Japón
Historia de Japón. Vea mapa geografico
[Aquí]
El
pueblo japonés es sumamente consciente de su
pasado histórico. Como materia curricular la
historia goza de gran importancia, tanto en las
escuelas como en la universidad. No es extraño ver
en la portada de los periódicos noticias
relacionadas con hallazgos arqueológicos u otro
tipo de acontecimientos de relevancia histórica, y
en televisión es frecuente la emisión de
documentales que se ocupan del pasado.
Los
japoneses valoran los contactos con las culturas
china y coreana como formadoras de su cultura, y
las relaciones con Occidente, durante el siglo
cristiano y a partir del siglo XIX, como
igualmente determinantes en su andadura como
nación. Son conscientes de los daños ocasionados
por Japón durante sus agresiones imperialistas en
Corea, China y Manchuria, y de su responsabilidad
en la
Segunda Guerra Mundial.
El
pasado de Japón es dividido por los propios
japoneses en siete grandes etapas o edades:
prehistórica o senshi, protohistórica o
genshi, antigua o kodai, medieval o
chusei, premoderna o kinsei, moderna o
kindai, y contemporánea o gendai.
Cada una de ellas suele subdividirse en unidades
de periodicidad más específicas.
Los
primeros datos conseguidos sobre la población del
archipiélago japonés datan de hace 30.000 años,
aunque es probable que las islas estuvieran
habitadas previamente. Dado que no existen
documentos escritos anteriores al siglo VIII, todo
estudio con anterioridad a estos ha de basarse en
restos arqueológicos y fuentes documentales chinas
o coreanas que hagan referencia a Japón.
Los
arqueólogos dividen la prehistoria en cuatro
grandes períodos: una etapa paleolítica y
precerámica anterior al 10.000 a.C.; el
período Jomon
(ca.10.000-ca. 300 a.C.) durante el
cual se introdujo la fabricación de la cerámica;
el
período Yayoi
(ca.300 a.C.-300 d.C.) en el que la
utilización del metal y la agricultura de carácter
sedentario se generalizaron; y el
período Kofun
(ca.300-710), edad de las grandes tumbas,
que evidencian los inicios de la centralización
del poder político. Este último período de
transición a la era histórica, en la que se
incorpora la escritura, es también encuadrado en
el período protohistórico.
Antes
de finalizar el período Yayoi, desde alrededor de
mediados del siglo III, los clanes en la región de
Yamato y en otras áreas del centro y oeste de
Japón comenzaron a levantar montículos funerarios
donde enterrar a sus jefes. Las de mayor dimensión
se elevaron en Yamato, zona de mayor preeminencia
que controlaba políticamente el resto del país.
El
período Asuka
(593-710) marca la fase final de esta transición
entre el período protohistórico y su entrada en la
historia. Este período arranca del establecimiento
de la emperatriz Suiko en su palacio de Toyoura en
la región de Asuka en
Yamato,
al sur de la actual
Nara.
Ese mismo año, 593, el príncipe
Shotoku
se convirtió en su regente. El
budismo,
introducido a mediados del siglo VI encontró en él
y en su corte el mayor apoyo que pudo imaginar.
Tanto en arquitectura y urbanismo, como en
política, se siguieron los modelos chinos y
coreanos y, tomando prestada su escritura, se
comenzaron a recoger los primeros anales
históricos.
En
el 710 una nueva capital fue diseñada de nueva
planta en
Nara,
y dio comienzo al conocido como
período Nara
según los modelos de la capital china de
Chang´an de la
dinastía Tang.
Durante los años que en esta ciudad se mantuvo
la capitalidad, Japón recibió numerosas
influencias culturales y tecnológicas del
continente. Se compilaron las primeras crónicas
históricas, el Kojiki (712) y el Nihon
shoki (720) [véase el apartado
correspondiente a Crónicas históricas en
la entrada
Japón: Literatura];
el budismo y el confucianismo fueron utilizados
con fines políticos para favorecer a la
autoridad en el poder y los templos se
ramificaron extendiendo sus brazos por todo el
país; se centralizó el gobierno y se inició el
censado de la población y de la posesión de la
tierra.
En
el 794 se decidió un nuevo traslado de la
capital, en esta ocasión se estableció donde se
levanta hoy la moderna ciudad de
Kioto.
Ésta iba a convertirse en el lugar de residencia
permanente del emperador, y en la capital del
país hasta el siglo XIX, cuando la capitalidad
se trasladó a Edo, la actual
Tokio.
El período que va desde el 794 al 1185 se
denomina
período Heian.
