
los metales preciosos provenientes de América
provocó una rápido aumento de la inflación en el
ámbito otomano, que trastocó decisivamente la
economía del Imperio. A esta inflación respondió el
sultanato con una desmedido aumento de la presión
fiscal, con la devaluación de la moneda y con la
confiscación de tierras por parte de la clase
dominante. La oligarquía que se apropió de los
timares intentó sacar el máximo provecho de éstos a
corto plazo, acelerando la expoliación de la riqueza
agraria del Imperio. La inflación afectó
particularmente a los gremios artesanales. Las
severas regulaciones de precios impedían a los
artesanos adquirir materias primas a un coste que
permitiera a sus mercancias competir con las baratas
importaciones europeas, frente a las cuales el
gobierno no estableció restricciones importantes.
Como resultado, la industria otomana sufrió una
rápida decadencia a partir de los siglos XVII y
XVIII.
A la decadencia económica, se sumó desde fines del
siglo XVI un notable aumento de la población en el
Imperio, muy superior al conocido en época moderna
por la Europa occidental. Como los medios de
subsistencia, lejos de aumentar, disminuían a pasos
agigantados, la miseria y los disturbios sociales
hicieron su aparición. Gran cantidad de campesinos
expulsados de sus tierras a causa del aumento de la
presión fiscal o de la explotación en los timares
se unieron a las bandas rebeldes (celalis)
que se dedicaban al pillaje. Estas bandas crecieron
hasta tal punto que lograron controlar amplias
regiones del Imperio, en las que se apropiaban de
los impuestos y cortaban los suministros regulares
de alimentos a las ciudades y al ejército de las
fronteras, sin que el sultanato pudiera tomar
medidas efectivas contra ellas.
La división básica de la sociedad otomana era la
propia de los imperios orientales: una reducida
clase gobernante, detentadora de la riqueza y el
poder político, y una heterogénea masa de súbditos
carentes de privilegios. La población estaba
dividida en dos grupos: los askari, la clase
dominante del ejército y la burocracia, y los
reaya, el común del pueblo carente de poder y
privilegios fiscales. Entre los askari se
contaban no sólo los miembros de los cuerpos
principales del ejército (jenízaros, sipahis),
sino también los funcionarios y administradores
públicos, pagados por el sultán y exentos de
impuestos. Los askari eran considerados
esclavos del sultán: sus propiedades y personas
estaban enteramente a disposición del monarca, a
cambio de lo cual recibían honores y privilegios. No
constituían un estamento aristocrático con derechos
de sangre perpetuados históricamente, sino una clase
a la cual se pertenecía por voluntad del sultán, es
decir, a través del otorgamiento de privilegios.
Ello permitía una cierta movilidad social,
determinada por la gracia del sultán. Esta clase
dominante se dividía en cuatro grupos según su
función social. El primero se correspondía con la
institución imperial (Mülyike), que,
encabezada por el sultán, proveía la dirección del
resto de los grupos. Éstos estaban formados por la
casta militar (Seyfiye), el cuerpo de
burócratas y administradores del estado (Kalemiye)
y, por último, el clero islámico (Ilmiye),
cuyos
ulemas
(expertos en ciencias religiosas) desempeñaban un
importante papel en el mantenimiento de las
instituciones sociales del Imperio.
La clase dirigente
tenía sus bases económicas en la institución de la
mukata´a: una asignación de ingresos por
parte del tesoro imperial, normalmente rentas
asociadas a la tierra que el sultán entregaba a los
askari en concepto de beneficio. Dentro de
las mukata´a era muy importante el timar,
que a menudo suele identificarse con el
feudo
occidental, pero que en realidad estaba muy lejos de
éste, ya que formaba parte de un sistema
centralizado de división de las tierras y de las
rentas del estado y no implicaba los derechos y
deberes mutuos del sistema feudal. Como retribución
por los servicios prestados al estado, el poseedor
de un timar recibía todos los beneficios
devengados de su explotación. El timar
sustituía al salario en muchos puestos militares
(sobre todo entre los sipahis) y
administrativos, lo que liberaba al estado del pago
de pecunios monetarios. La mayor parte de las
tierras conquistadas entre los siglos XIV y XV en el
sudeste de Europa fueron distribuidas en forma de
timares entre los oficiales del ejército
otomano, a cambio del mantenimiento de su
administración y del servicio militar de los
beneficiarios en tiempos de guerra.
Una forma menos
frecuente de mukata´a era el emânet,
otorgado a un emin o agente de la
administración. El emin entregaba todas las
rentas devengadas del emânet al estado y a
cambio recibía un salario. No tenía, pues, derecho
alguno sobre la tierra, de la que únicamente era un
administrador por cuenta del estado. Esta forma de
administración se utilizaba especialmente en las
ciudades, donde la presencia de las autoridades
centrales hacía menos necesaria la intervención de
otros agentes económicos.
La forma más común de
mukata´a era el iltizam, propiedad
agraria perteneciente al estado y gravada con
impuestos. El campesino pechero (mültezim)
que recibía un iltizam se quedaba con una
parte de las rentas de la propiedad y entregaba el
resto al tesoro imperial. No recibía, en cambio,
ningún salario. La mayor parte de Anatolia y de las
provincias árabes se administraron mediante este
sistema.
