Otomano

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Otomano

Maxima expansión del imperio otomano

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Formación político-territorial fundada en el siglo XIII a partir de un pequeño principado turcomano que, desde Anatolia, se extendió por todo el Oriente Próximo y Medio y, por Europa, hasta las regiones danubianas. Su pervivencia hasta el siglo XX lo convierte en una de las grandes construcciones políticas de la historia del ámbito mediterráneo, que dominó entre los siglos XVI y XVII, para después hundirse en una lenta descomposición territorial, que culminó tras la derrota turca en la Primera Guerra Mundial y la consiguiente creación de la Turquía moderna (1923).

El nacimiento del Imperio (1230-1453)

Los orígenes del Imperio otomano fueron muy modestos. Los turcos hicieron su aparición en las llanuras de Anatolia a comienzos del siglo XI, siguiendo la estela dejada por los selyúcidas, quienes redujeron el área de dominio bizantino a una estrecha franja junto al mar Egeo. Uno de los numerosos clanes turcos que se instalaron en Anatolia fundó un principado en la región de Bitinia, junto a Nicea, en la frontera de los dominios bizantinos. Todo parece indicar que el clan del que saldría la dinastía otomana pertenecía a la federación de los gazi, guerreros islamizados inspirados por un fuerte espíritu religioso, a los que los selyúcidas utilizaron en su lucha contra los bizantinos. Este clan conquistó un pequeño territorio sobre el que se hizo reconocer la soberanía por el sultán selyúcida Kaikoad I. Por lo demás, éste fue uno de los muchos principados turcomanos que se constituyeron en Asia Menor durante esta época, como consecuencia del debilitamiento bizantino.

El fundador de la dinastía, Otomán u Osmán I (1281-1324) aprovechó la decadencia del sultanato selyúcida para asegurar la independencia de su principado. Alentados por el espíritu de la guerra santa y teniendo como objetivo principal la búsqueda de botín, los otomanos realizaron, desde principios del siglo XIV, numerosas incursiones en la frontera bizantina. El sucesor de Osmán, Orkhan (1324-62) reafirmó la independencia de su principado asumiendo el título de sultán. En 1326 conquistó Bursa, un importante centro comercial, y en 1330 Nicea, a la que trasladó su capital. Con la toma de Nicomedia en 1337, los otomanos controlaron el acceso a los estrechos desde el mar de Mármara, una zona de vital importancia para Constantinopla. Desde allí, los turcos saltaron a Europa. En 1354 Orkhan estableció en Gallípoli el primer asentamiento europeo otomano y, hacia 1362, conquistó la importantísima ciudad de Adrianópolis, puerta de entrada a Tracia. Al mismo tiempo siguió extendiendo el dominio turco sobre Anatolia, en detrimento del poder de los emires selyúcidas y de los principados turcomanos de la región. Orkhan fue un magnífico militar y un organizador dotado. A él se debió la creación del cuerpo de los jenízaros, la elite militar que se convertiría en la principal herramienta de la expansión otomana. Pero, sin duda, ésta se sostuvo principalmente en el espíritu gazi, que convirtió a los otomanos en los nuevos campeones de la guerra santa islámica.

Murad I (1359-89) prosiguió el avance turco por tierras balcánicas. En 1365 trasladó su capital a Adrianópolis, con lo que afirmó su voluntad de permanecer en Europa. De inmediato inició la conquista de Serbia. En 1371, su victoria frente a una coalición de cristianos ortodoxos junto al río Maritza le permitió incorporar a sus dominios parte de Macedonia, Albania, Serbia y Bosnia. Ante el incontenible avance turco, se organizó una coalición cristiana, formada básicamente por serbios y búlgaros, que consiguió rechazar a los otomanos en 1388. Pero, al año siguiente, las tropas otomanas obtuvieron una victoria fulminante en la batalla de Kosovo, que les abrió las puertas de Serbia y de la mayor parte de Bulgaria. Paralelamente, Murad consolidó su dominio sobre Anatolia e intentó desestabilizar al ya agonizante estado bizantino alentando sus muchas disensiones intestinas.

Bayaceto I (1389-1402) completó el control turco sobre Anatolia y afianzó la presencia turca en Serbia y Tesalia. Incorporó Valaquia y recibió el vasallaje de diversos territorios balcánicos, como el despotado de Morea. Por el este, la expansión otomana alcanzó en 1400 las orillas del Éufrates. En la batalla de Nicópolis de 1396, Bayaceto infligió una derrota sin paliativos a un ejército de cruzados cristianos, encabezado por el rey Segismundo de Hungría. Pero su gran objetivo era la conquista de Constantinopla. Los emperadores bizantinos, vasallos de los sultanes otomanos desde años atrás, carecían del poder necesario para organizar una defensa eficaz de sus territorios. Sin embargo, Constantinopla seguía siendo una ciudad prácticamente inexpugnable. Bayaceto hizo construir la fortaleza de Andolu Hisar en la orilla asiática del Bósforo, desde la que podía controlar la navegación por el estrecho y acentuar la presión sobre la capital bizantina. En 1397 los ejércitos otomanos pusieron sitio por primera vez a Constantinopla. Aunque derrotaron a una armada de cruzados occidentales que había acudido en apoyo de los bizantinos, la ciudad se salvó gracias a la irrupción imprevista en Anatolia de las huestes tártaras de Tamerlán. En 1402, los tártaros vencieron e hicieron prisionero a Bayaceto en la batalla de Ankara.

Tras haber conquistado Bursa, los tártaros se retiraron de Anatolia. Pero la desaparición de Bayaceto -que murió prisionero- significó el inicio de una época de guerras civiles por la sucesión al trono otomano, que suspendieron temporalmente el avance territorial turco. Ello fue aprovechado por los vasallos del sultán para deshacer los lazos que los unían al Imperio y aliarse con los tártaros. Aunque la muerte de Tamerlán en 1405 significó el fin de la presión mongola sobre el Imperio, el dominio turco quedó fragmentado como consecuencia de las luchas civiles.

La reconstrucción otomana se produjo bajo Mehmet II (1413-21), quien logró restablecer el dominio turco sobre Anatolia. Su sucesor, Murad II (1421-51) reemprendió las conquistas en oriente. Una nueva tentativa de tomar Constantinopla fracasó en 1422, pero dos años después el emperador bizantino tuvo que rendir de nuevo vasallaje al sultanato. El avance otomano fue más significativo en los Balcanes. En 1430 Murad II conquistó Tesalónica, entre cuya población sus tropas perpetraron una terrible matanza. Entre 1440 y 1442 una nueva ofensiva turca fue frenada por los cristianos en las proximidades de Belgrado y en Transilvania. Estas victorias cristianas alentaron la puesta en marcha de una nueva cruzada cristiana, encabezada por Ladislao de Hungría, que, sin embargo, fue severamente derrotada en Varna en 1444. La derrota cruzada supuso un duro golpe para la Cristiandad, que veía en el expansionismo otomano la violenta revancha del Islam contra las cruzadas cristianas de los siglos XII y XIII.

Mehmet II (1451-81) volvió sus ojos hacia la soñada Constantinopla, resuelto a acabar de una vez con el poderoso bastión bizantino. La conquista de la capital bizantina permitiría unir los dos grandes núcleos que integraban el Imperio otomano: el Asia Menor y los Balcanes. En 1452 los ejércitos turcos se instalaron en la ribera europea del Bósforo, donde construyeron la fortaleza de Rumeli Hisar. A pesar de la heroica resistencia de su población, Constantinopla cayó el 29 de mayo de 1453. Tres días después, los almuédanos llamaron a la oración comunitaria desde las torres de Santa Sofía, transformada en mezquita. El sultán, contrariamente a la costumbre otomana, permitió a sus tropas saquear la ciudad durante tres días, lo que hizo que se perdieran muchas de sus inmensas riquezas. Desde Constantinopla, los turcos continuaron su penetración en los Balcanes y recuperaron el control sobre sus antiguos estados vasallos. En 1460 conquistaron el despotado de Morea y, al año siguiente, Trebisonda, último vestigio del Imperio bizantino.
 