Éste supuso la total asimilación de la cultura
china y el florecimiento de una elegante cultura
cortesana. Políticamente la corte imperial se
vio dominada por los nobles de la
familia Fujiwara
y encontró dificultades en la proliferación de
fuertes dominios llamados shoen, y por
tanto, en mantener su control sobre las
provincias. Ante la inexistencia de una fuerza
militar centralizada y efectiva, los clanes
guerreros comenzaron a acumular poder, primero
en las provincias y después en la corte. Así la
familia de los
Taira
desplazó a los Fujiwara y ejerció su poder a
mediados del siglo XII.
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Los
Taira fueron barridos del poder en 1185, de
nuevo por un clan guerrero, el encabezado por
Minamoto Yoritomo,
quien recibió el título de
shogun,
general en jefe de los ejércitos del emperador,
y estableció un gobierno militar en Kamakura,
una pequeña ciudad al este de Japón. Las cuatro
primeras centurias de dominación del guerrero
cubren el
período Kamakura
(1185-1333) y el período
Muromachi
(1333-1568), y suelen ser descritas como la era
feudal de Japón.
El
gobierno del shogun asumió el control de la
administración de justicia, la sucesión
imperial, y la defensa del país contra los
intentos de invasiones mongolas a finales del
siglo XIII. Primero fue encabezado por Yoritomo
y sus hijos, pero con posterioridad, dada la
edad de los sucesores, fueron los regentes de la
familia de los
Hojo
quienes ejercieron el control sobre la nación.
En 1333 una coalición encabezada por el
emperador
Go-Daigo,
que pretendía restaurar la perdida autoridad,
desbancó del poder a los Minamoto.
Fue
la familia de los
Ashikaga,
que había apoyado al emperador, quien consiguió
de nuevo hacerse con el poder del
shogunado.
Ashikaga Yoshimitsu fue capaz de dominar a los
poderosos clanes provinciales, que le ofrecieron
su apoyo. Cuando su fuerza se debilitó, dichos
clanes comenzaron a rivalizar entre ellos y con
el shogun, lo que dio lugar al inicio de la
guerra de Onin (1467-1477). El país entró en una
etapa de guerra endémica conocido como "período
de los Estados en Guerra" (1467-1568), en la que
los señores feudales, ignorando el poder del
shogun y del emperador, se enfrentaron unos con
otros por la hegemonía local.
Desde mediados del siglo XVI se inició un
movimiento en favor de la reunificación del país
en el que destacaron como protagonistas
Oda Nobunaga,
Toyotomi Hideyoshi
y
Tokugawa Ieyasu.
El breve pero espectacular momento en el que
Nobunaga y Hideyoshi ejercieron su poder y
comenzaron a dar una nueva forma a las
instituciones feudales es conocido como
período Momoyama
(1568-1600) o Azuchi-Momoyama.
Tras sucederse uno a otro en el poder, fue
Tokugawa Ieyasu el que, alcanzando una victoria
definitiva sobre los seguidores de la casa de
Toyotomi en la batalla de Sekigahara en 1600,
asumió un poder que duraría cerca de doscientos
cincuenta años en manos de su familia. Esta
batalla marca el inicio del
período Edo
(1600-1868).
Tokugawa estableció un cuidado orden político
basado en un equilibrio en el que el shogunado
controlaba Edo y el centro del poder, mientras
que los
daimyos,
clasificados en función de su lealtad,
gobernaban unos doscientos cincuenta feudos.
Ieyasu y sus sucesores fueron capaces de
mantener la fortísima centralización del poder
mediante este sistema, reforzando la distinción
entre clases, institucionalizando para los
daimyo un sistema de residencia alternada
entre la capital y sus feudos, con la
consiguiente lacra económica que suponía,
erradicando el cristianismo, y controlando los
contactos con el exterior. Esta estructura fue
dominada por los
samuráis,
y descansaban sobre el campesinado y los
comerciantes las fuerzas económicas del país.
A
pesar del opresivo sistema de gobierno de los
Tokugawa, el país gozó de más de dos siglos de
paz, en un relativo aislamiento del resto del
mundo. Esta reclusión fue amenazada a mediados
del siglo XIX por rusos, británicos y
norteamericanos, quienes, lanzados por la
revolución industrial a buscar nuevos mercados,
presionaron a China y Japón para entablar
contactos comerciales con estos dos grandes
consumidores potenciales. El gobierno fue
incapaz de mantenerse firme ante dichas
presiones y tuvo que firmar tratados que dejaban
en desventaja a Japón. Viendo la debilidad del
poder del shogun, los poderosos señores de
Satsuma, Choshu y Tosa, buscaron alianzas en la
corte imperial para derrocar a los Tokugawa y
restaurar el poder perdido al emperador. La
Restauración Meiji
tuvo lugar en 1868 y marca el inicio de una
nueva orientación del país, que pasó del
aislamiento a la total apertura de sus fronteras
no sólo territoriales, sino de todos los campos
del saber.