Entre los reaya (campesinos, mercaderes y
artesanos en su mayor parte) existían grandes
diferencias económicas, desde el campesino pechero
al comerciante acaudalado. Pero todos ellos
compartían su calidad de súbditos fiscales, ya que
su principal deber consistía en la producción de
riqueza y en el pago de impuestos. La división
básica entre los reaya venía determinada por
la religión. Cada grupo religioso se organizaba en
comunidades (millet) que gozaban de una
relativa autonomía respecto al poder central y se
regían por sus propias leyes y formas de
organización interna. Cada millet era
dirigido por un líder religioso, responsable ante el
sultán del pago de las cargas fiscales impuestas a
su comunidad y del orden interno de la misma. Este
sistema logró mantener la convivencia de las
múltiples comunidades religiosas que habitaban el
Imperio durante más de 500 años, a fuerza de
mantenerlas separadas para evitar el estallido de
conflictos sociales.
Una de las
características más relevantes de la administración
otomana fue, sin lugar a dudas, el grado de
tolerancia religiosa que desarrolló y su capacidad
de adaptación a las realidades sociales que
encontraba. Una vez el ejército otomano conquistaba
una región, los sultanes ordenaban de inmediato la
construcción de mezquitas y madrasas, concediendo
numerosos privilegios para el sostenimiento de las
nuevas fundaciones. Pero esta política raramente se
tradujo en la persecución de las comunidades no
musulmanas. Este espíritu de tolerancia explica el
hecho de que, en general, los turcos fueran mejor
aceptados por las poblaciones indígenas de lo que
habitualmente se piensa. Aunque, en ocasiones,
especialmente a partir del siglo XVIII, los turcos
musulmanes se mostraron hostiles hacia las minorías
judías y cristianas, éstas contaron con la
protección del sultanato, hasta que el estallido del
nacionalismo islamista a fines del siglo XIX rompió
la antigua convivencia.
Las civilizaciones árabe,
persa y bizantina confluyeron para fijar los rasgos
generales de la cultura otomana. La poesía predominó
sobre el resto de las manifesciones estéticas durante
los primeros siglos del Imperio, con una clara
influencia de la tradición cultural persa. Importantes
escritores de la corte otomana fueron: Ahmed Bajá
(siglo XV), Bâkî (siglo XVI), considerado el principal
poeta de la literatura turca, y Ahmed Nedim (siglo
XVIII).
Durante el período
clásico de la civilización otomana (siglo XVI), la
literatura en prosa quedó restringida a los textos
historiográficos. Hoca Sadeddin escribió en el siglo
XVI una crónica del Imperio, que constituye una de las
fuentes esenciales para la historia turca hasta 1520.
Otros historiadores destacados fueron: Katib Çelebi,
que escribió una crónica del período comprendido entre
1591 y 1645, así como un diccionario bibliográfico de
extraordinario interés para el estudio de la historia
y la literatura otomanas; Mustafá Naima, que describió
los acontecimientos de fines del siglo XVII y
principios del XVIII; y, finalmente, Evliya Çelebi
(siglo XVIII), autor de una extensa obra en la que se
incluyen minuciosas descripciones de sus viajes por
todos los confines del Imperio.
La decadencia del Imperio
se manifestó en la creación literaria a partir del
siglo XVIII y durante todo el siglo XIX. Sólo en la
segunda mitad de éste último surgieron tentativas de
modernización de la cultura otomana, impulsadas por
las élites intelectuales, algunos de cuyos miembros,
como los escritores Namik Kemal y Halid Ziya Usakligil,
buscaron en la literatura occidental nuevas fuentes de
inspiración. Ello se tradujo en una creciente
influencia occidental -y, especialmente, francesa- en
la literatura y la estética otomanas, influencia que
empapó el renacimiento nacionalista otomano en las
primeras décadas del siglo XX.
El arte otomano, como, en
su conjunto, el islámico, se caracteriza por la
preponderancia absoluta de la arquitectura. La
hegemonía otomana sobre la civilización islámica se
manifestó en la difusión de un nuevo tipo de mezquita,
la madrasa, por influencia de la arquitectura
selyúcida persa. Sus principales característica son el
patio cuadrado central, la escala monumental -influencia
de los palacios iranios- y su extraordinaria pureza
geométrica, que constituye el rasgo predominante en la
concepción del espacio de la arquitectura otomana.
Además, los otomanos ideraron otro nuevo tipo de
mezquita, que combinaba la madrasa con la iglesia
bizantina de cúpula. Este tipo de construcción acusó
una fuerte influencia de la catedral bizantina -y
posterior mezquita- de
Santa Sofía de Constantinopla.
El modelo de Santa Sofía inspiró directamente la
construcción de la gran mezquita del sultán Ahmed I en
Constantinopla, construida en 1609 y 1616, que
constituye, junto al
Taj Mahal
de la India, uno de los grandes hitos arquitectónicos
del arte islámico. Otros ejemplos grandiosos de la
edificación otomana clásica son las mezquitas Cehzadé
y
Suleimaniyya
de Constantinopla, ambas del siglo XVI.
|