El apogeo del Imperio (1453-1566)

 

Un siglo y medio después de la fundación del principado osmanlí, los otomanos había logrado construir un imperio de grandes dimensiones que incluía a la antiguamente poderosa Bizancio. A diferencia de otros imperio, constituidos a partir de una conquista territorial fulgurante pero rápidamente desaparecidos, el otomano se asentó desde sus inicios sobre bases sólidas, buscando en todo momento el acercamiento a las poblaciones conquistadas e intentando aprovechar las estructuras sociales indígenas, por lo que su dominio fue menos oneroso de lo que, en principio, cabría pensar. Aunque representaron un peligro constante para la Europa cristiana hasta el siglo XVIII, los otomanos consiguieron establecer nuevos cimientos para la unificación del mundo islámico, lo que constituiría una de las principales bazas para su estabilidad y duración plurisecular.

El reinado de Mehmet II se caracterizó por el avance imparable en todas direcciones: hacia occidente, los turcos conquistaron toda Serbia, Bosnia y Albania (1459-1468); una tras otra cayeron las plazas genovesas y venecianas en el mar Egeo (1460); en el mar Negro, arrebataron Crimea a los genoveses (1475). Esta expansión fue acompañada de un creciente dominio en el ámbito naval, que les llevó a instalarse incluso en Otranto, al sur de Italia (1480).

En Europa central, el avance turco fue momentáneamente frenado en tiempos de Bayaceto II (1481-1512) por la dura resistencia de los húngaros. Pero, en el mar, obtuvieron su primera gran victoria sobre la armada veneciana en la batalla de Lepanto de 1499. Este triunfo puso en guardia a los estados occidentales, que, temerosos de que los turcos llegaran a controlar la navegación en el Mediterráneo, promovieron la creación de la Santa Liga, formada por el papado, Venecia, Hungría, España y Francia. La coalición cristiana no obtuvo resultados significativos, pero la expansión otomana hacia occidente conoció una nueva cesura en tiempos de Selim I (1512-20), que soñaba con unificar bajo su autoridad a todos los pueblos musulmanes. En menos de una década, los turcos acabaron con el dominio mameluco sobre Siria y Egipto. El título califal, que hasta entonces había permanecido en el seno de la dinastía abbasida, pasó a los otomanos (quienes, sin embargo, no lo reivindicarían oficialmente hasta 1774).

El Imperio otomano alcanzó su apogeo bajo Solimán I el Magnífico (1520-66), cuyo reinado representa el momento culminante de la hegemonía turca en el Mediterráneo. Sin embargo, la segunda mitad del siglo XVI significó también el fin de la expansión territorial del Imperio y el comienzo de su decadencia y descomposición, claramente presentes en la centuria siguiente. Solimán conquistó Belgrado en 1521. Su decisiva victoria sobre los húngaros en Mohac (1529) le permitió establecer un protectorado sobre la mayor parte de Hungría. Ese mismo año, condujo sus ejércitos hasta las misma puertas de Viena, capital de los Habsburgo. Tras un infructuoso sitio de dos meses, el ejército otomano hubo de retirarse hacia sus bases en los Balcanes. En el ámbito asiático, en 1534 los turcos expulsaron de Irak a los persas sefevíes y conquistaron la emblemática Bagdad. Asimismo, obtuvieron resonantes victorias en el mar, como la conquista de Rodas a los venecianos en 1522. Solimán utilizó profusamente los servicios de corsarios musulmanes para consolidar su dominio sobre el Mediterráneo. El más famoso de estos corsarios fue Khair ben Eddyn, Barbarroja, que en 1520 conquistó Argel para el Imperio.

Frente a los envites turcos, la Europa cristiana se hallaba profundamente dividida por las rivalidades nacionales. Francia, que luchaba por la hegemonía europea contra los Habsburgo de Viena y Madrid, estableció una alianza con el sultanato que le concedió, en los siglos siguientes, una posición de privilegio en el comercio con el ámbito de dominio otomano.

A mediados del siglo XVI, el Imperio turco era la primera potencia del Mediterráneo. Sus dominios era inmensos: en Asia, abarcaban Anatolia, Armenia, parte de Georgia y Azerbaiyán, el Kurdistán, Mesopotamia, Siria y buena parte de la península arábiga -incluida la ciudad santa de La Meca, conquistada en 1517-; en África, Egipto y los estados beréberes (Argel, Túnez y Trípoli); y, en Europa, los Balcanes, Grecia, las provincias danubianas, Transilvania, Hungría oriental y Crimea.
 

El declinar del Imperio (1566-1683)

Pero, en el flanco oriental, el Imperio otomano sufría un acoso constante. Desde mediados del siglo XVI hizo su aparición un nuevo enemigo: Rusia. El principado de Moscú hostigó continuamente las fronteras turcas del mar Negro y el Cáucaso, utilizando para ello a los pueblos cosacos del Don. En respuesta a estos ataques, en 1578 los turcos, bajo el reinado de Murad III, lanzaron una gran ofensiva que puso bajo su control el Cáucaso y Azerbaiyán. Con ello, el Imperio alcanzó la cima de su expansión territorial, apropiándose de provincias cuyas riquezas salvaron a la hacienda otomana de las dificultades que la atenazaban, al menos durante el medio siglo siguiente.

Sin embargo, al apogeo turco siguió, casi inmediatamente, el inicio de su declive. El siglo XVII estuvo marcado por un inexorable, aunque lento, proceso de decadencia y descomposición interna, sólo interrumpido por el período entre 1656 y 1676, en que gobernó de manera efectiva la dinastía de los grandes visires Köprüli. El Imperio perdió su antiguo dinamismo, estancado por la fosilización de sus estructuras internas. Todos sus resortes perdieron eficacia ante la desidida de sultanes entregados a una vida de placeres, desinteresados por los asuntos de estado y cuyo capricho hacía cambiar continuamente a los grandes visires. Las intrigas cortesanas se convirtieron en la principal amenaza para la recuperación del dinamismo perdido.

Ahmed I (1603-17) afrontó, nada más iniciarse su reinado, las revueltas de Anatolia, Siria y Líbano, y sólo con gran esfuerzo consiguió restablecer momentáneamente el orden en dichas regiones. Le sucedió en el trono su hermano Mustafá, que en 1618 fue depuesto por Osmán II, hijo de Ahmed. El nuevo sultán estaba decidido a hacer frente a la grave crisis interna y para ello intentó, en primer lugar, reducir el poder de los jenízaros y devolver a éstos sus antiguas dotes guerreras. Pero los jenízaros le asesinaron en 1622. Fue ésta la primera de una serie de intervenciones decisivas y sangrientas de los jenízaros para eliminar a sultanes y visires indóciles. Mustafá fue restablecido en el trono, pero en 1623 le sucedió Murad IV (1623-40), de sólo doce años. La minoridad del sultán agravó la crisis interna del Imperio, amenazado por el peligro constante de las insurrecciones internas y por la creciente desvertebración de su ejército. Cuando en 1632 Murad sumió plenamente el poder demostró una inusual energía para hacer frente a los problemas internos de su Imperio. Hasta su muerte ocho años después, puso en marcha una serie de medidas que lograron en parte sanear el estado de la hacienda otomana y restaurar el orden en las provincias. Pero su sucesor, Ibrahim I (1640-48) era un desequilibrado que acabó con los progresos del reinado anterior. Tras su asesinato, le sucedió Mohamed IV (1645-87), un niño de siete años, cuya regencia se disputaban su madre y su abuela. Durante su reinado la anarquía se adueñó del Imperio. Los jenízaros volvieron a ejercer su nefasta tutela sobre el sultanato, mientras los visires se sucedían de forma vertiginosa, lo que impedía mantener la necesaria estabilidad política para subsanar el desorden interior. Las insurrecciones se multiplicaron (como, por ejemplo, la de los gremios de Constantinopla), al tiempo que las provincias periféricas aprovechaban la debilidad del poder central para deshacer sus vínculos con el sultanato.