Siguiendo los modelos occidentales, Japón
redactó su primera constitución en 1889, lo que
abrió el camino para un gobierno parlamentario.
Inició una fructífera andadura industrial y
consiguió el suficiente poder militar como para
enfrentarse a China en 1895, a Rusia diez años
después, y anexionarse Corea en 1910.
El
período Taisho
(1912-1926) se caracterizó por el reconocimiento
internacional de Japón como una de las grandes
potencias, por su gobierno democrático, el
crecimiento de su economía, y su participación
en la diplomacia internacional. El
emperador Showa
tomó el relevo en 1926, y continuó su papel de
cabeza visible de la nación hasta 1989, año en
el que falleció. El
período Showa
se inició con una mirada optimista, pero pronto,
tras su agresión militar de Manchuria y China,
Japón fue expulsado de la Liga de Naciones. El
ultranacionalismo y la opresión política dentro
del país, llevó a su enfrentamiento con los
Estados Unidos y las fuerzas aliadas en Asia y
en el Pacífico.
La
derrota de Japón en 1945, tras sufrir el
bombardeo atómico, trajo consigo la ocupación
del país por parte de los aliados, la
desmilitarización, el desmantelamiento de los
grandes imperios industriales de los zaibatsu,
la renuncia del emperador a su divinidad, una
nueva constitución, una mayor democratización y
un nuevo sistema educativo.
Después de un largo y doloroso período de
posguerra y reconstrucción del país, la economía
japonesa empezó a ponerse a la cabeza del mundo
industrializado en los años sesenta y setenta.
Las
Olimpiadas
de 1964, celebradas en Tokio, ayudaron a su
relanzamiento internacional. La nación prosperó
gracias a los esfuerzos de los japoneses, que
pusieron gran énfasis en la educación y la
frugalidad.
En
los últimos años, bajo la presión internacional
sufrida, ha iniciado la liberalización de su
mercado con intentos de equilibrar una economía
basada casi exclusivamente en la exportación,
haciendo más sencilla la importación de
productos extranjeros. Esta política se encuadra
dentro de las iniciativas que se están
realizando para conseguir la verdadera
internacionalización de su sociedad.
La
vida religiosa en Japón tiene una larga historia
caracterizada por la interacción entre las
diferentes tradiciones religiosas. Muchas de las
creencias y prácticas tradicionales japonesas
arrancan de costumbres prehistóricas, y la mayor
parte de éstas forman el núcleo central del
sintoísmo,
considerada la única religión nativa digna de
reseñar. El
budismo
indio y las contribuciones confucianas y
taoístas de China, así como el
cristianismo
occidental, fueron importaciones filosóficas que
tuvieron lugar en momentos diferentes, y que han
ejercido sobre el
sinto,
y éste sobre ellas, su influencia.
En
las creencias religiosas japonesas no hay un
único dios que clama ser el dios verdadero, y
tampoco hay un libro sagrado, sino muchos, en
los que no se pone el énfasis en el pecado y la
desobediencia a la ley dada, sino en los
rituales de purificación; no hay un día semanal
especialmente sagrado o dedicado a la veneración
de la divinidad; y los códigos morales están más
vinculados con la vida de familia y la filosofía,
que a un corpus organizado de preceptos, y estos
códigos no están asociados directamente con la
divinidad, sino que más bien son considerados
imperfecciones humanas que hay que superar. Ha
de señalarse, además, que esta apertura y
flexibilidad invita a contemplar el mundo de las
creencias no desde un único punto de vista, y es
esta pluralidad de enfoques la que hace pensar
al japonés que no hay una sola creencia válida,
que nadie tiene la verdad de forma exclusiva y,
por tanto, cualquier persona puede sentirse
inclinada a seguir al mismo tiempo más de una
tradición religiosa.
Las
características más sobresalientes de la
religión japonesa podrían resumirse en siete
puntos: la ya mencionada interacción entre
distintas tradiciones religiosas; la íntima
relación existente entre el hombre y los dioses
y la sacralidad de la naturaleza; la gran
importancia de la familia y los antepasados; la
purificación como principio básico de la vida
religiosa; los festivales como uno de los
pilares de las celebraciones religiosas; la vida
diaria como eje religioso, muy directamente
relacionado con cada aspecto de la vida
económica y social; y por último, la directa
relación existente entre religión y estado.