En 1656 accedió al poder la familia de los grandes visires Köprüli, cuya labor detendría temporalmente el declive otomano. Los Köprüli, de origen albano, ejercieron el poder hasta 1710 y lograron devolver al Imperio parte de su antiguo dinamismo militar y detener su descomposición territorial. Mohamed IV nombró gran visir a Mohamed Köprüli (1656-61), cuyo gobierno dictatorial (1656-61) estuvo orientado a reorganizar las finanzas, a acabar con las intrigas cortesanas mediante el sometimiento de los jenízaros a su autoridad y a restablecer el prestigio exterior del Imperio. Le sucedería su hijo, Ahmed Köprüli (1661-1676), el estadista más cualificado de la dinastía, que desarrolló una política de tolerancia religiosa y fomentó la actividad cultural y la economía interna del Imperio.

En principio, la difícil situación interior otomana no se dejó traslucir en un rápido declive exterior. Poco después de la muerte de Solimán el Magnífico, la Europa cristiana cosechó su primera gran victoria naval ante los turcos en la batalla de Lepanto (1571), en la que una flota formada por navíos españoles, papales y venecianos derrotó sin paliativos a la armada turca. Aunque este triunfo no tuvo consecuencias territoriales, reforzó la confianza de la Europa cristiana frente al Turco y evidenció la pérdida de eficacia del ejército otomano frente a la potencialidad bélica de occidente. La euforia cristiana fue, no obstante, efímera, ya que en 1574 los turcos reconquistaron Túnez, ocupada por los españoles poco antes, y, en Europa central, consiguieron mantener su dominio sobre Hungría, pese a los esfuerzos cristianos.

Desde fines del siglo XVI se produjo un cambio importante en la dinámica histórica que hasta entonces había enfrentado en los Balcanes y el eje danubiano al Imperio otomano y al austriaco. Tras la firma de una tregua en 1580, ambas potencias parecieron volverse la espalda, abandonando tanto la guerra naval, demasiado costosa, como la terrestre, para centrarse en nuevos intereses. Ello supuso una reducción espectacular -aunque momentánea- de la conflictividad en el Mediterráneo y los Balcanes, pero también el fin del fluido intercambio que hasta entonces había caracterizado las relaciones entre ambos imperios. Esta época coincidió con un gran avance de la tecnología naval occidental, que tendría enormes repercusiones en la evolución del comercio, las comunicaciones y la difusión de ideas durante el siglo XVII. El mundo otomano no participó de esta "revolución marítima" y ello marcó un punto de inflexión decisivo tanto en la historia del Imperio como en la del ámbito mediterráneo, relegado a un segundo plano frente a la expansión atlántica y asiática de los estados occidentales.

En Mesopotamia, el dominio imperial se vio comprometido desde principios del siglo XVII por la expansión de los persas sefevíes al mando del sha Abbas I el Grande, quien ya a fines del siglo XVI había conseguido recuperar temporalmente Bagdad. En 1603, los persas iniciaron un nuevo asalto a Irak, que culminó en 1623 con la toma de Bagdad y Mosul, mientras el Imperio se hundía en una grave crisis interna. Una vez restablecido el orden, Murad IV pudo lanzar a sus ejércitos a la reconquista de Irak. Después de expulsar a los persas de Mesopotamia, en 1639 el sultán se avino a sellar la paz, por la que se establecieron los límites entre las zonas de influencia de persas y turcos. El sultanato conservó Irak, pero renunció definitivamente a Azerbaiyán.

Ante este continuo estado de excepción, no es extraño que las tres regencias norteafricanas teóricamente dependientes del Imperio (Trípoli, Túnez y Argel) se independizaran de hecho. Los sultanes continuaron enviando a sus gobernadores, pero éstos carecían en la práctica de autoridad, por lo que, desde principios del siglo XVII, cabe hablar de una definitivo desligamiento del Magreb respecto al sultanato otomano.

Entretanto, se había reanudado la lucha en el flanco occidental. En 1593, Austria promovió una coalición antiturca a la que se sumaron Valaquia, Transilvania, Moldavia y los pueblos cosacos. Los austríacos se apoderaron de Hungría central y de Rumanía, pero la victoria otomana en Haçova (1596) concedió un nuevo respiro al Imperio, aunque los Habsburgo se negaron a firmar la paz. Poco después, la rebelión de la población protestante de Transilvania contra los católicos austríacos fortaleció la posición otomana frente a Viena. Los turcos colocaron a los protestantes transilvanos bajo su protectorado y, durante la Guerra de los Treinta Años europea, Transilvania se convirtió en uno de los principales baluartes del protestantismo contra los Habsburgo. Para remediar esta situación, Austria se avino finalmente a firmar la paz con la Sublime Puerta (Turquía). El tratado de Sitva Török (1606) reconoció el dominio turco sobre las provincias húngaras de Eghri y Kanija, pero entregó el antiguo reino de Hungría a los austríacos. Este tratado supuso, de hecho, una retirada parcial otomana, tanto en lo territorial como en lo simbólico, ya que el sultán reconoció por vez primera a los Habsburgo como emperadores. Esto, unido al hecho de que la paz se acordara para veinte años, puso de manifiesto el debilitamiento del Imperio y su renuncia a las antiguas ambiciones de supremacía sobre Europa.

Los Köprüli imprimieron desde 1656 un nuevo dinamisno militar al Imperio. Con un poderoso ejército de 120.000 hombres, Ahmed Köprüli se propuso restablecer el dominio turco en el Mediterráneo y los Balcanes. Sin embargo, desde 1661 el avance turco en el Danubio se vio frenado una y otra vez por la sólida barrera defensiva establecida por los Habsburgo. En 1664 los turcos sufrieron una severa derrota en San Gotardo, lo que obligó al sultanato a firmar la tregua de Vasvar. Siguieron una serie de victorias turcas que consolidaron la posición del sultanato en la Europa central. En 1668, los turcos conquistaron Creta y contuvieron las subsiguientes contraofensivas austríacas en el Danubio, y, en 1672, arrebataron Podolia y Ucrania occidental a los polacos.

A la muerte de Ahmed en 1676, los turcos se hallaban sólidamente establecidos sobre la Europa oriental. Su sucesor, Kara Mustafá Köprüli (1676-83) intentó aprovechar esta situación para emprender un nuevo asalto al Danubio austríaco. En julio de 1683, los ejércitos turcos pusieron por última vez sitio a Viena. Pero, tras dos meses de asedio, fueron derrotados en la batalla de Kahlenberg por un ejército germano-polaco comandando por el rey de Polonia Juan Sobieski.
 

El repliegue otomano (1683-1789)

La retirada turca fue seguida de una contraofensiva austríaca, que penetró profundamente en los dominios balcánicos del Imperio. En 1684 se formó una Liga Santa entre Austria, Polonia y Venecia, a la que se unió dos años después Rusia. La ofensiva cristiana puso de relieve las auténticas dimensiones de la decadencia otomana. Los polacos recuperaron Podolia y Ucrania occidental y los venecianos Dalmacia, el Peloponeso, Corinto y Atenas, mientras los austríacos restablecían su control sobre toda Hungría, conquistaban Buda, derrotaban a los turcos en Mohac (1687) y entraban en Belgrado al año siguiente, para continuar imponiendo primero un protectorado sobre Transilvania y, a partir de 1690, su soberanía plena.

La situación cambió un poco al acceder al gobierno Mustafá Zadé Köprüli, en el reinado de Solimán II (1687-91). El nuevo visir trató de recuperar las posiciones perdidas en Europa central. En 1689 los turcos emprendieron una gran ofensiva, que se desarrolló favorablemente hasta que el gran visir fue derrotado y muerto en Salankemen (1691). A partir de entonces, el ejército turco se vio reducido a una posición defensiva. En 1697, su resistencia fue destrozada por el general austríaco Eugenio de Saboya en Zentha. El sultán Mustafá II (1695-1703) pidió la paz, sellada en Karlowitz en 1699. Turquía cedió a Austria toda Hungría, excepto el banato de Temesvar; a Polonia, Podolia y Ucrania y a Venecia, Morea y Dalmacia. Además, reconoció a Rusia la posesión de Azov, que Pedro el Grande había conquistado a los turcos en 1696. La paz de Karlowitz significó el fin de la supremacía turca sobre el sureste de Europa, donde fue sustituida por el dominio austríaco. Por otra parte, los acuerdos de Karlowitz pusieron de manifiesto la voluntad de Rusia de abrirse camino hacia el Mediterráneo a costa de las posesiones turcas, lo que constituiría una de las principales amenazas para el sultanato durante el siglo siguiente.

Bajo Mahmud I (1703-1757) los turcos sufrieron una serie de importantes derrotas frente a los austríacos entre 1716 y 1717, que llevaron a la firma del tratado de Passarowitz (1718), por el que Austria se anexionó Temesvar, el norte de Bosnia y de Serbia (incluida Belgrado) y Valaquia occidental. Al mismo tiempo, no dejaba de aumentar la presión rusa sobre las fronteras nororientales del Imperio. Aunque los turcos consiguieron vencer a una coalición ruso-austríaca en 1736 y forzaron la revisión de los acuerdos de Passarowitz, Austria conservó su dominio sobre Hungría. A partir de ese momento, el protagonismo de la lucha cristiana contra el Turco pasó de Viena a San Petersburgo.

A mediados del siglo XVIII, las guerras que enfrentaron a los estados europeos ofrecieron una tregua al Imperio otomano, que fue aprovechada por el sultán Mustafá III (1757-74) para emprender una serie de reformas encaminadas a reorganizar el ejército y mejorar la administración territorial. Pero en 1768 volvió a estallar la guerra. A fin de acabar con la presión rusa sobre el mar Negro y utilizando como pretexto una intervención rusa en Polonia en 1764, el sultanato declaró la guerra a Catalina II. La contienda resultó en un completo desastre para el ejército turco, que fue obligado a retirarse de Georgia, Crimea y Besarabia, así como de las plazas fuertes del Danubio. Al mismo tiempo, la flota rusa del Báltico, que había pasado al Mediterráneo, destruyó la armada turca en Tchesmé, junto a Esmirna, en 1770, y apoyó la rebelión griega de Morea. Semejante descalabro de la Puerta no interesaba a las potencias occidentales, que intervinieron diplomáticamente para frenar el avance ruso hacia el sur. La paz ruso-turca se selló en el tratado de Kutchuk-Kaïnardji (1774), que aseguró a Rusia la posesión de sus conquistas en el mar Negro y el Cáucaso, además de imponer a Turquía la libre navegación por dicho mar y por el Mediterráneo. Asimismo, Rusia se arrogó la protección oficial sobre los cristianos ortodoxos del Imperio otomano, lo que daría lugar a futuras intervenciones en los asutos internos turcos.

Desde 1783, Catalina II conculcó los acuerdos de Kutchuk-Kainardji, anexionándose sin contemplaciones Crimea, donde hizo construir la base naval de Sebastopol. A partir de ese momento, Rusia y Austria persiguieron la desmembración definitiva del Imperio otomano. En 1781, ambas potencias establecieron una alianza antiturca que condujo a la guerra (1787-92), siendo sultán Abdul Hamid I (1774-89). Turquía se vio seriamente amenazada, ya que a las victorias rusas en Valaquia y a las austríacas en Serbia se sumó la ausencia del tradicional apoyo francés, debido al estallido de la Revolución de 1789. Pero la muerte en 1790 del emperador José II de Austria y los consiguientes problemas sucesorios en el Imperio de los Habsburgo salvaron a Turquía del desastre. La paz turco-austríaca de Sistova (1791) restableció el statu quo anterior a la guerra y significó, de hecho, el fin de la tradicional hostilidad entre Viena y la Puerta. Ante las presiones británicas, en 1792 Catalina II se avino también a firmar la paz, que, sellada en Yassi, entregó a Rusia Crimea y la región en torno a la desembocadura del Dniéster.

La cuestión de Oriente (1789-1829)

A fines del siglo XVIII, el Imperio otomano se hallaba al borde del caos, mientras las potencias europeas se disputaban el futuro reparto de sus inmensas posesiones. El debilitamiento del sultanato y las continuas injerencias extranjeras dieron lugar a la llamada "Cuestión de Oriente", uno de los problemas más acuciantes de la política europea del siglo XIX.

Desde hacía dos siglos, los sultanes habían perdido su control efectivo sobre el gobierno y el ejército. Separados del pueblo en sus suntuosos palacios, dejaban los asuntos de estado en manos de los grandes visires y de los generales, que mantuvieron un régimen de corrupción e inmovilismo político, controlado en su escalafón más alto por la casta hereditaria de los jenízaros, quienes, entretanto, habían perdido las cualidades guerreras que antaño les habían hecho temibles. Un profundo descontento reinaba en el ejército, desabastecido y desorganizado, mientras la ineficacia administrativa impedía un control eficaz sobre las provincias más alejadas, que, de hecho, subsisitían en un régimen de práctica independencia.
En este contexto de crisis generalizada subió al trono Selim III (1789-1807), quien inauguró una etapa de tímidas reformas administrativas. Admirador de la sociedad francesa, rodeado de consejeros franceses, el sultán trató de reorganizar el ejército según el modelo europeo, pero no se atrevió a eliminar el poder de los jenízaros, que se oponían a cualquier intento de reforma. Por otra parte, la situacion internacional era abrumadora: a la derrota ante Rusia en 1792 siguió la invasión napoleónica de Egipto (1798), mientras estallaban revueltas en Siria, Arabia, Serbia y las regiones danubianas. En 1807 la situación se vio agravada por el asesinato del sultán a manos de los jenízaros. Sin embargo, una parte del ejército apoyaba la política de reformas emprendida por Selim y, con Mustafá Bairakdar, pachá de Rustchuk, al frente, consiguió entronizar a Mahmud II (1808-39) y controlar el gobierno. El nuevo sultán eliminó de manera sangrienta a los jenízaros en 1826 a lo largo y ancho del Imperio, e introdujo algunas medidas de modernización: creó los ministerios de asuntos exteriores, interior e instrucción pública, abrió escuelas superiores, envió a estudiantes turcos a las universidades europeas para aprender las técnicas occidentales e, incluso, sustituyó el turbante tradicional por el fez, que se convirtió desde entonces en el sombrero nacional turco.

Pero estas reformas no lograron frenar el proceso de descomposición del Imperio. La sublevación serbia ofreció a Rusia un pretexto para intervenir en territorio otomano, lo que provocó el estallido de una nueva guerra ruso-turca (1806-1812), que concluyó con el tratado de Bucarest, por el que Rusia se anexionó Besarabia. En 1817, el sultanato tuvo que reconocer a Milos Obrenovitch como príncipe hereditario de Serbia y, en 1830, otorgó oficialmente la autonomía a dicha región. Entretanto, en Albania se declaró en 1820 una nueva sublevación, que se prolongaría durante dos años.

Pero, sin duda, la peor crisis que atravesó el Imperio en esta época fue la guerra de independencia griega, que provocó la primera intervención concertada de las potencias occidentales en los asuntos otomanos. No obstante, dichas potencias estaban profundamente divididas respecto a la Cuestión de Oriente: Rusia perseguía el desmantelamiento del Imperio a fin de instalarse en los estrechos, mientras Gran Bretaña trataba de impedir el acceso ruso al Mediterráneo. Por su parte, Francia y Austria-Hungría mantenían una política cambiante respecto a Turquía, movidas por sus intereses coyunturales -en Egipto y el Mediterráneo la primera y en los Balcanes la segunda.

La declaración unilateral de independencia de los griegos en 1822 puso en primer término de la política europea estas rivalidades, provocando una grave crisis internacional. El canciller austríaco Metternich, que desempeñaba un papel esencial en el mantenimiento del equilibrio europeo pactado en el Congreso de Viena (1815) y desconfiaba de los movimientos independentistas balcánicos, abogó repetidamente por la neutralidad. Esta fue, en principio, la actitud de las potencias europeas, que no deseaban poner en peligro el statu quo. Sin embargo, la intervención del ejército egipcio en favor del sultanato cambió la situación. Las tropas de Ibrahim, hijo del pachá rebelde de Egipto Mehmet Alí, entraron en Grecia a sangre y fuego, perpetrando horribles matanzas entre la población. El horror de la opinión pública de toda Europa ante estos acontecimientos forzó a intervenir a los gobiernos de Londres, París y San Petersburgo. En octubre de 1827, una flota aliada franco-ruso-británica destruyó la armada turco-egipcia en Navarino. Aprovechando la derrota turca, Rusia declaró unilateralmente la guerra en abril del año siguiente, invadiendo Armenia y las regiones danubianas, mientras las tropas francesas expulsaban a los turcos de Morea. El tratado de Londres (1828-29) fijó las nuevas fronteras del Imperio, reconociendo la independencia griega sin el acuerdo de Turquía. Entretanto, la armada rusa había conquistado Adrianópolis (1829), dejando expedito el camino del Danubio. Acosada desde todos los frentes, Turquía tuvo que pedir la paz. Por el tratado de Adrianópolis (1829), reconoció la independencia de Grecia y confirmó la autonomía de Serbia y de los principados danubianos, además de permitir el acceso de Rusia a la bocas del Dabunio y su derecho a la libre navegación por el mar Negro.
 