En los primeros momentos en el desarrollo de
la cultura japonesa la vida y las creencias
emanaban del cultivo del arroz. Los ritos
religiosos se organizaban y desarrollaban en
torno a los cambios estacionales. Se veneraba
a los espíritus ancestrales, a los que se
consideraba directamente responsables de la
fertilidad de los campos. Cuando a partir del
siglo VI la desarrollada cultura china penetró
en Japón, ejerció una gran influencia, no sólo
sobre las clases altas, sino también sobre la
gente del pueblo. Entre los elementos
culturales importados de China llegó el
budismo, que los japoneses lo aceptaron y lo
integraron en su vida diaria y en sus
creencias. Utilizaron rituales budistas para
venerar a sus antepasados y emparentaron
divinidades budistas con dioses sintoístas,
bajo la teoría de que los
kami,
o dioses nativos del sinto. Son encarnaciones
o manifestaciones (suijaku) de las
divinidades budistas su prototipo original.
Así, cuando en el siglo VII el budismo ganó
mayor aceptación, las deidades sintoístas
locales se convirtieron en protectoras del
budismo y sus templos. Al mismo tiempo,
también las ideas confucianas fueron recogidas
y utilizadas, en esta ocasión para reforzar y
justificar la lealtad al
mikado.
Alrededor del siglo VIII, los mitos y las
tradiciones locales fueron unificadas en torno
a la creación de Japón y la descendencia
divina del emperador,
Amaterasu,
tal y como quedó reflejado en el Kojiki
(712) y Nihon shoki (720), las dos
crónicas históricas más antiguas de Japón (véase
el apartado correspondiente a Crónicas
históricas en la entrada
Japón: Literatura).
Esta iniciativa estuvo condicionada por la
necesidad de hacer frente al organizado
corpus de creencias budistas. A partir de
este momento muchos altares sintoístas que
tenían un origen familiar, por su carácter de
culto ancestral, se desarrollaron
convirtiéndose en importantes altares de
referencia en la zona, expandiéndose incluso
hasta ramificarse en otros territorios. Los
templos budistas también se multiplicaron, y
se creó una gran red de monasterios, que solía
cubrir de forma prioritaria los servicios
funerarios de los japoneses. Entre el 800 y el
1400 se desarrollaron numerosas sectas
budistas y escuelas sintoístas. En el período
Edo (1600-1868) los templos budistas se vieron
muy alienados por el poder del estado, y se
obligó a que cada familia estuviera inscrita
en un templo como medida inquisitorial sobre
la población, para controlar a aquellos que se
habían adherido al cristianismo. Para viajar,
casarse, o cambiar de residencia, era
necesario presentar el certificado del templo
correspondiente en el que se estaba registrado.
Este sistema de control religioso se denominó
sistema terauke. Durante este mismo
período histórico, el
confucianismo
se convirtió en la filosofía que soportaba el
sistema político y social del estado.
Con la Restauración Meiji de 1868, el
sinto
se convirtió en la bandera de aquellos que
defendían al emperador como el único con poder
legítimo para regir al país, por su condición
de descendiente de la divinidad. El gobierno
prohibió entonces la fusión de prácticas
religiosas budistas y sintoístas, y ordenó
retirar las imágenes budistas que habían ido
colocándose en los santuarios sintoístas con
el paso de los siglos. Las doctrinas sinto
fueron entonces enseñadas en las escuelas, y
cobraron un marcado tinte nacionalista.
Aunque teóricamente existía libertad religiosa
desde que se promulgó la constitución de 1889,
en la práctica el gobierno ejercía un
fortísimo control que hacía realmente
imposible la organización de grupos religiosos
y la propagación de otro credo. Con la
ocupación de los aliados (1945-1952) esta
libertad teórica se convirtió en una realidad.
El resultado fue la proliferación de
centenares de nuevas religiones, especialmente
budistas y cristianas.
Hoy el estado japonés es aconfesional y, por
ello, en el artículo 20 de la constitución de
la postguerra se contemplaba que a cualquier
institución de carácter estatal le estaba
vedado implicarse en la educación religiosa.
En 1947 la Ley Fundamental de Educación
prohibía explícitamente al estado y a los
colegios públicos desarrollar una educación de
carácter religioso. Hoy, un dos por ciento de
las escuelas japonesas son privadas y están
afiliadas a organizaciones religiosas. De
ellas, dos tercios están en manos de
religiosos cristianos.
El panorama religioso del Japón actual es muy
complejo. El sincretismo reinante y la
generalización de una actitud pasiva frente a
este tipo de creencias dificulta el intento de
crear una imagen definida en torno al tema.
Sin embargo, no hay duda de la identificación
social del sinto como la religión nacional.
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Fundación
Educativa Héctor A. García |