La descomposición del Imperio y los intentos de reforma (1829-1878)

Apenas concluida la guerra en Grecia, el sultanato tuvo que afrontar una nueva rebelión del pachá de Egipto, Mehmet Alí. Las tropas egipcias conquistaron Palestina y Siria, y seguidamente marcharon sobre Constantinopla. El sultán se vio obligado a pedir la ayuda de Rusia, que aprovechó la ocasión para instalarse militarmente en el Bósforo. Ello provocó una gran inquietud en Londres y París, cuyos gobiernos intervinieron para acabar con la guerra turco-egipcia mediante el tratado de Kutayeh (1833), que entregó a Mehmet Alí el dominio sobre Siria y Cilicia. Mayor trascendencia tendría, no obstante, el tratado de Unkiar Skelessi, firmado ese mismo año entre Rusia y Turquía: a cambio de la retirada de la armada rusa de los estrechos, el zar obtuvo un compromiso secreto por el que Turquía cerraría los Dardanelos a cualquier navío de guerra, excepto a los rusos.

A partir de ese momento, Inglaterra, decidida a impedir que Turquía se convirtiera en una especie de protectorado ruso, intervino para atajar el creciente debilitamiento otomano. En 1839 estalló una nueva guerra turco-egipcia. Gran Bretaña apoyó militarmente a Turquía, pero Francia intervino en Egipto a favor de Mehmet Alí. La consiguiente crisis internacional estuvo a punto de provocar una guerra franco-británica. Francia no se unió al tratado de Londres (1840), por el que Rusia, Inglaterra, Austria y Prusia lanzaron un ultimátum al pachá de Egipto. Después de que Inglaterra enviara una expedición naval a Egipto en otoño de ese año, Mehmet Alí tuvo que ceder. Renunció a Siria, pero obtuvo su reconocimiento como virrey hereditario de Egipto (1841). La convención de Londres de 1841 solucionó el problema de los estrechos, despojando a Rusia de las ventajas obtenidas en el acuerdo de Unkiar Skelessi y cerrando el paso de los Dardanelos a todo barco de guerra.

Durante la década siguiente, la Cuestión de Oriente permaneció en estado de latencia. Este breve periodo de paz hizo posible el inicio de un nuevo proceso de reformas, inaugurado por Abdulmecid I (1839-1861). El programa de reformas o Tanzimat pareció anunciar una completa modernización del régimen otomano. Se proclamó la igualdad de todos los súbditos ante la ley, se sustituyó la ley islámica por un código de derecho civil y se extendió el sistema educativo, fundándose una universidad en Constantinopla. Sin embargo, la mayoría de estas reformas quedaron en papel mojado, dada la resistencia de las clases dominantes a cualquier cambio en la administración del Imperio.

En 1854, una querella entre Francia y Rusia por la posesión de los Santos Lugares, que se disputaban monjes latinos y griegos, reabrió la Cuestión de Oriente y llevó a la guerra de Crimea (1854-56), en la que Turquía recibió el apoyo franco-británico contra los rusos. Por el tratado de París (1856), Rusia reconoció la integridad territorial del Imperio otomano y aceptó la neutralización del mar Negro y la apertura del Dabunio. Asimismo, perdió su tutela sobre los principados danubianos, que entre 1859 y 1862 pasarían a constituir el estado independiente de Rumanía. Mediante el tratado de París, el Imperio otomano, temporalmente salvado del desastre por la intervención occidental, entró de nuevo en el concierto europeo, si bien bajo la estrecha tutela de Inglaterra y Francia.

A pesar de sus esfuerzos de reforma, el reinado de Abdulmecid I concluyó en un baño de sangre, provocado por los conflictos abiertos tras la proclamación de la igualdad religiosa. En 1860, los drusos masacraron a los cristianos del Líbano, lo que provocó una nueva intervención de Francia, que forzó al sultanato a reconocer autonomía del Líbano (1864). El reinado de Abdulaziz (1861-76) estuvo marcado por la decadencia otomana en el contexto internacional. Turquía, el "hombre enfermo de Europa" -en expresión del zar Nicolás I-, era un gigante con pies de barro. La deuda externa -con Francia e Inglaterra como principales acreedoras- alcanzó tal proporción que, en 1875, el sultanato se declaró en bancarrota. Ese mismo año estalló una nueva sublevación nacionalista en Bosnia-Herzegovina, que al año siguiente se propagó a Bulgaria. Para reprimir las insurrecciones, el gobierno turco envió a los bachibuzuks, las tropas regulares musulmanas, que cometieron espantosas matanzas, con el consiguiente escándalo de la opinión pública occidental.

Gran Bretaña se mantuvo apartada de este nuevo conflicto, pero Rusia, tras asegurarse la neutralidad favorable de Austria-Hungría, declaró la guerra a Turquía, invocando su deber de proteger a los cristianos ortodoxos bajo dominio otomano. Rusia apoyó militarmente a serbios y montenegrinos, que se habían sublevado en 1876. A pesar de la tenaz resistencia turca, los rusos tomaron Adrianópolis en 1878 y seguidamente marcharon sobre Constantinopla. El sultanato pidió el armisticio, que se firmó en San Stefano en marzo de 1878. Rusia impuso durísimas condiciones de paz, entre las que se incluían la creación de la Gran Bulgaria y el reconocimiento de la independencia de Serbia y Montenegro, cuyas fronteras se ampliaron. El tratado de San Stefano significó, de hecho, el fin del dominio otomano sobre los Balcanes.

Pero ni Inglaterra ni Austria-Hungría estaban dispuestas a consentir el engrandecimiento del poder ruso a costa del Imperio otomano. Sólo la mediación del canciller alemán Bismarck evitó el estallido de una guerra ruso-británica tras la firma del tratado de San Stefano. En junio-julio de 1878, el Congreso de Berlín obligó al zar a renunciar a muchas de las ventajas obtenidas poco antes. Pero Turquía perdió definitivamente Serbia, Montenegro y Rumanía, que fueron declaradas independientes, así como Bulgaria, convertida en un principado bajo protectorado turco, y Rumelia Oriental, que se transformó en provincia autónoma. Grecia extendió sus fronteras por Tesalia y el Pireo, mientras Austria se anexionaba Bosnia-Herzegovina y Rusia obtenía la Besarabia europea y los territorios asiáticos de Karsi y Batun.

El fin del Imperio (1878-1923)

 

El sultán Abdul Hamid II (1876-1909), establecido en el trono por una revolución cortesana dirigida por el partido reformador, pareció en principio dispuesto a continuar la política de cambios iniciada por su predecesor. En 1876 fue promulgada la primera Constitución del Imperio, que estableció una monarquía parlamentaria sin tocar las bases autocráticas del régimen y garantizó la libertad individual y religiosa. Pero, dos meses después de su puesta en vigor, el sultán derogó las garantías constitucionales y ordenó la represión del partido reformador.

Ello precipitó la ruina del Imperio, cuya única salida era el fin del inmovilismo político. La situación financiera obligó a crear una administración de la deuda pública, confiada a delegados franceses y británicos, que desde 1878 controlaron los recursos de la hacienda turca para asegurar el pago de la deuda externa. Ello significó una conculcación flagrante de la soberanía otomana, que despertó las iras de quienes reclamaban una profunda reforma de la estructura política y administrativa del Imperio. El sultán, por su parte, trató de conseguir la unidad de los musulmanes del Imperio frente a la penetración occidental, lo que provocó una creciente violencia religiosa hacia las minorías no musulmanas. La culminación de esta violencia fue la masacre de los armenios en 1894-96, que desacreditó aún más al Imperio ante las potencias occidentales. En Europa central, el gobierno turco no consiguió refrenar los envites del nacionalismo y en 1885 tuvo que acceder a la unión de Rumelia oriental y Bulgaria. En 1866-68 estalló una primera rebelión en Creta, seguida de una segunda en 1890. Esta situación llevó a una guerra greco-turca en 1897, tras la cual la isla pasó a control internacional. Poco después, Creta fue transferida a Grecia.

El nacionalismo griego agitaba asimismo Macedonia. En dicha región, el cuerpo del ejército con sede en Tesalónica culpaba al sultanato de su precaria situación ante los ataques del terrorismo nacionalista. De este medio militar salió, hacia 1895, el movimiento de los Jóvenes Turcos, que reclamaba la liberalización del régimen y que pronto adquirió un marcado tono nacionalista. En julio de 1908, un levantamiento del ejército de Macedonia obligó al sultán a restablecer la Constitución de 1876.

Sin embargo, un nuevo asalto exterior se preparaba. Rusia no había renunciado a los estrechos, mientras Austria-Hungría buscaba extender su influencia en los Balcanes. En septiembre de 1908 ambas potencias sellaron el tratado de Buchlau, por el que acordaron un plan de partición de los dominios otomanos en Europa. En octubre, Austria-Hungría se anexionó Bosnia-Herzegovina, al tiempo que Bulgaria proclamaba su independencia del sultanato con el apoyo de Rusia.

Aprovechando la indignación que estos acontecimientos causaron en Turquía, el sultán trató de derogar nuevamente la Constitución en abril de 1909. Pero los Jóvenes Turcos enviaron desde Tesalónica un ejército que derrocó a Abdul Mecid pocos días después para poner en el trono a Mohamed V (1909-18). Asi se inició el período de reformas que se conoce como Revolución de los Jóvenes Turcos y que se extendería hasta la crisis final del Imperio en 1918.

Lejos de significar el inicio de una época de paz, el gobierno de los Jóvenes Turcos estuvo marcado por una serie ininterrumpida de guerras que impidieron una auténtica reestructuración del Imperio. En 1911 estalló la guerra turco-italiana, que concluyó al año siguiente con el tratado de Ouchy, por el que Italia se anexionó Tripolitania. En 1912-13 tuvieron lugar las guerras balcánicas, que enfrentaron al sultanato contra las fuerzas coaligadas de Serbia, Montenegro, Bulgaria y Grecia y que concluyeron con la total destrucción de las antiguas posesiones europeas del Imperio. Finalmente, en octubre de 1914, Turquía entró en la Primera Guerra Mundial, tras firmar una alianza secreta con Alemania. Aunque en principio los turcos consiguieron expulsar a los aliados de los Dardanelos (1915), fueron rechazados en el Cáucaso y Armenia por los rusos. Los británicos, por su parte, explotaron hábilmente las aspiraciones de independencia de las naciones árabes, que unieron sus fuerzas a las aliadas, rechazando a los turcos en el canal de Suez. Entre 1917 y 1918 los británicos se apoderaron de Irak y Siria. Finalmente, el 30 de octubre de 1918, el sultanato firmó el armisticio de Mudros, que selló el final de la guerra para Turquía. La derrota significó el fin del gobierno de los Jóvenes Turcos, cuyos líderes partieron al exilio.

La guerra fue seguida por una inmediata ocupación francobritánica de los estrechos y de Constantinopla, al tiempo que Grecia, que se había mantenido neutral, iniciaba una invasión en toda regla desde Esmirna (mayo, 1919). El sultán Mohamed VI (1918-22) nombró un nuevo gobierno, que colaboró estrechamente con los ocupantes aliados. En toda Turquía la indignación era inmensa y, de nuevo, la reacción partió del ejército. En junio de 1919, el general Mustafá Kemal inició una sublevación contra el sultanato, que pronto se extendió a toda Anatolia. Así se inició la guerra de independencia turca. El 13 de septiembre, el movimiento de liberación nacional hizo público un Pacto Nacional, en el que se proclamaba la independencia de Turquía, el derecho a la autodeterminación de los pueblos musulmanes y el fin de la tutela extranjera. Tras una sangrienta contienda, los nacionalistas turcos expulsaron de Anatolia a las fuerzas franco-británicas y a las griegas y, en 1923, proclamaron la República de Turquía. Con ello se puso fin al multisecular y plurinacional Imperio Otomano, que daría paso a la Turquía moderna, reducida al área de poblamiento turco de la península de Anatolia y marcada por un fuerte nacionalismo de corte regeneracionista. Con Mustafá Kemal Atatürk al frente, Turquía iniciaría un rápido proceso de modernización y occidentalización, que la separó de la dinámica histórica seguida durante el siglo XX por las naciones árabes en las que siguieron imperando las estructuras tradicionales del Islam.
 

Ejército

 

El ejército fue, junto a la administración, la principal herramienta del dominio otomano. En los primeros años tuvieron gran relevancia los combatientes gazi, inspirados por el ideal de la guerra santa. Pero, al aumentar la expansión territorial, éstos fueron progresivamente sustituidos por los sipahis, que formaron las fuerzas de caballería profesionales. A cambio de sus servicios, los sipahis recibían del tesoro imperial rentas fiscales adscritas a tierras (timares). Pero, sin duda, el cuerpo principal del ejército otomano fueron los jenízaros, verdadera guardia pretoriana del sultán. Los jenízaros eran reclutados mediante la práctica del devshirme, el rapto de niños, en su mayoría cristianos, en los países conquistados. Estos niños eran convertidos en esclavos al servicio del sultán y adiestrados en las artes militares y en la lealtad al Imperio. Los jenízaros desempeñaron un papel esencial en las conquistas de los primeros siglos otomanos, pero el fin de la expansión se tradujo en una progresiva pérdida de su eficacia militar, al tiempo que fueron adquiriendo poder en el entorno cortesano, hasta convertirse, en el siglo XVII, en los auténticos árbitros de la política otomana. Los numerosos conflictos sucesorios les ofrecieron abundantes ocasiones para intervenir en el poder, cuyo acceso acabaron monopolizando.

La transformación de los jenízaros en una cerrada oligarquía cortesana fue un síntoma inequívoco de la esclerotización del ejército imperial. El devshirme dejó de funcionar al finalizar la época de las conquistas, lo que provocó no sólo la conversión de los jenízaros en una casta hereditaria, sino también la necesidad de recurrir a la leva de campesinos. La entrada en el ejército de soldados de infantería reclutados entre el campesinado (azebs) fue señalada por los escritores otomanos de la época como una de las causas principales del declive militar del Imperio. Pero quizás la causa principal de dicho declive fue la progresiva desvertebración del cuerpo de los sipahis, que había constituido el elemento central del ejército en las grandes conquistas. Una de las razones principales de la decadencia de este cuerpo del ejército fue su inferioridad frente a la caballería pesada germánica. La caballería sipahi no se adaptó a los requerimientos de la guerra moderna, no sólo en cuanto a equipamiento, sino también en lo que respecta a su organización. Las campañas tenían lugar entre marzo y octubre. Fuera de estos meses, los sipahis regresaban a sus hogares para la explotación de los timares. Al prolongarse las guerras en el exterior y devaluarse la moneda de plata otomana desde fines del siglo XVI, muchos sipahis comenzaron a evitar las campañas. En algunas ocasiones -como en Lepanto en 1571- abandonaron el campo de batalla. El sultanato recurrió entonces al empleo de tropas remuneradas con una paga regular. Ello supuso, en principio, un aumento de los jenízaros y, posteriormente, el reclutamiento masivo de campesinos, de soldados de fortuna y de bandidos. Estas tropas (sekbans) formaron el grueso del ejército otomano desde los últimos años del siglo XVI.

Pero la desaparición de los sipahis estuvo motivada, ante todo, por razones económicas. Desde fines del siglo XVI, los miembros de la oligarquía cortesana y los altos funcionarios tendieron a apoderarse de los timares, las tierras cuyas rentas constituían la única fuente de subsistencia de los sipahis. Éstos, desposeídos, abandonaron las tierras, lo que se tradujo en un debilitamiento de las fronteras del Imperio y en una creciente desestructuración social: los campesinos y soldados sin tierra pasaron a engrosar la masa turbulenta y desprotegida del proletariado urbano, o se unieron a los grupos de bandidos que asolaban los campos y que, en algunas épocas, llegaron a controlar amplias zonas de Anatolia.
 

Administración

 

El Imperio otomano tuvo, desde sus orígenes, un carácter dinástico que garantizó la continuidad de la monarquía en una misma línea de legitimidad y aseguró -al menos durante los primeros siglos- la existencia de un poder fuerte alrededor del cual se fue configurando, durante los siglos XIV y XV, la administración otomana. Sin embargo, el derecho sucesorio reconocía a todos los hijos del sultán los mismos derechos para acceder al trono; sólo Dios, a través de diversos signos, evidenciaba cuál de ellos sería el elegido para ostentar el poder. Esta ambigüedad provocó múltiples conflictos sucesorios, que a menudo degeneraron en guerras civiles y que contribuyeron a minar la estabilidad del régimen imperial, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVI.

La administración otomana fue configurándose a medida que avanzaba la expansión territorial y, al igual que ésta, alcanzó su plenitud a mediados del siglo XVI. El sultán era el jefe absoluto en lo espiritual -en su calidad de califa- y en lo temporal. El principal atributo de su soberanía era el derecho sobre todas las fuentes de riqueza del Imperio y sobre su explotación. Por debajo de él, la autoridad máxima recaía en el gran visir, que tenía a su cargo las cuestiones civiles y militares del estado. El crecimiento del Imperio produjo la diversificación de los servicios administrativos, que fueron asignados a visires encargados de los distintos departamentos del gobierno central, bajo la autoridad del gran visir. Todos ellos asistían a las reuniones del diwan (consejo), presidido por el sultán -hasta el siglo XVII-, y en el que también tenían cabida altos funcionarios encargados de misiones específicas (registrador de los ingresos estatales, juez del ejército, encargado del sello, etc). Desde la segunda mitad del siglo XVI, los escritores otomanos señalaron, como una de las fuentes principales de la decadencia del Imperio, la fragmentación del poder del sultanato entre esta multiplicidad de oficios, que contribuyó a debilitar la autoridad de unos sultanes cada vez más alejados de los asuntos de estado, y a reforzar el poder de la casta de los burócratas, más interesados en su fortuna personal que en la marcha de la administración imperial.

La expansión otomana generó una compleja administración territorial, cuya principal característica fue la adaptabilidad a las estructuras preexistentes de los países conquistados. El Imperio fue dividido en provincias, cada una de ellas administrada por un gobernador (beylerbey) y compuestas por sandjaqs (distritos), dirigidos por un sandjaqbey y, a su vez, subdivididos en unidades más pequeñas, encabezadas por los subachi, responsables de la administración local. Además de las provincias administradas por delegados del poder central, el Imperio incluía vastos territorios que gozaban de cierto grado de autonomía y que conservaban sus estructuras tradicionales de poder: había reyes en Hungría y Transilvania, voivodas en Valaquia y Moldavia, khanes en Crimea, etc.

La administración imperial otomana rara vez agredió la forma de vida de los pueblos conquistados: su lengua, su religión, sus leyes y sus tradiciones fueron, por lo general, respetadas y protegidas, lo que explica, por ejemplo, que los cristianos ortodoxos de la península de Morea prefirieran el domino del sultanato al de los católicos venecianos, o que los protestantes húngaros fueran fieles auxiliares de los turcos contra los católicos Habsburgo. Pero el debilitamiento de la autoridad del sultanato a partir del siglo XVII se tradujo en un progresivo desligamiento de las provincias respecto al poder central. Ello se debió, en buena medida, a que los sultanes crearon una administración, no una nación. La elite gobernante de oficiales y funcionarios no salía de las filas del pueblo, por promoción natural, sino que estaba compuesta por aventureros y esclavos privilegiados por voluntad del sultán y cuyo poder se superponía de manera artificial a las poblaciones administradas. La administración otomana no exigía de sus súbditos de las provincias más que el pago puntual de los impuestos, pero tampoco se ocupaba de su bienestar ni de mantener una política económica coherente, lo que, a partir del siglo XVII, se tradujo en un marasmo generalizado de sus estructuras y en una multitud de movimientos centrífugos que provocaron una lenta aunque inexorable desmembración del Imperio.

 

Economía y sociedad

 

El Imperio otomano pudo subsistir gracias a sus sólidos fundamentos económicos. El campo desempeñaba un papel esencial. Organizado en pequeñas unidades de explotación, proporcionaba abundantes ingresos fiscales al tesoro imperial. No obstante, la administración fiscal otomana sólo se superpuso a las estructuras preexistentes en los territorios conquistados, que en la mayoría de los casos no alteró.

En lo que respecta al comercio, desde fines del siglo XIV los turcos desempeñaron un papel esencial como intermediarios entre oriente y occidente a través del eje mediterráneo. La diversidad de los territorios garantizaba una gran variedad de mercancías: las caravanas asiáticas proporcionaban especias y seda, Anatolia suministraba maderas, cochinilla y algodón, Focea alumbre... Muchas de estas mercancías confluían en Bursa, la gran encrucijada comercial del Imperio. El tráfico mercantil era imprescindible para el mantenimiento del estado otomano, ya que suministraba saneados ingresos en forma de impuestos aduaneros, que constituían buena parte del capital líquido de la administración imperial. Tanto el comercio como la industria estaban organizados eficazmente a través de congregaciones gremiales que, de forma autónoma respecto al poder del sultanato, garantizaban el funcionamiento de los distintos campos de actividad.

Las finanzas otomanas se mantuvieron en excelente estado durante el siglo XVI, gracias a la continua acumulación de conquistas. Los grandes recursos financieros permitieron a Solimán el Magnífico levantar un ejército que, con unos efectivos de entre 200.000 y 300.000 combatientes, era con diferencia el mayor de Europa. Pero las dificultades económicas comenzaron a hacerse patentes ya desde el fin del reinado de Solimán, cuando la expansión marítima de ingleses y holandeses clausuró la antigua ruta del comercio que transitaba por Oriente Próximo, lo que provocó una espectacular bajada de los ingresos imperiales devengados del comercio y una acelerada decadencia de las provincias islámicas. Por otra parte, la llegada a Europa de los metales preciosos provenientes de América provocó una rápido aumento de la inflación en el ámbito otomano, que trastocó decisivamente la economía del Imperio. A esta inflación respondió el sultanato con una desmedido aumento de la presión fiscal, con la devaluación de la moneda y con la confiscación de tierras por parte de la clase dominante. La oligarquía que se apropió de los timares intentó sacar el máximo provecho de éstos a corto plazo, acelerando la expoliación de la riqueza agraria del Imperio. La inflación afectó particularmente a los gremios artesanales. Las severas regulaciones de precios impedían a los artesanos adquirir materias primas a un coste que permitiera a sus mercancias competir con las baratas importaciones europeas, frente a las cuales el gobierno no estableció restricciones importantes. Como resultado, la industria otomana sufrió una rápida decadencia a partir de los siglos XVII y XVIII.
A la decadencia económica, se sumó desde fines del siglo XVI un notable aumento de la población en el Imperio, muy superior al conocido en época moderna por la Europa occidental. Como los medios de subsistencia, lejos de aumentar, disminuían a pasos agigantados, la miseria y los disturbios sociales hicieron su aparición. Gran cantidad de campesinos expulsados de sus tierras a causa del aumento de la presión fiscal o de la explotación en los timares se unieron a las bandas rebeldes (celalis) que se dedicaban al pillaje. Estas bandas crecieron hasta tal punto que lograron controlar amplias regiones del Imperio, en las que se apropiaban de los impuestos y cortaban los suministros regulares de alimentos a las ciudades y al ejército de las fronteras, sin que el sultanato pudiera tomar medidas efectivas contra ellas.

La división básica de la sociedad otomana era la propia de los imperios orientales: una reducida clase gobernante, detentadora de la riqueza y el poder político, y una heterogénea masa de súbditos carentes de privilegios. La población estaba dividida en dos grupos: los askari, la clase dominante del ejército y la burocracia, y los reaya, el común del pueblo carente de poder y privilegios fiscales. Entre los askari se contaban no sólo los miembros de los cuerpos principales del ejército (jenízaros, sipahis), sino también los funcionarios y administradores públicos, pagados por el sultán y exentos de impuestos. Los askari eran considerados esclavos del sultán: sus propiedades y personas estaban enteramente a disposición del monarca, a cambio de lo cual recibían honores y privilegios. No constituían un estamento aristocrático con derechos de sangre perpetuados históricamente, sino una clase a la cual se pertenecía por voluntad del sultán, es decir, a través del otorgamiento de privilegios. Ello permitía una cierta movilidad social, determinada por la gracia del sultán. Esta clase dominante se dividía en cuatro grupos según su función social. El primero se correspondía con la institución imperial (Mülyike), que, encabezada por el sultán, proveía la dirección del resto de los grupos. Éstos estaban formados por la casta militar (Seyfiye), el cuerpo de burócratas y administradores del estado (Kalemiye) y, por último, el clero islámico (Ilmiye), cuyos ulemas (expertos en ciencias religiosas) desempeñaban un importante papel en el mantenimiento de las instituciones sociales del Imperio.

La clase dirigente tenía sus bases económicas en la institución de la mukata´a: una asignación de ingresos por parte del tesoro imperial, normalmente rentas asociadas a la tierra que el sultán entregaba a los askari en concepto de beneficio. Dentro de las mukata´a era muy importante el timar, que a menudo suele identificarse con el feudo occidental, pero que en realidad estaba muy lejos de éste, ya que formaba parte de un sistema centralizado de división de las tierras y de las rentas del estado y no implicaba los derechos y deberes mutuos del sistema feudal. Como retribución por los servicios prestados al estado, el poseedor de un timar recibía todos los beneficios devengados de su explotación. El timar sustituía al salario en muchos puestos militares (sobre todo entre los sipahis) y administrativos, lo que liberaba al estado del pago de pecunios monetarios. La mayor parte de las tierras conquistadas entre los siglos XIV y XV en el sudeste de Europa fueron distribuidas en forma de timares entre los oficiales del ejército otomano, a cambio del mantenimiento de su administración y del servicio militar de los beneficiarios en tiempos de guerra.

Una forma menos frecuente de mukata´a era el emânet, otorgado a un emin o agente de la administración. El emin entregaba todas las rentas devengadas del emânet al estado y a cambio recibía un salario. No tenía, pues, derecho alguno sobre la tierra, de la que únicamente era un administrador por cuenta del estado. Esta forma de administración se utilizaba especialmente en las ciudades, donde la presencia de las autoridades centrales hacía menos necesaria la intervención de otros agentes económicos.

La forma más común de mukata´a era el iltizam, propiedad agraria perteneciente al estado y gravada con impuestos. El campesino pechero (mültezim) que recibía un iltizam se quedaba con una parte de las rentas de la propiedad y entregaba el resto al tesoro imperial. No recibía, en cambio, ningún salario. La mayor parte de Anatolia y de las provincias árabes se administraron mediante este sistema.

Entre los reaya (campesinos, mercaderes y artesanos en su mayor parte) existían grandes diferencias económicas, desde el campesino pechero al comerciante acaudalado. Pero todos ellos compartían su calidad de súbditos fiscales, ya que su principal deber consistía en la producción de riqueza y en el pago de impuestos. La división básica entre los reaya venía determinada por la religión. Cada grupo religioso se organizaba en comunidades (millet) que gozaban de una relativa autonomía respecto al poder central y se regían por sus propias leyes y formas de organización interna. Cada millet era dirigido por un líder religioso, responsable ante el sultán del pago de las cargas fiscales impuestas a su comunidad y del orden interno de la misma. Este sistema logró mantener la convivencia de las múltiples comunidades religiosas que habitaban el Imperio durante más de 500 años, a fuerza de mantenerlas separadas para evitar el estallido de conflictos sociales.

Una de las características más relevantes de la administración otomana fue, sin lugar a dudas, el grado de tolerancia religiosa que desarrolló y su capacidad de adaptación a las realidades sociales que encontraba. Una vez el ejército otomano conquistaba una región, los sultanes ordenaban de inmediato la construcción de mezquitas y madrasas, concediendo numerosos privilegios para el sostenimiento de las nuevas fundaciones. Pero esta política raramente se tradujo en la persecución de las comunidades no musulmanas. Este espíritu de tolerancia explica el hecho de que, en general, los turcos fueran mejor aceptados por las poblaciones indígenas de lo que habitualmente se piensa. Aunque, en ocasiones, especialmente a partir del siglo XVIII, los turcos musulmanes se mostraron hostiles hacia las minorías judías y cristianas, éstas contaron con la protección del sultanato, hasta que el estallido del nacionalismo islamista a fines del siglo XIX rompió la antigua convivencia.
 

Literatura y arte

 

Las civilizaciones árabe, persa y bizantina confluyeron para fijar los rasgos generales de la cultura otomana. La poesía predominó sobre el resto de las manifesciones estéticas durante los primeros siglos del Imperio, con una clara influencia de la tradición cultural persa. Importantes escritores de la corte otomana fueron: Ahmed Bajá (siglo XV), Bâkî (siglo XVI), considerado el principal poeta de la literatura turca, y Ahmed Nedim (siglo XVIII).

Durante el período clásico de la civilización otomana (siglo XVI), la literatura en prosa quedó restringida a los textos historiográficos. Hoca Sadeddin escribió en el siglo XVI una crónica del Imperio, que constituye una de las fuentes esenciales para la historia turca hasta 1520. Otros historiadores destacados fueron: Katib Çelebi, que escribió una crónica del período comprendido entre 1591 y 1645, así como un diccionario bibliográfico de extraordinario interés para el estudio de la historia y la literatura otomanas; Mustafá Naima, que describió los acontecimientos de fines del siglo XVII y principios del XVIII; y, finalmente, Evliya Çelebi (siglo XVIII), autor de una extensa obra en la que se incluyen minuciosas descripciones de sus viajes por todos los confines del Imperio.

La decadencia del Imperio se manifestó en la creación literaria a partir del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX. Sólo en la segunda mitad de éste último surgieron tentativas de modernización de la cultura otomana, impulsadas por las élites intelectuales, algunos de cuyos miembros, como los escritores Namik Kemal y Halid Ziya Usakligil, buscaron en la literatura occidental nuevas fuentes de inspiración. Ello se tradujo en una creciente influencia occidental -y, especialmente, francesa- en la literatura y la estética otomanas, influencia que empapó el renacimiento nacionalista otomano en las primeras décadas del siglo XX.

El arte otomano, como, en su conjunto, el islámico, se caracteriza por la preponderancia absoluta de la arquitectura. La hegemonía otomana sobre la civilización islámica se manifestó en la difusión de un nuevo tipo de mezquita, la madrasa, por influencia de la arquitectura selyúcida persa. Sus principales característica son el patio cuadrado central, la escala monumental -influencia de los palacios iranios- y su extraordinaria pureza geométrica, que constituye el rasgo predominante en la concepción del espacio de la arquitectura otomana. Además, los otomanos ideraron otro nuevo tipo de mezquita, que combinaba la madrasa con la iglesia bizantina de cúpula. Este tipo de construcción acusó una fuerte influencia de la catedral bizantina -y posterior mezquita- de Santa Sofía de Constantinopla. El modelo de Santa Sofía inspiró directamente la construcción de la gran mezquita del sultán Ahmed I en Constantinopla, construida en 1609 y 1616, que constituye, junto al Taj Mahal de la India, uno de los grandes hitos arquitectónicos del arte islámico. Otros ejemplos grandiosos de la edificación otomana clásica son las mezquitas Cehzadé y Suleimaniyya de Constantinopla, ambas del siglo XVI.
 

Fundación Educativa Héctor A. García